TEORIA

– ¿Puedo hacerte sólo una pregunta más? -imploré mientras aceleraba a toda velocidad por la calle desierta. No parecía prestar atención alguna a la carretera.

Suspiró.

– Una -aceptó. Frunció los labios, que se convirtieron en una línea llena de recelo.

– Bueno… Dijiste que sabías que no había entrado en la librería y que me había dirigido hacia el sur. Sólo me preguntaba cómo lo sabías.

Desvió la vista a propósito.

– Pensaba que habíamos pasado la etapa de las evasivas -refunfuñé.

Casi sonrió.

– De acuerdo. Seguí tu olor -miraba a la carretera, lo cual me dio tiempo para recobrar la compostura. No podía admitir que ésa fuera una respuesta aceptable, pero la clasifiqué cuidadosamente para estudiarla más adelante. Intenté retomar el hilo de la conversación. Tampoco estaba dispuesta a dejarle terminar ahí, no ahora que al fin me estaba explicando cosas.

– Aún no has respondido a la primera de mis preguntas -dije para ganar tiempo.

Me miró con desaprobación.

– ¿Cuál?

– ¿Cómo funciona lo de leer mentes? ¿Puedes leer la mente de cualquiera en cualquier parte? ¿Cómo lo haces? ¿Puede hacerlo el resto de tu familia…?

Me sentí estúpida al pedir una aclaración sobre una fantasía.

– Has hecho más de una pregunta -puntualizó. Me limité a entrecruzar los dedos y esperar-. Sólo yo tengo esa facultad, y no puedo oír a cualquiera en cualquier parte. Debo estar bastante cerca. Cuanto más familiar me resulta esa «voz», más lejos soy capaz de oírla, pero aun así, no más de unos pocos kilómetros -hizo una pausa con gesto meditabundo-. Se parece un poco a un enorme hall repleto de personas que hablan todas a la vez. Sólo es un zumbido, un bisbiseo de voces al fondo, hasta que localizo una voz, y entonces está claro lo que piensan… La mayor parte del tiempo no los escucho, ya que puede llegar a distraer demasiado y así es más fácil parecer normal-frunció el ceño al pronunciar la palabra-, y no responder a los pensamientos de alguien antes de que los haya expresado con palabras

Me miró con ojos enigmáticos.

– ¿Por qué crees que no puedes «oírme»? -pregunté con curiosidad.

– No lo sé -murmuró-. Mi única suposición es que tal vez tu mente funcione de forma diferente a la de los demás. Es como si tus pensamientos fluyeran en onda media y yo sólo captase los de frecuencia modulada.

Me sonrió, repentinamente divertido.

– ¿Mi mente no funciona bien? ¿Soy un bicho raro?

Esas palabras me preocuparon más de lo previsto, probablemente porque había dado en la diana. Siempre lo había sospechado, y me avergonzaba tener la confirmación.

– Yo oigo voces en la cabeza y es a ti a quien le preocupa ser un bicho raro -se rió-. No te inquietes, es sólo una teoría… -su rostro se tensó-. Y eso nos trae de vuelta a ti.

Suspiré. ¿Cómo empezar?

– Pensaba que habíamos pasado la etapa de las evasivas -me recordó con dulzura.

Aparté la vista del rostro de Edward por primera vez en un intento de hallar las palabras y vi el indicador de velocidad.

– ¡Dios santo! -grité-. ¡Ve más despacio!

– ¿Qué pasa? -se sobresaltó, pero el automóvil no desaceleró.

– ¡Vas a ciento sesenta! -seguí chillando.

Elche una ojeada de pánico por la ventana, pero estaba demasiado oscuro para distinguir mucho. La carretera sólo era visible hasta donde alcanzaba la luz de los faros delanteros. El bosque que flanqueaba ambos lados de la carretera parecía un muro negro, tan duro como un muro de hierro si nos salíamos de la carretera a esa velocidad.

– Tranquilízate, Bella.

Puso los ojos en blanco sin reducir aún la velocidad.

– ¿Pretendes que nos matemos? -quise saber.

– No vamos a chocar.

Intenté modular el volumen de mi voz al preguntar:

– ¿Por qué vamos tan deprisa?

– Siempre conduzco así -se volvió y me sonrió torciendo la boca.

– ¡No apartes la vista de la carretera!

– Nunca he tenido un accidente, Bella, ni siquiera me han puesto una multa -sonrió y se acarició varias veces la frente-. A prueba de radares detectores de velocidad.

– Muy divertido -estaba que echaba chispas-. Charlie es policía, ¿recuerdas? He crecido respetando las leyes de tráfico. Además, si nos la pegamos contra el tronco de un árbol y nos convertimos en una galleta de Volvo, tendrás que regresar a pie.

– Probablemente -admitió con una fuerte aunque breve carcajada-, pero tú no -suspiró y vi con alivio que la aguja descendía gradualmente hasta los ciento veinte.

– ¿Satisfecha?

– Casi.

– Odio conducir despacio -musitó.

– ¿A esto le llamas despacio?

– Basta de criticar mi conducción -dijo bruscamente-, sigo esperando tu última teoría.

Me mordí el labio. Me miró con ojos inesperadamente amarillos-No me voy a reír -prometió.

– Temo más que te enfades conmigo.

– ¿Tan mala es?

– Bastante, sí.

Esperó. Tenía la vista clavada en mis manos, por lo que no le pude ver la expresión.

– Adelante -me animó con voz tranquila.

– No sé cómo empezar -admití.

– ¿Por qué no empiezas por el principio? Dijiste que no era de tu invención.

– No.

– ¿Cómo empezaste? ¿Con un libro? ¿Con una película? -me sondeó.

– No. Fue el sábado, en la playa -me arriesgué a alzar los ojos y contemplar su rostro. Pareció confundido-. Me encontré con un viejo amigo de la familia… Jacob Black -proseguí-. Su padre y Charlie han sido amigos desde que yo era niña.

Aún parecía perplejo.

– Su padre es uno de los ancianos de los quileute -lo examiné con atención. Una expresión helada sustituyó al desconcierto anterior-. Fuimos a dar un paseo… -evité explicarle todas mis maquinaciones para sonsacar la historia-, y él me estuvo contando viejas leyendas para asustarme -vacilé-. Me contó una…

– Continúa.

– … sobre vampiros.

En ese instante me di cuenta de que hablaba en susurros. Ahora no le podía ver la cara, pero sí los nudillos tensos, convulsos, de las manos en el volante.

– ¿E inmediatamente te acordaste de mí?

Seguía tranquilo.

– No. Jacob mencionó a tu familia.

Permaneció en silencio, sin perder de vista la carretera. De repente, me alarmé, preocupada por proteger a Jacob.

– Sólo creía que era una superstición estúpida -añadí rápidamente-. No esperaba que yo me creyera ni una palabra -mi comentario no parecía suficiente, por lo que tuve que confesar-: Fue culpa mía. Le obligué a contármelo.

– ¿Por qué?

– Lauren dijo algo sobre ti… Intentaba provocarme. Un joven mayor de la tribu mencionó que tu familia no acudía a la reserva, sólo que sonó como si aquello tuviera un significado especial, por lo que me llevé a Jacob a solas y le engañé para que me lo contara -admití con la cabeza gacha.

– ¿Cómo le engañaste?

– Intenté flirtear un poco… Funcionó mejor de lo que había pensado -la incredulidad llenó mi voz cuando lo evoqué.

– Me gustaría haberlo visto -se rió entre dientes de forma sombría-. Y tú me acusas de confundir a la gente… ¡Pobre Jacob Black!

Me puse colorada como un tomate y contemplé la noche a través de la ventanilla.

– ¿Qué hiciste entonces? -preguntó un minuto después.

– Busqué en Internet.

– ¿Y eso te convenció? -su voz apenas parecía interesada, pero sus manos aferraban con fuerza el volante.

– No. Nada encajaba. La mayoría eran tonterías, y entonces… -me detuve.

– ¿Qué?

– Decidí que no importaba -susurré.

– ¡¿Que no importaba?! -el tono de su voz me hizo alzar los ojos. La máscara tan cuidadosamente urdida se había roto finalmente. Tenía cara de incredulidad, con un leve atisbo de la rabia que yo temía.

– No -dije suavemente-. No me importa lo que seas.

– ¿No te importa que sea un monstruo? -su voz reflejó una nota severa y burlona

– ¿Que no sea humano?

– No.

Se calló y volvió a mirar al frente. Su rostro era oscuro y gélido.

– Te has enfadado -suspiré-. No debería haberte dicho nada.

– No -dijo con un tono tan severo como la expresión de su cara-. Prefiero saber qué piensas, incluso cuando lo que pienses sea una locura.

– Así que, ¿me equivoco otra vez? -le desafié.

– No me refiero a eso. «No importaba» -me citó, apretando los dientes.

– ¿Estoy en lo cierto? -contesté con un respingo.

¿Importa?

Respiré hondo.

– En realidad, no -hice una pausa-. Siento curiosidad.

Al menos, mi voz sonaba tranquila. De repente, se resignó.

– ¿Sobre qué sientes curiosidad?

– ¿Cuántos años tienes?

– Diecisiete -respondió de inmediato.

– ¿Y cuánto hace que tienes diecisiete años?

Frunció los labios mientras miraba la carretera.

– Bastante -admitió, al fin.

– De acuerdo.

Sonreí, complacida de que al fin fuera sincero conmigo. Sus vigilantes ojos me miraban con más frecuencia que antes, cuando le preocupaba que entrara en estado de Shock. Esbocé una sonrisa más amplia de estímulo y él frunció el ceño.

– No te rías, pero ¿cómo es que puedes salir durante el día?

En cualquier caso, se rió.

– Un mito.

– ¿No te quema el sol?

– Un mito.

– ¿Y lo de dormir en ataúdes?

– Un mito -vaciló durante un momento y un tono peculiar se filtró en su voz-. No puedo dormir.

Necesité un minuto para comprenderlo.

– ¿Nada?

– Jamás -contestó con voz apenas audible.

Se volvió para mirarme con expresión de nostalgia. Sus ojos dorados sostuvieron mi mirada y perdí la oportunidad de pensar. Me quedé mirándolo hasta que él apartó la vista.

– Aún no me has formulado la pregunta más importante.

Ahora su voz sonaba severa y cuando me miró otra vez lo hizo con ojos gélidos. Parpadeé, todavía confusa.

– ¿Cuál?

– ¿No te preocupa mi dieta? -preguntó con sarcasmo.

– Ah -musité-, ésa.

– Sí, ésa -remarcó con voz átona-. ¿No quieres saber si bebo sangre?

Retrocedí.

– Bueno, Jacob me dijo algo al respecto.

– ¿Qué dijo Jacob? -preguntó cansinamente.

– Que no cazabais personas. Dijo que se suponía que vuestra familia no era peligrosa porque sólo dabais caza a animales.

– ¿Dijo que no éramos peligrosos?

Su voz fue profundamente escéptica.

– No exactamente. Dijo que se suponía que no lo erais, pero los quileutes siguen sin quereros en sus tierras, sólo por si acaso.

Miró hacia delante, pero no sabía si observaba o no la carretera.

– Entonces, ¿tiene razón en lo de que no cazáis personas? -pregunté, intentando alterar la voz lo menos posible.

– La memoria de los quileutes llega lejos… -susurró.

Lo acepté como una confirmación.

– Aunque no dejes que eso te satisfaga -me advirtió-. Tienen razón al mantener la distancia con nosotros.

– No comprendo.

– Intentamos… -explicó lentamente-, solemos ser buenos en todo lo que hacemos, pero a veces cometemos errores. Yo, por ejemplo, al permitirme estar a solas contigo.

– ¿Esto es un error?

Oí la tristeza de mi voz, pero no supe si él también lo había advertido.

– Uno muy peligroso -murmuró.

A continuación, ambos permanecimos en silencio. Observé cómo giraban las luces del coche con las curvas de la carretera. Se movían con demasiada rapidez, no parecían reales, sino un videojuego. Era consciente de que el tiempo se me escapaba rápidamente, se me acababa como la carretera que recorríamos, y tuve un miedo espantoso a no disponer de otra oportunidad para estar con él de nuevo como en este momento, abiertamente, sin muros entre nosotros. Sus palabras apuntaban hacia un fin y retrocedí ante esa idea. No podía perder ninguno de los minutos que tenía a su lado.

– Cuéntame más -pedí con desesperación, sin preocuparme de lo que dijera, sólo para oír su voz de nuevo.

Me miró rápidamente, sobresaltado por el cambio que se había operado en mi voz.

– ¿Qué más quieres saber?

– Dime por qué cazáis animales en lugar de personas -sugerí con voz aún alterada por la desesperación. Tomé conciencia de que tenía los ojos llorosos y luché contra el pesar que intentaba apoderarse de mí.

– No quiero ser un monstruo -explicó en voz muy baja.

– Pero ¿no bastan los animales?

Hizo una pausa.

– No puedo estar seguro, por supuesto, pero yo lo compararía con vivir a base de queso y leche de soja. Nos llamamos a nosotros mismos vegetarianos, es nuestro pequeño chiste privado. No sacia el apetito por completo, bueno, más bien la sed, pero nos mantiene lo bastante fuertes para resistir… la mayoría de las veces -su voz sonaba a presagio-. Unas veces es más difícil que otras. – ¿Te resulta muy difícil ahora?

Suspiró.

– Pero ahora no tienes hambre -aseveré con confianza, afirmando, no preguntando.

– ¿Qué te hace pensar eso?

– Tus ojos. Te dije que tenía una teoría. Me he dado cuenta de que la gente, y los hombres en particular, se enfada cuando tiene hambre.

Se rió entre dientes.

– Eres muy observadora, ¿verdad?

No respondí, sólo escuché el sonido de su risa y lo grabé en la memoria.

– Este fin de semana estuvisteis cazando, ¿verdad? -quise saber cuando todo se hubo calmado.

– Sí -calló durante un segundo, como si estuviera decidiendo decir algo o no-. No quería salir, pero era necesario. Es un poco más fácil estar cerca de ti cuando no tengo sed.

– ¿Por qué no querías marcharte?

– El estar lejos de ti me pone… ansioso -su mirada era amable e intensa; y me estremecí hasta la médula-. No bromeaba cuando te pedí que no te cayeras al mar o te dejaras atropellar el jueves pasado. Estuve abstraído todo el fin de semana, preocupándome por ti, y después de lo acaecido esta noche, me sorprende que hayas salido indemne del fin de semana -movió la cabeza; entonces recordó algo-. Bueno, no del todo.

– ¿Qué?

– Tus manos -me recordó.

Observé las palmas de mis manos y las rasgaduras casi curadas de los pulpejos. A Edward no se le escapaba nada.

– Me caí -reconocí con un suspiro.

– Eso es lo que pensé -las comisuras de sus labios se curvaron-. Supongo que, siendo tú, podía haber sido mucho peor, y esa posibilidad me atormentó mientras duró mi ausencia. Fueron tres días realmente largos y la verdad es que puse a Emmett de los nervios.

Me sonrió compungido.

– ¿Tres días? ¿No acabas de regresar hoy?

– No, volvimos el domingo.

– Entonces, ¿por qué no fuisteis ninguno de vosotros al instituto?

Estaba frustrada, casi enfadada, al pensar el gran chasco que me había llevado a causa de su ausencia.

– Bueno, me has preguntado si el sol me daña, y no lo hace, pero no puedo salir a la luz del día… Al menos, no donde me pueda ver alguien.

– ¿Por qué?

– Alguna vez te lo mostraré -me prometió.

Pensé en ello durante un momento.

– Me podías haber llamado -decidí.

Se quedó confuso.

– Pero sabía que estabas a salvo.

– Pero yo no sabía dónde estabas. Yo… -vacilé y entorné los ojos.

– ¿Qué? -me impelió con voz arrulladora.

– Me disgusta no verte. También me pone ansiosa.

Me sonrojé al decirlo en voz alta. Se quedó quieto y alzó la vista con aprensión. Observé su expresión apenada.

– Ay -gimió en voz baja-, eso no está bien.

No comprendí esa respuesta. ¿Qué he dicho?

– ¿No lo ves, Bella? De todas las cosas en que te has visto involucrada, es una de las que me hace sentir peor -fijó los ojos en la carretera abruptamente; habló a borbotones, a tal velocidad que casi no lo comprendí-. No quiero oír que te sientas así -dijo con voz baja, pero apremiante-. Es un error. No es seguro. Bella, soy peligroso. Grábatelo, por favor.

– No.

Me esforcé por no parecer una niña enfurruñada.

– Hablo en serio -gruñó.

– También yo. Te lo dije, no me importa qué seas. Es demasiado tarde.

– Jamás digas eso -espetó con dureza y en voz baja.

Me mordí el labio, contenta de que no supiera cuánto dolía aquello. Contemplé la carretera. Ya debíamos de estar cerca. Conducía mucho más deprisa.

– ¿En qué piensas? -inquirió con voz aún ruda.

Me limité á negar con la cabeza, no muy segura de que fuera capaz de hablar.

– ¿Estás llorando?

No me había dado cuenta de que la humedad de mis ojos se había desbordado. Rápidamente, me froté la mejilla con la mano y, efectivamente, allí estaban las lágrimas delatoras, traicionándome.

– No -negué, pero mi voz se quebró.

Le vi extender hacia mí la diestra con vacilación, pero luego se contuvo y lentamente la volvió a poner en el volante.

– Lo siento -se disculpó con voz pesarosa.

Supe que no sólo se estaba disculpando por las palabras que me habían perturbado. La oscuridad se deslizaba a nuestro lado en silencio.

– Dime una cosa -pidió después de que hubiera transcurrido otro minuto, y le oí controlarse para que su tono fuera ligero.

– ¿Sí?

– Esta noche, justo antes de que yo doblara la esquina, ¿en qué pensabas? No comprendí tu expresión… No parecías asustada, sino más bien concentrada al máximo en algo.

– Intentaba recordar cómo incapacitar a un atacante, ya sabes… autodefensa. Le iba a meter la nariz en el cerebro a ese… -pensé en el tipo moreno con una oleada de odio.

– ¿Ibas a luchar contra ellos? -eso le perturbó-. ¿No pensaste en correr?

– Me caigo mucho cuando corro -admití.

– ¿Y en chillar?

– Estaba a punto de hacerlo.

Sacudió la cabeza.

– Tienes razón. Definitivamente, estoy luchando contra el destino al intentar mantenerte con vida.

Suspiré. Al traspasar los límites de Forks fuimos más despacio. El viaje le había llevado menos de veinte minutos.

– ¿Te veré mañana? -quise saber.

– Sí. También he de entregar un trabajo -me sonrió-. Te reservaré un asiento para almorzar.

Después de todo lo que habíamos pasado aquella noche, era una tontería que esa pequeña promesa me causara tal excitación y me impidiera articular palabra.

Estábamos enfrente de la casa de Charlie. Las luces estaban encendidas y mi coche en su sitio. Todo parecía absolutamente normal. Era como despertar de un sueño. Detuvo el vehículo, pero no me moví.

– ¿Me prometes estar ahí mañana?

– Lo prometo.

Sopesé la respuesta durante unos instantes y luego asentí con la cabeza. Me quité la cazadora después de olería por última vez.

– Te la puedes quedar… No tienes una para mañana -me recordó.

Se la devolví.

– No quiero tener que explicárselo a Charlie.

– Ah, de acuerdo.

Esbozó una amplia sonrisa. Con la mano en la manivela, vacilé mientras intentaba prolongar el momento.

– ¿Bella? -dijo en tono diferente, serio y dubitativo.

– ¿Sí? -me volví hacia él con demasiada avidez.

– ¿Vas a prometerme algo?

– Sí -respondí, y al momento me arrepentí de mi incondicional aceptación. ¿Qué ocurría si me pedía que me alejara de él? No podía mantener esa promesa.

– No vayas sola al bosque.

Le miré fijamente, totalmente confusa.

– ¿Por qué?

Frunció el ceño y miró con severidad por la ventana.

– No soy la criatura más peligrosa que ronda por ahí fuera. Dejémoslo así.

Me estremecí levemente ante su repentino tono sombrío, pero estaba aliviada. Al menos, ésta era una promesa fácil de cumplir.

– Lo que tú digas.

– Nos vemos mañana -suspiró, y supe que deseaba que saliera del coche.

– Entonces, hasta mañana.

Abrí la puerta a regañadientes.

– ¿Bella?

Me di la vuelta mientras se inclinaba hacía mí, por lo que tuve su espléndido rostro pálido a unos centímetros del mío. Mi corazón se detuvo.

– Que duermas bien -dijo.

Su aliento rozó mi cara, aturdiéndome. Era el mismo exquisito aroma que emanaba de la cazadora, pero de una forma más concentrada. Parpadeé, totalmente deslumbrada. Edward se alejó.

Fui incapaz de moverme hasta que se me despejó un poco la mente. Entonces salí del coche con torpeza, teniendo que apoyarme en el marco de la puerta. Creí oírle soltar una risita, pero el sonido fue demasiado bajo para confirmar que fuera cierto.

Aguardó hasta que llegué a trancas y barrancas a la puerta y entonces oí el sonido del motor del coche. Me volví a tiempo de contemplar el vehículo plateado desapareciendo detrás de la esquina. Me di cuenta de que hacía mucho frío.

Tomé la llave de forma maquinal, abrí la puerta y entré. Charlie me llamó desde el cuarto de estar.

– ¿Bella?

– Sí, papá, soy yo.

Fui hasta allí. Estaba viendo un partido de baloncesto.

– Has vuelto pronto.

– ¿Sí? -estaba sorprendida.

– Aún no son ni las ocho -me dijo-. ¿Os habéis divertido?

– Sí, nos lo hemos pasado muy bien -la cabeza me dio vueltas al intentar recordar todo el asunto de la salida de chicas que había planeado-. Las dos encontraron vestidos.

– ¿Te encuentras bien?

– Sólo cansada. He caminado mucho.

– Bueno, quizás deberías acostarte ya.

Parecía preocupado. Me pregunté qué aspecto tendría mi cara.

– Antes debo llamar a Jessica.

– Pero ¿no acabas de estar con ella? -preguntó sorprendido.

– Sí, pero me dejé la cazadora en su coche. Quiero asegurarme de que mañana me la trae.

– Bueno, al menos dale tiempo de llegar a casa.

– Cierto -acepté.

Fui a la cocina y caí exhausta en una silla. Entonces empecé a marearme de verdad. Me pregunté si, después de todo, no iba a entrar en estado de sbock. ¡Contrólate!, me dije.

El teléfono me sobresaltó cuando sonó de repente. Levanté el auricular de un tirón.

– ¿Diga? -pregunté entrecortadamente.

– ¿Bella?

– Hola, Jes. Ahora te iba a llamar.

– ¿Estás eh casa?-su voz reflejaba sorpresa y alivio.

– Sí. Me dejé la cazadora en tu coche. ¿Me la puedes traer mañana?

– Claro, pero ¡dime qué ha pasado! -exigió.

– Eh, mañana, en Trigonometría, ¿vale?

Lo pilló al vuelo.

– Ah, tu padre está ahí, ¿no?

– Sí, exacto.

– De acuerdo. En ese caso, mañana hablamos -percibí la impaciencia en su voz-. ¡Adiós!

– Adiós, Jess.

Subí lentamente las escaleras mientras un profundo sopor me nublaba la mente. Me preparé para irme a la cama sin prestar atención a lo que hacía. No me percaté de que estaba helada hasta que estuve en la ducha, con el agua -demasiado caliente- quemándome la piel. Tirité violentamente durante varios minutos; después, el chorro de agua relajó mis músculos agarrotados. Luego, sumamente cansada para moverme, permanecí en la ducha hasta que se acabó el agua caliente.

Salí a trompicones y envolví mi cuerpo con una toalla en un intento de conservar el calor del agua para que no regresaran las dolorosas tiritonas. Rápidamente me puse el pijama. Me acurruqué debajo de la colcha, avovillándome como una pelota, abrazándome, para conservar el calor. Me estremecí varias veces.

La cabeza me seguía dando vueltas, llena de imágenes que no lograba comprender y algunas otras que intentaba reprimir. Al principio, no tenía nada claro, pero cuando gradualmente me fui acercando al sueño, se me hicieron evidentes algunas certezas.

Estaba totalmente segura de tres cosas. Primera, Edward era un vampiro. Segunda, una parte de él, y no sabía lo potente que podía ser esa parte, tenía sed de mi sangre. Y tercera, estaba incondicional e irrevocablemente enamorada de él.

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