Capítulo 6

El mercado principal era una explosión de luz y color, y entrar en él era como estar en el interior de un calidoscopio. Emma no sabía hacia dónde mirar. Los tenderetes de madera se alineaban ininterrumpidamente a lo largo de la calzada, y allá hacia donde se girara había más maravillas que observar. Las sedas relucían como brillantes gemas, y las teteras de cobre, las frutas y verduras y los artículos de piel la tentaban sin descanso a acercarse y tocar.

Además del espectáculo visual, había una amalgama de olores extraños e intrigantes: sándalo, coco, flores exóticas y especias que se mezclaban con el humo y la fragancia almizclada de los perfumes. Cientos de voces se fundían en un acompañamiento musical, con los gritos dé los vendedores, el ladrido de los perros y las risas de los niños que corrían por los callejones.

– Es maravilloso -dijo Emma, deteniéndose para mirar a un camello atado en una esquina-. Parece sacado de una película.

Le sonrió a Reyhan, quien asintió.

– Hay muy pocas cosas que puedan compararse con un mercado al aire libre -respondió-. Nuestro zoco es uno de los mayores y más antiguos del mundo.

Emma sonrió a una joven que sostenía a un bebé. La mujer agachó la cabeza y se alejó lentamente.

Emma sabía que no era por su culpa, pues nadie la conocía allí. Era por la presencia del príncipe y de los tres imponentes guardaespaldas que los acompañaban. Hombres uniformados y armados que mantenían a los vendedores a un metro de distancia y que no animaban precisamente a hablar con naturalidad.

Se había sorprendido cuando Reyhan se ofreció para acompañarla al mercado. Tras su último encuentro, se había convencido de que él querría evitarla. Sin embargo, dos días después Reyhan se había presentado en su puerta con la invitación. Y ella había estado encantada de aceptar.

– Dátiles de Bahania -dijo él, deteniéndose junto a uno de los puestos-. Pruébalos.

La vendedora, una mujer bajita y regordeta con una amplia sonrisa, les ofreció una bandeja de jugosos dátiles. Emma tomó uno y lo probó.

– Son deliciosos-dijo.

La vendedora sonrió aún más, y Reyhan sacó unas monedas del bolsillo.

– No, no -se apresuró a decir el viejo que estaba detrás de la mujer-. Es un honor.

– Tal es el poder de una mujer hermosa -dijo Reyhan con una sonrisa.

Emma se quedó tan atónita por el cumplido que se echó a reír.

– Oh, claro. Se ha quedado impresionado por mi belleza, no porque el príncipe de Bahania se haya detenido en su tienda, escoltado por tres tipos que parecen campeones de lucha libre.

– ¿No crees que eres guapa? -le preguntó él, mirándola fijamente.

– Me considero aceptable -dijo ella. Al menos nadie había salido nunca corriendo al verla-. Pero nunca he impresionado a nadie.

Él siguió mirándola unos segundos y luego apartó la mirada sin decir nada. La vendedora le puso a Emma una bolsa de fruta en las manos.

– Gracias -dijo ella-. Es muy amable.

Mientras se alejaban, Reyhan dijo algo en una lengua que Emma no entendió. Uno de los guardaespaldas anotó algo en un bloc que sacó del bolsillo de la chaqueta.

– Alguien de palacio visitará este puesto dentro de unos días -le explicó Reyhan a Emma en voz baja-. Le comprará al viejo un cargamento de dátiles, pues te ha hecho un regalo que apenas puede permitirse. El respeto de mi pueblo no debe ser a costa de que se mueran de hambre.

– Sólo me ha dado unos cuantos dátiles.

– No tiene otra cosa que vender.

Interesante, pensó Emma, mirando a Reyhan por el rabillo del ojo. Sabía que era un hombre inteligente e inflexible, distante y severo y con una gran pasión oculta. Pero nunca habría imaginado que se compadecía de los más necesitados. Un rasgo más de la larga lista de cosas que ignoraba de su marido.

Dos niños pasaron corriendo junto a ellos, gritando y riendo. Emma se giró para observarlos.

– ¿Venías a jugar al zoco cuando eras niño? – preguntó-. ¿Se te permitía salir?

– A veces -respondió él-. Con mi hermano Jefri. Una vez estábamos jugando con más desenfreno de lo habitual y robamos una olla que se estaba cociendo al fuego. En nuestro apresurado esfuerzo por devolverla antes de que el dueño se diera cuenta, chocamos con un leño que estaba ardiendo y éste cayó en un rincón. El puesto era de madera vieja y seca, y se prendió en cuestión de segundos.

Emma se llevó una mano a la boca.

– ¿Alguien resultó herido?

– No, pero tres puestos quedaron completamente calcinados antes de que el fuego pudiera ser controlado. Jefri y yo recibimos un justo castigo. Nuestro padre se negó a que únicamente pagáramos los daños de nuestro propio bolsillo y nos obligó a reconstruir los puestos y estar varios fines de semana trabajando en ellos. Para los comerciantes fue muy ventajoso, ya que mucha gente venía a comprar sólo por ver a los dos jóvenes príncipes de cerca.

– ¿No fue un castigo demasiado duro? -preguntó ella, pensando en lo cruel que le parecía exhibir a dos niños, como si fueran animales en un zoológico.

– Mi padre quería darnos una lección -dijo él-. Y lo consiguió. Jefri y yo tuvimos mucho más cuidado la próxima vez que visitamos el mercado.

Se detuvieron frente a un puesto de joyería. El vendedor asintió eufóricamente y les mostró docenas de pulseras y brazaletes. Las piezas eran grandes y hermosamente labradas en plata.

– Algo para que recuerdes este día -dijo Reyhan, seleccionando varias y ofreciéndoselas.

Emma no necesitaba nada que le recordase el tiempo que pasaba con él. Pero las pulseras eran preciosas. Tomó una hecha con corazones unidos y se la puso.

– Muy bonita -dijo Reyhan, y le dio varios billetes al joyero.

– ¿No es muy cara? -preguntó ella, sintiéndose un poco culpable-. Puedo pagártela. Tengo el talonario de cheques en mi bolso.

Reyhan no respondió, pero su mirada lo dijo todo. Una pulsera de plata no significaba nada en su presupuesto.

– Gracias -dijo ella suavemente-. Es muy bonita.

– Eres una mujer que se merece cosas bonitas.

El nuevo cumplido la hizo tropezar, pero consiguió guardar el equilibrio. Quería preguntarle a Reyhan qué la hacía merecedora de recibir cosas bonitas y si lo decía en serio cuando la miraba echando fuego por los ojos. ¿Sentiría él también las chispas que saltaban entre ambos? ¿Lo atraería el calor? ¿Se acordaría de los besos como ella?

– ¿No fuiste a una escuela de la ciudad? -le preguntó, prefiriendo un tema mucho más seguro.

– No. Sólo recibía clases de mi tutor. Luego, fui a un internado inglés y después a una universidad americana.

Le puso la mano en el trasero y la llevó hacia otro callejón atestado. Varias personas se inclinaron y sonrieron al verlo. Por lo que ella podía ver, Reyhan era muy popular entre su pueblo.

– Mi padre pensaba que sus hijos debían recibir una educación variada y conocer Occidente. Muchos de nuestros negocios se dirigen a intereses americanos y Europeos. Conocer a los clientes ayuda en los acuerdos comerciales.

Emma pensó en su propia experiencia. Aparte de su estancia actual en Bahania y de su breve luna de miel en el Caribe, nunca había salido de Texas.

– Supongo que tanto Gran Bretaña como Estados Unidos debieron de resultarte muy diferentes.

– Conocía algo de vuestro mundo a través de las películas, y me crié hablando inglés tanto como árabe, así que el idioma no supuso un problema. Aun así tuve que aprender varias cosas importantes.

– ¿Como cuáles?

– Cuando llegué a la universidad, les dije a varias personas quién era. El rumor se extendió rápidamente y mi estancia se volvió bastante… difícil.

– ¿Todo el mundo quería ver a un príncipe de verdad? -preguntó ella.

– Algo así. Muchas jóvenes pusieron demasiado entusiasmo en sus esfuerzos por conocerme -su boca se torció en una media sonrisa-. Así que cuando volví a Texas, decidí no decirle a nadie quién era. Unos pocos me reconocieron por la prensa y la televisión, pero con casi todos pude ser yo mismo.

– Yo no tenía ni idea de quién eras -dijo ella, un poco avergonzada-. Tendría que haber prestado más atención a la actualidad internacional.

– En absoluto. Te interesaste por mí por lo que era como persona, no porque fuera un príncipe.

– De haberlo sabido, habría echado a correr -admitió ella.

– Y yo habría ido en tu busca.

– ¿En serio? -preguntó, sin saber si estaba tomándole el pelo. Quería creer que le decía la verdad, pero ¿era posible que Reyhan se hubiera interesado tanto por ella?

Él le tomó la mano y la apretó ligeramente.

– Querías ser enfermera. Sé que fuiste de las primeras en tu promoción, pero no conozco mucho de tu trabajo. Cuéntame qué haces en el hospital.

Era difícil concentrarse mientras él la estaba tocando. Cuando el pulgar de Reyhan se frotó contra su palma, estuvo a punto de soltar un gemido. ¿Por qué su cuerpo tenía que reaccionar de aquella manera? ¿Y por qué en aquel preciso momento?

– Trabajo en la unidad de maternidad -se esforzó por responder con naturalidad.

– ¿Atiendes partos? -preguntó él, aparentemente sorprendido.

– Bastantes -respondió con una sonrisa-. Es maravilloso pasarme el día ayudando a los niños a nacer. Son momentos de alegría y felicidad para todos los presentes.

– Mi cuñada tuvo una hija hace poco. Y mis hermanas Zara y Sabrina también están embarazadas.

– Sí, eso me dijo Cleo.

Mientras hablaba levantó el rostro hacia él, y Reyhan vio cómo sus cabellos despedían reflejos cobrizos al recibir la luz del sol. Los ojos le brillaban de entusiasmo, y también su piel parecía despedir un aura especial.

Era muy hermosa, pensó él. Siempre lo había sido.

Pero aunque hubiese sido fea, la seguiría deseando. El sonido de su voz era como el suave murmullo de la marea. La fragancia de su cuerpo lo embriagaba.

Su espíritu bondadoso lo llamaba, al igual que su inteligencia y buen humor. Y aunque él hubiera sido ciego, sordo y mudo, habría ardido de deseo por el más ligero roce de su tacto.

Y su deseo por ella crecía a cada segundo que pasaba en su compañía. Pronto sería tan incontrolable como un animal salvaje. Tenía que alejarse de ella si no quería acabar devorándola. Pero aún no. Un día más, se dijo a sí mismo. Entonces se retiraría a lamer sus heridas y esperaría en solitario a que ella se marchara.

– ¿Qué harás cuando regreses a Dallas?

– Volver al trabajo, naturalmente.

– ¿Por qué? ¿Tienes facturas que pagar? -le preguntó en tono jocoso.

Ella se echó a reír.

– Sí. El alquiler, el coche, los impuestos, el préstamo de mis estudios…

– Soy el príncipe Reyhan de Bahania -la interrumpió él.

– Eso ya lo sé.

– Y tú eres mi mujer.

– Legalmente, tal vez, pero no en la realidad -replicó ella negando con la cabeza-. ¿O has olvidado que quieres el divorcio?

– ¿Y crees que después del divorcio te quedarás sin nada?

Los verdes ojos de Emma se abrieron como platos.

– No quiero nada. No soy responsabilidad tuya, y puedo cuidar de mí misma.

– Yo te mantendré -insistió él-. Podrás comprarte una casa y te pasaré una pensión, como ya hice una vez.

– No tienes por qué hacerlo.

– Lo sé.

– Pero sólo hemos estado juntos unos días.

Y deberían haber estado juntos seis años…

Aquel pensamiento pilló a Reyhan por sorpresa. Intentó borrarlo, pero fue imposible. Qué distinto habría sido todo si hubieran permanecido juntos. Cuando su tía murió, no se llevó a Emma con él porque quería evitarle el trauma de descubrir su verdadera identidad. No quería que ella entrase en la realeza sin antes darle tiempo a que se acostumbrara a la idea, ni tampoco quería que conociera a su familia en un funeral. Pero al dejarla atrás, la había perdido.

¿Qué habría pasado de haberla llevado a Bahania? Ahora sería madre, y su mujer en todos los aspectos. ¿Se habría adaptado a las tradiciones de su país? ¿Habría aceptado las responsabilidades que su posición exigía?

Nunca lo sabría. Emma no podía ser su mujer. El había elegido otro camino… Aunque tal vez pudieran fingir por un solo día.

– A todas las mujeres que he conocido les encanta comprar -dijo-. ¿También eres distinta en eso?

– No me importa ir de tiendas alguna que otra tarde -respondió ella con una sonrisa-. ¿Estás intentando tentarme para que acepte tu generosa oferta?

– En absoluto. El dinero lo recibirás, quieras o no.

– Eres un déspota, ¿lo sabías?

– Sí.

– ¿Ya está? -preguntó ella riendo-. ¿Lo admites sin más?

– Siempre consigo lo que quiero, de un modo u otro.

– Debe de ser estupendo.

– Lo es.

Salvo cuando no podía tener lo que más deseaba.

– Por aquí -la tomó del brazo y la guió por el zoco, seguidos por los guardaespaldas.

Salieron a una de las calles principales y se detuvieron frente a la fachada de una tienda. Emma vio el letrero donde se leía Aimee, antes de que Reyhan la hiciera pasar.

La temperatura en el interior era más fresca y agradable que el calor de la tarde. Emma se fijó en los adornos de color crema y el elegante muestrario de ropa y zapatos y al instante se sintió chapada a la antigua con su vestimenta de rebaja.

Una mujer alta y extremadamente delgada se acercó a ellos.

– ¿Sí? ¿En qué puedo…? -Se detuvo y se retocó su perfecto peinado-. Príncipe Reyhan. Qué honor tan inesperado. ¿En qué puedo servirlo?

– Ésta es Emma -dijo él-. Mi mujer.

La mujer la miró con ojos muy abiertos y asintió cortésmente.

– Princesa. Soy Aimee. Bienvenida a mi tienda.

Emma le dedicó una sonrisa mientras se preguntaba qué pretendía Reyhan. ¿Por qué declaraba en público que estaban casados si su divorcio era inminente?

– Necesita un vestuario completo -dijo él.

– ¿Qué? -preguntó Emma, mirándolo. Consciente del obvio interés de Aimee, se acercó a Reyhan y bajó la voz-. No necesito ropa nueva. La mía está muy bien. No quiero decir que esta señora no venda cosas preciosas, pero seguro que son muy caras, y no encajarían en mi país.

– No estás en tu país, Emma. Estás en el mío. Eres una mujer hermosa que merece cosas hermosas. Compláceme y permite que te las compre.

Emma sabía que protestar sería una estupidez y una descortesía, de modo que asintió.

– Gracias por tu amabilidad -dijo, y siguió a Aimee a los probadores.

Al fin y al cabo, ¿qué daño podían hacerle un par de vestidos? Reyhan no era el tipo de hombre al que le gustara esperar mientras una mujer se probaba ropa.

¿O sí?

Dos horas más tarde, Emma ya no estaba tan segura. Reyhan había mostrado una paciencia sorprendente mientras ella se probaba desde vestidos sencillos a elegantes trajes de noche. Todo parecía quedarle bien, y Aimee le sugirió que saliera al salón para que Reyhan la viese.

– Se supone que va a ser mi ropa -protestó Emma cuando él negó con la cabeza al verla con un traje oscuro de pantalón que a ella le gustaba.

– Muy atrevido -dijo él-. Demasiado escote.

– ¿No puedo mostrar mis encantos al mundo?

– No. Eso lo guardas para mí.

Ella se presionó instintivamente una mano contra los pechos. ¿Reyhan estaba hablando como el marido y príncipe autoritario o como el hombre? Lo miró, intentando averiguar qué estaba pensando y qué quería de ella, pero su expresión no revelaba nada.

Sin embargo, sus palabras habían vuelto a despertarle el deseo. Mientras estaba ocupada probándose ropa, había podido olvidar la tensión que acechaba bajo la superficie y lo mucho que le gustaba estar cerca de Reyhan. Pero ahora volvía a recordarlo todo.

– Esto le sentará de maravilla -dijo Aimee cuando Emma volvió a los probadores. La mujer le mostraba un vestido sin tirantes y con abalorios de bronce-. El color avivará el fuego de sus cabellos. Y puede que el príncipe le compre un collar de diamantes dorados para completar el resultado.

Por supuesto que sí, pensó Emma irónicamente. A las esposas divorciadas no se les regalaban piedras preciosas. Aunque tampoco ropa nueva…

Se quitó el traje y observó el vestido. No podía ponérselo con el sujetador. Aimee la dejó para darle intimidad y Emma siguió desnudándose, hasta quedarse en braguitas.

El vestido se deslizó por sus caderas como si estuviera hecho a su medida. Aimee volvió con unas sandalias y varios cepillos para peinarla hacia atrás.

– Excelente -dijo en tono aprobatorio-. Ahora sí parece la princesa que es.

Emma se miró en el espejo. Realmente parecía un miembro de la realeza, o al menos más elegante de lo que nunca había estado.

– Supongo que la ropa hace a la mujer -murmuró mientras salía al salón.

Reyhan levantó la vista del periódico y se puso en pie.

– Sí. Eso es cierto. Estás impresionante.

– Gracias. El vestido es precioso y me sienta muy bien, pero no puedo quedármelo.

– ¿Por qué no?

– Reyhan, ¿cuándo voy a ponérmelo? Aprecio tu interés, pero piénsalo bien. Ésta no soy yo.

Él dejó el periódico en una mesita y se acercó a ella. Cuando estuvo a menos de medio metro de distancia, se detuvo y la miró a los ojos.

Emma sintió el impacto de su intensa mirada. La temperatura de su cuerpo aumentó hasta hacerla sentirse incómoda en aquel vestido. Quería bajarse la cremallera oculta y dejar que la prenda cayera a sus pies. Quería estar desnuda frente a Reyhan. Desnuda y dispuesta a lo que fuese. Los muslos empezaron a temblarle.

– Quiero comprarte esta ropa -dijo él con voz profunda-. ¿Por qué te opones?

¿Por qué?, se preguntó ella. En aquel momento no podía negarle nada. Si tan sólo le dijera que la deseaba. Si tan sólo la tocara… Donde fuera. En los brazos, en la cara, en los pechos. Sintió cómo los pezones se le endurecían contra la suave tela del vestido.

«Tómame».

No pronunció la palabra en voz alta, pero de algún modo él la oyó, porque sus ojos despidieron llamas de deseo, su mandíbula se tensó y su respiración se aceleró.

Miró hacia la puerta de los probadores y ella supo lo que estaba pensando.

Era una locura, pero lo deseaba desesperadamente. Podía…

El ruido de unos tacones rompió el silencio erótico. Antes de que Emma pudiera decir nada, Aimee apareció y Reyhan se dio la vuelta. Fue como si el momento no hubiera existido. Emma volvió de mala gana al probador y se quitó el vestido.


Más tarde, de vuelta al palacio en la limusina cargada de bolsas y paquetes, y con Reyhan sentado lo más lejos posible de ella, Emma intentó averiguar qué estaba ocurriendo entre ellos.

Seis años atrás, después de la breve ceremonia de boda, se habían retirado a la suite de un hotel y habían pasado tres días juntos. Emma recordaba cómo habían hecho el amor. Por su parte apenas había habido deseo. Sólo vergüenza, miedo e incluso dolor; y cuando él se fue a Bahania, ella lo agradeció en el fondo. Por aquel entonces sólo había soportado los deseos de Reyhan, pero ahora los compartía. ¿Qué había cambiado? ¿Ella? ¿Había crecido lo suficiente para tratar a Reyhan como a un igual? ¿Había cambiado él? ¿Sería cuestión de química? ¿O sería un capricho del destino que tuviera que enamorarse de un hombre que quería echarla de su vida para siempre?

Emma se paseaba inquieta por la suite. Ya había desempaquetado la ropa nueva y la había admirado intentando no fijarse en las etiquetas del precio. Algunos de esos vestidos costaban más que un coche de segunda mano. No se imaginaba en qué ocasión podría ponérselos, pero ésa era la menor de sus preocupaciones. El problema era Reyhan.

¿Qué estaba pasando entre ellos? ¿Responder a la atracción mutua era algo bueno o sólo estaba ganando méritos para convertirse en la idiota del año? ¿Debería decirle algo? ¿Preguntarle si había cambiado de opinión respecto al divorcio? ¿Preguntarle si sólo la quería para el sexo? ¿Ignorarlo todo y contar las horas que faltaban para su regreso a Dallas?

– Si tuvieras un mínimo de valor, hablarías con él -murmuró para sí-. Lo pondrías todo sobre la mesa a ver qué sucede.

Aquél parecía un plan sensato.

Fue hacia el teléfono con la intención de llamarlo a la oficina, pero unos golpes en la puerta la interrumpieron.

¿Sería Reyhan? El corazón le dio un vuelco sólo de pensarlo. Dejó el teléfono y corrió a abrir.

Pero en vez de encontrarse con su guapísimo marido, vio a una joven criada. La muchacha le tendió una nota, asintió y se marchó. Emma cerró la puerta y desdobló la hoja de papel. Mientras leía, el corazón se le encogió y su ánimo cayó por los suelos.

Emma:

Muchas gracias por un día tan encantador. Por desgracia, unos problemas con el petróleo requieren mi atención. Cuando leas esto ya habré partido en helicóptero. No sé cuándo volveré, pero me aseguraré de que sea antes de que te marches de Bahania para siempre.

Emma se sintió invadida por la decepción. Reyhan se había ido y no volvería a verlo hasta la hora de regresar a Dallas. No era exactamente lo que haría un hombre dominado por la pasión. ¿O quizá ella había malinterpretado sus señales?

Cuando conoció a Reyhan, no se le dio muy bien comprenderlo. Por lo visto, ni el tiempo ni la distancia habían cambiado eso.

– Es lo mejor -susurró, triturando la nota-. Me iré a casa y todo esto quedará olvidado. Seguiré con mi vida. Encontraré a otro hombre y me casaré.

Aunque no tema ni idea de quién podría ser ese otro hombre. Reyhan había dejado el listón demasiado alto.

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