EL ANGEL

Mientras iba a la deriva, soñé.

En el lugar donde flotaba, debajo de las aguas negras, oí el sonido más feliz que mi mente podía conjurar, el más hermoso, el único que podía elevarme el espíritu y a la vez, el más espantoso. Era otro gruñido, un rugido salvaje y profundo, impregnado de la más terrible ira.

El dolor agudo que traspasaba mi mano alzada me trajo de vuelta, casi hasta la superficie, pero no era un camino de regreso lo bastante amplio para que me permitiera abrir los ojos.

Entonces, supe que estaba muerta…

… porque oí la voz de un ángel pronunciando mi nombre a través del agua densa, llamándome al único cielo que yo anhelaba.

– ¡Oh no, Bella, no! -gritó la voz horrorizada del ángel.

Se produjo un ruido, un terrible tumulto que me asustó detrás de aquel sonido anhelado. Un gruñido grave y despiadado, un sonido seco, espantoso y un lamento lleno de agonía, que repentinamente se quebró…

Yo en cambio decidí concentrarme en la voz del ángel.

– ¡Bella, por favor! ¡Bella, escúchame; por favor, por favor, Bella, por favor! -suplicaba.

Sí, quise responderle. Quería decirle algo, cualquier cosa, pero no encontraba los labios.

– ¡Carlisle! -Llamó el ángel con su voz perfecta cargada de angustia-. ¡Bella, Bella, no, oh, no, por favor, no, no!

El ángel empezó a sollozar sin lágrimas, roto de dolor.

Un ángel no debería llorar, eso no está bien. Intenté ponerme en contacto con él, decirle que todo iba a salir bien, pero las aguas eran tan profundas que me aprisionaban y no podía respirar.

Sentí un punto de dolor taladrarme la cabeza. Dolía mucho, pero entonces, mientras ese dolor irrumpía a través de la oscuridad para llegar hasta mí, acudieron otros mucho más fuertes. Grité mientras intentaba aspirar aire y emerger de golpe del estanque oscuro.

– ¡Bella! -gritó el ángel.

– Ha perdido algo de sangre, pero la herida no es muy profunda -explicaba una voz tranquila-. Echa una ojeada a su pierna, está rota.

El ángel reprimió en los labios un aullido de ira.

Sentí una punzada aguda en el costado. Aquel lugar no era el cielo, más bien no. Había demasiado dolor aquí para que lo fuera.

– Y me temo que también lo estén algunas costillas -continuó la voz serena de forma metódica.

Aquellos dolores agudos iban remitiendo. Sin embargo, apareció uno nuevo, una quemazón en la mano que anulaba a todos los demás.

Alguien me estaba quemando.

– Edward -intenté decirle, pero mi voz sonaba pastosa y débil. Ni yo era capaz de entenderme.

– Bella, te vas a poner bien. ¿Puedes oírme, Bella? Te amo.

– Edward -lo intenté de nuevo, parecía que se me iba aclarando la voz.

– Sí, estoy aquí.

– Me duele -me quejé.

– Lo sé, Bella, lo sé -entonces, a lo lejos, le escuché preguntar angustiado-. ¿No puedes hacer nada?

– Mi maletín, por favor… No respires, Alice, eso te ayudará -aseguró Carlisle.

– ¿Alice? -gemí.

– Está aquí, fue ella la que supo dónde podíamos encontrarte.

– Me duele la mano -intenté decirle.

– Lo sé, Bella, Carlisle te administrará algo que te calme el dolor.

– ¡Me arde la mano! -conseguí gritar, saliendo al fin de la oscuridad y pestañeando sin cesar.

No podía verle la cara porque una cálida oscuridad me empañaba los ojos. ¿Por qué no veían el fuego y lo apagaban?

La voz de Edward sonó asustada.

– ¿Bella?

– ¡Fuego! ¡Que alguien apague el fuego! -grité mientras sentía cómo me quemaba.

– ¡Carlisle! ¡La mano!

– La ha mordido.

La voz de Carlisle había perdido la calma, estaba horrorizado. Oí cómo Edward se quedaba sin respiración, del espanto.

– Edward, tienes que hacerlo -dijo Alice, cerca de mi cabeza; sus dedos fríos me limpiaron las lágrimas.

– ¡No! -rugió él.

– Alice -gemí.

– Hay otra posibilidad -intervino Carlisle.

– ¿Cuál? -suplicó Edward.

– Intenta succionar la ponzoña, la herida es bastante limpia.

Mientras Carlisle hablaba podía sentir cómo aumentaba la presión en mi cabeza, y algo pinchaba y tiraba de la piel. El dolor que esto me provocaba desaparecía ante la quemazón de la mano.

– ¿Funcionará? -Alice parecía tensa.

– No lo sé -reconoció Carlisle-, pero hay que darse prisa.

– Carlisle, yo… -Edward vaciló-. No sé si voy a ser capaz de hacerlo.

La angustia había aparecido de nuevo en la voz del ángel.

– Sea lo que sea, es tu decisión, Edward. No puedo ayudarte. Debemos cortar la hemorragia si vas a sacarle sangre de la mano.

Me retorcí prisionera de esta ardiente tortura, y el movimiento hizo que el dolor de la pierna llameara de forma escalofriante.

– ¡Edward! -grité y me di cuenta de que había cerrado los ojos de nuevo. Los abrí, desesperada por volver a ver su rostro y allí estaba. Por fin pude ver su cara perfecta, mirándome fijamente, crispada en una máscara de indecisión y pena.

– Alice, encuentra algo para que le entablille la pierna -Carlisle seguía inclinado sobre mí, haciendo algo en mi cabeza-. Edward, has de hacerlo ya o será demasiado tarde.

El rostro de Edward se veía demacrado. Le miré a los ojos y al fin la duda se vio sustituida por una determinación inquebrantable. Apretó las mandíbulas y sentí sus dedos fuertes y frescos en mi mano ardiente, colocándola con cuidado. Entonces inclinó la cabeza sobre ella y sus labios fríos presionaron contra mi piel.

El dolor empeoró. Aullé y me debatí entre las manos heladas que me sujetaban. Oí hablar a Alice, que intentaba calmarme. Algo pesado me inmovilizó la pierna contra el suelo y Carlisle me sujetó la cabeza en el torno de sus brazos de piedra.

Entonces, despacio, dejé de retorcerme conforme la mano se me entumecía más y más. El fuego se había convertido en un rescoldo mortecino que se concentraba en un punto más pequeño.

Y mientras el dolor desaparecía, sentí cómo perdía la conciencia, deslizándome hacia alguna parte. Me aterraba volver a aquellas aguas negras y perderme de nuevo en la oscuridad.

– Edward -intenté decir, pero no conseguí escuchar mi propia voz, aunque ellos sí parecieron oírme.

– Está aquí a tu lado, Bella.

– Quédate, Edward, quédate conmigo…

– Aquí estoy.

Parecía agotado, pero triunfante. Suspiré satisfecha. El fuego se había apagado y los otros dolores se habían mitigado mientras el sopor se extendía por todo mi cuerpo.

– ¿Has extraído toda la ponzoña? -preguntó Carlisle desde un lugar muy, muy lejano.

– La sangre está limpia -dijo Edward con serenidad-. Puedo sentir el sabor de la morfina.

– ¿Bella? -me llamó Carlisle.

Hice un esfuerzo por contestarle.

– ¿Mmm?

– ¿Ya no notas la quemazón?

– No -suspiré-. Gracias, Edward.

– Te quiero -contestó él.

– Lo sé -inspiré aire, me sentía tan cansada…

Y entonces escuché mi sonido favorito sobre cualquier otro en el mundo: la risa tranquila de Edward, temblando de alivio.

– ¿Bella? -me preguntó Carlisle de nuevo. Fruncí el entrecejo, quería dormir.

– ¿Qué?

– ¿Dónde está tu madre?

– En Florida -suspiré de nuevo-. Me engañó, Edward. Vio nuestros vídeos.

La indignación de mi voz sonaba lastimosamente débil…

Pero eso me lo recordó.

– Alice -intenté abrir los ojos-. Alice, el vídeo… Él te conocía, conocía tu procedencia -quería decírselo todo de una vez, pero mi voz se iba debilitando. Me sobrepuse a la bruma de mi mente para añadir-: Huelo gasolina.

– Es hora de llevársela -dijo Carlisle.

– No, quiero dormir -protesté.

– Duérmete, mi vida, yo te llevaré -me tranquilizó Edward.

Y entonces me tomó en sus brazos, acunada contra su pecho, y floté, sin dolor ya.

Las últimas palabras que oí fueron:

– Duérmete ya, Bella.

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