Una ocasión especial
Edward me ayudó a entrar en su coche. Prestó especial atención a las tiras de seda que adornaban mí vestido de gasa, las flores que él me acababa de poner en los rizos, cuidadosamente peinados, y la escayola, de tan difícil manejo. Ignoró la mueca de enfado de mis labios.
Se sentó en el asiento del conductor después de que me hubo instalado y recorrió el largo y estrecho camino de salida.
– ¿Cuándo tienes pensado decirme de qué va todo esto? -refunfuñé quejosa; odio las sorpresas de todo corazón, y él lo sabía.
– Me sorprende que aún no lo hayas adivinado -me lanzó una sonrisa burlona, y el aliento se me atascó en la garganta. ¿Es que nunca me iba a acostumbrar a un ser tan perfecto?
– Ya te he dicho lo guapo que estás, ¿no? -me aseguré.
– Sí.
Volvió a sonreír. Hasta ese instante, jamás le había visto vestido de negro, y el contraste con la piel pálida convertía su belleza en algo totalmente irreal. No había mucho que pudiera ocultar, me ponía nerviosa incluso el hecho de que llevara un traje de etiqueta…
… Aunque no tanto como mi propio vestido, o los zapatos. En realidad, un solo zapato, porque aún tenía escayolado y protegido el otro pie. Sin duda, el tacón fino, sujeto al pie sólo por unos lazos de satén, no iba a ayudarme mucho cuando intentara cojear por ahí.
– No voy a volver más a tu casa si Alice y Esme siguen tratándome como a una Barbie, como a una cobaya cada vez que venga -rezongué.
Estaba segura de que no podía salir nada bueno de nuestras indumentarias formales. A menos que…, pero me asustaba expresar en palabras mis suposiciones, incluso pensarlas.
Me distrajo entonces el timbre de un teléfono. Edward sacó el móvil del bolsillo interior de la chaqueta y rápidamente miró el número de la llamada entrante antes de contestar.
– Hola, Charlie -contestó con prevención.
– ¿Charlie? -pregunté con pánico.
La experiencia vivida hacía ahora ya más de dos meses había tenido sus consecuencias. Una de ellas era que me había vuelto hipersensible en mi relación con la gente que amaba. Había intercambiado los roles naturales de madre e hija con Renée, al menos en lo que se refería a mantener contacto con ella. Si no podía hacerlo a diario a través del correo electrónico y, aunque sabía que era innecesario pues ahora era muy feliz en Jacksonville, no descansaba hasta llamarla y hablar con ella.
Y todos los días, cuando Charlie se iba a trabajar, le decía adiós con más ansiedad de la necesaria.
Sin embargo, la cautela de la voz de Edward era harina de otro costal. Charlie se había puesto algo difícil desde que regresé a Forks. Mi padre había adoptado dos posturas muy definidas respecto a mi mala experiencia. En lo que se refería a Carlisle, sentía un agradecimiento que rayaba en la adoración. Por otro lado, se obstinaba en responsabilizar a Edward como principal culpable porque yo no me hubiera ido de casa de no ser por él. Y Edward estaba lejos de contradecirle. Durante los siguientes días fueran apareciendo reglas antes inexistentes, como toques de queda… y horarios de visita.
Edward se ladeó para mirarme al notar la preocupación en mi voz. Su rostro estaba tranquilo, lo cual suavizó mi súbita e irracional ansiedad. A pesar de eso, sus ojos parecían tocados por alguna pena especial. Entendió el motivo de mi reacción, y siguió sintiéndose responsable de cuanto me sucedía.
Algo que le estaba diciendo Charlie le distrajo de sus taciturnos pensamientos. Sus ojos dilatados por la incredulidad me hicieron estremecer de miedo hasta que una amplia sonrisa le iluminó el rostro.
– ¡Me estás tomando el pelo! -rió.
– ¿Qué pasa? -inquirí, ahora curiosa.
Me ignoró.
– ¿Por qué no me dejas que hable con él? -sugirió con evidente placer. Esperó durante unos segundos.
– Hola, Tyler; soy Edward Cullen -saludó muy educado, al menos en apariencia, pero yo ya le conocía lo bastante para detectar el leve rastro de amenaza en su tono.
¿Qué hacía Tyler en mi casa? Caí en la cuenta de la terrible verdad poco a poco. Bajé la vista para contemplar el elegante traje azul oscuro en el que Alice me había metido.
– Lamento que se haya producido algún tipo de malentendido, pero Bella no está disponible esta noche -el tono de su voz cambió, y la amenaza de repente se hizo más evidente mientras seguía hablando-. Para serte totalmente sincero, ella no va a estar disponible ninguna noche para cualquier otra persona que no sea yo. No te ofendas. Y lamento estropearte la velada -dijo, pero lo cierto es que no sonaba como si no lo sintiera en absoluto.
Cerró el teléfono con un golpe mientras se extendía por su rostro una ancha y estúpida sonrisa.
Mi rostro y mi cuello enrojecieron de ira. Notaba cómo las lágrimas producidas por la rabia empezaban a llenarme los ojos.
Me miró sorprendido.
– ¿Me he extralimitado algo al final? No quería ofenderte.
Pasé eso por alto.
– ¡Me llevas al baile de fin de curso! -grité furiosa.
Para vergüenza mía, era bastante obvio. Estaba segura de que me hubiera dado cuenta de la fecha de los carteles que decoraban los edificios del instituto de haber prestado un poco de atención, pero ni en sueños se me pasó por la imaginación que Edward pensara hacerme pasar por esto, ¿es que no me conocía de nada?
No esperaba una reacción tan fuerte, eso estaba claro. Apretó los labios y estrechó los ojos.
– No te pongas difícil, Bella.
Eché un vistazo por la ventanilla. Estábamos ya a mitad de camino del instituto.
– ¿Por qué me haces esto? -pregunté horrorizada.
– Francamente, Bella, ¿qué otra cosa creías que íbamos a hacer? señaló su traje de etiqueta con un gesto de la mano.
Estaba avergonzada. Primero, por no darme cuenta de lo evidente, y luego por haberme pasado de la raya con las vagas sospechas -expectativas, más bien- que habían ido tomando forma en mi mente a lo largo del día conforme Alice y Esme intentaban transformarme en una reina de la belleza. Mis esperanzas, a medias temidas, parecían ahora estupideces.
Había adivinado que se estaba cociendo algún acontecimiento, pero ¡el baile de fin de curso! Era lo último que se me hubiera ocurrido.
Recordé consternada que, contra mi costumbre, hoy llevaba puesto rimel, por lo que me restregué rápidamente debajo de los ojos para evitar los manchurrones. Sin embargo, tenía los dedos limpios cuando retiré la mano; Alice debía haber usado una máscara resistente al agua al maquillarme, seguramente porque intuía que algo así iba a suceder.
– Esto es completamente ridículo. ¿Por qué lloras? -preguntó frustrado.
– ¡Porque estoy loca!
– Bella…
Dirigió contra mí toda la fuerza de sus ojos dorados, llenos de reproche.
– ¿Qué? -murmuré, súbitamente distraída.
– Hazlo por mí -insistió.
Sus ojos derritieron toda mi furia. Era imposible luchar con él cuando hacía ese tipo de trampas. Me rendí a regañadientes.
– Bien -contesté con un mohín, incapaz de echar fuego por los ojos con la eficacia deseada-. Me lo tomaré con calma. Pero ya verás -advertí-. En mi caso, la mala suerte se está convirtiendo en un hábito. Seguramente me romperé la otra pierna. ¡Mira este zapato! ¡Es una trampa mortal! -levanté la pierna para reforzar la idea.
– Humm -miró atentamente mi pierna más tiempo del necesario-. Recuérdame que le dé las gracias a Alice esta noche.
– ¿Alice va a estar allí? -eso me consoló un poco.
– Con Jasper, Emmett… y Rosalie -admitió él.
Desapareció la sensación de alivio, ya que mi relación con Rosalie no avanzaba. Me llevaba bastante bien con su marido de quita y pon. Emmett me tenía por una persona divertidísima, pero ella actuaba como si yo no existiera. Mientras sacudía la cabeza para modificar el curso de mis pensamientos, me acordé de otra cosa.
– ¿Estaba Charlie al tanto de esto? -pregunté, repentinamente recelosa.
– Claro -esbozó una amplia sonrisa; luego empezó a reírse entre dientes-. Aunque Tyler, al parecer, no.
Me rechinaron los dientes. No entendía cómo Tyler se había creado esas falsas expectativas. Excepto en los pocos días soleados, Edward y yo éramos inseparables en el instituto, donde Charlie no podía interferir.
Para entonces ya habíamos llegado al instituto. Un coche destacaba entre todos los demás del aparcamiento, el descapotable rojo de Rosalie. Hoy, las nubes eran finas y algunos rayos de sol se filtraban lejos, al oeste.
Se bajó del coche y lo rodeó para abrirme la puerta. Luego, me tendió la mano.
Me quedé sentada en mi asiento, obstinada, con los brazos cruzados. Sentía una secreta punzada de satisfacción, ya que el aparcamiento estaba atestado de gente vestida de etiqueta: posibles testigos. No podría sacarme a la fuerza del coche como habría hecho de estar solos.
Suspiró.
– Hay que ver, eres valiente como un león cuando alguien quiere matarte, pero cuando se menciona el baile… -sacudió la cabeza.
Tragué saliva. Baile.
– Bella, no voy a dejar que nada te haga daño, ni siquiera tú misma. Te prometo que voy a estar contigo todo el tiempo.
Lo pensé un poco, y de repente me sentí mucho mejor. Edward lo notó en mi semblante.
– Así que ahora… -dijo con dulzura-. No puede ser tan malo.
Se inclinó y me pasó un brazo por la cintura, me apoyé en su otra mano y dejé que me sacara del coche.
En Phoenix celebran los bailes de fin de curso en el salón de recepciones de los hoteles; sin embargo, aquí, el baile se hace en el gimnasio, por supuesto. Seguro que debía de ser la única sala lo bastante amplia en la ciudad para poder organizar un baile. Cuando entramos, me dio la risa tonta. Había por todos lados arcos con globos y las paredes estaban festoneadas con guirnaldas de papel de seda.
– Parece un escenario listo para rodar una película de terror -me reí por lo bajo.
– Bueno -murmuró él mientras nos acercábamos lentamente hacia la mesa de las entradas. Edward soportaba la mayor parte de mi peso, pero aun así yo debía caminar arrastrando los pies y cojeando-, desde luego hay vampiros presentes más que de sobra.
Contemplé la pista de baile; se había abierto un espacio vacío en el centro, donde dos parejas daban vueltas con gracia. Los otros bailarines se habían apartado hacia los lados de la habitación para concederles espacio, ya que nadie se sentía capaz de competir ante tal exhibición. Nadie podía igualar la elegancia de Emmett y Jasper, que vestían trajes de etiqueta clásicos. Alice lucía un llamativo vestido de satén negro con cortes geométricos que dejaba al aire grandes triángulos de nívea piel pálida. Y Rosalie era… bueno, era Rosalie. Estaba increíble. Su ceñido vestido de vivido color púrpura mostraba un gran escote que llegaba hasta la cintura y dejaba la espalda totalmente al descubierto, y a la altura de las rodillas se ensanchaba en una amplia cola rizada. Me dieron pena todas las chicas de la habitación, incluyéndome yo.
– ¿Quieres que eche el cerrojo a las puertas mientras masacras a todos estos incautos pueblerinos? -susurré como si urdiéramos alguna conspiración.
Edward me miró.
– ¿Y de parte de quién te pondrías tú?
– Oh, me pondría de parte de los vampiros, por supuesto.
Sonrió con renuencia.
– Cualquier cosa con tal de no bailar.
– Lo que sea.
Compró las entradas y nos dirigimos hacia la pista de baile. Me apreté asustada contra su brazo y empecé a arrastrar los pies.
– Tengo toda la noche -me advirtió.
Al final, me llevó hasta el lugar donde su familia bailaba con elegancia, por cierto, en un estilo totalmente inapropiado para esta música y esta época. Los miré espantada.
– Edward -tenía la garganta tan seca que sólo conseguía hablar en susurros-. De verdad, no puedo bailar.
Sentí que el pánico rebullía en mi interior.
– No te preocupes, tonta -me contestó con un hilo de voz-. Yo sí puedo -colocó mis brazos alrededor de su cuello, me levantó en vilo y deslizó sus pies debajo de los míos.
Y de repente, nosotros también estuvimos dando vueltas en la pista de baile.
– Me siento como si tuviera cinco años -me reí después de bailar el vals sin esfuerzo alguno durante varios minutos.
– No los aparentas -murmuró Edward al tiempo que me acercaba a él hasta tener la sensación de que mis pies habían despegado del suelo y flotaban a más de medio metro.
Alice atrajo mi atención en una de las vueltas y me sonrió para infundirme valor. Le devolví la sonrisa. Me sorprendió darme cuenta de que realmente estaba disfrutando, aunque fuera sólo un poco.
– De acuerdo, esto no es ni la mitad de malo de lo que pensaba -admití.
Pero Edward miraba hacia las puertas con rostro enojado.
– ¿Qué pasa? -pregunté en voz alta.
Aunque estaba desorientada después de dar tantas vueltas, seguí la dirección de su mirada hasta ver lo que le perturbaba. Jacob Black, sin traje de etiqueta, pero con una camisa blanca de manga larga y corbata, y el pelo recogido en su sempiterna coleta, cruzaba la pista de baile hacia nosotros.
Después de que pasara la primera sorpresa al reconocerlo, no pude evitar sentirme mal por el pobre Jacob. Parecía realmente incómodo, casi de una forma insoportable. Tenía una expresión de culpabilidad cuando se encontraron nuestras miradas.
Edward gruñó muy bajito.
– ¡Compórtate! -susurré.
La voz de Edward sonó cáustica.
– Quiere hablar contigo.
En ese momento, Jacob llegó a nuestra posición. La vergüenza y la disculpa se evidenciaron más en su rostro.
– Hola, Bella, esperaba encontrarte aquí -parecía como si realmente hubiera esperado justo lo contrario, aunque su sonrisa era tan cálida como siempre.
– Hola, Jacob -sonreí a mi vez-. ¿Qué quieres?
– ¿Puedo interrumpir? -preguntó indeciso mientras observaba a Edward por primera vez.
Me sorprendió descubrir que Jacob no necesitaba alzar los ojos para mirar a Edward. Debía de haber crecido más de diez centímetros desde que le vi por vez primera.
El rostro de Edward, de expresión ausente, aparentaba serenidad. En respuesta se limitó a depositarme con cuidado en el suelo y retroceder un paso.
– Gracias -dijo Jacob amablemente.
Edward se limitó a asentir mientras me miraba atentamente antes de darme la espalda y marcharse.
Jacob me rodeó la cintura con las manos y yo apoyé mis brazos en sus hombros.
– ¡Hala, Jacob! ¿Cuánto mides ahora?
– Metro ochenta y ocho -contestó pagado de sí mismo.
No bailábamos de verdad, ya que mi pierna lo impedía. Nos balanceamos desmañadamente de un lado a otro sin mover los pies. Menos mal, porque el reciente estirón le había dejado un aspecto desgarbado y de miembros descoordinados, y probablemente era un bailarín tan malo como yo.
– Bueno, ¿y cómo es que has terminado viniendo por aquí esta noche? -pregunté sin verdadera curiosidad.
Me hacía una idea aproximada si tenía en cuenta cuál había sido la reacción de Edward.
– ¿Puedes creerte que mi padre me ha pagado veinte pavos por venir a tu baile de fin de curso? -admitió un poco avergonzado.
– Claro que sí -musité-. Bueno, espero que al menos lo estés pasando bien. ¿Has visto algo que te haya gustado? -bromeé mientras dirigía una mirada cargada de intención a un grupo de chicas alineadas contra la pared como tartas en una pastelería.
– Sí -admitió-, pero está comprometida.
Miró hacia bajo para encontrarse con mis ojos llenos de curiosidad durante un segundo. Luego, avergonzados, los dos miramos hacia otro lado.
– A propósito, estás realmente guapa -añadió con timidez.
– Vaya, gracias. ¿Y por qué te pagó Billy para que vinieras? -pregunté rápidamente, aunque conocía la respuesta.
A Jacob no pareció hacerle mucha gracia el cambio de tema. Siguió mirando a otro lado, incómodo otra vez.
– Dijo que era un lugar «seguro» para hablar contigo. Te prometo que al viejo se le está yendo la cabeza.
Me uní a su risa con desgana.
– De todos modos, me prometió conseguirme el cilindro maestro que necesito si te daba un mensaje -confesó con una sonrisa avergonzada.
– En ese caso, dámelo. Me gustaría que lograras terminar tu coche -le devolví la sonrisa.
Al menos, Jacob no creía ni una palabra de las viejas leyendas, lo que facilitaba la situación. Apoyado contra la pared, Edward vigilaba mi rostro, pero mantenía el suyo inexpresivo. Vi cómo una chica de segundo con un traje rosa le miraba con interés y timidez, pero él no pareció percatarse.
– No te enfades, ¿vale? -Jacob miró a otro lado, con aspecto culpable.
– No es posible que me enfade contigo, Jacob -le aseguré-. Ni siquiera voy a enfadarme con Billy. Di lo que tengas que decir.
– Bueno, es un tanto estúpido… Lo siento, Bella, pero quiere que dejes a tu novio. Me dijo que te lo pidiera «por favor».
Sacudió la cabeza con ademán disgustado.
– Sigue con sus supersticiones, ¿verdad?
– Sí. Se vio abrumado cuando te hiciste daño en Phoenix. No se creyó que… -Jacob no terminó la frase, sin ser consciente de ello.
– Me caí -le atajé mientras entrecerraba los ojos.
– Lo sé -contestó Jacob con rapidez.
– Billy cree que Edward tuvo algo que ver con el hecho de que me hiriera -no era una pregunta, y me enfadé a pesar de mi promesa.
Jacob rehuyó mi mirada. Ni siquiera nos molestábamos ya en seguir el compás de la música, aunque sus manos seguían en mi cintura y yo tenía las mías en sus hombros.
– Mira, Jacob, sé que probablemente Billy no se lo va a creer, pero quiero que al menos tú lo sepas -me miró ahora, notando la nueva seriedad que destilaba mi voz-. En realidad, Edward me salvó la vida. Hubiera muerto de no ser por él y por su padre.
– Lo sé -aseguró.
Parecía que la sinceridad de mis palabras le había convencido en parte y, después de todo, tal vez Jacob consiguiera convencer a su padre, al menos en ese punto.
– Jake, escucha, lamento que hayas tenido que hacer esto -me disculpé-. En cualquier caso, ya has cumplido con tu tarea, ¿de acuerdo?
– Sí -musitó. Seguía teniendo un aspecto incómodo y enfadado.
– ¿Hay más? -pregunté con incredulidad.
– Olvídalo -masculló-. Conseguiré un trabajo y ahorraré el dinero por mis propios medios.
Clavé los ojos en él hasta que nuestras miradas se encontraron. -Suéltalo y ya está, Jacob.
– Es bastante desagradable.
– No te preocupes. Dímelo -insistí.
– Vale… Pero, ostras, es que suena tan mal… -movió la cabeza-. Me pidió que te dijera, pero no que te advirtiera… -levantó una mano de mi cintura y dibujó en el aire unas comillas-: «Estaremos vigilando». El plural es suyo, no mío.
Aguardó mi reacción con aspecto circunspecto.
Se parecía tanto a la frase de una película de mafiosos que me eché a reír.
– Siento que hayas tenido que hacer esto, Jake.
Me reí con disimulo.
– No me ha importado demasiado -sonrió aliviado mientras evaluaba con la mirada mi vestido-. Entonces, ¿le puedo decir que me has contestado que deje de meterse en tus asuntos de una vez? -preguntó esperanzado.
– No -suspiré-. Agradéceselo de mi parte. Sé que lo hace por mi bien.
La canción terminó y bajé los brazos.
Sus manos dudaron un momento en mi cintura y luego miró a mi pierna inútil.
– ¿Quieres bailar otra vez, o te llevo a algún lado?
– No es necesario, Jacob -respondió Edward por mí-. Yo me hago cargo.
Jacob se sobresaltó y miró con los ojos como platos a Edward, que estaba justo a nuestro lado.
– Eh, no te he oído llegar -masculló-. Espero verte por ahí, Bella -dio un paso atrás y saludó con la mano de mala gana.
Sonreí.
– Claro, nos vemos luego.
– Lo siento -añadió antes de darse la vuelta y encaminarse hacia la puerta.
Los brazos de Edward me tomaron por la cintura en cuanto empezó la siguiente canción. Parecía de un ritmo algo rápido para bailar lento, pero a él no pareció importarle. Descansé la cabeza sobre su pecho, satisfecha.
– ¿Te sientes mejor? -le tomé el pelo.
– No del todo -comentó con parquedad.
– No te enfades con Billy -suspiré-. Se preocupa por mí sólo por el bien de Charlie. No es nada personal.
– No estoy enfadado con Billy -me corrigió con voz cortante-, pero su hijo me irrita.
Eché la cabeza hacia atrás para mirarle. Estaba muy serio.
– ¿Por qué?
– En primer lugar, me ha hecho romper mi promesa.
Le miré confundida, y él esbozó una media sonrisa cuando me explicó:
– Te prometí que esta noche estaría contigo en todo momento.
– Ah. Bueno, quedas perdonado.
– Gracias -Edward frunció el ceño-. Pero hay algo más.
Esperé pacientemente.
– Te llamó guapa -prosiguió al fin, acentuando más el ceño fruncido-. Y eso es prácticamente un insulto con el aspecto que tienes hoy. Eres mucho más que hermosa.
Me reí.
– Tu punto de vista es un poco parcial.
– No lo creo. Además, tengo una vista excelente.
Continuamos dando vueltas en la pista. Llevaba mis pies con los suyos y me estrechaba cerca de él.
– ¿Vas a explicarme ya el motivo de todo esto? -le pregunté.
Me buscó con la mirada y me contempló confundido. Yo lancé una significativa mirada hacia las guirnaldas de papel.
Se detuvo a considerarlo durante un instante y luego cambió de dirección. Me condujo a través del gentío hacia la puerta trasera del gimnasio. De soslayo, vi bailar a Mike y Jessica, que me miraban con curiosidad. Jessica me saludó con la mano y de inmediato le respondí con una sonrisa. Ángela también se encontraba allí, en los brazos del pequeño Ben Cheney; parecía dichosa y feliz sin levantar la vista de los ojos de él, era una cabeza más bajo que ella. Lee y Samantha, Lauren, acompañada por Conner, también nos miraron. Era capaz de recordar los nombres de todos aquellos que pasaban delante de mí a una velocidad de vértigo. De pronto, nos encontramos fuera del gimnasio, a la suave y fresca luz de un crepúsculo mortecino.
Me tomó en brazos en cuanto estuvimos a solas. Atravesamos el umbrío jardín sin detenernos hasta llegar a un banco debajo de los madroños. Se sentó allí, acunándome contra su pecho. Visible a través de las vaporosas nubes, la luna lucía ya en lo alto e iluminaba con su nívea luz el rostro de Edward. Sus facciones eran severas y tenía los ojos turbados.
– ¿Qué te preocupa? -le interrumpí con suavidad.
Me ignoró sin apartar los ojos de la luna.
– El crepúsculo, otra vez -murmuró-. Otro final. No importa lo perfecto que sea el día, siempre ha de acabar.
– Algunas cosas no tienen por qué terminar -musité entre dientes, de repente tensa.
Suspiró.
– Te he traído al baile -dijo arrastrando las palabras y contestando finalmente a mi pregunta-, porque no deseo que te pierdas nada, ni que mi presencia te prive de nada si está en mi mano. Quiero que seas humana, que tu vida continúe como lo habría hecho si yo hubiera muerto en 1918, tal y como debería haber sucedido.
Me estremecí al oír sus palabras y luego sacudí la cabeza con enojo.
– ¿Y en qué extraña dimensión paralela habría asistido al baile alguna vez por mi propia voluntad? Si no fueras cien veces más fuerte que yo, nunca habrías conseguido traerme.
Esbozó una amplia sonrisa, pero la alegría de esa sonrisa no llegó a los ojos.
– Tú misma has reconocido que no ha sido tan malo.
– Porque estaba contigo.
Permanecimos inmóviles durante un minuto. Edward contemplaba la luna, y yo a él. Deseaba encontrar la forma de explicarle qué poco interés tenía yo en llevar un vida humana normal.
– ¿Me contestarás si te pregunto algo? -inquirió, mirándome con una sonrisa suave.
– ¿No lo hago siempre?
– Prométeme que lo harás -insistió, sonriente.
– De acuerdo -supe que iba a arrepentirme muy pronto.
– Parecías realmente sorprendida cuando te diste cuenta de que te traía aquí -comenzó.
– Lo estaba -le interrumpí.
– Exacto -admitió-, pero algo tendrías que suponer. Siento curiosidad… ¿Para qué pensaste que nos vestíamos de esta forma?
Sí, me arrepentí de inmediato. Fruncí los labios, dubitativa.
– No quiero decírtelo.
– Lo has prometido -objetó.
– Lo sé.
– ¿Cuál es el problema?
Me di cuenta de que él creía que lo que me impedía hablar era simplemente la vergüenza.
– Creo que te vas a enfadar o entristecer.
Enarcó las cejas mientras lo consideraba.
– De todos modos, quiero saberlo. Por favor.
Suspiré. Él aguardaba mi contestación.
– Bueno, supuse que iba a ser una especie de… ocasión especial. Ni se me pasó por la cabeza que fuera algo tan humano y común como… ¡un baile de fin de curso! -me burlé.
– ¿Humano? -preguntó cansinamente.
Había captado la palabra clave a la primera. Observé mi vestido mientras jugueteaba nerviosamente con un hilo suelto de gasa. Edward esperó en silencio mi respuesta.
– De acuerdo -confesé atropelladamente-, albergaba la esperanza de que tal vez hubieras cambiado de idea y que, después de todo, me transformaras.
Una decena de sentimientos encontrados recorrieron su rostro. Reconocí algunos, como la ira y el dolor, y, después de que se hubo serenado, la expresión de sus facciones pareció divertida.
– Pensaste que sería una ocasión para vestirse de tiros largos, ¿a que sí? -se burló, tocando la solapa de la chaqueta de su traje de etiqueta.
Torcí el gesto para ocultar mi vergüenza.
– No sé cómo van esas cosas; al menos, a mí me parecía más racional que un baile de fin de curso -Edward seguía sonriendo-. No es divertido -le aseguré.
– No, tienes razón, no lo es -admitió mientras se desvanecía su sonrisa-. De todos modos, prefiero tomármelo como una broma antes que pensar que lo dices en serio.
– Lo digo en serio.
Suspiró profundamente.
– Lo sé. ¿Y eso es lo que deseas de verdad?
La pena había vuelto a sus ojos. Me mordí el labio y asentí.
– De modo que estás preparada para que esto sea el final, el crepúsculo de tu existencia aunque apenas si has comenzado a vivir -musitó, hablando casi para sí mismo-. Estás dispuesta a abandonarlo todo.
– No es el final, sino el comienzo -le contradije casi sin aliento.
– No lo merezco -dijo con tristeza.
– ¿Recuerdas cuando me dijiste que no me percibía a mí misma de forma realista? -le pregunté, arqueando las cejas-. Obviamente, tú padeces de la misma ceguera.
– Lo sé.
Suspiré.
De repente, su voluble estado de ánimo cambió. Frunció los labios y me estudió con la mirada. Examinó mi rostro durante mucho tiempo.
– ¿Estás preparada, entonces? -me preguntó.
– Esto… -tragué saliva-. ¿Ya?
Sonrió e inclinó despacio la cabeza hasta rozar mi piel debajo de la mandíbula con sus fríos labios.
– ¿Ahora, ya? -susurró al tiempo que exhalaba su aliento frío sobre mi cuello. Me estremecí de forma involuntaria.
– Sí -contesté en un susurro para que no se me quebrara la voz.
Edward se iba a llevar un chasco si pensaba que me estaba tirando un farol. Ya había tomado mi decisión, estaba segura. No me importaba que mi cuerpo fuera tan rígido como una tabla, que mis manos se transformaran en puños y mi respiración se volviera irregular… Se rió de forma enigmática y se irguió con gesto de verdadera desaprobación.
– No te puedes haber creído de verdad que me iba a rendir tan fácilmente -dijo con un punto de amargura en su tono burlón.
– Una chica tiene derecho a soñar.
Enarcó las cejas.
– ¿Sueñas con convertirte en un monstruo?
– No exactamente -repliqué. Fruncí el ceño ante la palabra que había escogido. En verdad, era eso, un monstruo-. Más bien sueño con poder estar contigo para siempre.
Su expresión se alteró, más suave y triste a causa del sutil dolor que impregnaba mi voz.
– Bella -sus dedos recorrieron con ligereza el contorno de mis labios-. Yo voy a estar contigo…, ¿no basta con eso?
Edward puso las yemas de los dedos sobre mis labios, que esbozaron una sonrisa.
– Basta por ahora.
Torció el gesto ante mi tenacidad. Esta noche ninguno de los dos parecía darse por vencido. Espiró con tal fuerza que casi pareció un gruñido.
Le acaricié el rostro y le dije:
– Mira, te quiero más que a nada en el mundo. ¿No te basta eso?
– Sí, es suficiente -contestó, sonriendo-. Suficiente para siempre.
Y se inclinó para presionar una vez más sus labios fríos contra mi garganta.