A la mañana siguiente resultó muy difícil discutir con esa parte de mí que estaba convencida de que la noche pasada había sido un sueño. Ni la lógica ni el sentido común estaban de mi lado. Me aferraba a las partes que no podían ser de mi invención, como el olor de Edward. Estaba segura de que algo así jamás hubiera sido producto de mis propios sueños.
En el exterior, el día era brumoso y oscuro. Perfecto. Edward no tenía razón alguna para no asistir a clase hoy. Me vestí con ropa de mucho abrigo al recordar que no tenía la cazadora, otra prueba de que mis recuerdos eran reales.
Al bajar las escaleras, descubrí que Charlie ya se había ido. Era más tarde de lo que creía. Devoré en tres bocados una barra de muesli acompañada de leche, que bebí a morro del cartón, y salí a toda prisa por la puerta. Con un poco de suerte, no empezaría a llover hasta que hubiera encontrado a Jessica.
Había más niebla de lo acostumbrado, el aire parecía impregnado de humo. Su contacto era gélido cuando se enroscaba a la piel expuesta del cuello y el rostro. No veía el momento de llegar al calor de mi vehículo. La neblina era tan densa que hasta que no estuve a pocos metros de la carretera no me percaté de que en ella había un coche, un coche plateado. Mi corazón latió despacio, vaciló y luego reanudó su ritmo a toda velocidad.
No vi de dónde había llegado, pero de repente estaba ahí, con la puerta abierta para mí.
– ¿Quieres dar una vuelta conmigo hoy? -preguntó, divertido por mi expresión, sorprendiéndome aún desprevenida.
Percibí incertidumbre en su voz. Me daba a elegir de verdad, era libre de rehusar y una parte de él lo esperaba. Era una esperanza vana.
– Sí, gracias -acepté e intenté hablar con voz tranquila.
Al entrar en el caluroso interior del coche me di cuenta de que su cazadora color canela colgaba del reposacabezas del asiento del pasajero. Cerró la puerta detrás de mí y, antes de lo que era posible imaginar, se sentó a mi lado y arrancó el motor.
– He traído la cazadora para ti. No quiero que vayas a enfermar ni nada por el estilo.
Hablaba con cautela. Me di cuenta de que él mismo no llevaba cazadora, sólo una camiseta gris de manga larga con cuello de pico. De nuevo, el tejido se adhería a su pecho musculoso. El que apartara la mirada de aquel cuerpo fue un colosal tributo a su rostro.
– No soy tan delicada -dije, pero me puse la cazadora sobre el vientre e introduje los brazos en las mangas, demasiado largas, con la curiosidad de comprobar si el aroma podía ser tan bueno como lo recordaba. Era mejor.
– ¿Ah, no? -me contradijo en voz tan baja que no estuve segura de si quería que lo oyera.
El vehículo avanzó a toda velocidad entre las calles cubiertas por los jirones de niebla. Me sentía cohibida. De hecho, lo estaba. La noche pasada todas las defensas estaban bajas… casi todas. No sabía si seguíamos siendo tan candidos hoy. Me mordí la lengua y esperé a que hablara él.
Se volvió y me sonrió burlón.
– ¿Qué? ¿No tienes veinte preguntas para hoy?
– ¿Te molestan mis preguntas? -pregunté, aliviada.
– No tanto como tus reacciones.
Parecía bromear, pero no estaba segura. Fruncí el ceño.
– ¿Reaccioné mal?
– No. Ese es el problema. Te lo tomaste todo demasiado bien, no es natural. Eso me hace preguntarme qué piensas en realidad.
– Siempre te digo lo que pienso de verdad.
– Lo censuras -me acusó.
– No demasiado.
– Lo suficiente para volverme loco.
– No quieres oírlo -mascullé casi en un susurro.
En cuanto pronuncié esas palabras, me arrepentí de haberlo hecho. El dolor de mi voz era muy débil. Sólo podía esperar que él no lo hubiera notado.
No me respondió, por lo que me pregunté si le había hecho enfadar. Su rostro era inescrutable mientras entrábamos en el aparcamiento del instituto. Ya tarde, se me ocurrió algo.
– ¿Dónde están tus hermanos? -pregunté, muy contenta de estar a solas con él, pero recordando que habitualmente ese coche iba lleno.
– Han ido en el coche de Rosalie -se encogió de hombros mientras aparcaba junto a un reluciente descapotable rojo con la capota levantada-. Ostentoso, ¿verdad?
– Eh… ¡Caramba! -musité-. Si ella tiene esto, ¿por qué viene contigo?
– Como te he dicho, es ostentoso. Intentamos no desentonar.
– No tenéis éxito. -Me reí y sacudí la cabeza mientras salíamos del coche. Ya no llegábamos tarde; su alocada conducción me había traído a la escuela con tiempo de sobra-. Entonces, ¿por qué ha conducido Rosalie hoy si es más ostentoso?
– ¿No lo has notado? Ahora, estoy rompiendo todas las reglas.
Se reunió conmigo delante del coche y permaneció muy cerca de mí mientras caminábamos hacia el campus. Quería acortar esa pequeña distancia, extender la mano y tocarle, pero temía que no fuera de su agrado.
– ¿Por qué todos vosotros tenéis coches como ésos si queréis pasar desapercibidos? -me pregunté en voz alta.
– Un lujo -admitió con una sonrisa traviesa-. A todos nos gusta conducir deprisa.
– Me cuadra -musité.
Con los ojos a punto de salirse de sus órbitas, Jessica estaba esperando debajo del saliente del tejado de la cafetería. Sobre su brazo, bendita sea, estaba mi cazadora.
– Eh, Jessica -dije cuando estuvimos a pocos pasos-. Gracias por acordarte.
Me la entregó sin decir nada.
– Buenos días, Jessica -la saludó amablemente Edward. No tenía la culpa de que su voz fuera tan irresistible ni de lo que sus ojos eran capaces de obrar.
– Eh… Hola -posó sus ojos sobre mí, intentando reunir sus pensamientos dispersos-. Supongo que te veré en Trigonometría.
Me dirigió una mirada elocuente y reprimí un suspiro. ¿Qué demonios iba a decirle?
– Sí, allí nos vemos.
Se alejó, deteniéndose dos veces para mirarnos por encima del hombro.
– ¿Qué le vas a contar? -murmuró Edward.
– ¡Eh! ¡Creía que no podías leerme la mente! -susurré.
– No puedo -dijo, sobresaltado. La comprensión relució en los ojos de Edward-, pero puedo leer la suya. Te va a tender una emboscada en clase.
Gemí mientras me quitaba su cazadora y se la entregaba para reemplazarla por la mía. La dobló sobre su brazo.
– Bueno, ¿qué le vas a decir?
– Una ayudita -supliqué-, ¿qué quiere saber?
Edward negó con la cabeza y esbozó una sonrisa malévola.
– Eso no es elegante.
– No, lo que no es elegante es que no compartas lo que sabes.
Lo estuvo reflexionando mientras andábamos. Nos detuvimos en la puerta de la primera clase.
– Quiere saber si nos estamos viendo a escondidas, y también qué sientes por mí -dijo al final.
– ¡Oh, no! ¿Qué debo decirle?
Intenté mantener la expresión más inocente. La gente pasaba a nuestro lado de camino a clase, probablemente mirando, pero apenas era consciente de su presencia.
– Humm -hizo una pausa para atrapar un mechón suelto que se había escapado del nudo de mi coleta y lo colocó en su lugar. Mi corazón resopló de hiperactividad-. Supongo que, si no te importa, le puedes decir que sí a lo primero… Es más fácil que cualquier otra explicación.
– No me importa -dije con un hilo de voz.
– En cuanto a la pregunta restante… Bueno, estaré a la escucha para conocer la respuesta.
Curvó una de las comisuras de la boca al esbozar mi sonrisa picara predilecta. Se dio la vuelta y se alejó.
– Te veré en el almuerzo -gritó por encima del hombro. Las tres personas que traspasaban la puerta se detuvieron para mirarme.
Colorada e irritada, me apresuré a entrar en clase. ¡Menudo tramposo! Ahora estaba incluso más preocupada sobre lo que le iba a decir a Jessica. Me senté en mi sitio de siempre al tiempo que lanzaba la cartera contra el suelo con fastidio.
– Buenos días, Bella -me saludó Mike desde el asiento contiguo. Alcé la vista para ver el aspecto extraño y resignado de su rostro. ¿Cómo te fue en Port Angeles?
– Fue… -no había una forma sincera de resumirlo-. Estuvo genial -concluí sin convicción-. Jessica consiguió un vestido estupendo.
– ¿Dijo algo de la noche del lunes? -preguntó con los ojos relucientes. Sonreí ante el giro que había tomado la conversación.
– Dijo que se lo había pasado realmente bien -le confirmé.
– ¿Seguro? -dijo con avidez.
– Segurísimo.
Entonces, el señor Masón llamó al orden a la clase y nos pidió que entregásemos nuestros trabajos. Lengua e Historia se pasaron de forma borrosa, mientras yo seguía preocupada sobre la forma en que iba a explicarle las cosas a Jessica. Me iba costar muchísimo si Edward estaba escuchando lo que decía a través de los pensamientos de Jessica. ¡Qué inoportuno podía llegar a ser su pequeño don cuando no servía para salvarme la vida!
La niebla se había disuelto hacia el final de la segunda hora, pero el día seguía oscuro, con nubes bajas y opresivas. Le sonreí al cielo.
Edward estaba en lo cierto, por supuesto. Jessica se sentaba en la fila de atrás cuando entré en clase de Trigonometría, casi botando fuera del asiento de pura agitación. Me senté a su lado con renuencia mientras me intentaba convencer a mí misma de que sería mejor zanjar el asunto lo antes posible.
– ¡Cuéntamelo todo! -me ordenó antes de que me sentara.
– ¿Qué quieres saber? -intenté salirme por la tangente.
– ¿Qué ocurrió anoche?
– Me llevó a cenar y luego me trajo a casa.
Me miró con una forzada expresión de escepticismo.
– ¿-Cómo llegaste a casa tan pronto?
– Conduce como un loco -esperaba que oyera eso-. Fue aterrador.
– ¿Fue como una cita? ¿-Le habías dicho que os reunierais allí?
No había pensado en eso.
– No… Me sorprendió mucho verle en Forks.
Contrajo los labios contrariada ante la manifiesta sinceridad de mi voz.
– Pero él te ha recogido hoy para traerte a clase… -me sondeó.
– Sí, eso también ha sido una sorpresa. Se dio cuenta de que la noche pasada no tenía la cazadora -le expliqué.
– Así que… ¿vais a salir otra vez?
– Se ofreció a llevarme a Seattle el sábado, ya que cree que mi coche no es demasiado fiable. ¿Eso cuenta?
– Sí -asintió.
– Bueno, entonces, sí.
– V-a-y-a -magnificó la palabra hasta hacerla de cuatro sílabas-. Edward Cullen.
– Lo sé -admití. «Vaya» ni siquiera se acercaba.
– ¡Aguarda! -alzó las manos con las palmas hacia mí como si estuviera deteniendo el tráfico-. ¿Te ha besado?
– No -farfullé-. No es de ésos.
Pareció decepcionada, y estoy segura de que yo también.
– ¿Crees que el sábado…? -alzó las cejas.
– Lo dudo, de verdad.
Oculté muy mal el descontento de mi voz.
– ¿Sobre qué hablasteis? -me susurró, presionándome en busca de más información. La clase había comenzado, pero el señor Varner no prestaba demasiada atención y no éramos las únicas que seguíamos hablando.
– No sé, Jess, de un montón de cosas -le respondí en susurros-. Hablamos un poco del trabajo de Literatura.
Muy, muy poco, creo que él lo mencionó de pasada.
– Por favor, Bella -imploró-. Dame algunos detalles.
– Bueno… De acuerdo. Tengo uno. Deberías haber visto a la camarera flirteando con él. Fue una pasada, pero él no le prestó ninguna atención.
A ver qué puede hacer Edward con eso.
– Eso es buena señal -asintió-. ¿Era guapa?
– Mucho, y probablemente tendría diecinueve o veinte años.
– Mejor aún. Debes de gustarle.
– Eso creo, pero resulta difícil de saber -suspirando, añadí en beneficio de Edward-. Es siempre tan críptico…
– No sé cómo has tenido suficiente valor para estar a solas con él -musitó.
– ¿Por qué?
Me sorprendí, pero ella no comprendió mi reacción.
– Intimida tanto… Yo no sabría qué decirle.
Hizo una mueca, probablemente al recordar esta mañana o la pasada noche, cuando él empleó la aplastante fuerza de sus ojos sobre ella.
– Cometo algunas incoherencias cuando estoy cerca de él -admití.
– Oh, bueno. Es increíblemente guapo.
Jessica se encogió de hombros, como si eso excusara cualquier fallo, lo cual, en su opinión, probablemente fuera así.
– El es mucho más que eso.
– ¿De verdad? ¿Como qué?
Quise haberlo dejado correr casi tanto como esperaba que se lo tomara a broma cuando se enterara.
– No te lo puedo explicar ahora, pero es incluso más increíble detrás del rostro.
El vampiro que quería ser bueno, que corría a salvar vidas, ya que así no sería un monstruo… Miré hacia la parte delantera de la clase.
– ¿Es eso posible?-dijo entre risitas.
La ignoré, intentando aparentar que prestaba atención al señor Varner.
– Entonces, ¿te gusta?
No se iba a dar por vencida.
– Sí -respondí de forma cortante.
– Me refiero a que si te gusta de verdad -me apremió.
– Sí -dije de nuevo, sonrojándome.
Esperaba que ese detalle no se registrara en los pensamientos de Jessica. Las respuestas monosilábicas le iban a tener que bastar.
– ¿Cuánto te gusta?
– Demasiado -le repliqué en un susurro-, más de lo que yo le gusto a él, pero no veo la forma de evitarlo.
Solté un suspiro. Un sonrojo enmascaró el siguiente. Entonces, por fortuna, el señor Varner le hizo a Jessica una pregunta.
No tuvo oportunidad de continuar con el tema durante la clase y en cuanto sonó el timbre inicié una maniobra de evasión.
– En Lengua, Mike me ha preguntado si me habías dicho algo sobre la noche del lunes -le dije.
– ¡Estás de guasa! ¡¿Qué le dijiste?! -exclamó con voz entrecortada, desviada por completo su atención del asunto.
– ¡Dime exactamente qué dijo y cuál fue tu respuesta palabra por palabra!
Nos pasamos el resto del camino diseccionando la estructura de las frases y la mayor parte de la clase de español con una minuciosa descripción de las expresiones faciales de Mike. No hubiera estirado tanto el tema de no ser porque me preocupaba convertirme de nuevo en el tema de la conversación.
Entonces sonó el timbre del almuerzo. El hecho de que me levantara de un salto de la silla y guardase precipitadamente los libros en la mochila con expresión animada, debió de suponer un indicio claro para Jessica, que comentó:
– Hoy no te vas a sentar con nosotros, ¿verdad?
– Creo que no.
No estaba segura de que no fuera a desaparecer inoportunamente otra vez. Pero Edward me esperaba a la salida de nuestra clase de Español, apoyado contra la pared; se parecía a un dios heleno más de lo que nadie debería tener derecho. Jessica nos dirigió una mirada, puso los ojos en blanco y se marchó.
– Te veo luego, Bella -se despidió, con una voz llena de implicaciones. Tal vez debería desconectar el timbre del teléfono.
– Hola -dijo Edward con voz divertida e irritada al mismo tiempo. Era obvio que había estado escuchando.
– Hola.
No se me ocurrió nada más que decir y él no habló -a la espera del momento adecuado, presumí-, por lo que el trayecto a la cafetería fue un paseo en silencio. El entrar con Edward en el abigarrado flujo de gente a la hora del almuerzo se pareció mucho a mi primer día: todos me miraban.
Encabezó el camino hacia la cola, aún sin despegar los labios, a pesar de que sus ojos me miraban cada pocos segundos con expresión especulativa. Me parecía que la irritación iba venciendo a la diversión como emoción predominante en su rostro. Inquieta, jugueteé con la cremallera de la cazadora.
Se dirigió al mostrador y llenó de comida una bandeja.
– ¿Qué haces? -objeté-. ¿No irás a llevarte todo eso para mí?
Negó con la cabeza y se adelantó para pagar la comida.
– La mitad es para mí, por supuesto.
Enarqué una ceja.
Me condujo al mismo lugar en el que nos habíamos sentado la vez anterior. En el extremo opuesto de la larga mesa, un grupo de chicos del último curso nos miraron anonadados cuando nos sentamos uno frente a otro. Edward parecía ajeno a este hecho.
– Toma lo que quieras -dijo, empujando la bandeja hacia mí.
– Siento curiosidad -comenté mientras elegía una manzana y la hacía girar entre las manos-, ¿qué harías si alguien te desafiara a comer?
– Tú siempre sientes curiosidad.
Hizo una mueca y sacudió la cabeza. Me observó fijamente, atrapando mi mirada, mientras alzaba un pedazo de pizza de la bandeja, se la metía en la boca de una sola vez, la masticaba rápidamente y se la tragaba. Lo miré con los ojos abiertos como platos.
– Si alguien te desafía a tragar tierra, puedes, ¿verdad? -preguntó con condescendencia.
Arrugué la nariz.
– Una vez lo hice… en una apuesta -admití-. No fue tan malo.
Se echó a reír.
– Supongo que no me sorprende.
Algo por encima de mi hombro pareció atraer su atención.
– Jessica está analizando todo lo que hago. Luego, lo montará y desmontará para ti.
Empujó hacia mí el resto de la pizza. La mención de Jessica devolvió a su semblante una parte de su antigua irritación. Dejé la manzana y mordí la pizza, apartando la vista, ya que sabía que Edward estaba a punto de comenzar.
– ¿De modo que la camarera era guapa? -preguntó de forma casual.
– ¿De verdad que no te diste cuenta?
– No. No prestaba atención. Tenía muchas cosas en la cabeza.
– Pobre chica.
Ahora podía permitirme ser generosa.
– Algo de lo que le has dicho a Jessica…, bueno…, me molesta.
Se negó a que le distrajera y habló con voz ronca mientras me miraba con ojos de preocupación a través de sus largas pestañas.
– No me sorprende que oyeras algo que te disgustara. Ya sabes lo que se dice de los cotillas -le recordé.
– Te previne de que estaría a la escucha.
– Y yo de que tú no querrías saber todo lo que pienso.
– Lo hiciste -concedió, todavía con voz ronca-, aunque no tienes razón exactamente. Quiero saber todo lo que piensas… Todo. Sólo que desearía que no pensaras algunas cosas.
Fruncí el ceño.
– Esa es una distinción importante.
– Pero, en realidad, ése no es el tema por ahora.
– Entonces, ¿cuál es?
En ese momento, nos inclinábamos el uno hacia el otro sobre la mesa. Su barbilla descansaba sobre las alargadas manos blancas; me incliné hacia delante apoyada en el hueco de mi mano. Tuve que recordarme a mí misma que estábamos en un comedor abarrotado, probablemente con muchos ojos curiosos fijos en nosotros. Resultaba demasiado fácil dejarse envolver por nuestra propia burbuja privada, pequeña y tensa.
– ¿De verdad crees que te interesas por mí más que yo por ti? -murmuró, inclinándose más cerca mientras hablaba traspasándome con sus relucientes ojos negros.
Intenté acordarme de respirar. Tuve que desviar la mirada para recuperarme.
– Lo has vuelto a hacer -murmuré.
Abrió los ojos sorprendido.
– ¿El qué?
– Aturdirme -confesé. Intenté concentrarme cuando volví a mirarlo.
– Ah -frunció el ceño.
– No es culpa tuya -suspiré-. No lo puedes evitar.
– ¿Vas a responderme a la pregunta?
– Si.
– ¿Sí me vas a responder o sí lo piensas de verdad?
Se irritó de nuevo.
– Sí, lo pienso de verdad.
Fijé los ojos en la mesa, recorriendo la superficie de falso veteado. El silencio se prolongó.
Con obstinación, me negué a ser la primera en romperlo, luchando con todas mis fuerzas contra la tentación de atisbar su expresión.
– Te equivocas -dijo al fin con suave voz aterciopelada. Alcé la mirada y vi que sus ojos eran amables.
– Eso no lo puedes saber -discrepé en un cuchicheo. Negué con la cabeza en señal de duda; aunque mi corazón se agitó al oír esas palabras, pero no las quise creer con tanta facilidad.
– ¿Qué te hace pensarlo?
Sus ojos de topacio líquido eran penetrantes, se suponía que intentaban, sin éxito, obtener directamente la verdad de mi mente.
Le devolví la mirada al tiempo que me esforzaba por pensar con claridad, a pesar de su rostro, para hallar alguna forma de explicarme. Mientras buscaba las palabras, le vi impacientarse. Empezó a fruncir el ceño, frustrado por mi silencio. Quité la mano de mi cuello y alcé un dedo.
– Déjame pensar -insistí.
Su expresión se suavizó, ahora satisfecho de que estuviera pensando una respuesta. Dejé caer la mano en la mesa y moví la mano izquierda para juntar ambas. Las contemplé mientras entrelazaba y liberaba los dedos hasta que al final hablé:
– Bueno, dejando a un lado lo obvio, en algunas ocasiones… -vacilé-. No estoy segura, yo no puedo leer mentes, pero algunas veces parece que intentas despedirte cuando estás diciendo otra cosa.
No supe resumir mejor la sensación de angustia que a veces me provocaban sus palabras.
– Muy perceptiva -susurró. Y mi angustia surgió de nuevo cuando confirmó mis temores-, aunque por eso es por lo que te equivocas -comenzó a explicar, pero entonces entrecerró los ojos-. ¿A qué te refieres con «lo obvio»?
– Bueno, mírame -dije, algo innecesario puesto que ya lo estaba haciendo-. Soy absolutamente normal; bueno, salvo por todas las situaciones en que la muerte me ha pasado rozando y por ser una inútil de puro torpe. Y mírate a ti.
Lo señalé con un gesto de la mano, a él y su asombrosa perfección. La frente de Edward se crispó de rabia durante un momento para suavizarse luego, cuando su mirada adoptó un brillo de comprensión.
– Nadie se ve a sí mismo con claridad, ya sabes. Voy a admitir que has dado en el clavo con los defectos -se rió entre dientes de forma sombría-, pero no has oído lo que pensaban todos los chicos de esta escuela el día de tu llegada.
– No me lo creo… -murmuré para mí y parpadeé, atónita.
– Confía en mí por esta vez, eres lo opuesto a lo normal.
Mi vergüenza fue mucho más intensa que el placer ante la mirada procedente de sus ojos mientras pronunciaba esas palabras. Le recordé mi argumento original rápidamente:
– Pero yo no estoy diciendo adiós -puntualicé.
– ¿No lo ves? Eso demuestra que tengo razón. Soy quien más se preocupa, porque si he de hacerlo, si dejarlo es lo correcto -enfatizó mientras sacudía la cabeza, como si luchara contra esa idea-, sufriré para evitar que resultes herida, para mantenerte a salvo.
Le miré fijamente.
– ¿Acaso piensas que yo no haría lo mismo?
– Nunca vas a tener que efectuar la elección.
Su impredecible estado de ánimo volvió a cambiar bruscamente y una sonrisa traviesa e irresistible le cambió las facciones.
– Por supuesto, mantenerte a salvo se empieza a parecer a un trabajo a tiempo completo que requiere de mi constante presencia.
– Nadie me ha intentado matar hoy -le recordé, agradecida por abordar un tema más liviano.
No quería que hablara más de despedidas. Si tenía que hacerlo, me suponía capaz de ponerme en peligro a propósito para retenerlo cerca de mí. Desterré ese pensamiento antes de que sus rápidos ojos lo leyeran en mi cara. Esa idea me metería en un buen lío.
– Aún -agregó.
– Aún -admití. Se lo hubiera discutido, pero ahora quería que estuviera a la espera de desastres.
– Tengo otra pregunta para ti -dijo con rostro todavía despreocupado.
– Dispara.
– ¿Tienes que ir a Seattle este sábado de verdad o es sólo una excusa para no tener que dar una negativa a tus admiradores?
Hice una mueca ante ese recuerdo.
– Todavía no te he perdonado por el asunto de Tyler, ya sabes -le previne-. Es culpa tuya que se haya engañado hasta creer que le voy a acompañar al baile de gala.
– Oh, hubiera encontrado la ocasión para pedírtelo sin mi ayuda. En realidad, sólo quería ver tu cara -se rió entre dientes. Me hubiera enfadado si su risa no hubiera sido tan fascinante. Sin dejar de hacerlo, me preguntó-: Si te lo hubiera pedido, ¿me hubieras rechazado?
– Probablemente, no -admití-, pero lo hubiera cancelado después, alegando una enfermedad o un tobillo torcido.
Se quedó extrañado.
– ¿Por qué?
Moví la cabeza con tristeza.
– Supongo que nunca me has visto en gimnasia, pero creía que tú lo entenderías.
– ¿Te refieres al hecho de que eres incapaz de caminar por una superficie plana y estable sin encontrar algo con lo que tropezar?
– Obviamente.
– Eso no sería un problema -estaba muy seguro-. Todo depende de quién te lleve al bailar -vio que estaba a punto de protestar y me cortó-. Pero aún no me has contestado… ¿Estás decidida a ir a Seattle o te importaría que fuéramos a un lugar diferente?
En cuanto utilizó el plural, no me preocupé de nada más.
– Estoy abierta a sugerencias -concedí-, pero he de pedirte un favor.
Me miró con precaución, como hacía siempre que formulaba una pregunta abierta.
– ¿Cuál?
– ¿Puedo conducir?
Frunció el ceño.
– ¿Por qué?
– Bueno, sobre todo porque cuando le dije a Charlie que me iba a Seattle, me preguntó concretamente si viajaba sola, como así era en ese momento. Probablemente, no le mentiría si me lo volviera a preguntar, pero dudo que lo haga de nuevo, y dejar el coche enfrente de la casa sólo sacaría el tema a colación de forma innecesaria. Y además, porque tu manera de conducir me asusta.
Puso los ojos en blanco.
– De todas las cosas por las que te tendría que asustar, a ti te preocupa mi conducción -movió la cabeza con desagrado, pero luego volvió a ponerse serio-. ¿No le quieres decir a tu padre que vas a pasar el día conmigo?
En su pregunta había un trasfondo que no comprendí.
– Con Charlie, menos es siempre más -en eso me mostré firme-. De todos modos, ¿adonde vamos a ir?
– Va a hacer buen tiempo, por lo que estaré fuera de la atención pública y podrás estar conmigo si así lo quieres.
Otra vez me dejaba la alternativa de elegir.
– ¿Y me enseñarás a qué te referías con lo del sol? -pregunté, entusiasmada por la idea de desentrañar otra de las incógnitas.
– Sí -sonrió y se tomó un tiempo-. Pero si no quieres estar a solas conmigo, seguiría prefiriendo que no fueras a Seattle tú sola. Me estremezco al pensar con qué problemas te podrías encontrar en una ciudad de ese tamaño.
Me ofendí.
– Sólo en población, Phoenix es tres veces mayor que Seattle. En tamaño físico…
– Pero al parecer -me interrumpió- en Phoenix no te había llegado la hora, por lo que preferiría que permanecieras cerca de mí.
Sus ojos adquirieron de nuevo ese toque de desleal seducción. No conseguí debatir ni con la vista ni con los argumentos lo que, de todos modos, era un punto discutible.
– No me importa estar a solas contigo cuando suceda.
– Lo sé -suspiró con gesto inquietante-. Pero se lo deberías contar a Charlie.
– ¿Por qué diablos iba a hacer eso?
Sus ojos relampaguearon con súbita fiereza.
– Para darme algún pequeño incentivo para que te traiga de vuelta.
Tragué saliva, pero, después de pensármelo un momento, estuve segura:
– Creo que me arriesgaré.
Resopló con enojo y desvió la mirada.
– Hablemos de cualquier otra cosa -sugerí.
– ¿De qué quieres hablar? -preguntó, todavía sorprendido.
Miré a nuestro alrededor para asegurarme de que nadie nos podía oír. Mientras paseaba la mirada por el comedor, observé los ojos de la hermana de Edward, Alice, que me miraba fijamente, mientras que el resto le miraba a él. Desvié la mirada rápidamente, miré a Edward, y le pregunté lo primero que se me pasó por la cabeza.
– ¿Por qué te fuiste a ese lugar, Gota Rocas, el último fin de semana? ¿Para cazar? Charlie dijo que no era un buen lugar para ir de acampada a causa de los osos.
Me miró fijamente, como si estuviera pasando por alto lo evidente.
– ¿Osos? -pregunté entonces de forma entrecortada; él esbozó una sonrisa burlona-. Ya sabes, no estamos en temporada de osos -añadí con severidad para ocultar mi sorpresa.
– Si lees con cuidado, verás que las leyes recogen sólo la caza con armas-me informó.
Me contempló con regocijo mientras lo asimilaba lentamente.
– ¿Osos? -repetí con dificultad.
– El favorito de Emmett es el oso pardo -dijo a la ligera, pero sus ojos escrutaban mi reacción. Intenté recobrar la compostura.
– ¡Humm! -musité mientras tomaba otra porción de pizza como pretexto para bajar los ojos. La mastiqué muy despacio, y luego bebí un largo trago de refresco sin alzar la mirada.
– Bueno -dije después de un rato, mis ojos se encontraron con los suyos, ansiosos.
– ¿Cuál es tu favorito?
Enarcó una ceja y sus labios se curvaron con desaprobación.
– El puma.
– Ah -comenté con un tono de amable desinterés mientras volvía a tomar CocaCola.
– Por supuesto -dijo imitando mi tono-, debemos tener cuidado para no causar un impacto medioambiental desfavorable con una caza imprudente. Intentamos concentrarnos en zonas con superpoblación de depredadores… Y nos alejamos tanto como sea necesario. Aquí siempre hay ciervos y alces -sonrió con socarronería-. Nos servirían, pero ¿qué diversión puede haber en eso?
– Claro, qué diversión -murmuré mientras daba otro mordisco a la pizza.
– El comienzo de la primavera es la estación favorita de Emmett para cazar al oso -sonrió como si recordara alguna broma-. Acaban de salir de la hibernación y se muestran mucho más irritables.
– No hay nada más divertido que un oso pardo irritado -admití, asintiendo.
Se rió con disimulo y movió la cabeza.
– Dime lo que realmente estás pensando, por favor.
– Me lo intento imaginar, pero no puedo -admití-. ¿Cómo cazáis un oso sin armas?
– Oh, las tenemos -exhibió sus relucientes dientes con una sonrisa breve y amenazadora. Luché para reprimir un escalofrío que me delatara-, sólo que no de la clase que se contempló al legislar las leyes de caza. Si has visto atacar a un oso en la televisión, tendrías que poder visualizar cómo caza Emmett.
No pude evitar el siguiente escalofrío que bajó por mi espalda. Miré a hurtadillas a Emmett, al otro extremo de la cafetería, agradecida de que no estuviera mirando en mi dirección. De alguna manera, los prominentes músculos que envolvían sus brazos y su torso ahora resultaban más amenazantes.
Edward siguió la dirección de mi mirada y soltó una suave risa.
Le miré, enervada.
– ¿También tú te pareces a un oso? -pregunté con un hilo de voz.
– Más al puma, o eso me han dicho -respondió a la ligera-. Tal vez nuestras preferencias sean significativas.
Intenté sonreír.
– Tal vez -repetí, pero tenía la mente rebosante de imágenes contrapuestas que no conseguía unir-, ¿es algo que podría llegar a ver?
– ¡Absolutamente no!
Su cara se tornó aún más lívida de lo habitual y de repente su mirada era furiosa. Me eché hacia atrás, sorprendida -y asustada, aunque jamás lo admitiría- por su reacción. El hizo lo mismo y cruzó los brazos a la altura del pecho.
– ¿Demasiado aterrador para mí? -le pregunté cuando recuperé el control de mi voz.
– Si fuera eso, te sacaría fuera esta noche -dijo con voz tajante-. Necesitas una saludable dosis de miedo. Nada te podría sentar mejor.
– Entonces, ¿por qué? -le insté, ignorando su expresión enojada.
Me miró fijamente durante más de un minuto y al final dijo:
– Más tarde -se incorporó ágilmente-. Vamos a llegar con retraso.
Miré a mí alrededor, sorprendida de ver que tenía razón: la cafetería estaba casi vacía.
Cuando estaba a su lado, el tiempo y el espacio se desdibujaban de tal manera que perdía la noción de ambos. Me incorporé de un salto mientras recogía la mochila, colgada del respaldo de la silla.
– En tal caso, más tarde -admití.
No lo iba a olvidar.