Capítulo 10

Dos días más tarde, Emma acompañó a sus padres a las caballerizas. El rey le había sugerido a Reyhan que los llevara al desierto para enseñarles la belleza natural de Bahania. Emma estaba segura de que su marido había accedido sólo porque no tenía elección. Desde aquella única noche que compartieron había dejado claro que estar en su compañía le resultaba tan agradable como una operación a corazón abierto.

Lo que más le dolía a ella era que sus sentimientos eran todo lo contrario. No podía dejar de pensar en cómo sería compartir con él otras cosas además de la cama. Quería hablar con él, conocerlo, reír, bromear, construir recuerdos en común. Quería que la estrechara entre sus brazos en vez de ponerse rígido cada vez que estaban cerca.

– ¿Estás segura de que no hay peligro? -Le preguntó su madre de camino a las caballerizas-. ¿No hay ladrones y piratas en el desierto?

– Los piratas están en el océano -dijo su padre amablemente.

– Pero ¿y los ladrones? ¿Qué pasa con ellos? Emma reprimió un suspiro. Quería mucho a sus padres, pero en los dos últimos días habían empezado a sacarla de sus casillas. No estaban abiertos a las nuevas experiencias, y a pesar de las maravillas del palacio, seguían insistiendo en lo mucho que deseaban volver a casa.

Pero en esos momentos lo más preocupante no eran sus padres, sino el hecho de que Reyhan los esperaba junto a las cuadras. Al verlo, Emma sintió que el corazón se le desbocaba y que los muslos empezaban a temblarle.

– Buenos días -los saludó él. Llevaba botas de montar, pantalones negros y una camisa blanca y holgada. A pesar de su pelo corto y rostro recién afeitado, parecía tan peligroso como los piratas que aterrorizaban a su madre.

Pero por muy atractivo que lo encontrara, él no pareció devolverle el interés. Ni siquiera la miró a los ojos. Señaló un gran todoterreno descapotable con tres filas de asientos.

– Estarán muy cómodos en nuestra excursión al oasis.

– ¿Es seguro? -Preguntó Janice-. ¿Hay muchos salvajes y ladrones sueltos por ahí fuera?

– Mamá -la reprendió Emma-, Bahania es un país civilizado.

– Las leyes del desierto obligan a ofrecer hospitalidad a todos los visitantes -dijo Reyhan con expresión inmutable-. Mi pueblo les dará la bienvenida y los tratará como invitados de honor -hizo un gesto hacia el vehículo, invitándolos a subir.

Los padres de Emma intercambiaron una mirada antes de subir con cuidado al vehículo. Ella no se movió. Quería algo más que una excursión impersonal con un hombre que se esforzaba por convertirse en un desconocido.

– Creía que íbamos a montar -dijo.

Él la miró por primera vez aquella mañana, y ella sintió el impacto de su mirada.

– ¿Sabes montar?

– He recibido algunas lecciones -respondió ella. Cuando tenía doce años.

Reyhan la observó en silencio unos segundos. ¿Cuándo se había vuelto de piedra?

– Espera aquí -dijo finalmente, y entró en las cuadras.

– Emma, ¿qué ocurre? -preguntó Janice, preocupada.

– Reyhan y yo vamos a montar.

Sus padres se removieron en sus asientos.

– No puedes.

– Claro que puedo. Será divertido.

– ¿Cuándo te has vuelto tan aventurera? -preguntó su padre con el ceño fruncido.

– No lo sé -admitió ella.

Reyhan volvió, tirando de un hermoso semental blanco. Emma no sabía mucho de caballos, pero había oído rumores.

– ¿No crees que será demasiado para mí? -preguntó, intentando no retroceder mientras Reyhan se acercaba con el caballo. De cerca el animal parecía inmensamente grande.

– Tiene mucho carácter, pero es muy afectuoso con las damas.

El caballo movió la cabeza y pareció observar a Emma de arriba abajo. Era tan grande que podría aplastarla contra el suelo con un casco.

– Genial -murmuró ella-. Un caballo sexista. ¿Cómo se llama?

– Príncipe.

– Qué apropiado.

Se acercó al animal y le acarició el hocico. Príncipe frotó la cabeza contra su brazo, le dio un pequeño empujón y soltó una exhalación.

– ¿Está coqueteando conmigo? -preguntó Emma.

– Sí. Le gustas. Saldremos a caballo y el Jeep nos seguirá.

Le murmuró algo al caballo y se puso a un lado para ayudar a subir a Emma. Ésta recordaba lo suficiente de sus clases para saber que debía dar un salto a la silla. Respiró hondo para armarse de valor y puso el pie en las manos que Reyhan le ofrecía.

No sólo estaba a casi dos metros del suelo, sino que la silla ofrecía tanta protección como un pañuelo.

– No tengo nada a lo que sujetarme -dijo con desesperación.

– No te pasará nada -le aseguró Reyhan mientras le tendías las riendas.

No, tan sólo quedaría mutilada e inválida para siempre, pensó. Reyhan volvió a las caballerizas, presumiblemente a buscar su propia montura.

– Emma, no puedes montar esa bestia -dijo su madre-. No es seguro. Baja y siéntate con nosotros.

Aquella orden fue el incentivo que necesitaba para erguirse en la silla y sonreír.

– No me pasará nada. No vamos a galopar.

Al menos eso esperaba. Había una larga caída hasta el suelo.

Reyhan volvió con un semental gris aún mayor que Príncipe y montó con facilidad.

– El Jeep irá por una ruta más larga, siguiendo la carretera -le dijo a Emma-. Nosotros cruzaremos el desierto y nos encontraremos con tus padres en el oasis.

– Estupendo -dijo ella, pensando que así tal vez tuvieran oportunidad para hablar.

Reyhan ordenó al conductor del Jeep que se pusiera en marcha y luego le dio a Emma unas cuantas instrucciones. Ella recordó rápidamente lo aprendido y, tras unas vueltas por el patio, estuvo lista para salir a la inmensidad salvaje del desierto.

La mañana era cálida y soleada. Tanto, que Emma agradeció llevar sombrero y protección solar. El pedregoso sendero era fácil de seguir. Príncipe y ella caminaban tras Reyhan y su caballo, pero tras unos minutos de trote y ligeras sacudidas, marcharon a medio galope y Reyhan dejó que Emma cabalgara a su lado.

El viento le soltó a Emma varios mechones de la trenza. Sacudió la cabeza para apartarse los pelos de la cara y casi se cayó del caballo. Reyhan alargó una mano y la agarró del brazo. Ella consiguió a duras penas permanecer en la silla. De repente, el cuero resbaladizo le parecía más pequeño y precario.

– Iremos despacio -dijo él, tirando de las riendas.

Ella hizo lo mismo y miró a Reyhan.

– Siento ser una molestia.

– La culpa es mía. Parecías tan cómoda en el caballo que creí que tenías más experiencia.

Cabalgaron lentamente, el uno al lado del otro. Emma pensó en varios temas de conversación, pero todos le parecían tan forzados y estúpidos que eligió la verdad.

– Sé que no querías hacer esto hoy. Que no querías estar conmigo y mis padres. Te agradezco que lo hayas organizado todo y que hayas venido.

– Es importante que disfrutéis de vuestra estancia en Bahania. Ver el desierto os ayudará a entendernos. El desierto está lleno de tradiciones. Durante siglos los nómadas han recorrido la vastedad de estas tierras. Los ladrones asaltaban a los comerciantes y viajeros que usaban la ruta de la seda.

– Genial. Mi madre está muerta de miedo pensando que la pueden atacar.

– Esos tiempos han quedado muy atrás -dijo él-. Hoy los que viven en el desierto protegen los yacimientos petrolíferos para ganarse la vida. Una combinación de lo nuevo y lo viejo.

– Eso está muy bien.

– Hay algunos que no quieren trabajar. Y prefieren… ser como los ladrones de antaño.

Emma miró alrededor. Sólo se veían dunas salpicadas de matorrales.

– ¿Y qué quieren?

– Dinero. Amenazan con incendiar nuestros pozos petrolíferos si no les pagamos.

– ¿Pero eso no es ilegal?

– Sí, y sabemos quiénes son esos crios. En su mayoría son los segundos y terceros hijos de los jefes nómadas. Al no recibir herencia, no pueden acceder a la riqueza de la familia. Y en vez de trabajar para ganarse la vida, prefieren buscar un método más sencillo y mucho más rentable. Juegan a ser mayores.

– ¿Vas a hacer que los arresten?

Él negó con la cabeza.

– Les he dado mi palabra a sus padres de que no los encarcelaré sin una causa. Las amenazas no prueban nada, así que esperaremos y observaremos. A veces los jóvenes maduran. Otras no.

– No lo entiendo -dijo ella-. ¿Por qué no hacen nada sus padres?

– Para un hombre del desierto no hay mayor tortura que la de ser privado del sol. No arrestaré a nadie a menos que tenga una razón. Mi jefe de seguridad no está muy contento con esta actitud mía.

– No me sorprende.

Era la conversación más larga que habían tenido desde que pasaron la noche juntos. Emma se preguntó si Reyhan se estaba acercando a ella o simplemente haciendo lo más soportable posible una situación incómoda.

– Siento que todo esto sea tan difícil para ti -dijo ella-. Tenerme aquí, y a mis padres…

– Todo pasará.

No eran exactamente unas palabras que la consolaran. Emma quería recordarle que unos días atrás él la había deseado con una pasión irrefrenable.

– ¿Y si me marcho? -preguntó.

– No cambiaría nada -respondió él mirando al frente-. Cuando volvieses, el reloj seguiría su curso. Mi padre puede ser el hombre más cabezota del mundo.

Emma pensó en cómo la evitaba Reyhan. Como si ella tuviera alguna enfermedad contagiosa. Apenas le hablaba y no se reía.

La testarudez parecía ser un rasgo heredado de su padre.


Llegaron al oasis una hora más tarde. Los padres de Emma ya estaban allí, y corrieron a saludar a su hija. Reyhan se extrañó de verlos tan ansiosos. Él había estado con Emma y habría dado su vida con tal de mantenerla a salvo. Pero sus padres no confiaban en él.

Desmontó y se acercó al caballo de Emma. Su madre lo miró furiosa cuando la ayudó a bajar. Pero incluso con sus padres mirando y censurándolo, sintió el calor que desprendía el cuerpo de Emma y cómo se apoyó contra él para guardar el equilibrio.

– Me falta mucho para ser una amazona -dijo con una sonrisa-, Pero al menos he sobrevivido.

Reyhan quiso devolverle la sonrisa y decirle que estaría encantado de enseñarle a montar. Quería abrazarla y estar con ella. Pero en vez de eso retrocedió y se alejó.

– Este oasis no es muy grande. Hay otros más lejanos que cubren varios acres. Pero muchas familias vienen aquí porque así pueden estar cerca de la ciudad y al mismo mantener su estilo de vida tradicional.

– ¿Es seguro que paseemos por aquí? -Preguntó Emma-. ¿Hay algo que no debamos hacer? No quiero ofender a nadie.

– Sois invitados de honor. Seréis bienvenidos. Miró el pequeño campamento instalado en torno al tanque. Los niños jugaban, las mujeres hablaban alrededor de hogueras y los hombres se ocupaban de los camellos. Todos se habían percatado de la llegada de Reyhan, pero esperarían a que fuera él quien diera el primer paso.

– No tienes nada que temer -le dijo a Emma.

– ¿Estás seguro?

Él asintió. Comprendía su preocupación. Una de las cosas que más le había gustado de Emma cuando la conoció había sido su buen corazón. Siempre se preocupaba por los demás… una característica que no solía encontrar en las mujeres que conocía.

– ¿No os parece fabuloso? -Les preguntó Emma a sus padres, tomándolos del brazo-. Vamos a presentarnos a los nómadas.

– Son desconocidos -dijo su madre-. No sabemos si hablan inglés.

– Casi ninguno lo habla -confirmó Reyhan.

– Entonces tendremos que fingir -dijo Emma, y tiró de sus padres hacia las mujeres.

Reyhan reprimió el impulso de ir con ella y demostrarles a todos que era suya teniéndola cerca. Su presencia era protección suficiente, aunque Emma no necesitaba ninguna.

Miró a los hombres que paseaban junto al redil de los camellos y les asintió. Cuando ellos se aproximaron e hicieron una reverencia, Reyhan reconoció al más anciano, el jefe de la pequeña tribu. Era un hombre que había cabalgado por el desierto con su padre.

– Bihjan -lo saludó, devolviéndole la reverencia-. Te traigo saludos de mi padre.

– Devuélveles los míos con los mejores deseos para ti y tu familia.

– Y para los tuyos.

El viejo miró a Emma y a sus padres.

– Mi mujer -dijo Reyhan con orgullo.

– Veo que tu bendición ya ha empezado -dijo el viejo sin mostrar sorpresa-. Te gusta.

Reyhan asintió en vez de explicar la verdad… que «gustar» no definía ni de cerca lo que sentía. Emma era su vida, su aliento, y no estaba seguro de poder sobrevivir sin ella.

– Te dará buenos hijos.

– Si Dios quiere -respondió él simplemente, ignorando el nudo que se le había formado en el pecho al pensar en hijos.

Había hecho el amor con Emma sin usar protección. Había estado tan cegado por la pasión que ni siquiera había pensado en ello ni en las consecuencias. Si estaba embarazada… No, no podía estarlo. Si lo estaba, se quedaría para siempre en Bahania, y él sabía que eso lo destruiría. Pero tener un hijo con ella…

– Has sido bendecido con muchos hijos -le dijo al viejo.

Bihjan asintió. Una sombra de preocupación cubrió su rostro.

– Mi hijo menor, Fadl, dirige a los rebeldes -dijo tranquilamente-. Sé lo que hacen y cuáles son sus amenazas.

– He dado mi palabra -le recordó Reyhan-. Si todo se queda en amenazas, no haré nada. Tal vez lleguen a madurar y se conviertan en hombres de provecho.

Bihjan suspiró con alivio.

– Eso había oído, pero quería preguntártelo en persona. Sé que esos jóvenes están agotando tu paciencia.

– Y la de mi jefe de seguridad, también. Él cree que habría que arrestarlos y meterlos en prisión. He tenido que explicarle que para un hombre del desierto estar encerrado es peor que la muerte -entornó la mirada-. Pero te lo advierto. Mi paciencia tiene sus límites. Si alguno de los rebeldes pasa a la acción, por insignificante que ésta sea, mi castigo será inmediato y severo.

El viejo asintió.

– Como debe ser, príncipe Reyhan. Como debe ser.


A Emma le encantaba el oasis. La gente era encantadora, y al menos dos de las mujeres comprendían un poco el inglés, lo suficiente para intentar comunicarse. Los niños eran preciosos y muy amistosos. Y adoraba los perros y las crías de camellos.

Incluso sus padres parecían estar disfrutando, ya que formulaban más preguntas que quejas. Tal vez hubiera esperanza para ellos, después de todo.

– Nos han invitado a cenar con ellos -dijo Reyhan, acercándose a ella-. He aceptado.

Emma miró el redil de los camellos y tragó saliva.

– ¿Y qué… eh… en qué consistirá el menú?

– No temas -la tranquilizó él con una sonrisa-. Pollo.

– Es un alivio. No creo que pudiera masticar algo que acabo de acariciar.

– No me lo esperaría de ti -la tomó del brazo y la aparto de los demás-. Les he dicho que eres mi mujer, sin mencionar nada del divorcio.

– De acuerdo. Es lógico. La situación es complicada.

– Quería que lo supieras.

– Gracias.

Los llamaron a la cena y todos se sentaron en torno a un círculo. Los platos fueron pasados de persona en persona. Emma probó un arroz picante y pollo tierno. Había pan de pita y verduras asadas. Dos adolescentes tocaban unos instrumentos de cuerda, y una joven con cascabeles en las muñecas y en los tobillos bailaba para ellos.

– ¿Pueden permitirse darnos de comer así? -Preguntó Emma después de que les ofrecieron una bandeja con dátiles cubiertos de miel-. No quiero que pasen hambre por culpa de su generosidad.

Reyhan le clavó la mirada de sus penetrantes ojos oscuros.

– Aprecio tu preocupación por mi pueblo. Pero puedes estar tranquila. Me he ocupado de todo.

Emma lo creyó. Reyhan era un buen hombre. Un hombre al que podía admirar. ¿Qué diría si ella le dijese que deseaba que aquella gente fuera también su pueblo? ¿Que cuanto más tiempo pasaba en Bahania, más le gustaba el país y más lo sentía como si fuera su hogar?

Después de la comida, varias de las mujeres se levantaron y desaparecieron en una de las tiendas. Unos cuantos hombres se fueron hacia los camellos. Emma se dispuso a levantarse también, pero Reyhan le puso una mano en el brazo.

– Aún hay más.

– Estoy llena. No puedo comer más.

– No se trata de comida.

Una chica se acercó, se arrodilló frente a Emma y le ofreció un precioso collar esmaltado azul y rojo. Emma lo miró y luego miró a Reyhan.

– No puedo aceptarlo.

– Tienes que hacerlo. Eres su princesa y quieren mostrarte respeto – se inclinó hacia ella para susurrarle al oído-: Tranquila. Lo único que se espera de ti es que muestres entusiasmo por todo. Cuando nos vayamos, los regalos se quedarán aquí.

– Estupendo -murmuró ella. Besó a la chica en ambas mejilla y aceptó efusivamente el collar, que Reyhan procedió a deslizárselo por el cuello.

Hubo más piezas de joyería, paños de seda, cuatro camellos adultos y una cría. El único regalo que le costó devolver fue un perrito que le lamió todo el rostro y se acurrucó contra ella.

Después de darles las gracias a todos y dejar con cuidado los regalos pequeños sobre una manta junto al fuego, se dirigió hacia el todoterreno con Reyhan.

– Son gente maravillosa. ¿Los niños van a la escuela?

– Sí. Asisten durante varios meses seguidos y luego vuelven con sus familias. Somos afortunados de poder permitirnos buenas escuelas y profesores.

Emma pensó en lo que Cleo le había dicho sobre el trabajo que hacía en obras benéficas. ¿Habría sitio para ella también? Aunque le encantaba su trabajo y sabía que ayudaba en uno de los milagros más hermosos de la vida, quería empezar a ayudar a una escala mucho mayor.

Pero eso no era probable, se dijo a sí misma. No cuando ella iba a marcharse y Reyhan iba a casarse con otra mujer.


Al final de la semana, los padres de Emma se habían acomodado a la vida en Bahania. Emma observó complacida cómo cambiaban lentamente la desconfianza hostil hacia todo por la aceptación y el agrado. Le hubiera gustado discutir la sorprendente transformación con Reyhan, pero él continuaba evitándola. Podían estar bajo el mismo techo, pero rara vez se hablaban, pensó mientras se maquillaba frente al espejo. Reyhan trabajaba largas horas seguidas y luego desaparecía en la habitación de invitados. La única vez que lo veía era en las cenas que ordenaba el rey.

Pero aquella noche sería diferente. Había una recepción oficial, que al mismo tiempo serviría como fiesta de bienvenida para sus padres, y Reyhan ya la había informado de que él sería su acompañante. No parecía muy entusiasmado, pero ella estaba decidida a hacerlo cambiar de opinión.

Tras acabar de maquillarse, se quitó los rulos calientes del pelo y se ahuecó las puntas. Doblándose por la cintura, se sacudió la melena por debajo y dejó que los rizos cayeran sueltos.

– No está mal -murmuró, peinándose con los dedos unos pelos rebeldes.

Lo siguiente fue ponerse el vestido de noche de color bronce con abalorios y calzarse unas sandalias de tacón alto.

Observó el resultado en el espejo y supo que aquello era lo mejor que podía conseguir. Si no podía deslumbrar a Reyhan con aquel aspecto, nada podría hacerlo.

– Buena suerte -le susurró a su reflejo, y salió del cuarto de baño al salón.

Reyhan ya estaba allí. Emma casi tropezó al verlo con su esmoquin a medida, sus anchos hombros y sus rasgos esbeltos y atractivos. El corazón se le hinchó con una emoción a la que no quiso ponerle nombre.

– Estás muy guapa -le dijo él.

– Gracias. Tú también tienes muy buen aspecto.

Él le ofreció un estuche aterciopelado, de diez centímetros de lado y sólo un par de centímetros de grosor.

– Para ti.

Emma dudó antes de aceptar el regalo y abrirlo. Cuando vio el contenido, se quedó sin respiración.

Un collar de diamantes dorados descansaba en un fondo de seda blanca. Las piedras tenían que ser al menos de tres quilates cada una. Aparte había dos grupos de diamantes dorados formando unos pendientes y un brazalete de diamantes blancos y amarillos.

Emma alargó una mano hacia el collar, sólo para descubrir que estaba temblando.

– No puedo -dijo-. Es demasiado.

– Eres mi mujer -respondió Reyhan, quitándole el estuche y dejándolo sobre la mesa. Le quitó también el collar y se lo puso en el cuello-. ¿Quién podría llevarlo si no tú?

– La próxima mujer con la que te cases -dijo ella mientras él le tendía los pendientes-. Querrás que todas estas cosas pasen a tus hijos.

Lo miró y vio que una emoción cruzaba su rostro, pero desapareció antes de poder definirla. La tensión ardió entre ellos, y cuando él le tendió el brazalete, ella quiso arrojarlo a un lado y echarse ella misma en sus brazos.

Pero no lo hizo. Dejó que le atara la pulsera y admiró las piedras brillantes. Aquella noche llevaría esas joyas, pero con la intención de no quedárselas. Formaban parte del patrimonio de Reyhan, y ella no tenía ningún derecho a reclamarlas.

– Reyhan… -le tocó el antebrazo y sintió el calor y la tensión de sus músculos -. Quiero decirte algo. Acerca de cuando estuvimos juntos.

– No hay nada que decir -dijo él, apretando la mandíbula.

– Sí, lo hay. Cuando hicimos el amor… -se detuvo y ordenó sus pensamientos-. No usamos ninguna protección. No sabía si te preocupaban las consecuencias, pero quiero que sepas que no habrá ninguna. No estoy embarazada.

– Entiendo. ¿Estás segura?

– Completamente -hacía tres días que tenía el periodo.

El no dijo nada más y la condujo frente a un gran espejo del salón. Se colocó detrás de ella y le puso las manos en los hombros.

– Las joyas completan tu belleza -le dijo.

Ella contempló en el espejo los relucientes diamantes en sus orejas y alrededor del cuello. Eran preciosas, pero no la completaban. Sólo Reyhan podía hacer eso.

Emma había visto el salón de baile en la visita que hizo con Reyhan por el palacio. Pero estar en la gran sala vacía no la había preparado para verla llena de vida, atestada de gente con elegantes vestidos y trajes, luces resplandecientes y una orquesta al completo.

Había alrededor de quinientos invitados, incluyendo varios jefes de estado y primeros ministros. También había sido invitado el equipo de una película que estaba rodando en el desierto, junto a un antiguo presidente estadounidense y el ganador de un Nóbel.

Reyhan presentó a Emma a muchos de los invitados. Ella sonrió, intercambió unas pocas palabras y tomó un par de copas de champán.

– ¿Te sientes bien? -le preguntó Reyhan tranquilamente.

– Considerando que ésta es mi primera recepción oficial como princesa, creo que lo llevo bastante bien… si ignoramos las mariposas que revolotean en mi estómago, el temblor de las rodillas y la urgente necesidad de salir al jardín. Confieso que me sentiría mucho más cómoda con los gatos del rey. Reyhan sonrió.

– Estás siendo encantadora. Todo el mundo está impresionado.

Su halago la hizo sonreír resplandeciente. Justo entonces aparecieron sus padres, quienes, sorprendentemente, también estaban sonriendo.

– Gatita, estás preciosa -le dijo su padre-. Casi tan guapa como tu madre -añadió, y besó a su mujer en la mejilla.

– Oh, George, sólo lo dices para complacerme – dijo su madre con una sonrisa coqueta-. ¿No te parece una fiesta maravillosa? -Le preguntó a su hija-. Hemos conocido a ese actor que a tu padre le gusta tanto Johnny Blaze. Es un encanto, aunque su novia está tan delgada que parece salida del Tercer Mundo. ¿Y has visto a ese ex presidente americano? Es muy agradable también. Oh, y el rey nos ha dicho que vamos a hacer un crucero en su yate privado. Vamos a navegar por el Mediterráneo durante dos semanas.

Emma casi dejó caer su copa de champán.

– ¿Vais a ir?

– Pues claro. Es una oportunidad única en la vida. Nos ha dicho que el capitán conoce los mejores lugares a los que llevarnos.

– Será como una segunda luna de miel -añadió su padre.

Janice soltó una risita y les hizo un gesto con la mano a Emma y Reyhan.

– Vosotros dos seguid divirtiéndoos. Tenemos a más famosos a los que conocer.

Emma los vio alejarse.

– Eso sí que ha sido asombroso. Le debo una al rey. No es que no quiera a mis padres, que los quiero. Pero pueden ser…

– ¿Opresivos?

– Totalmente -dijo ella con una sonrisa-. Y un poco críticos. Espero que disfruten del crucero.

– Estoy seguro.

Y Reyhan y ella podrían pasar tiempo juntos sin sus padres molestando. Lo único difícil sería sacarlo de la oficina y conseguir que le prestara atención. Para eso necesitaba un plan… e idearía uno en cuanto se le pasara el efecto del champán.

La orquesta inició otra melodía. Emma miró alrededor y vio a varias parejas bailando, balanceándose al ritmo de la música y riendo. Deseó hacer lo mismo con Reyhan.

– Eres como un libro abierto -dijo él, quitándole la copa y dejándola en una mesa-. Vamos. Bailaré contigo.

Emma quedó tan complacida cuando la estrechó en sus brazos que no la molestó que él le estuviera haciendo un favor. Ojalá la música durara para siempre…

Reyhan le frotó suavemente la espalda y deseó estar a solas con ella. Quizá aquélla fuese la noche, o quizá fuera por el aspecto de Emma y por la invitación que brillaba en sus ojos. En cualquier caso, la resistencia a sus encantos estaba más débil que nunca.

La deseaba. Y más escalofriante que el deseo era la verdad: la deseaba dentro y fuera de la cama. Deseaba estar con ella, hablar con ella. Quería aprender sus secretos, discutir el futuro, ponerles nombres a los niños y envejecer a su lado. Quería que fuera su mujer en todos los sentidos.

Ella se mecía con él, suspirando suavemente y acurrucándose contra su cuerpo. Aquél era su lugar, pensó él. Ya fuera riendo con la gente del desierto o conversando con jefes de estado. Encajaba en aquella vida. Hacía que todos se sintieran cómodos y nunca pretendía ser el centro de atención. Era amable, inteligente y una mujer de honor.

El fuego que acechaba bajo la superficie estalló y empezó a consumirlo. El deseo creció hasta no dejarle otra opción que rendirse. La tomó de la mano y la llevó hacia un pequeño hueco escondido tras los pilares ornamentados.

– La música no ha acabado -dijo ella-. ¿No podemos acabar el baile?

En vez de responderle, Reyhan la atrajo hacia él y la besó.

Ella se fundió con sus brazos, separando los labios al instante y aferrándose a él. Recibió su lengua con la suya y gimió suavemente, mientras le deslizaba las manos bajo la chaqueta y le acariciaba la espalda.

– Esto es mejor que el baile -susurró cuando él la apartó para besarla en la mandíbula y el cuello-. Renunciaré a bailar para besarte en cualquier momento.

Él le mordisqueó la piel bajo la oreja, haciéndola gemir, y ella le agarró las manos y se las puso sobre sus propios pechos.

Mientras él moldeaba las generosas curvas, la miró a los ojos y vio en ellos la pasión.

– Hazme el amor-suplicó ella. Reyhan sabía cómo sería. Sabía que Emma estaba preparada, excitada, húmeda… Sabía que podía tomarla y hacerla suya. Y sabía el precio que pagaría si lo hacía.

Sin decir palabra, dejó caer las manos a sus costados, se dio la vuelta y se alejó. El grito ahogado de Emma lo hizo detenerse, pero sólo por un segundo. Enseguida reanudó sus pasos y salió del salón de baile sin mirar atrás.

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