Mientras trataba de escuchar el largo discurso de uno de los directivos más antiguos del banco, Leandro se dejó llevar por una ensoñación erótica.
A medida que el discurso se iba alargando, Leandro iba añadiendo detalles y más detalles a la fantasía. Se imaginaba a Molly completamente desnuda bajo el cálido sol de España. Sus turgentes y blancos senos coronados por rosados y erectos pezones que brillaban por el champán que él estaba derramando y lamiendo. Estaba recordando el brillo del cabello negro y rizado de ella sobre el vientre de él y la aterciopelada gloria de su boca…
– ¿Señor Carrera?
Leandro apartó inmediatamente aquellas seductoras imágenes que había elaborado una imaginación que él no sabía que poseía. Aunque su cuerpo estaba caliente e incómodo por la necesidad sexual, se olvidó completamente de todo en un abrir y cerrar de ojos y se centró en los negocios.
– ¿Quiere que le dé mi opinión? ¿En un par de palabras? Póngase duro. No acepte ningún tipo de excusas por mala gestión. Despida al equipo de dirección. Han tenido su oportunidad y la han echado a perder. Déle esa oportunidad a empleados más ambiciosos -le aconsejó Leandro sin dudarlo ni un segundo.
Con eso, dio por terminada la reunión con la eficacia que lo había convertido en una leyenda en círculos financieros.
Seguido de cerca por su pequeño ejército de asistentes y con la cabeza muy alta, Leandro salió al pasillo. Estaba ardiendo por las ensoñaciones eróticas que se habían atrevido a nublar su concentración en momentos inapropiados de su día laboral. El sexo jamás había sido tan bueno. Nunca. Ni tan salvaje ni tan apasionado. Posiblemente podía ocurrir también que hubiera esperado demasiado para liberar las necesidades naturales de su cuerpo y la energía acumulada durante un año de celibato seguía atormentándolo para que la liberara.
Por ello, decidió utilizar uno de los muchos números de teléfono que le habían dado desde la muerte de Aloise. Salió a cenar con una hermosa divorciada rubia que se había mostrado muy dispuesta siempre que la había visto. Desgraciadamente, descubrió que su libido no se manifestaba adecuadamente frente a los atractivos de la rubia. Seguía deseando a Molly y le parecía que no le serviría ninguna otra mujer.
Decidió no preocuparse por ello. Había tenido a muchas mujeres en el pasado antes de casarse. Lo de sentar la cabeza había terminado para siempre. La vida era muy corta. El sexo era sólo sexo y él era un hombre joven y saludable. No había nada de malo en la búsqueda del placer. Además, tenía la excusa perfecta para buscar de nuevo a Molly: debía comprobar que no había habido consecuencias de la noche que habían pasado juntos.
Molly lanzó un gruñido de frustración cuando sacó sus creaciones del horno eléctrico. Se habían pegado varias piezas a la bandeja porque se había excedido con el esmalte. Al intentar retirarlas, las piezas se rompieron. Más roturas innecesarias. En los últimos días, había cometido una buena serie de caros errores mientras trabajaba.
Sus sentimientos seguían corroyéndola por dentro. Aún seguía enfadada consigo misma por haberse acostado con Leandro. Conocerlo y caer víctima de sus encantos la había obligado a aceptar que tenía más en común con su madre biológica, Cathy, de lo que le habría gustado. Su madre se había dejado llevar por sus impulsos con hombres a los que jamás se había tomado la molestia de conocer. Igual que ella.
La actitud de Leandro a la mañana después había sido la máxima humillación. Le había entregado su cuerpo a un hombre que quería una mujer mansa a la que encerrar en una jaula para tener con ella gratificación sexual siempre que quisiera. Ni la había respetado ni la había apreciado. ¿Acaso podía caer más bajo?
Estaba en la cocina haciendo café cuando sonó el timbre de la puerta. Tras limpiarse las manos sobre el mono que llevaba puesto, fue a abrir.
Al ver a Leandro en el umbral se quedó completamente atónita. Tampoco pudo hablar. Bañado por el sol de primavera y el maravilloso cabello negro alborotado por la brisa, su hermoso rostro presentaba un aspecto completamente arrebatador.
– ¿Puedo entrar? -le preguntó él. Molly estaba muy pálida. El shock que le había producido la repentina aparición de Leandro era palpable.
– ¿Por qué? ¿Qué es lo que quieres? -le espetó ella.
– Verte. ¿Qué otra cosa podría querer?
Molly lo dejó pasar tan sólo porque no quería discutir con él en la puerta de la calle. Leandro no tenía derecho alguno a acudir a su casa. Se sentía acosada y le resultaba imposible pensar. Cuando vio el imponente coche que había aparcado frente a su casa, se quedó boquiabierta.
– ¿Es tuya esa limusina?
– Sí -respondió él antes de dejarle a Molly en las manos la cubitera que llevaba-. Me pareció que podríamos tomarnos una copa juntos.
Sin saber qué decir, Molly observó la botella que había dentro de la cubitera. Vio que se trataba de un champán muy caro. El mejor. Bollinger Blanc de Noir.
– Es mediodía.
La miró profundamente a los ojos. Aquel cruce de miradas provocó en ella una extraña sensación en el estómago. Durante un terrible momento, le resultó imposible controlar su cuerpo y los recuerdos que tanto se había esforzado en suprimir de la memoria. Sin embargo, allí estaba él, en persona. De repente, lo único que ella pudo recordar fue el peso de Leandro sobre ella, el ardor con el que la poseyó y la salvaje excitación de aquel encuentro.
– Te invito a comer, querida.
– No, estoy cociendo… en el horno -replicó ella. Entonces, poseída por un repentino ataque de vanidad, dejó el cubo de hielo sobre el suelo y comenzó a quitarse el mono.
Leandro cerró la puerta. Ver aquella vivienda tan poco acogedora le había chocado profundamente.
– Así que es aquí donde vives -comentó, señalando el oscuro pasillo, que no era más que un modo de acceder a las habitaciones. Como la ajada fachada, los ajados muebles revelaban una pobreza que él jamás había conocido.
– ¿Cómo demonios has descubierto dónde vivo? -le preguntó Molly. Abrió la puerta de su dormitorio y entró, pero sólo porque se sentía atrapada en un espacio tan pequeño como el del pasillo con un hombre tan alto y corpulento como Leandro. El salón era el espacio privado de Jez y, además, siempre lo tenía lleno de piezas de motor, de revistas de motos y de latas de cerveza.
Leandro inmediatamente vio su personalidad en el brillante colorido de la habitación. Un loro de arcilla multicolor adornaba la pared junto a un biombo chino. La cama estaba cubierta con una colcha de seda de color azul brillante. Las tablas del suelo estaban pintadas de blanco. Un jarrón con forma de cebolla y un brillo iridiscente le llamó la atención.
– ¿Lo has hecho tú?
Ella sonrió. Al ver cómo se le iluminaba el rostro con aquel maravilloso gesto de alegría, Leandro estuvo a punto de tomarla entre sus brazos y besárselos. Respiró profundamente para controlar a su rebelde cuerpo y observó cómo ella se quitaba unas zapatillas planas para ponerse unos zapatos de tacón alto que sólo consiguieron acentuar la excentricidad de su atuendo. Su devoradora mirada volvió a centrarse en las estrellas que ella llevaba tatuadas en un tobillo. Iba ataviada con un vestido floreado ceñido a la cintura con un grueso cinturón y unos leggings que le llegaban a media pantorrilla. Aunque él jamás habría considerado que aquel atuendo fuera de su gusto, le pareció que ella tenía un aspecto muy sexy.
– Aún no me has dicho cómo has descubierto dónde vivo.
– Es cierto. Hice que te siguieran aquí aquella mañana…
– ¿Que hiciste qué?
– Ya te dije que no estaba dispuesto a perderte, gatita.
– ¿Y quién me siguió?
– Mi equipo de seguridad.
– ¿Tan rico eres? -susurró Molly. Estaba asombrada.
– Digamos que no pasaré hambre nunca. Cuando veo cómo vives, siento más deseos que nunca de cuidar de ti.
– Sólo los niños necesitan que se les cuide.
– O las mujeres muy hermosas -replicó él. Extendió las manos y las colocó encima de los hombros de Molly para atraerla hacia él.
– Yo no quería volver a verte. Creo que te lo dejé bastante claro.
Leandro la arrinconó contra la pared. Al sentir la mirada de aquellos ojos, del color del oro, Molly notó que le costaba respirar. La masculinidad de Leandro resultaba abrumadora. Los pezones se le irguieron bajo el vestido y sintió un erótico hormigueo en la entrepierna.
– Dios mío… Eres una pequeña mentirosa. Claro que querías volver a verme y, en estos momentos, estás ardiendo por mí.
– Veo que tienes una opinión muy buena sobre ti.
– ¿Y por qué no? ¿Acaso no me diste buenos motivos aquella noche? -murmuró él contra una de las sienes de Molly.
– No quiero hablar de eso…
– Supongo que suponías que nos iba a costar un poco hablar en el dormitorio, ¿verdad, querida?
Entonces, con un gruñido de impaciencia, Leandro la levantó y aplastó los suaves y rosados labios de Molly con devoradora urgencia. Mientras la rodeaba con sus brazos, ella hizo lo mismo con los suyos. Molly sintió que la respiración se le aceleraba en la garganta y que los latidos del corazón le resonaban en el pecho. Se había olvidado de lo bien que él sabía y de la excitación que podía provocar en ella sólo con introducirle la lengua entre los labios. Hizo ese gesto una y otra vez, incendiándola de deseo y remarcando así su dominación sexual.
A Molly jamás se le pasó por la cabeza negarse a lo que él le estaba ofreciendo. Aquellos embriagadores besos destruían sus defensas y devolvían traicioneramente la vida a su cuerpo. Deseaba más. Se dijo que, al cabo de un par de minutos, le diría que se apartara de ella, que se marchara. «Sólo un minuto más», se decía mientras él le moldeaba los pechos con hábiles manos.
Se sentía frustrada por la barrera que suponían las prendas que ambos llevaban puestas. El deseo que tenía de él era como una llama que la atormentaba por dentro. Tal vez por ello, consciente del deseo que estaba provocando en ella, él le metió la mano por debajo de los leggings para acariciarle la entrepierna. Molly contuvo el aliento y luego gimió de placer, para terminar separando los muslos y facilitarle el acceso. El poder de su propia respuesta ante las caricias de Leandro la devastó por completo.
– Veo que me deseas mucho, gatita -susurró él mirándola apreciativamente-. Y tú me haces desearte a ti de un modo que jamás creí posible…
A ella le ocurría lo mismo. No podía sacárselo de la cabeza, ni de día ni de noche. Era como si hubiera contraído una enfermedad para la que no había cura. Leandro apretó los labios contra la suave piel de detrás de las orejas e hizo que Molly temblara de gozo mientras luchaba contra las capas de ropa para tocarla donde ella más lo deseaba. Molly arqueó la espalda y soltó un grito de profundo placer cuando él encontró la húmeda y caliente hendidura que la hacía responder de aquella manera. Se sentía desesperada por experimentar las caricias de Leandro y gemía incansablemente mientras se retorcía y gozaba con los sensuales movimientos de los dedos de él. La excitación se iba acrecentando de tal manera que no la podía controlar. Se sentía por completo a merced de exquisitas sensaciones que la hacían tensarse cada vez más.
– Deja de resistirte -susurró Leandro, observando con gozo la pasión que se reflejaba en los rasgos de su rostro y en el abandono de su excitación.
Molly no pudo encontrar voz con la que responderle. Hacía mucho que había perdido el control. Entonces, él introdujo un único dedo en la estrecha entrada de su feminidad. Eso fue lo único que ella necesitó. Estalló en mil pedazos con un grito de éxtasis mientras las oleadas de placer se le iban extendiendo por todo el cuerpo. Un segundo después, se quedó atónita por lo que había permitido que ocurriera.
– Antes de que tome tu hermoso cuerpo, debemos tener una conversación, querida -dijo Leandro-. Iré por el champán.
Frenéticamente, Molly se colocó la ropa mientras su traicionero cuerpo vibraba de euforia sensual. Estaba convencida de que no volvería a mirar a Leandro a la cara. Había tenido la intención de echarlo y, en vez de eso, había permitido que él le regalara un arrollador orgasmo. Leandro había prendido una hoguera en su cuerpo y había aplastado su orgullo.
– ¿Tienes copas? -le preguntó él suavemente cuando apareció para colocar la cubitera sobre la cómoda.
– Sé que te estoy dando mensajes contradictorios con mi actitud -replicó ella-, pero no quiero volver a irme a la cama contigo.
Leandro la observó con una expresión divertida en el rostro. Molly se había sonrojado como una adolescente. Su falta de sofisticación jamás había sido más evidente o más atractiva.
– No estaba pensando en la cama, querida. Tal y como me siento en estos momentos, me vale en cualquier sitio -dijo él, haciendo que Molly se sonrojara aún más-. ¿Tienes copas?
– No, no tengo copas -repuso ella, apartándose todo lo que pudo de él-. ¿De qué querías hablar conmigo?
Leandro se tensó y respiró profundamente.
– En la noche en la que nos conocimos, yo no utilicé preservativos cuando hicimos el amor. ¿Utilizas tú algún tipo de método anticonceptivo?
Molly lo miró fijamente. Las alarmas comenzaron a saltar a su alrededor al tiempo que lo miraba con una mezcla de ira y desolación en los ojos.
– No -admitió-, pero di por sentado que tú sí.
– Me temo que no, pero creo que es bastante imposible que te hayas quedado embarazada -observó Leandro con voz tranquila y sosegada, lo que enfureció a Molly aún más-. Supongo que aún no sabes nada al respecto, ¿verdad?
– Supones bien y me alegra ver que no has perdido el sueño sobre los riesgos que corriste con mi cuerpo y con mi futuro -le espetó ella, llena de furia-. Sin embargo, yo no me puedo tomar tan a la ligera el hecho de que haya podido quedarme embarazada o esperar que no haya sido así. ¿Cómo has podido ser tan descuidado?
– Creo que los dos fuimos descuidados -le recordó él.
– Tú tienes mucha más experiencia que yo. Yo me encontraba en una situación poco familiar y no se me ocurrió pensar en eso… ¿Cuál es tu excusa?
– Yo no tengo excusas -replicó él-. Cometí un desliz por el que me disculpo. Si hay un problema, nos enfrentaremos a él juntos y yo te apoyaré plenamente. Sin embargo, dudo mucho que eso vaya a ser necesario.
Molly se preguntó por qué él estaba tan seguro de que no habría consecuencias. ¿Acaso su vida era tan perfecta que nada le salía nunca mal? Le había hecho el amor tres veces. ¿Es que no se daba cuenta de que ella era una mujer joven y fértil?
– ¡Yo no quiero estar embarazada! -exclamó ella con vehemencia-. De hecho, la simple idea de poder estarlo me aterroriza…
– El problema es mío también.
– Pero yo no puedo olvidarme de ello tan fácilmente como aparentemente puedes tú. Tal vez porque sé que el mundo no es muy amable con un niño que nace contra los deseos de otras personas, un niño cuya mera existencia resulta ofensiva…
– ¿Qué demonios…? ¿Qué es lo que estás tratando de decirme?
– Soy hija ilegítima, el resultado de la aventura de mi madre con el esposo de otra mujer -le explicó secamente Molly mientras apretaba con fuerza los puños-. Mi madre murió cuando yo tenía nueve años y mi abuela prefirió quedarse con mi hermana antes que hacerlo conmigo porque ella nació dentro del vínculo del matrimonio. Mi abuela me entregó a los servicios sociales para que alguien me adoptara porque, en lo que a ella se refería, yo era motivo de vergüenza y no debería haber nacido nunca.
Leandro se sintió mucho más afectado de lo que quería por aquella triste historia. Sabía que en su familia también habían ocurrido aquel tipo de cosas, e incluso peores, a lo largo de los siglos pero que se habían ocultado. Sabía también que incluso en la sociedad más liberal de hoy en día, la respetabilidad y la opinión de los demás eran la preocupación más acuciante de su madre. Controlaba muy estrechamente a Julia, temerosa de que demasiada libertad condujera a vergonzosos titulares en los periódicos.
– Siento que tuvieras esa experiencia…
– ¡Tonterías! -replicó ella-. De todas formas, por eso no quiero que ningún hijo mío sufra esa clase de rechazo.
– No habrá hijo alguno. Afrontemos ese asunto cuando llegue el momento, no antes -le aconsejó él.
– ¿Y qué piensas hacer si estoy embarazada?
Se sentía furiosa y desolada a la vez. Sabía que los frágiles cimientos de su seguridad se verían destruidos por completo por la llegada de un bebé. Trabajaba horas perdidas en un trabajo sin perspectiva alguna. No había sitio para todos los cuidados que necesita un niño en su ajustado presupuesto ni disponía de familiares que la ayudaran. Además, sabía demasiado bien lo que suponía criar a un hijo en solitario. Su propia madre había fracasado estrepitosamente en la misma tarea.
– Ya nos ocuparemos del tema cuando ocurra, si es que ocurre. ¿Eres siempre tan pesimista?
– ¿Cómo te atreves? -replicó ella llena de furia-. Estamos hablando de mi vida, no de la tuya. Por lo tanto, quiero saber qué terreno piso. Estoy segura de que, si se diera el caso, lo más que me ofrecerías sería darme dinero para que abortara.
– ¿Y cómo te atreves tú a realizar esa deducción? -repuso él con desagrado-. Yo jamás me comportaría así.
– Bien, esperemos entonces que jamás tengamos que llegar a ese punto.
– ¿Cuándo vas a dejar de culparme a mí y a aceptar las responsabilidades de tu propio comportamiento?
– En estos momentos, lo único que deseo es que te marches… -susurró ella muy pálida.
– No te preocupes. Te aseguro que no tengo deseo alguno de quedarme.
Justo en ese momento, la puerta del dormitorio se abrió. En el umbral apareció Jez. Primero, miró fijamente a Molly para luego centrar su atención en Leandro.
– ¿Por qué estabas gritando, Molly? ¿Qué es lo que está pasando aquí? -preguntó.
– Leandro estaba a punto de marcharse -respondió Molly.
– Me llamo Jez Andrews. Soy amigo de Molly -dijo Jez, dirigiéndose a Leandro mientras al mismo tiempo se colocaba al lado de Molly como si quisiera protegerla-. Creo que debería hacer lo que ella le ha pedido y marcharse ahora mismo.
Leandro se quedó bastante sorprendido por la repentina aparición de otro hombre. Se dio cuenta muy rápidamente del gesto de posesión que se reflejaba en el rostro del joven. El, por su parte, sintió enojo y sospechas, dado que no sólo era evidente que Jez y Molly vivían en la misma casa sino que también tenían mucha familiaridad el uno con el otro.
– Ya sabes cómo ponerte en contacto conmigo si lo necesitas -le dijo a Molly.
Molly permaneció completamente inmóvil hasta que oyó el portazo que anunciaba la marcha de Leandro. Entonces, se derrumbó y comenzó a llorar. Como jamás la había visto llorar, Jez la rodeó con sus brazos y la abrazó algo torpemente.
– ¿Quién diablos era ese tipo? -le preguntó Jez cuando ella se hubo calmado un poco-. ¿Qué tiene que ver contigo?
Molly le contó toda la historia. Tenía tanto miedo de haberse quedado embarazada que tenía que desahogarse allí mismo. A medida que iba escuchando sus palabras, la expresión del rostro de Jez iba denotando más reprobación, aunque no dijo nada ni expresó crítica alguna. No obstante, quedaba muy clara la sorpresa que le había producido el comportamiento de Molly. Cuando llegó el momento de expresar la opinión que le merecía Leandro, Jez se volvió más expresivo.
– Una chica como tú no viaja en limusina -dijo-. Un tipo con ese montón de dinero sólo se relaciona con alguien como tú porque está aburrido de los de su clase.
– ¡Y encima va y me pide que sea su amante! ¿Acaso parezco yo la típica mujer florero?
– Ojalá le hubiera dado un buen puñetazo -comentó Jez. No le había hecho ninguna gracia el comentario de Molly-. Te puedes buscar un hombre mucho mejor que él…
– Si estoy embarazada, no. Si tengo un niño, mi vida entera y mis perspectivas futuras se irán al garete. Jamás dejaré de tener dificultades para sobrevivir.
– Esperemos que no sea así -le aconsejó él. Entonces, guardó silencio durante unos segundos-. ¿Sabes una cosa? Yo siempre pensé que, al final, tú y yo terminaríamos juntos.
Molly lo miró llena de asombro. Jamás se le había ocurrido pensar que Jez podría considerarla algo más que una hermana.
– Pero si somos amigos…
– Sí, bueno… ¿Y por qué no puede ser la amistad el primer paso para algo más? Nos llevamos bien. Nos conocemos bien. No habría sorpresas desagradables. Tendría mucho sentido.
– No sigas por ese camino -le pidió Molly. Ella jamás se había parado a pensar en Jez de ese modo-. Lo único que estás haciendo es recordarme que liarme con Leandro fue como ceder ante un ataque de locura.
– No hay por qué fustigarse al respecto -replicó Jez con un tono práctico en la voz-. Eso no va a cambiar nada.
Ese fin de semana, Molly asistió a dos ferias de artesanía. La venta de varias piezas de su cerámica la animó un poco. A medida que iba avanzando la semana siguiente, su estado de ánimo empeoró al ver que no le bajaba el periodo. Estaba trabajando muchas horas y su habitual energía parecía haberla abandonado. Comenzó a sentirse muy cansada y, al mismo tiempo, empezó a sentir náuseas y a mostrarse reacia a ciertos tipos de comida. La ansiedad se apoderó de ella. Comenzó a temerse lo peor y las ojeras comenzaron a profundizársele día a día en el rostro. Estaba pensando en salir a comprar una prueba de embarazo cuando Jez la convenció para que fuera al médico y éste le proporcionara un diagnóstico más fiable.
Tras examinarla, el médico le aseguró que no había duda alguna de que estaba embarazada. Aunque Molly siempre había creído que estaba preparada para tal eventualidad, se sintió destrozada al ver que se confirmaban sus temores. Jez la telefoneó desde el taller para preguntarle qué había ocurrido. Ella se lo contó todo con voz apagada mientras se miraba en el espejo del recibidor y trataba de imaginarse cómo sería su esbelto cuerpo cuando el embarazo comenzara a hacerse más evidente.
Un bebé. Un bebé de verdad, viviendo, respirando, llorando… Ese pequeño ser dependería totalmente de ella al cabo de menos de nueve meses. El aborto no era opción para ella. Su propia madre le había dado la oportunidad de vivir en circunstancias igualmente poco prometedoras y lo había hecho lo mejor que lo había podido, aunque no lo hubiera hecho demasiado bien. ¿Acaso no podía hacer ella lo mismo por su propio hijo? Sacó la tarjeta de Leandro y decidió enviarle un mensaje de texto: Necesito verte URGENTEMENTE.
No podía hablar con él en aquel momento, cuando se habían separado en tan malos términos.
En la sala de conferencias del Banco Carrera, donde estaba en medio de una reunión, Leandro recibió el mensaje. Cuando lo leyó, quedó convencido de que las mayúsculas significaban que ella había descubierto que no estaba embarazada y que quería disculparse con él por haber montado tanto jaleo al respecto. Se dirigió a su despacho para telefonearla.
– Ven a cenar conmigo esta noche -sugirió-. Enviaré un coche a recogerte a las ocho de la tarde.
Molly sintió un profundo rechazo ante la idea de darle la noticia durante la cena. Entonces, se recriminó por preocuparse de tal trivialidad. El era tan responsable como ella de lo ocurrido. ¿Por qué tenía que ponerse tan nerviosa ante la perspectiva de contarle lo ocurrido?
Cuando Jez regresó a casa después de trabajar, se reunió con ella en la cocina.
– ¿Cómo te encuentras? -le preguntó.
– Me apetecería darme de patadas por ser tan estúpida.
– ¿Se lo has dicho ya?
– Se lo voy a decir esta noche, aunque no espero que eso afecte demasiado a mis planes.
– ¿Ya tienes planes?
– Sí. Pienso seguir con mi vida lo mejor que pueda -musitó Molly.
Jez le tomó la mano.
– No tienes por qué hacer esto sola…
– ¿Qué quieres decir? -preguntó ella, mirándolo sin comprender.
Jez respiró profundamente.
– Lo he pensado mucho desde que tuvimos aquella conversación, por lo que te pido que te tomes un minuto y te lo pienses antes de decirme que no. Estoy dispuesto a casarme contigo y a criar a ese niño como si fuera mío.
Molly se quedó atónita ante aquella sugerencia.
– Jez, por el amor de Dios… No podría permitir que te sacrificaras de ese modo…
– Quiero ayudarte, Molly. Juntos podríamos formar un buen equipo -le aseguró Jez-. No espero que tú me ames, pero, con el tiempo, estoy seguro de que nos sentiremos más cerca el uno del otro.
Los ojos de Molly se llenaron de lágrimas. No podía ni hablar. La generosidad de su amigo le emocionaba. Le agarró ambas manos con las suyas y se las apretó con fuerza para poder expresarle así sus sentimientos. Sin embargo, por primera vez le pareció que no podía decirle a Jez lo que le gustaría porque ya sabía que él la consideraba algo más que una amiga y que albergaba esperanzas que ella jamás podría cumplir. Lo quería mucho y confiaba plenamente en él, pero no sentía atracción alguna. Sus sentimientos hacia Jez se reducían a una amistad platónica.
– Eres demasiado bueno -le dijo mientras iba a vestirse. En aquel momento, más que nunca, sintió que su seguridad se resquebrajaba. ¿Cómo podía seguir viviendo en casa de Jez? No sería justo para él. Estaba demasiado implicado en su vida y no sería bueno. Seguramente haría menos esfuerzos por conocer a otras chicas mientras ella siguiera viviendo allí.
A las ocho en punto, un chófer uniformado llamó al timbre para decirle que la limusina estaba esperándola…