TINA murió en paz un lunes por la mañana. Callie estuvo a su lado. No lloró.
Ya había llorado suficiente en las semanas previas y quería estar serena para acompañar a su amiga en aquellos momentos y para estar con Molly.
Por suerte, la niña no parecía darse cuenta del cambio. Hacía semanas que no veía a su madre excepto en las rápidas visitas en el hospital al principio y luego, una vez en casa, desde la puerta y siempre dormida.
Se había acostumbrado a vivir con Callie y con Nadine, la niñera que había contratado Grant, así que no le extrañó que Callie recogiera sus cosas y se la llevara a su casa.
El entierro fue el jueves y fue una ceremonia muy íntima porque Tina no tenía muchos amigos.
Gena fue y Callie se lo agradeció profundamente. El que no pudo estar fue Grant porque, aunque voló de noche, su vuelo se retrasó y no llegó a tiempo.
Cuando, una vez finalizada la misa, Callie lo vio aparecer, todo el dolor que había estado conteniendo se desbordó. Grant corrió a su lado y, entre sus brazos, Callie dio rienda suelta a las lágrimas.
Callie recuperó el control en el trayecto de vuelta a casa de Grant. Para entonces, una vez en la puerta, fue capaz de contarle a su marido cómo habían sido los últimos días de vida de su amiga.
Grant escuchó atento mientras abría la puerta. A continuación, entraron en casa y, tras unos segundos de silencio en el recibidor, los grititos de júbilo de Molly les dieron la bienvenida.
– ¿Qué demonios…? -dijo Grant girándose asombrado hacia Callie.
Callie tomó a la niña en brazos y la abrazó con fuerza. Había decidido no llevarla al entierro y la había dejado en casa con Nadine.
– Hola, cariño -la saludó-. ¿Te has portado bien mientras hemos estado fuera?
– Se ha portado de maravilla -contestó la niñera acercándose a ellos- ¿Ha tenido un buen viaje, señor Carver?
Grant estaba tan estupefacto al haberse encontrado a la niña en su casa que no contestó inmediatamente. Callie se mordió el labio. Ojalá se lo pudiera haber dicho antes, pero ya no había nada que hacer.
Grant le contestó algo a la niñera educadamente, pero sin apartar la mirada de Callie. Era obvio que quería respuestas. Callie estaba a punto de dejar a Molly en el suelo cuando la niña se lanzó hacia Grant.
– ¡Papá! -lo llamó echándole los brazos.
Entre Callie y Nadine consiguieron controlarla y la niñera se la llevó. Callie se reunió con Grant en el salón. Grant estaba esperándola muy serio.
– ¿Qué hace Molly aquí? -le preguntó.
Callie suspiró.
– Me hubiera gustado habértelo dicho de otra manera, pero, ya que no ha habido tiempo, te voy a exponer los hechos tal y como son.
– Muy bien.
– Molly se va a quedar con nosotros -anunció Callie con mucha tranquilidad.
Grant se quedó mirándola como si le hubiera pegado un bofetón.
– Ya sé que no te gusta tenerla cerca, pero estoy segura de que ese sentimiento se irá disipando si dejas que…
– No -la interrumpió Grant negando con la cabeza-. Es imposible. Lo siento, Callie, no puede vivir con nosotros. No puedo soportarlo.
Callie tomó aire.
– Grant, deberías intentar superarlo.
– ¿Superar qué? ¿Cómo supera uno que su vida quede destrozada? ¿Cómo superas perder un hijo?
– Grant, esta niña nos necesita. Tal vez, ayudando a esta niña superes la ausencia de la hija que perdiste.
– No, basta -insistió Grant apretando los dientes.
– Sé que perder a tu hija tuvo que ser horrible, pero la vida continúa y no puedes pagarlo con otra niña.
Grant frunció el ceño.
– No lo estoy pagando con Molly. Lo único que digo es que no puedo hacerlo. No puedo vivir en la misma casa que ella. No puedo. ¿Tina no tenía ningún familiar que se pueda hacer cargo de la niña?
Callie sacudió la cabeza, incapaz de creer lo que estaba escuchando.
– Venga, Callie, seguro que hay alguien. Todo el mundo tiene algún familiar.
– Yo no. Sólo te tengo a ti.
Había dicho aquellas palabras en voz baja y, por lo visto, Grant no las había oído porque no reaccionó.
– ¿Y pretendes hacerme creer que Tina tampoco tenía a nadie? Es imposible que estuviera completamente sola en el mundo.
– Tiene una madrastra, pero no sé dónde está y, además, la odiaba. Decía que era un diablo. Llevaban años sin hablarse.
– Aun así, sigue siendo de su familia…
Callie lo miró a los ojos.
– Esa mujer dejó que los Servicios Sociales se hicieran cargo de Tina. Prefirió que se la llevaran a hacerse cargo de ella cuando murió su padre. ¿Por qué iba a querer hacerse cargo de su hija?
– ¿Y una pareja que quiera adoptarla? -propuso Grant-. Molly es una niña preciosa, seguro que no tiene problema para encontrar a una familia que la quiera.
Callie apretó los dientes.
– Ya tiene a alguien que la quiere. Yo.
– Oh, Callie -se quejó Grant.
Callie sentía unas terribles ganas de llorar, pero no iba a hacerlo.
– Estamos hablando de Molly, de mi Molly.
– ¿Tu Molly?
– Sí. La semana pasada, Tina dejó estipulado por escrito y ante notario que soy su tutora legal. La voy a adoptar.
Grant la miró con frialdad.
– ¿Por qué no me lo habías dicho?
– Porque no estabas aquí -contestó Callie mirándolo atentamente-. Te lo voy a decir muy claro, Grant. Mi responsabilidad para con Molly va mucho más allá del compromiso que tengo contigo. No la puedo abandonar y no voy a hacerlo -le aseguró con vehemencia-. No tiene a nadie -insistió-. Si eso significa que nuestra relación se tiene que acabar, se acabará porque no estoy dispuesta a separarla de mi lado.
Grant se dio cuenta de lo que le estaba pidiendo y se preguntó si podría vivir sin ella. Sí, seguro que sí, podría encontrar a otra mujer, seguro que no era tan difícil.
Y, de repente, la verdad lo sacudió con toda su fuerza. No, no podría vivir sin Callie, no se podía imaginar su vida sin ella, la necesitaba cerca, la posibilidad de perderla lo volvía loco.
Si quería mantenerla a su lado, iba a tener que hacer un gran esfuerzo. ¿Sería capaz? Grant tomó aire e intentó pensar las cosas con calma.
Molly era una niña maravillosa y no era culpa suya que lo hiciera reaccionar así. Tal vez… no, era imposible, no podría hacerlo.
Seguro que había alguien que pudiera hacerse cargo de la niña, tenía que tener un familiar en algún lugar. Grant decidió ponerse en contacto con el detective de la empresa a la mañana siguiente. Mientras tanto, tenía que hacer lo que fuese para que Callie no se fuera.
– Podemos intentarlo, ver qué pasa -dijo con dificultad.
Callie lo miró esperanzada.
– Eso quiere decir que quieres que me quede -comentó.
– Por supuesto que quiero que te quedes -contestó Grant emocionado.
– Menos mal -suspiró Callie comenzando a relajarse-. Me alegro mucho porque… porque tengo que estar aquí después de Navidad sea como sea -sonrió-. Para esas fechas nacerá nuestro hijo.
– ¿Cómo? – exclamó Grant sintiendo que la habitación le daba vueltas-. ¿Estás embarazada?
– Sí -contestó Callie con lágrimas en los ojos.
– Callie -dijo Grant tomándola entre sus brazos y llenándola de besos-. Ah, Callie, soy el hombre más feliz del mundo.
Y, en aquellos momentos, era cierto que lo era.
Entre ellos se estableció una cómoda rutina.
Grant y Callie desayunaban juntos todas las mañanas. Luego, Grant se iba al despacho y Callie se quedaba con Molly, dándole de desayunar y jugando con ella hasta que también se iba a trabajar. Por la tarde, hacía recados e iba a la compra. A continuación, se iba a casa para estar con la niña durante el resto de la tarde.
Normalmente, Grant llegaba tarde, cuando Molly ya estaba acostada. Callie suponía que lo hacía adrede, que así le resultaba más fácil.
A ella le habría gustado que Grant se implicara más, que hiciera un esfuerzo por conocer a la pequeña, pero, de momento, decidió dejarlo pasar y no presionarlo.
El temor de que Grant no le hiciera caso ahora que ya estaba embarazada se demostró injustificado. Su relación iba cada vez mejor. Hasta el punto de que una persona que no los conociera de nada pensaría que estaban enamorados.
Donde mejor se entendían, era en la cama. Lejos de perder el interés, ahora que estaba embarazada, Grant parecía más interesado que nunca en su cuerpo.
El embarazo iba bien.
Grant insistió en acompañarla a la primera visita al médico, donde escuchó de boca del propio doctor que Callie estaba en excelente forma y que todo iba fenomenal.
Aquella tarde, al habérsela tomado libre y no haber ido al despacho, llegaron antes a casa, justo a tiempo de dar de cenar a Molly.
La niña estaba sentada en su trona y Callie estaba limpiando un juguete en el fregadero cuando Grant entró en la habitación.
– ¡Qué horror! -exclamó.
– ¿Qué pasa? -se asustó Callie.
– Ha tirado toda la comida encima de la alfombra blanca -contestó Grant señalando la alfombra-. La ha destrozado.
Callie se fijó en la alfombra, que tenía toda la pinta de ser realmente cara, y miró a Molly, que estaba sonriendo tan contenta. En ese momento, la niña tomó un poco de puré de patata con la cuchara y lo lanzó por el aire. El puré de patata fue a darle a Grant en la nariz.
Grant se giró hacia Callie.
– Está bien, creo que ha llegado el momento de deshacernos de esta alfombra -anunció Callie.
– ¿Cómo? -se extrañó Grant.
– ¿Te crees que Molly va a ser el único bebé que tire comida encima de la alfombra? Las alfombras blancas y los niños no son compatibles.
– Pero…
– Espera y verás -insistió Callie-. Este chiquitín se va a cargar la casa -añadió señalándose la tripa-. Vamos a tener que retirar un montón de cosas.
– ¿De mi casa?
– ¿No lo hiciste cuando nació…?
Había estado a punto de pronunciar el nombre de Lisa, algo que nunca había hecho. De repente, se le ocurrió que no hacerlo era completamente malsano. Aquella niña había existido, había sido una persona de verdad y merecía que hablaran de ella con toda naturalidad.
Lo que hacía su padre, aquello de no hablar jamás de ella, era como negar su existencia. Seguro que Grant tenía recuerdos maravillosos de la pequeña. ¿Por qué no compartirlos?
– Seguro que, cuando Lisa empezó a andar, tuvisteis que hacer un montón de arreglos -dijo deliberadamente.
Grant la miró sorprendido. Era la primera vez que Callie pronunciaba el nombre de su hija. Se quedó mirándola unos segundos y, a continuación, sin decir nada, se fue.
Callie pensó que, tal vez, se había equivocado, pero sabía que algo tenía que hacer para conseguir que Grant superara aquella situación.
Al día siguiente, por la noche, lo intentó de nuevo. Grant y ella estaban sentados en el sofá, charlando tranquilamente antes de irse a la cama, cuando Callie decidió sacar el tema.
– Creo que deberíamos poner una fotografía de Jan y de Lisa en el salón.
– ¿Qué dices? -exclamó Grant.
– Grant, fueron una parte de tu vida, no puedes hacer como que jamás existieron.
– Pienso en ellas todos los días, créeme -contestó Grant a la defensiva.
– Sí, pero lo haces de una manera horrible. Piensas en sus muertes y en lo mal que lo has pasado sin ellas. Deberías pensar también en los buenos momentos. Tal vez, si ponemos fotos suyas…
– No entiendes nada.
Callie ignoró aquel comentario.
– Quiero que nuestros hijos sepan quiénes eran y que siguen siendo importantes en nuestras vidas.
– Solamente son importantes para mí.
– Te equivocas. Forman parte de quién eres y eso es importante para mí también.
– Entonces, ¿también ponemos una fotografía de Ralph?
– No, Ralph no fue importante realmente para nadie más que para su madre -sonrió Callie-. La verdad es que yo creo que para mí era más importante su madre que él.
Aquello le recordó que tenía que ir a visitar a Marge pues hacía dos semanas que no la veía y quería decirle que estaba embarazada.
A Grant no le había parecido bien que pusieran fotografías de Jan y de Lisa, pero Callie estaba convencida de que terminaría cediendo porque todo aquello era por su bien.
De momento, prefirió no insistir.
La noche siguiente lo intentó de otra manera.
– ¿Podríamos comprar otro escáner para el ordenador? -le preguntó-. El que tenemos no es muy bueno, pero sé que hay algunos nuevos que escanean fotografías de maravilla.
– ¿Qué quieres escanear?
– He encontrado un cajón lleno de fotografías de… de Jan y de Lisa, y me gustaría escanear algunas, copiarlas para…
– ¿Cómo? -exclamó Grant como si se hubiera vuelto loca.
– Sí, quiero hacer un álbum con la historia de tu familia y ellas forman parte, no las quiero dejar en el olvido.
A Grant no le hizo ninguna gracia la idea, pero no comentó nada más y, al día siguiente, Callie encontró un escáner nuevo en el vestíbulo.
Durante días, habiéndose instalado en la habitación que había junto a la cocina, fue sacando tiempo para ir trabajando en el proyecto. En un par de ocasiones, Grant se quedó mirándola desde la puerta, en silencio.
Un día, encontró una fotografía preciosa de Jan y de Lisa y decidió enmarcarla y ponerla en la entrada.
Cuando Grant llegó a casa aquella noche fue lo primero que vio al entrar.
– ¿Qué demonios es esto?
– A mí me parece que está muy claro -contestó Callie intentando mantener la calma a pesar de que el corazón le latía aceleradamente.
– Si quiero una fotografía así en la entrada de casa, la pongo yo -dijo Grant tomando la fotografía.
– No es sólo para ti. También es para mí y para nuestro hijo. Si no quieres verla, pasa por el otro lado del vestíbulo.
– Callie, ¿qué demonios estás haciendo?
– Estoy intentando ayudarte a normalizar tus sentimientos. No puedes dejar que las heridas duren para siempre.
– ¿Y qué derecho tienes tú a decidir cómo tengo que curar yo mis heridas?
Callie tomó aire y se enfrentó a él con valentía.
– Para mí, ninguno, pero tengo todo el derecho del mundo en nombre del hijo que vamos a tener.
Grant la miró pensativo.
– No. A lo mejor, eso me lo podrás decir cuando el niño haya nacido, pero ahora no -insistió llevándose la fotografía-. Lo siento mucho, Callie, pero la respuesta sigue siendo «no».
Mientras se alejaba, Callie se fijó en que miraba la fotografía y se dijo que, aunque hubiera perdido aquella batalla, todavía podía ganar la guerra.