CAPÍTULO 10

RAFE condujo hasta llegar a la autopista. Tenía un nudo en el estómago y una terrible sensación de vacío en su interior. Le recordaba a algo que ya había vivido con anterioridad, pero no lograba acordarse de cuándo. Intentó identificar de dónde provenían esas sensaciones, pero no lo consiguió. De todas formas, tampoco quería pensar en esas cosas.

De pronto, le vino un nítido recuerdo. Era el día del funeral de su madre. Se enfadó consigo mismo por sentirse así. La muerte de su madre había sido la experiencia más dura de su vida, y lo que acababa de sucederle no podía ser comparado con ello. Nada le había dolido ni le dolería tanto como perder a su progenitora.

Al menos ese descubrimiento le hizo comprender por qué se sentía así. Había empezado a darle confianza y cariño a Shelley y ella le había correspondido con una traición. Se había abierto al amor y lo había perdido todo. Se preguntaba dónde estaría la señorita Freud en ese momento, que no estaba psicoanalizándolo.

Pensó que había estado haciendo lo correcto durante años, defendiéndose de los demás como lo había hecho. Por una vez en su vida, se había abierto a alguien y lo único que había conseguido de esa persona era traición. No merecía la pena. Se acordó de las sabias palabras que le dijo un amigo, años atrás: «Si no quieres que te rompan el corazón, no te enamores nunca». Eran su leitmotiv.

Rafe se sintió aliviado al pensar que, por lo menos, no había llegado a enamorarse. Se alegró, en cierto modo, de haberse dado cuenta de cómo era Shelley, de ver que ella nunca lo amaría como él deseaba.

No quería pensar en ella, pero sabía que no podía evitarlo. Su recuerdo lo acompañaría durante todo el viaje. Pisó el acelerador y siguió su camino de vuelta a casa.


– Olvídate de él -le aconsejó Candy mientras devolvían sus llaves en recepción, con las maletas preparadas para volver a Chivaree-. Todos son iguales. No se les puede tomar en serio. Son unos canallas y unos infieles.

Shelley se quedó parada y algo dentro de ella se rebeló. Las palabras de Candy le recordaron a cómo ella solía hablar de los hombres. Pero su perspectiva había cambiado. Rafe no era así, no era uno más.

«Pero ya me he equivocado antes, ¿cómo sé que esto no es un error?», se dijo a sí misma.

Era verdad que se había equivocado en el pasado pero, durante ese fin de semana, había aprendido algo. Se había visto forzada a hacer algo que no creía que pudiera llegar a realizar, y había hecho muy buen trabajo. Se alegró de haberlo intentado porque, de otra forma, nunca habría sido consciente de sus capacidades ni de lo lejos que podría llegar.

En el pasado, cuando las cosas se ponían difíciles para ella, se daba la vuelta y huía. Siempre se acobardaba. Pero las cosas habían cambiado. Si renunciaba a aquello no podría volver a mirarse a la cara. Iba a luchar, no iba a renunciar a él fácilmente. Si de verdad lo quería, iba a batallar por conseguirlo. Aunque tuviera que arriesgarlo todo por él.

Se despidió de Matt antes de irse del hotel.

– Espero que funcione lo de llevarte a Quinn a Chivaree -le dijo-. Ojalá que no te decepcione.

– Ésa no es la cuestión -respondió él encogiéndose de hombros-. Sólo quiero ayudarle en lo que pueda. Además, así puede que me ayude a encontrar alguna pista para localizar al bebé.

– Así que ¿vas a seguir buscándolo?

– Tengo que hacerlo. Tiene que estar en alguna parte y tengo que asegurarme de que está bien y no le falta de nada.

Shelley lo entendía perfectamente y aquello no hizo sino acrecentar la ya buena opinión que tenía de su amigo. Pero temía que fuera a ser una búsqueda larga y dura.

– ¡Espera, Shelley! -dijo él volviendo para darle otro abrazo-. No te he agradecido lo suficiente que encontraras a Quinn y me ayudaras tanto. Quiero que sepas que valoro muchísimo lo que has hecho por mí.

– ¡No hay de qué! -respondió ella con ojos emocionados-. Te deseo toda la suerte del mundo.

Shelley y Jaye volvieron juntas en el coche a Chivaree. El equipo B de Industrias Allman no había conseguido un buen puesto en la clasificación, pero se lo habían pasado genial y Jaye le contó todos los detalles durante el viaje de vuelta. Habló tanto que no pareció darse cuenta de que Shelley apenas abrió la boca en todo el camino.

Su mente no descansó ni un minuto, estudiando todas las posibilidades. Una cosa era hacer planes para conseguir a Rafe, pero saber que él la odiaba por algo que no había hecho le hacía preguntarse si se merecía su amor. Pero intentó quitarse esa idea de la cabeza.

Pensaba que quizás hubiese algo más. A lo mejor Rafe había tenido más tiempo para reflexionar y, al atar cabos, se hubiera dado cuenta de qué tipo de relación había tenido Shelley con Jason McLaughlin, le hubiera parecido inaceptable y hubiera decidido que no podía tener nada con ella.

Por un lado pensaba que, para evitar enfrentarse a lo que Rafe pensaba de ella, debería aceptar cómo estaban las cosas y alejarse de él, pero no podía hacerlo.

Se moría por ver de nuevo el cariño que había descubierto en los ojos de Rafe cuando la miraban. Lo quería y deseaba que él también la quisiera.

Pero no estaba desesperada. Había aprendido mucho ese fin de semana. Había hecho un buen trabajo y estaba orgullosa. Se había demostrado a sí misma de lo que era capaz. Nunca más tendría la necesidad de colgarse de un hombre y depender de él como había hecho con Jason.

No pretendía volver a cometer el mismo error y acabar con otro Jason que minara su confianza.

Pero sabía que Rafe era distinto, no era otro Jason. Merecía la pena luchar por Rafe. Y con ese pensamiento en la cabeza continuó el viaje. Una pequeña sonrisa de satisfacción se dibujaba en su cara.


En Chivaree, los lunes por la mañana siempre comenzaban con una taza de café en el local de Millie y allí fue Rafe aquel día.

Millie lo saludó con la misma sonrisa afectuosa de siempre mientras él se sentaba en uno de los taburetes de la larga barra. Casi todos los asientos estaban ocupados y las conversaciones llenaban el local con el habitual bullicio de las mañanas. Olía a café recién hecho y a beicon frito. Millie le tomó nota; quería un café solo y un bollo.

– ¡Millie! -le dijo mientras ésta se alejaba-. ¿Sabes que he pasado el fin de semana con tu hija?

– ¿Que has hecho qué? -preguntó dándose la vuelta con cara de gran asombro.

– Estuvimos juntos en la conferencia de San Antonio -aclaró él con una sonrisa.

– ¡Ah! -dijo ya más relajada-. Ya me imaginaba yo que no podía tratarse de algo romántico. Siempre os habéis llevado como el perro y el gato. No sabes la cantidad de veces que volvió a casa, siendo una niña, quejándose del «maldito Rafe» y de la pifia que le hubieras hecho aquel día.

– El «maldito Rafe» -dijo con una sonrisa triste-. Sí, ése soy yo.

Aunque estaba muy ocupada con otros clientes, Millie se quedó allí un rato más, dándose cuenta de que algo le pasaba a Rafe.

– ¿Qué es lo que te pasa, cariño? -le preguntó afectuosamente- ¿De qué tienes miedo?

Rafe le sonrió pero no contestó a su pregunta.

– Llegaste a conocer bastante bien a mi madre, ¿verdad? -le preguntó Rafe.

Millie le frotó el brazo con cariño, como un gesto natural de comprensión y afecto.

– No nos tratamos mucho durante sus últimos años pero, durante un tiempo, llegamos a ser muy buenas amigas.

Rafe la miró. No tenía ni idea de por qué había sacado el tema, pero parecía que a Millie no le había extrañado en absoluto.

– Siempre pensé que su temprana muerte te afectó a ti más que a ninguno -le confesó Millie-. Tú eras su ojito derecho. Y cuando ella se fue, te metiste en tu mundo sin dejar que nadie se acercara a ti. Estoy muy contenta de que por fin estés bien. Según he oído, estás haciendo un trabajo estupendo al frente de la empresa de tu padre.

Millie le revolvió el pelo como si todavía fuese un niño.

– Estoy segura de que, esté donde esté, tu madre puede verte y está muy orgullosa de ti -le dijo con la voz rota por la emoción.

Le sonrió y se alejó para prepararle el café.

Rafe siguió mirándola mientras servía el desayuno a otros clientes. Se movía con seguridad y gracia entre las mesas, charlando con unos, rellenando tazas, sonriendo a todos. No entendía qué era lo que había pretendido encontrar en ella. Tenía su comprensión, siempre la había tenido. A pesar de lo mal que se había llevado con su hija, siempre había sentido un afecto especial por Millie, quizá por ser, tras la muerte de su madre, la figura maternal más cercana. Hacía tiempo que no pensaba en eso.

Sacudió la cabeza con gesto triste. Millie era una señora encantadora, pero su hija lo estaba volviendo loco Tenía que encontrar la manera de olvidarse de ella. Seguro que había un modo de hacerlo.

– Tienes el aspecto de alguien que necesita un trozo de tarta.

Levantó la vista sorprendido y se encontró con una nueva camarera. Era Annie, según indicaba la placa que llevaba prendida del uniforme. Le puso un trozo de tarta de manzana enfrente y un poco de helado de vainilla para acompañarla.

– Eh… -dijo sacudiendo la cabeza-. Gracias, pero no he pedido tarta.

– Ya lo sé, pero es que este trozo ha sobrado y no cabe ya en la cámara refrigeradora. Pensé que a lo mejor te apetecía.

Se quedó mirándola. Tenía un montón de rizos negros que enmarcaban su cara, bonita y risueña. Estaba embarazada de unos seis meses, a juzgar por el tamaño de su barriga.

– Verás. Si quisiera tarta la habría pedido. Puedo permitírmelo.

– ¡Vaya! No eres muy agradecido, ¿verdad? ¿No se te da bien aceptar favores?

Su sonrisa era contagiosa, pero Rafe se resistió. Tenía la cabeza en otras cosas. Exactamente en decidir si iba a intentar emprender una relación con Shelley o no.

– Lo siento, pero es que tengo un montón de cosas en la cabeza.

– Bueno, hay decisiones que se toman mejor acompañadas de tarta -insistió ella acercándole el plato-. Según mi experiencia, un hombre con esa cara tan triste y tan pensativa necesita un trozo de tarta. Es más, estoy segura de que ese hombre está pensando en lo que le dijo a su chica y cómo conseguir su perdón sin perder su dignidad totalmente. Tengo un consejo para ti, algo que no fallará. En una palabra -agregó ella inclinándose más-: Rosas rojas.

Era una mujer muy persistente. Rafe tenía que reconocerlo pero, en ese momento, no sabía si le resultaba encantador o simplemente molesto.

– Eso son dos palabras -dijo él.

– Pero sólo un concepto.

– Es verdad -reconoció Rafe con media sonrisa-. ¿Por qué crees que soy yo el que ha metido la pata?

– ¿Me tomas el pelo? -dijo ella yendo hacia otra mesa-. ¿Es que eso importa?

– ¿Qué dices? ¡Claro que importa!

– Para estas cosas no hay justicia ni lógica que valgan. Lo único en lo que tienes que pensar es en cómo conseguir que sonría de nuevo -dijo ella volviendo a su lado-. Ya te lo he dicho, con rosas rojas.

La camarera se alejó pero Rafe ni siquiera se dio cuenta porque, de repente, se le abrieron los ojos: era un idiota.

Eso no era una novedad para Rafe, pero acababa de ver con claridad lo estúpido que había sido. Había estado furioso porque Jason había robado su idea y la había presentado al concurso. Y estaba resentido contra él y Shelley por la relación que habían tenido en el pasado. Todo se había complicado por culpa de los estúpidos celos, que no le habían dejado ver más allá de sus narices.

Lo peor de todo era que sabía a ciencia cierta que Shelley no podía haberle dado a Jason la información. Se había pasado todo el fin de semana intentando hacerle entender que ya no sentía nada por ese hombre. No entendía por qué se estaba comportando de esa manera; estaba actuando como un niño pequeño, intentando que todo el mundo se compadeciera de él.

La única razón que pudo encontrar para responder a sus preguntas fue que estaba dejándose llevar por el miedo. Puro miedo que le daba la excusa perfecta para encerrarse dentro de sí de nuevo. Levantó la vista hacia el cielo. Millie creía que su madre estaba allí. Y seguramente así fuera. Sonrió mirando a lo alto y sintió una oleada de calor y bienestar inundando su ser.

– Hola, mamá -dijo en un susurro.

Tomó el tenedor y devoró la deliciosa tarta.


Casi una hora después entraba con seguridad en el vestíbulo de las oficinas de Industrias Allman. Allí se cruzó con su hermana Jodie, que salía del departamento de recursos humanos.

– ¿Dónde te habías metido? -le preguntó ella-. Papá está aquí. Tiene a todo el mundo en la sala de juntas. Los ha estado felicitando y contemplando el trofeo. Está más contento que un cerdo revolcándose en el barro. Tienes que subir allí y participar en las celebraciones.

– Si no hay más remedio… -le contestó con una mueca.

Pero la verdad era que quería ir. Tomó el viejo ascensor hasta la última planta, donde se encontró con el resto del equipo yendo en dirección contraria a la suya.

– ¡Eh! ¿Ya se ha terminado todo?

– Eso parece -le contestó Candy con una sonrisa-. Pero Shelley está aún allí con tu padre. ¿Dónde estabas?

– Me he retrasado.

– Tienes que ir a la sala de juntas y ver lo bien que queda el enorme trofeo sobre la mesa. ¡Es genial!

– Quedará aún mejor en la vitrina.

– ¿Qué vitrina? -dijo ella frunciendo el ceño.

– La que vamos a construir.

– ¡Ah, claro! -dijo ella riendo mientras Rafe continuaba hacia la sala.

Abrió la puerta. Su padre estaba sentado a la cabecera de la mesa. A pesar de su fragilidad y de su pelo cano, Jesse Allman aún conservaba esa apariencia de fortaleza que siempre había sido su seña de identidad…

– ¡Hola, papá! -lo saludó sentándose a su lado-. Me han dicho que tienes debilidad por ese cacharro de hojalata que te hemos traído.

Miró a Shelley, intentando leerle los ojos y adivinar sus pensamientos. Le sorprendió comprobar que su pulso se aceleraba sólo con mirarla. Estaba de pie, sosteniendo un montón de carpetas en sus brazos como si estuviera a punto de irse. Sus ojos estaban en la sombra y Rafe no supo entender qué le decían. Miró a otro lado con el alma a los pies, ni siquiera se dio cuenta de que su padre le estaba hablando.

– Sí. Habéis conseguido un trofeo precioso entre todos -dijo Jesse Allman sonriente y mirando a Shelley con admiración-. Estoy muy contento. Menos mal que envié a Matt allí para que os echara una mano. Fue la mejor idea que nunca he tenido. Siempre puedes contar con él para solucionar las cosas.

Shelley se quedó de piedra y miró a Rafe durante un segundo. Se preguntaba si debería decir algo, pero no era su guerra, no podía meterse. No podía creerse que Rafe no fuera a decirle nada.

– ¡Espera un momento, papá! -exclamó Rafe sorprendiendo a Shelley-. ¿Por qué piensas que Matt tuvo algo que ver con el hecho de que ganáramos el primer premio?

– Porque lo envié allí, ¿verdad?

– Así es -prosiguió Rafe despacio mirando a Shelley brevemente-. Y verlo aparecer allí fue importante para levantarnos la moral, de eso no cabe la menor duda. Pero él estuvo ocupado con temas personales y no participó en nada relacionado con la competición. Sólo apareció en el último momento para vernos presentar nuestro programa. El mérito de todo lo que allí ocurrió le corresponde a una persona -agregó mirando a Shelley-, y la tienes enfrente de ti ahora mismo.

Jesse parecía molesto.

– Bueno, ya sé que Shelley ha hecho un buen trabajo, ya se lo he agradecido y le he prometido, como al resto del equipo, una bonificación.

– Eso no es suficiente -dijo Rafe sacudiendo la cabeza y clavando su mirada en los ojos de Shelley.

Jesse estaba confundido y enfadado. No estaba acostumbrado a que nadie le llevara la contraria y, mucho menos, uno de sus hijos.

– ¿De qué demonios estás hablando, chico? -dijo con mal genio.

– Hablo de que Shelley Sinclair se hizo cargo de todo, tuvo que aguantar mis pataletas, presentó una idea magnífica y organizó un programa impresionante para el concurso. Demostró que tiene todas las cualidades necesarias para cubrir un puesto de dirección -Rafe seguía mirándola, y Shelley estaba sin aliento-. No vale con una bonificación, merece un ascenso. Tenemos mucha suerte de que trabaje para nosotros -agregó.

Shelley estaba abrumada, por los elogios. Era genial que reconocieran su trabajo, pero también tenía una sensación agridulce. Se dio cuenta de que prefería una sonrisa cálida y cariñosa de Rafe antes que todas las bonificaciones y ascensos del mundo.

– Muy bien, vale -concedió Jesse de mala gana-. Me parece bien. Hablaré con Matt para ver si tiene alguna idea sobre dónde podemos colocarla.

– No -repuso Rafe con voz baja pero firme-. Ya me encargo yo.

– ¡Un momento, chico! Todavía soy el presidente de esta empresa y…

– Y yo soy el director general -dijo Rafe volviendo la mirada hacia su padre-. Y voy a tomar una decisión ejecutiva. Quiero a Shelley al frente del departamento de investigación y desarrollo.

– ¿Qué? ¡No está preparada para ese puesto!

– Papá, ésa es mi decisión -se levantó y se situó al lado de ella-. Y ahora, si nos disculpas, tenemos que reunirnos para hablar de ello. Le presentaré nuestra oferta para ver si la acepta.

Colocó su mano en la parte baja de la espalda de Shelley para acompañarla fuera de la sala de juntas.

– Ya te diré si acepta o no. Hasta luego, papá -se despidió él antes de salir.

Jesse estaba murmurando algo ininteligible pero no se pararon para escucharlo. A Shelley le daba vueltas la cabeza. Estaba muy contenta de que por fin Rafe se hubiera enfrentado a su padre y le hubiera hecho ver que no iba a seguir aguantando sus intimidaciones y amenazas sin más. Era un gran avance. Y estaba encantada de que Rafe se planteara ascenderla y encontrar un puesto mejor para ella, porque hacía tiempo que luchaba para conseguirlo. Pero eso no resolvía las cosas entre los dos. Tenían problemas y, cuando lo miraba a la cara, no podía ver nada en él que la convenciera de lo contrario.

Sabía que Rafe quería conseguir un ascenso para ella, pero no sabía si aún la querría tener entre sus brazos.

Bajaron en el ascensor hasta la planta donde estaba la oficina que Shelley compartía con otras cinco mujeres. Rafe le habló rápidamente, explicándole en pocas palabras las características de su nuevo puesto de traba, jo, sus obligaciones y los detalles de su nuevo salario. Ella asentía con la cabeza pero no consiguió concentrarse en todo lo que le estaba diciendo. Era una oferta fabulosa. Mucho mejor de lo que nunca había soñado. Pero no estaba dispuesta a aceptarla.

Cuando llegaron a su planta y salieron del ascensor, se detuvieron en el desierto vestíbulo.

– ¿Y bien? -le preguntó él-. ¿Qué te parece? ¿Te parece una oferta en la que podrías estar interesada?

Lo miró intentando interpretar su rostro. No podía creerse que Rafe pensara que esa o,*rta iba a compensarla por todo lo que había pasado. Quizás creyera que brindándole esa fabulosa oferta ella la aceptaría y así estarían en paz. Ya no tendría que ocuparse ni preocuparse más por ella. Y podría seguir como si nada hubiera pasado entre ellos ese fin de semana. Así no tendría que abrir su corazón ni comprometerse. No habría riesgos.

Sabía cómo pensaba Rafe porque ella misma había vivido así, a la defensiva, durante mucho tiempo. Pero no era bueno para nadie.

– Es una oportunidad increíble -le dijo-, pero no puedo aceptarla.

– ¿Qué dices?

– No puedo trabajar aquí contigo.

– Shelley -dijo pasándose la mano por el pelo-, pensé que ya habíamos solucionado todos los viejos problemas…

– Y lo hicimos -lo cortó ella-. Pero estos son nuevos problemas.

Intentó sonreírle, pero no lo logró. Había llegado el momento. Se preguntaba si tendría el coraje suficiente para hacer lo que tenía que hacer. Si no lo hacía y dejaba que la oportunidad se esfumara como el humo, se podría arrepentir durante el resto de su vida.

Respiró hondo y levantó la cara. Lo miró a los ojos y rezó para que no se le quebrara la voz.

– Verás, Rafe… Es que… Estoy enamorada de ti.

Su atractiva cara se contrajo por la sorpresa y a Shelley se le cayó el alma a los pies. Estaba claro que Rafe no esperaba tal confesión, por lo que ella intuyó que no era correspondida.

– Y supongo que entiendes que sería muy difícil trabajar aquí contigo dadas las circunstancias. Me refiero al hecho de que tú… Tú no sientes lo mismo.

Rafe la tomó por los hombros y la miró fijamente.

– ¿Quién ha dicho que no te quiero? -le contestó él con voz grave y profunda.

– Bueno, pensé…

– Tienes que perdonarme, Shelley -le dijo-. Pero es que nunca me había enamorado y tengo que acostumbrarme a todo este torrente de nuevos sentimientos.

Shelley se sintió inundada por la deliciosa fuerza de la esperanza, pero aún estaba algo recelosa de lo que estaba pasando.

– ¿Quieres decir que quizás…? -preguntó ella.

La miró con el ceño fruncido, preocupado y eufórico al mismo tiempo. No había salida. Podía negarlo todo lo que quisiera, intentar que no sucediera, pero no podría evitarlo: la amaba. Y sabía que se trataba de amor porque se sentía tonto e indefenso y no podía remediarlo.

– No, Shelley, no he dicho nada de «quizás». No puedo pensar en otra cosa que no sea en ti. Sueño contigo por las noches. Llenas mi cabeza y mi corazón como ninguna mujer lo había logrado antes. Todo lo que quiero es estar cerca de ti y sólo pienso en cómo hacerte feliz. Así que he llegado a la conclusión de que debe de ser amor.

Shelley rió entusiasmada.

– 0 eso o un alarmante proceso gripal -le dijo con cariño-. Pero estoy dispuesta a llamarlo amor si tú también lo haces.

– No tengo otra opción -dijo tomando su cara entre las manos-. Shelley, te quiero.

Shelley dio un grito de alegría y se tiró a su cuello. Rafe la abrazó con fuerza, cubriendo de besos su cara. Después las bocas se encontraron y el recién descubierto sentimiento encendió la pasión que había ido creciendo entre los dos.

Las puertas del ascensor se abrieron de repente y salió Jesse Allman. Se quedó mirándolos mientras daba golpecitos en el suelo con el bastón.

– Ya te dije que estaba de acuerdo con darle un ascenso. Pero creo que estás yendo demasiado lejos, ¿no crees, Rafe?

Se separaron y Rafe miró a su padre con una amplia sonrisa.

– Voy a llevarlo tan lejos como pueda, papá. Voy a casarme con ella o morir en el intento.

Jesse gruñó y prosiguió su camino.

– Será mejor que lo hables con Matt antes de meterte en un lío del que no sepas cómo salir -le dijo mientras se alejaba.

Shelley se quedó pasmada y miró a Rafe pero, al ver como éste reía con ganas, se unió a él. Era demasiado feliz como para dejar que nadie le amargara ese momento.

– Ven -le dijo Rafe abrazándola de nuevo-. Vayamos a algún sitio donde podamos explorar todo esto del amor y sus ramificaciones sin que nadie nos interrumpa.

– Muy bien, jefe -respondió ella acariciando su cara-. Muéstrame el camino.

– ¡Espera un momento! -exclamó él mientras buscaba algo en el bolsillo de su traje-. Se me olvidó darte esto. Ha sido la única que he podido encontrar en este maldito pueblo.

Le entregó una mustia rosa roja con el tallo roto que ella aceptó con cautela.

– ¿De dónde la has sacado?

– ¿Te acuerdas de la señora Curt, la profesora de quinto? -explicó él algo avergonzado-. Pues de su jardín. ¡Y he tenido que luchar con su rabioso perro para poder salir vivo de allí!

Shelley rió con ganas. Estaba algo machacada por el accidentado viaje en el bolsillo de Rafe, pero era preciosa, de un bello e intenso color rojo.

– Pero, ¿por qué lo has hecho?

– Me dijeron que era necesario -explicó inocente-. ¿No te gusta?

Shelley apartó la vista y se mordió el labio.

– Me encanta -dijo con la voz quebrada por la emoción.

Supo que la guardaría siempre como recuerdo de ese maravilloso día. Levantó la vista y lo miró con una sonrisa radiante y los ojos cargados de lágrimas.

– ¡Vaya! Parece que sí funciona, después de todo -dijo con satisfacción-. Se supone que simboliza algo -agregó al darse cuenta de ello en ese preciso instante-: mi corazón. Ahora es tuyo.

Shelley se acercó la rosa al corazón y le dirigió a Rafe una sonrisa llena de amor.

– Gracias -le dijo-. Ésa es una oferta que no voy a poder rechazar.

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