A la luz del sol, Edward resultaba chocante. No me hubiera acostumbrado ni aunque le hubiera estado mirando toda la tarde. A pesar de un tenue rubor, producido a raíz de su salida de caza durante la tarde del día anterior, su piel centelleaba literalmente como si tuviera miles de nimios diamantes incrustados en ella. Yacía completamente inmóvil en la hierba, con la camiseta abierta sobre su escultural pecho incandescente y los brazos desnudos centelleando al sol. Mantenía cerrados los deslumbrantes párpados de suave azul lavanda, aunque no dormía, por supuesto. Parecía una estatua perfecta, tallada en algún tipo de piedra ignota, lisa como el mármol, reluciente como el cristal.
Movía los labios de vez en cuando con tal rapidez que parecían temblar, pero me dijo que estaba cantando para sí mismo cuando le pregunté al respecto. Lo hacía en voz demasiado baja para que le oyera.
También yo disfruté del sol, aunque el aire no era lo bastante seco para mi gusto. Me hubiera gustado recostarme como él y dejar que el sol bañara mi cara, pero permanecí avovillada, con el mentón descansando sobre las rodillas, poco dispuesta a apartar la vista de él. Soplaba una brisa suave que enredaba mis cabellos y alborotaba la hierba que se mecía alrededor de su figura inmóvil.
La pradera, que en un principio me había parecido espectacular, palidecía al lado de la magnificencia de Edward.
Siempre con miedo, incluso ahora, a que desapareciera como un espejismo demasiado hermoso para ser real, extendí un dedo con indecisión y acaricié el dorso de su mano reluciente, que descansaba sobre el césped al alcance de la mía. Otra vez me maravillé de la textura perfecta de suave satén, fría como la piedra. Cuando alcé la vista, había abierto los ojos y me miraba. Una rápida sonrisa curvó las comisuras de sus labios sin mácula.
– ¿No te asusto? -preguntó con despreocupación, aunque identifiqué una curiosidad real en el tono de su suave voz.
– No más que de costumbre.
Su sonrisa se hizo más amplia y sus dientes refulgieron al sol.
Poco a poco, me acerqué más y extendí toda la mano para trazar los contornos de su antebrazo con las yemas de los dedos. Contemplé el temblor de mis dedos y supe que el detalle no le pasaría desapercibido.
– ¿Te molesta? -pregunté, ya que había vuelto a cerrar los ojos.
– No-respondió sin abrirlos-, no te puedes ni imaginar cómo se siente eso.
Suspiró.
Siguiendo el suave trazado de las venas azules del pliegue de su codo, mi mano avanzó con suavidad sobre los perfectos músculos de su brazo. Estiré la otra mano para darle la vuelta a la de Edward. Al comprender mi pretensión, dio la vuelta a su mano con uno de esos desconcertantes y fulgurantes movimientos suyos. Esto me sobresaltó; mis dedos se paralizaron en su brazo por un breve segundo.
– Lo siento -murmuró. Le busqué con la vista a tiempo de verle cerrar los ojos de nuevo-. Contigo, resulta demasiado fácil ser yo mismo.
Alcé su mano y la volví a un lado y al otro mientras contemplaba el brillo del sol sobre la palma. La sostuve cerca de mi rostro en un intento de descubrir las facetas ocultas de su piel.
– Dime qué piensas -susurró. Al mirarle descubrí que me estaba observando con repentina atención-. Me sigue resultando extraño no saberlo.
– Bueno, ya sabes, el resto nos sentimos así todo el tiempo.
– Es una vida dura – ¿me imaginé el matiz de pesar en su voz?-. Aún no me has contestado.
– Deseaba poder saber qué pensabas tú -vacilé- y…
– ¿Y?
– Quería poder creer que eres real. Y deseaba no tener miedo.
– No quiero que estés asustada.
La voz de Edward era apenas un murmullo suave. Escuché lo que en realidad no podía decir sinceramente, que no debía tener miedo, que no había nada de qué asustarse.
– Bueno, no me refería exactamente a esa clase de miedo, aunque, sin duda, es algo sobre lo que debo pensar.
Se movió tan deprisa que ni lo vi. Se sentó en el suelo, apoyado sobre el brazo derecho, y con la mano izquierda aún en las mías. Su rostro angelical estaba a escasos centímetros del mío. Podría haber retrocedido, debería haberlo hecho, ante esa inesperada proximidad, pero era incapaz de moverme. Sus ojos dorados me habían hipnotizado.
– Entonces, ¿de qué tienes miedo? -murmuró mirándome con atención.
Pero no pude contestarle. Olí su gélida respiración en mi cara como sólo lo había hecho una vez. Me derretía ante ese aroma dulce y delicioso. De forma instintiva y sin pensar, me incliné más cerca para aspirarlo.
Entonces, Edward desapareció. Su mano se desasió de la mía y se colocó a seis metros de distancia en el tiempo que me llevó enfocar la vista. Permanecía en el borde de la pequeña pradera, a la oscura sombra de un abeto enorme. Me miraba fijamente con expresión inescrutable y los ojos oscuros ocultos por las sombras.
Sentí la herida y la conmoción en mi rostro. Me picaban las manos vacías.
– Lo… lo siento, Edward -susurré. Sabía que podía escucharme.
– Concédeme un momento -replicó al volumen justo para que mis pocos sensitivos oídos lo oyeran. Me senté totalmente inmóvil.
Después de diez segundos, increíblemente largos, regresó, lentamente tratándose de él. Se detuvo a pocos metros y se dejó caer ágilmente al suelo para luego entrecruzar las piernas, sin apartar sus ojos de los míos ni un segundo. Suspiró profundamente dos veces y luego me sonrió disculpándose.
– Lo siento mucho -vaciló-. ¿Comprenderías a qué me refiero si te dijera que sólo soy un hombre?
Asentí una sola vez, incapaz de reírle la gracia. La adrenalina corrió por mis venas conforme fui comprendiendo poco a poco el peligro. Desde su posición, él lo olió y su sonrisa se hizo burlona.
– Soy el mejor depredador del mundo, ¿no es cierto? Todo cuanto me rodea te invita a venir a mí: la voz, el rostro, incluso mi olor. ¡Como si los necesitase!
Se incorporó de forma inesperada, alejándose hasta perderse de vista para reaparecer detrás del mismo abeto de antes después de haber circunvalado la pradera en medio segundo.
– ¡Como si pudieras huir de mí!
Rió con amargura, extendió una mano y arrancó del tronco del abeto una rama de un poco más de medio metro de grosor sin esfuerzo alguno en medio de un chasquido estremecedor. Con la misma mano, la hizo girar en el aire durante unos instantes y la arrojó a una velocidad de vértigo para estrellarla contra otro árbol enorme, que se agitó y tembló ante el golpe.
Y estuvo otra vez en frente de mí, a medio metro, inmóvil como una estatua.
– ¡Como si pudieras derrotarme! -dijo en voz baja.
Permanecí sentada sin moverme, temiéndolo como no lo había temido nunca. Nunca lo había visto tan completamente libre de esa fachada edificada con tanto cuidado. Nunca había sido menos humano ni más hermoso. Con el rostro ceniciento y los ojos abiertos como platos, estaba sentada como un pájaro atrapado por los ojos de la serpiente.
Un arrebato frenético parecía relucir en los adorables ojos de Edward. Luego, conforme pasaron los segundos, se apagaron y lentamente su expresión volvió a su antigua máscara de dolor.
– No temas -murmuró con voz aterciopelada e involuntariamente seductora-. Te prometo… -vaciló-, te. juro que no te haré daño.
Parecía más preocupado de convencerse a sí mismo que a mí.
– No temas -repitió en un susurro mientras se acercaba con exagerada lentitud. Serpenteó con movimientos deliberadamente lentos para sentarse hasta que nuestros rostros se encontraron a la misma altura, a treinta centímetros.
– Perdóname, por favor -pidió ceremoniosamente-. Puedo controlarme. Me has pillado desprevenido, pero ahora me comportaré mejor.
Esperó, pero yo todavía era incapaz de hablar.
– Hoy no tengo sed -me guiñó el ojo-. De verdad.
Ante eso, no me quedó otro remedio que reírme, aunque el sonido fue tembloroso y jadeante.
– ¿Estás bien? -preguntó tiernamente, extendiendo el brazo lenta y cuidadosamente para volver a poner su mano de mármol en la mía.
Miré primero su fría y lisa mano, luego, sus ojos, laxos, arrepentidos; y después, otra vez la mano. Entonces, pausadamente volví a seguir las líneas de su mano con las yemas de los dedos. Alcé la vista y sonreí con timidez.
– Bueno, ¿por dónde íbamos antes de que me comportara con tanta rudeza? -preguntó con las amables cadencias de principios del siglo pasado.
– La verdad es que no lo recuerdo.
Sonrió, pero estaba avergonzado.
– Creo que estábamos hablando de por qué estabas asustada, además del motivo obvio.
– Ah, sí.
– ¿Y bien?
Miré su mano y recorrí sin rumbo fijo la lisa e iridiscente palma. Los segundos pasaban.
– ¡Con qué facilidad me frustro! -musitó.
Estudié sus ojos y de repente comprendí que todo aquello era casi tan nuevo para él como para mí. A él también le resultaba difícil a pesar de los muchos años de inconmensurable experiencia. Ese pensamiento me infundió coraje.
– Tengo miedo, además de por los motivos evidentes, porque no puedo estar contigo, y porque me gustaría estarlo más de lo que debería.
Mantuve los ojos fijos en sus manos mientras decía aquello en voz baja porque me resultaba difícil confesarlo.
– Sí -admitió lentamente-, es un motivo para estar asustado, desde luego. ¡Querer estar conmigo! En verdad, no te conviene nada.
– Lo sé. Supongo que podría intentar no desearlo, pero dudo que funcionara.
– Deseo ayudarte, de verdad que sí -no había el menor rastro de falsedad en sus ojos límpidos-. Debería haberme alejado hace mucho, debería hacerlo ahora, pero no sé si soy capaz.
– No quiero que te vayas -farfullé patéticamente, mirándolo fijamente hasta lograr que apartara la vista.
– Irme, eso es exactamente lo que debería hacer, pero no temas, soy una criatura esencialmente egoísta. Ansió demasiado tu compañía para hacer lo correcto.
– Me alegro.
– ¡No lo hagas! -retiró su mano, esta vez con mayor delicadeza. La voz de Edward era más áspera de lo habitual. Áspera para él, aunque más hermosa que cualquier voz humana. Resultaba difícil tratar con él, ya que sus continuos y repentinos cambios de humor siempre me producían desconcierto.
– ¡No es sólo tu compañía lo que anhelo! Nunca lo olvides. Nunca olvides que soy más peligroso para ti de lo que soy para cualquier otra persona.
Enmudeció y le vi contemplar con ojos ausentes el bosque.
Medité sus palabras durante unos instantes.
– Creo que no comprendo exactamente a qué te refieres… Al menos la última parte.
Edward me miró de nuevo y sonrió con picardía. Su humor volvía a cambiar.
– ¿Cómo te explicaría? -musitó-. Y sin aterrorizarte de nuevo…
Volvió a poner su mano sobre la mía, al parecer de forma inconsciente, y la sujeté con fuerza entre las mías. Miró nuestras manos y suspiró.
– Esto es asombrosamente placentero… el calor.
Transcurrió un momento hasta que puso en orden sus ideas y continuó:
– Sabes que todos disfrutamos de diferentes sabores. Algunos prefieren el helado de chocolate y otros el de fresa.
Asentí.
– Lamento emplear la analogía de la comida, pero no se me ocurre otra forma de explicártelo.
Le dediqué una sonrisa y él me la devolvió con pesar.
– Verás, cada persona huele diferente, tiene una esencia distinta. Si encierras a un alcohólico en una habitación repleta de cerveza rancia, se la beberá alegremente, pero si ha superado el alcoholismo y lo desea, podría resistirse.
«Supongamos ahora que ponemos en esa habitación una botella de brandy añejo, de cien años, el coñac más raro y exquisito y llenamos la habitación de su cálido aroma… En tal caso, ¿cómo crees que le iría?
Permanecimos sentados en silencio, mirándonos a los ojos el uno al otro en un intento de descifrarnos mutuamente el pensamiento.
Edward fue el primero en romper el silencio.
– Tal vez no sea la comparación adecuada. Puede que sea muy fácil rehusar el brandy. Quizás debería haber empleado un heroinómano en vez de un alcohólico para el ejemplo.
– Bueno, ¿estás diciendo que soy tu marca de heroína? -le pregunté para tomarle el pelo y animarle.
Sonrió de inmediato, pareciendo apreciar mi esfuerzo.
– Sí, tú eres exactamente mi marca de heroína.
– ¿Sucede eso con frecuencia?
Miró hacia las copas de los árboles mientras pensaba la respuesta.
– He hablado con mis hermanos al respecto -prosiguió con la vista fija en la lejanía-. Para Jasper, todos los humanos sois más de lo mismo. El es el miembro más reciente de nuestra familia y ha de esforzarse mucho para conseguir una abstinencia completa. No ha dispuesto de tiempo para hacerse más sensible a las diferencias de olor, de sabor -súbitamente me miró con gesto de disculpa-. Lo siento.
– No me molesta. Por favor, no te preocupes por ofenderme o asustarme o lo que sea… Es así como piensas. Te entiendo, o al menos puedo intentarlo. Explícate como mejor puedas.
– De modo que Jasper no está seguro de si alguna vez se ha cruzado con alguien tan… -Edward titubeó, en busca de la palabra adecuada-, tan apetecible como tú me resultas a mí. Eso me hizo reflexionar mucho. Emmett es el que hace más tiempo que ha dejado de beber, por decirlo de alguna manera, y comprende lo que quiero decir. Dice que le sucedió dos veces, una con más intensidad que otra.
– ¿Y a ti?
– Jamás.
La palabra quedó flotando en la cálida brisa durante unos momentos.
– ¿Qué hizo Emmett? -le pregunté para romper el silencio.
Era la pregunta equivocada. Su rostro se ensombreció y sus manos se crisparon entre las mías. Aguardé, pero no me iba a contestar.
– Creo saberlo -dije al fin.
Alzó la vista. Tenía una expresión melancólica, suplicante.
– Hasta el más fuerte de nosotros recae en la bebida, ¿verdad?
– ¿Qué me pides? ¿Mi permiso? -mi voz sonó más mordaz de lo que pretendía. Intenté modular un tono más amable. Suponía que aquella sinceridad le estaba costando mucho esfuerzo-. Quiero decir, entonces, ¿no hay esperanza?
¡Con cuánta calma podía discutir sobre mi propia muerte!
– ¡No, no! -Se compungió casi al momento-. ¡Por supuesto que hay esperanza! Me refiero a que…, por supuesto que no voy a… -dejó la frase en el aire. Mis ojos inflamaban las llamaradas de los suyos-. Es diferente para nosotros. En cuanto a Emmett y esos dos desconocidos con los que se cruzó… Eso sucedió hace mucho tiempo y él no era tan experto y cuidadoso como lo es ahora.
Se sumió en el silencio y me miró intensamente.
– De modo que si nos hubiéramos encontrado… en… un callejón oscuro o algo parecido… -mi voz se fue apagando.
– Necesité todo mi autocontrol para no abalanzarme sobre ti en medio de esa clase llena de niños y… -enmudeció bruscamente y desvió la mirada-. Cuando pasaste a mi lado, podía haber arruinado en el acto todo lo que Carlisle ha construido para nosotros. No hubiera sido capaz de refrenarme si no hubiera estado controlando mi sed durante los últimos… bueno, demasiados años.
Se detuvo a contemplar los árboles. Me lanzó una mirada sombría mientras los dos lo recordábamos.
– Debiste de pensar que estaba loco.
– No comprendí el motivo. ¿Cómo podías odiarme con tanta rapidez…?
– Para mí, parecías una especie de demonio convocado directamente desde mi infierno particular para arruinarme. La fragancia procedente de tu piel… El primer día creí que me iba a trastornar. En esa única hora, ideé cien formas diferentes de engatusarte para que salieras de clase conmigo y tenerte a solas. Las rechacé todas al pensar en mi familia, en lo que podía hacerles. Tenía que huir, alejarme antes de pronunciar las palabras que te harían seguirme…
Entonces, buscó con la mirada mi rostro asombrado mientras yo intentaba asimilar sus amargos recuerdos. Debajo de sus pestañas, sus ojos dorados ardían, hipnóticos, letales.
– Y tú hubieras acudido -me aseguró.
Intenté hablar con serenidad.
– Sin duda.
Torció el gesto y me miró las manos, liberándome así de la fuerza de su mirada.
– Luego intenté cambiar la hora de mi programa en un estéril intento de evitarte y de repente ahí estabas tú, en esa oficina pequeña y caliente, y el aroma resultaba enloquecedor. Estuve a punto de tomarte en ese momento. Sólo había otra frágil humana… cuya muerte era fácil de arreglar.
Temblé a pesar de estar al sol cuando de nuevo reaparecieron mis recuerdos desde su punto de vista, sólo ahora me percataba del peligro. ¡Pobre señora Cope! Me estremecí al pensar lo cerca que había estado de ser la responsable de su muerte sin saberlo.
– No sé cómo, pero resistí. Me obligué a no esperarte ni a seguirte desde el instituto. Fuera, donde ya no te podía oler, resultó más fácil pensar con claridad y adoptar la decisión correcta. Dejé a mis hermanos cerca de casa. Estaba demasiado avergonzado para confesarles mi debilidad, sólo sabían que algo iba mal… Entonces me fui directo al hospital para ver a Carlisle y decirle que me marchaba.
Lo miré fijamente, sorprendida.
– Intercambiamos nuestros coches, ya que el suyo tenía el depósito lleno y yo no quería detenerme. No me atrevía a ir a casa y enfrentarme a Esme. Ella no me hubiera dejado ir sin montarme una escenita, hubiera intentado convencerme de que no era necesario… A la mañana siguiente estaba en Alaska -parecía avergonzado, como si estuviera admitiendo una gran cobardía-. Pasé allí dos días con unos viejos conocidos, pero sentí nostalgia de mi hogar. Detestaba saber que había defraudado a Esme y a los demás, mi familia adoptiva. Resultaba difícil creer que eras tan irresistible respirando el aire puro de las montañas. Me convencí de que había sido débil al escapar. Me había enfrentado antes a la tentación, pero no de aquella magnitud, no se acercaba ni por asomo, pero yo era fuerte, ¿y quién eras tú? ¡Una chiquilla insignificante! -de repente sonrió de oreja a oreja-. ¿Quién eras tú para echarme del lugar donde quería estar? De modo que regresé…
Miró al infinito. Yo no podía hablar.
– Tomé precauciones, cacé y me alimenté más de lo acostumbrado antes de volver a verte. Estaba decidido a ser lo bastante fuerte para tratarte como a cualquier otro humano. Fui muy arrogante en ese punto. Existía la incuestionable complicación de que no podía leerte los pensamientos para saber cuál era tu reacción hacia mí. No estaba acostumbrado a tener que dar tantos rodeos. Tuve que escuchar tus palabras en la mente de Jessica, que, por cierto, no es muy original, y resultaba un fastidio tener que detenerme ahí, sin saber si realmente querías decir lo que decías. Todo era extremadamente irritante.
Torció el gesto al recordarlo.
– Quise que, de ser posible, olvidaras mi conducta del primer día, por lo que intenté hablar contigo como con cualquier otra persona. De hecho, estaba ilusionado con la esperanza de descifrar algunos de tus pensamientos. Pero tú resultaste demasiado interesante, y me vi atrapado por tus expresiones… Y de vez en cuando alargabas la mano o movías el pelo…, y el aroma me aturdía otra vez.
»Entonces estuviste a punto de morir aplastada ante mis propios ojos. Más tarde pensé en una excusa excelente para justificar por qué había actuado así en ese momento, ya que tu sangre se hubiera derramado delante de mí de no haberte salvado y no hubiera sido capaz de contenerme y revelar a todos lo que éramos. Pero me inventé esa excusa más tarde. En ese momento, todo lo que pensé fue: «Ella, no».
Cerró los ojos, ensimismado en su agónica confesión. Yo le escuchaba con más deseo de lo racional. El sentido común me decía que debería estar aterrada. En lugar de eso, me sentía aliviada al comprenderlo todo por fin. Y me sentía llena de compasión por lo que Edward había sufrido, incluso ahora, cuando había confesado el ansia de tomar mi vida.
Finalmente, fui capaz de hablar, aunque mi voz era débil:
– ¿Y en el hospital?
Sus ojos se clavaron en los míos.
– Estaba horrorizado. Después de todo, no podía creer que hubiera puesto a toda la familia en peligro y yo mismo hubiera quedado a tu merced… De entre todos, tenías que ser tú. Como si necesitara otro motivo para matarte -ambos nos acobardamos cuando se le escapó esa frase-. Pero tuvo el efecto contrario -continuó apresuradamente-, y me enfrenté con Rosalie, Emmett y Jasper cuando sugirieron que te había llegado la hora… Fue la peor discusión que hemos tenido nunca. Carlisle se puso de mi lado, y Alice -hizo una mueca cuando pronunció su nombre, no imaginé la razón-. Esme dijo que hiciera lo que tuviera que hacer para quedarme.
Edward sacudió la cabeza con indulgencia.
– Me pasé todo el día siguiente fisgando en las mentes de todos con quienes habías hablado, sorprendido de que hubieras cumplido tu palabra. No te comprendí en absoluto, pero sabía que no me podía implicar más contigo. Hice todo lo que estuvo en mi mano para permanecer lo más lejos de ti. Y todos los días el aroma de tu piel, tu respiración, tu pelo… me golpeaba con la misma fuerza del primer día.
Nuestras miradas se encontraron otra vez. Los ojos de Edward eran sorprendentemente tiernos.
– Y por todo eso -prosiguió-, hubiera preferido delatarnos en aquel primer momento que herirte aquí, ahora, sin testigos ni nada que me detenga.
Era lo bastante humana como para tener preguntar:
– ¿Por qué?
– Isabella -pronunció mi nombre completo con cuidado al tiempo que me despeinaba el pelo con la mano libre; un estremecimiento recorrió mi cuerpo ante ese roce fortuito-. No podría vivir en paz conmigo mismo si te causara daño alguno -fijó su mirada en el suelo, nuevamente avergonzado-. La idea de verte inmóvil, pálida, helada… No volver a ver cómo te ruborizas, no ver jamás esa chispa de intuición en los ojos cuando sospechas mis intenciones… Sería insoportable -clavó sus hermosos y torturados ojos en los míos-. Ahora eres lo más importante para mí, lo más importante que he tenido nunca.
La cabeza empezó a darme vueltas ante el rápido giro que había dado nuestra conversación. Desde el alegre tema de mi inminente muerte de repente nos estábamos declarando. Aguardó, y supe que sus ojos no se apartaban de mí a pesar de fijar los míos en nuestras manos. Al final, dije:
– Ya conoces mis sentimientos, por supuesto. Estoy aquí, lo que, burdamente traducido, significa que preferiría morir antes que alejarme de ti -hice una mueca-. Soy idiota.
– Eres idiota -aceptó con una risa.
Nuestras miradas se encontraron y también me reí. Nos reímos juntos de lo absurdo y estúpido de la situación.
– Y de ese modo el león se enamoró de la oveja… -murmuró. Desvié la vista para ocultar mis ojos mientras me estremecía al oírle pronunciar la palabra.
– ¡Qué oveja tan estúpida! -musité.
– ¡Qué león tan morboso y masoquista!
Su mirada se perdió en el bosque y me pregunté dónde estarían ahora sus pensamientos.
– ¿Por qué…? -comencé, pero luego me detuve al no estar segura de cómo proseguir.
Edward me miró y sonrió. El sol arrancó un destello a su cara, a sus dientes.
– ¿Sí?
– Dime por qué huiste antes.
Su sonrisa se desvaneció.
– Sabes el porqué.
– No, lo que quería decir exactamente es ¿qué hice mal? Ya sabes, voy a tener que estar en guardia, por lo que será mejor aprender qué es lo que no debería hacer. Esto, por ejemplo -le acaricié la base de la mano-, parece que no te hace mal.
Volvió a sonreír.
– Bella, no hiciste nada mal. Fue culpa mía.
– Pero quiero ayudar si está en mi mano, hacértelo más llevadero.
– Bueno… -meditó durante unos instantes-. Sólo fue lo cerca que estuviste. Por instinto, la mayoría de los hombres nos rehuyen repelidos por nuestra diferenciación… No esperaba que te acercaras tanto, y el olor de tu garganta…
Se calló ipso facto mirándome para ver si me había asustado.
– De acuerdo, entonces -respondí con displicencia en un intento de aliviar la atmósfera, repentinamente tensa, y me tapé el cuello-, nada de exponer la garganta.
Funcionó. Rompió a reír.
– No, en realidad, fue más la sorpresa que cualquier otra cosa.
Alzó la mano libre y la depositó con suavidad en un lado de mi garganta. Me quedé inmóvil. El frío de su tacto era un aviso natural, un indicio de que debería estar aterrada, pero no era miedo lo que sentía, aunque, sin embargo, había otros sentimientos…
– Ya lo ves. Todo está en orden.
Se me aceleró el pulso, y deseé poder refrenarlo al presentir que eso, los latidos en mis venas, lo iba a dificultar todo un poco más. Lo más seguro es que él pudiera oírlo.
– El rubor de tus mejillas es adorable -murmuró.
Liberó con suavidad la otra mano. Mis manos cayeron flácidas sobre mi vientre. Me acarició la mejilla con suavidad para luego sostener mi rostro entre sus manos de mármol.
– Quédate muy quieta -susurró. ¡Como si no estuviera ya petrificada!
Lentamente, sin apartar sus ojos de los míos, se inclinó hacia mí. Luego, de forma sorprendente pero suave, apoyó su mejilla contra la base de mi garganta. Apenas era capaz de moverme, incluso aunque hubiera querido. Oí el sonido de su acompasada respiración mientras contemplaba cómo el sol y la brisa jugaban con su pelo de color bronce, la parte más humana de Edward.
Me estremecí cuando sus manos se deslizaron cuello abajo con deliberada lentitud. Le oí contener el aliento, pero las manos no se detuvieron y suavemente siguieron su descenso hasta llegar a mis hombros, y entonces se detuvieron.
Dejó resbalar el rostro por un lado de mi cuello, con la nariz rozando mi clavícula. A continuación, reclinó la cara y apretó la cabeza tiernamente contra mi pecho… escuchando los latidos de mi corazón.
– Ah.
Suspiró.
No sé cuánto tiempo estuvimos sentados sin movernos. Pudieron ser horas. Al final, mi pulso se sosegó, pero Edward no se movió ni me dirigió la palabra mientras me sostuvo. Sabía que en cualquier momento él podría no contenerse y mi vida terminaría tan deprisa que ni siquiera me daría cuenta, aunque eso no me asustó. No podía pensar en nada, excepto en que él me tocaba.
Luego, demasiado pronto, me liberó.
Sus ojos estaban llenos de paz cuando dijo con satisfacción:
– No volverá a ser tan arduo.
– ¿Te ha resultado difícil?
– No ha sido tan difícil como había supuesto. ¿Y a ti?
– No, para mí no lo ha sido en absoluto.
Sonrió ante mi entonación.
– Sabes a qué me refiero.
Le sonreí.
– Toca -tomó mi mano y la situó sobre su mejilla-. ¿Notas qué caliente está?
Su piel habitualmente gélida estaba casi caliente, pero apenas lo noté, ya que estaba tocando su rostro, algo con lo que llevaba soñando desde el primer día que le vi.
– No te muevas -susurré.
Nadie podía permanecer tan inmóvil como Edward. Cerró los ojos y se quedó tan quieto como una piedra, una estatua debajo de mi mano.
Me moví incluso más lentamente que él, teniendo cuidado de no hacer ningún movimiento inesperado. Rocé su mejilla, acaricié con delicadeza sus párpados y la sombra púrpura de las ojeras. Tuve sus labios entreabiertos debajo de mi mano y sentí su fría respiración en las yemas de los dedos. Quise inclinarme para inhalar su aroma, pero dejé caer la mano y me alejé, sin querer llevarle demasiado lejos.
Abrió los ojos, y había hambre en ellos. No la suficiente para atemorizarme, pero lo bastante para que se me hiciera un nudo en el estómago y el pulso se me acelerara mientras la sangre de mis venas no cesaba de martillar.
– Querría -susurró-, querría que pudieras sentir la complejidad… la confusión que yo siento, que pudieras entenderlo.
Llevó la mano a mi pelo y luego recorrió mi rostro.
– Dímelo -musité.
– Dudo que sea capaz. Por una parte, ya te he hablado del hambre…, la sed, y te he dicho la criatura deplorable que soy y lo que siento por ti. Creo que, por extensión, lo puedes comprender, aunque -prosiguió con una media sonrisa- probablemente no puedas identificarte por completo al no ser adicta a ninguna droga. Pero hay otros apetitos… -me hizo estremecer de nuevo al tocarme los labios con sus dedos-, apetitos que ni siquiera entiendo, que me son ajenos.
– Puede que lo entienda mejor de lo que crees.
– No estoy acostumbrado a tener apetitos tan humanos. ¿Siempre es así?
– No lo sé -me detuve-. Para mí también es la primera vez.
Sostuvo mis manos entre las suyas, tan débiles en su hercúlea fortaleza.
– No sé lo cerca que puedo estar de ti -admitió-. No sé si podré…
Me incliné hacia delante muy despacio, avisándole con la mirada. Apoyé la mejilla contra su pecho de piedra. Sólo podía oír su respiración, nada más.
– Esto basta.
Cerré los ojos y suspiré. En un gesto muy humano, me rodeó con los brazos y hundió el rostro en mi pelo.
– Se te da mejor de lo que tú mismo crees -apunté.
– Tengo instintos humanos. Puede que estén enterrados muy hondo, pero están ahí.
Permanecimos sentados durante otro periodo de tiempo inmensurable. Me preguntaba si le apetecería moverse tan poco como a mí, pero podía ver declinar la luz y la sombra del bosque comenzaba a alcanzarnos. Suspiré.
– Tienes que irte.
– Creía que no podías leer mi mente -le acusé.
– Cada vez resulta más fácil.
Noté un atisbo de humor en el tono de su voz. Me tomó por los hombros y le miré a la cara. En un arranque de repentino entusiasmo, me preguntó:
– ¿Te puedo enseñar algo?
– ¿El qué?
– Te voy a enseñar cómo viajo por el bosque -vio mi expresión aterrada-. No te preocupes, vas a estar a salvo, y llegaremos al coche mucho antes.
Sus labios se curvaron en una de esas sonrisas traviesas tan hermosas que casi detenían el latir de mi corazón.
– ¿Te vas a convertir en murciélago? -pregunté con recelo.
Rompió a reír con más fuerza de la que le había oído jamás.
– ¡Como si no hubiera oído eso antes!
– Vale, ya veo que no voy a conseguir quedarme contigo.
– Vamos, pequeña cobarde, súbete a mi espalda.
Aguardé a ver si bromeaba, pero al parecer lo decía en serio. Me dirigió una sonrisa al leer mi vacilación y extendió los brazos hacia mí. Mi corazón reaccionó. Aunque Edward no pudiera leer mi mente, el pulso siempre me delataba. Procedió a ponerme sobre su espalda, con poco esfuerzo por mi parte, aunque, cuando ya estuve acomodada, lo rodeé con brazos y piernas con tal fuerza que hubiera estrangulado a una persona normal. Era como agarrarse a una roca.
– Peso un poco más de la media de las mochilas que sueles llevar -le avisé.
– ¡Bahh.! -resopló. Casi pude imaginarle poniendo los ojos en blanco. Nunca antes le había visto tan animado.
Me sobrecogió cuando de forma inesperada me aferró la mano y presionó la palma sobre el rostro para inhalar profundamente.
– Cada vez más fácil -musitó.
Y entonces echó a correr.
Si en alguna ocasión había tenido miedo en su presencia, aquello no era nada en comparación con cómo me sentí en ese momento.
Cruzó como una bala, como un espectro, la oscura y densa masa de maleza del bosque sin hacer ruido, sin evidencia alguna de que sus pies rozaran el suelo. Su respiración no se alteró en ningún momento, jamás dio muestras de esforzarse, pero los árboles pasaban volando a mi lado a una velocidad vertiginosa, no golpeándonos por centímetros.
Estaba demasiado aterrada para cerrar los ojos, aunque el frío aire del bosque me azotaba el rostro hasta escocerme. Me sentí como si en un acto de estupidez hubiera sacado la cabeza por la ventanilla de un avión en pleno vuelo, y experimenté el acelerado desfallecimiento del mareo.
Entonces, terminó. Aquella mañana habíamos caminado durante horas para alcanzar el prado de Edward, y ahora, en cuestión de minutos, estábamos de regreso junto al monovolumen.
– Estimulante, ¿verdad? -dijo entusiasmado y con voz aguda.
Se quedó inmóvil, a la espera de que me bajara. Lo intenté, pero no me respondían los músculos. Me mantuve aferrada a él con brazos y piernas mientras la cabeza no dejaba de darme vueltas.
– ¿Bella? -preguntó, ahora inquieto.
– Creo que necesito tumbarme -respondí jadeante.
– Ah, perdona -me esperó, pero aun así no me pude mover.
– Creo que necesito ayuda -admití.
Se rió quedamente y deshizo suavemente mi presa alrededor de su cuello. No había forma de resistir la fuerza de hierro de sus manos. Luego, me dio la vuelta y quedé frente a él, y me acunó en sus brazos como si fuera una niña pequeña. Me sostuvo en vilo un momento para luego depositarme sobre los mullidos helechos.
– ¿Qué tal te encuentras?
No estaba muy segura de cómo me sentía, ya que la cabeza me daba vueltas de forma enloquecida.
– Mareada, creo.
– Pon la cabeza entre las rodillas.
Intenté lo que me indicaba, y ayudó un poco. Inspiré y espiré lentamente sin mover la cabeza. Me percaté de que se sentaba a mi lado. Pasado el mal trago, pude alzar la cabeza. Me pitaban los oídos.
– Supongo que no fue una buena idea -musitó.
Intenté mostrarme positiva, pero mi voz sonó débil cuando respondí:
– No, ha sido muy interesante.
– ¡Vaya! Estás blanca como un fantasma, tan blanca como yo mismo.
– Creo que debería haber cerrado los ojos.
– Recuérdalo la próxima vez.
– ¡¿La próxima vez?! -gemí.
Edward se rió, seguía de un humor excelente.
– Fanfarrón -musité.
– Bella, abre los ojos -rogó con voz suave.
Y ahí estaba él, con el rostro demasiado cerca del mío. Su belleza aturdió mi mente… Era demasiada, un exceso al que no conseguía acostumbrarme.
– Mientras corría, he estado pensando…
– En no estrellarnos contra los árboles, espero.
– Tonta Bella -rió entre dientes-. Correr es mi segunda naturaleza, no es algo en lo que tenga que pensar.
– Fanfarrón -repetí. Edward sonrió.
– No. He pensado que había algo que quería intentar.
Y volvió a tomar mi cabeza entre sus manos. No pude respirar.
Vaciló… No de la forma habitual, no de una forma humana, no de la manera en que un hombre podría vacilar antes de besar a una mujer para calibrar su reacción e intuir cómo le recibiría. Tal vez vacilaría para prolongar el momento, ese momento ideal previo, muchas veces mejor que el beso mismo.
Edward se detuvo vacilante para probarse a sí mismo y ver si era seguro, para cerciorarse de que aún mantenía bajo control su necesidad.
Entonces sus fríos labios de mármol presionaron muy suavemente los míos.
Para lo que ninguno de los dos estaba preparado era para mi respuesta.
La sangre me hervía bajo la piel quemándome los labios. Mi respiración se convirtió en un violento jadeo. Aferré su pelo con los dedos, atrayéndolo hacia mí, con los labios entreabiertos para respirar su aliento embriagador. Inmediatamente, sentí que sus labios se convertían en piedra. Sus manos gentilmente pero con fuerza, apartaron mi cara. Abrí los ojos y vi su expresión vigilante.
– ¡Huy! -musité.
– Eso es quedarse corto.
Sus ojos eran feroces y apretaba la mandíbula para controlarse, sin que todavía se descompusiera su perfecta expresión. Sostuvo mi rostro a escasos centímetros del suyo, aturdiéndome.
– ¿Debería…?
Intenté desasirme para concederle cierto espacio, pero sus manos no me permitieron alejarme más de un centímetro.
– No. Es soportable. Aguarda un momento, por favor -pidió con voz amable, controlada.
Mantuve la vista fija en sus ojos, contemplé como la excitación que lucía en ellos se sosegaba. Entonces, me dedicó una sonrisa sorprendentemente traviesa.
– ¡Listo! -exclamó, complacido consigo mismo.
– ¿Soportable? -pregunté.
– Soy más fuerte de lo que pensaba -rió con fuerza-. Bueno es saberlo.
– Desearía poder decir lo mismo. Lo siento. -Después de todo, sólo eres humana.
– Muchas gracias -repliqué mordazmente.
Se puso de pie con uno de sus movimientos ágiles, rápidos, casi invisibles. Me tendió su mano, un gesto inesperado, ya que estaba demasiado acostumbrada a nuestro habitual comportamiento de nulo contacto. Tomé su mano helada, ya que necesitaba ese apoyo más de lo que creía. Aún no había recuperado el equilibrio.
– ¿Sigues estando débil a causa de la carrera? ¿O ha sido mi pericia al besar?
¡Qué desenfadado y humano parecía su angelical y apacible rostro cuando se reía! Era un Edward diferente al que yo conocía, y estaba loca por él. Ahora, separarme me iba a causar un dolor físico.
– No puedo estar segura, aún sigo grogui -conseguí responderle-. Creo que es un poco de ambas cosas.
– Tal vez deberías dejarme conducir.
– ¿Estás loco? -protesté.
– Conduzco mejor que tú en tu mejor día -se burló-. Tus reflejos son mucho más lentos.
– Estoy segura de eso, pero creo que ni mis nervios ni mi coche seríamos capaces de soportarlo.
– Un poco de confianza, Bella, por favor.
Tenía la mano en el bolsillo, crispada sobre las llaves. Fruncí los labios con gesto pensativo y sacudí la cabeza firmemente.
– No. Ni en broma.
Arqueó las cejas con incredulidad.
Comencé a dar un rodeo a su lado para dirigirme al asiento del conductor. Puede que me hubiera dejado pasar si no me hubiese tambaleado ligeramente. Puede que no.
– Bella, llegados a este punto, ya he invertido un enorme esfuerzo personal en mantenerte viva. No voy a dejar que te pongas detrás del volante de un coche cuando ni siquiera puedes caminar en línea recta. Además, no hay que dejar que los amigos conduzcan borrachos -citó con una risita mientras su brazo creaba una trampa ineludible alrededor de mi cintura.
– No puedo rebatirlo -dije con un suspiro. No había forma de sortearlo ni podía resistirme a él. Alcé las llaves y las dejé caer, observando que su mano, veloz como el rayo, las atrapaba sin hacer ruido-. Con calma… Mi monovolumen es un señor mayor.
– Muy sensata -aprobó.
– ¿Y tú no estás afectado por mi presencia? -pregunté con enojo.
Sus facciones sufrieron otra transformación, su expresión se hizo suave y cálida. Al principio, no me respondió; se limitó a inclinar su rostro sobre el mío y deslizar sus labios lentamente a lo largo de mi mandíbula, desde la oreja al mentón, de un lado a otro. Me estremecí.
– Pase lo que pase -murmuró finalmente-, tengo mejores reflejos.