Tras un largo día de trabajo en la sala de parto, Emma Kennedy estaba lista para pasar la tarde con los pies en alto frente al televisor y un gran cuenco de helado. Sí, seguramente tomaría algo decente para cenar, pero el helado era una necesidad en un día como aquél.
Después de una mañana tranquila, cuatro mujeres parecían haberse puesto de acuerdo para dar a luz al mediodía. Una era una adolescente aterrorizada, y Emma se había quedado con ella todo el tiempo posible. A sus veinticuatro años era la enfermera más joven, aunque con una experiencia muy distinta a la de aquella joven con tatuajes y piercings que todo lo había aprendido en las calles.
Abrió el buzón, sacó la factura del teléfono y un cupón de descuento para Dillard's y se dirigió hacia su apartamento. Estaba cansada, pero satisfecha. Había sido un buen día. Una de las cosas que más le gustaba de su trabajo era ver la felicidad que experimentaban las madres cuando sus hijos nacían. Formar parte de ese proceso, incluso quedándose al margen, era todo el agradecimiento que necesitaba. Y cuando pensaba en ello…
Se detuvo bruscamente en el vestíbulo. Dos hombres con trajes oscuros estaban junto a su puerta. Los dos parecían respetables, con pulcros cortes de pelo y zapatos brillantes, pero sin duda estaban acechando.
Emma había recibido clases de defensa personal, pero no creía que le sirvieran de mucho contra dos hombres altos y fuertes. Miró a ambos lados y calculó la distancia que había hasta el vecino más próximo. ¿Cuánto tiempo le llevaría correr hasta el coche, y qué ocurriría si gritaba?
Entonces uno de los hombres levantó la mirada y la vio.
– ¿Señorita Kennedy? Soy Alex Dunnard, del Departamento de Estado. Éste es mi socio, Jack Sanders. ¿Puede concedernos unos minutos?
Mientras hablaba, sacó su identificación y lo mismo hizo su compañero.
Emma abandonó la idea de escapar y se acercó a la puerta. Las fotos eran de los hombres y las placas parecían oficiales, pero ella nunca había visto una placa del Departamento de Estado, así que no podía notar las diferencias.
Alex Dunnard se guardó su identificación en el bolsillo de la chaqueta y sonrió.
– Tenemos asuntos oficiales que discutir con usted. ¿Podemos entrar o se sentiría más cómoda si vamos a la cafetería de la esquina?
Emma sabía que ninguna de las dos opciones le evitaría tener que hablar con ellos. Pero aquello era una locura. ¿Qué podía querer de ella el Departamento de Estado?
Los miró de arriba abajo y decidió dejarlos pasar. El barrio de Dallas en el que vivía era tranquilo y normal. Esos hombres se habían equivocado de persona, sin duda. Y se irían en cuanto advirtieran su error.
– Vamos -dijo, metiendo la llave en la cerradura.
Los dos hombres la siguieron al minúsculo salón. Ya había oscurecido, así que Emma encendió varias lámparas y les indicó el sofá, sentándose ella en el sillón opuesto. Al dejar el bolso en el suelo, vio varias manchas en su camisa. Gajes del oficio, se recordó.
Alex se sentó en el borde del sofá, mientras que el otro caballero permaneció de pie junto a la puerta corredera de cristal.
– Señorita Kennedy, estamos aquí por encargo del rey de Bahania…
– ¿El rey de Bahania ha dicho? -lo interrumpió ella, alzando una mano.
– Sí, señorita. Se puso en contacto con el Departamento de Estado y nos pidió que la localizáramos para transmitirle una invitación oficial para visitar su país.
Emma se echó a reír, sin creerse una palabra.
– ¿Venden ustedes algo? Porque si es así, me temo que están perdiendo el tiempo.
– No, señorita. Somos del Departamento de Estado y estamos aquí por…
– Sí, ya lo sé. Por deseo del rey de Bahania. Pero se han equivocado de persona. Seguro que se trata de otra Emma Kennedy a la que quiere ver su alteza real.
Echó un vistazo a su modesto apartamento. Necesitaba dinero para pagar sus préstamos de estudios, así como ruedas nuevas para su viejo coche. En su próxima vida tendría que ser rica, ya que en ésta sólo era una mujer soltera con dificultad para pagar las facturas.
Alex sacó un pedazo de papel del bolsillo de su chaqueta.
– «Emma Kennedy» -leyó, y enumeró su fecha y lugar de nacimiento, los nombres de sus padres y el número de su pasaporte.
– Espere un momento -dijo ella. Se levantó y entró en su dormitorio.
Su pasaporte estaba al fondo del cajón de los calcetines. Lo sacó y volvió al salón, donde le pidió a Alex que volviera a leerle el número. Coincidía.
– Esto es increíble -murmuró-. Mire, no conozco al rey de Bahania. Ni siquiera sabría localizar Bahania en el mapa. Tiene que haber un error. ¿Qué podría querer ese rey de mí?
– Usted va a ser su invitada durante las próximas dos semanas -dijo Alex. Se puso en pie y sonrió-. Hay un jet privado esperando para llevarla a su país, señorita Kennedy. Bahania es un aliado muy poderoso en Oriente Medio. Junto a su vecino, El Bahar, está considerado como la Suiza de la región. Son países muy desarrollados que ofrecen un refugio de paz y estabilidad económica en una de las zonas más conflictivas del mundo. Además proporcionan un gran porcentaje del petróleo que importamos.
Emma apenas había estudiado nada de ciencias políticas, pero no era estúpida y captó el mensaje. Cuando el rey de Bahania invitaba a una joven enfermera de Texas a que pasara dos semanas de vacaciones en su país, el gobierno de Estados Unidos esperaba de ella que aceptase la invitación sin dudarlo.
¿Estaba siendo raptada?
– No pueden obligarme a ir -dijo, más para oír las palabras que porque las creyera. Tenía el presentimiento de que Alex y su compañero podían obligarla a lo que fuese.
– Tiene razón. No podernos obligarla a aceptar la invitación. Sin embargo, su país le estaría muy agradecido si considerara su oferta -sonrió-. Estará completamente segura, señorita Kennedy. El rey es un hombre honorable. No va a tenerla encerrada en un harén.
– Ni siquiera se me había pasado esa idea por la cabeza -declaró ella con vehemencia, aunque no del todo sincera.
¿Un harén? Eso era imposible. Los hombres no la encontraban especialmente atractiva, y ella… bueno, hacía lo posible por evitar los asuntos del corazón. Se había enamorado una vez y resultó ser un completo desastre.
– Se trata de un gran honor -dijo Alex-. Siendo la invitada personal del rey, se alojará en el famoso palacio rosa. Es algo extraordinario.
Emma volvió al sillón y se sentó.
– ¿Podemos detenernos por un segundo y reflexionar sobre la situación? Soy enfermera. Asisto partos para ganarme la vida. A menos que el rey tenga una esposa embarazada, ¿por qué iba a estar interesado en mí? Supongo que si saben el número de mi pasaporte, también sabrán que sólo he salido una vez del país, y fue hace seis años. Llevo una vida bastante tranquila y aburrida. Les repito que se han equivocado de persona.
– Dos semanas, señorita Kennedy -insistió Alex, sin perder un ápice de su buen humor-. ¿Le parece que es pedir demasiado? Las enfermeras voluntarias del ejército dedican mucho más tiempo.
Oh, maldito fuera. Quería hacerla sentirse culpable. Y eso no le gustaba nada a Emma. Sus padres habían sido expertos en inculcarle remordimientos.
– Yo la acompañaré a Bahania para asegurarme de que llega sin problemas -siguió Alex-. Una vez que esté instalada, volveré a Washington -hizo una pausa-. Es una gran oportunidad para usted, señorita Kennedy. Espero que no la pierda. Si podemos salir para el aeropuerto dentro de una hora, estaremos en Bahania mañana por la tarde.
A Emma empezó a darle vueltas la cabeza.
– ¿Quiere que nos vayamos ahora mismo?
– Por favor.
Emma miró al otro hombre, que seguía junto a la puerta corredera. Temía que si se negaba la llevarían contra su voluntad, y no era un pensamiento muy tranquilizador. De modo que parecía inexorablemente abocada a hacer un viaje.
Dos horas y media más tarde, estaba sentada en un lujoso jet privado que se elevaba sobre las luces de Dallas. Tenía una maleta en el compartimiento de carga, una pequeña bolsa junto a sus pies y, como había prometido, Alex Dunnard iba sentado a su lado.
Aún no estaba segura de cómo había sucedido todo. De alguna manera Alex la había convencido para que llamara al hospital, hiciera el equipaje y les dejara un mensaje a sus padres diciéndoles que se iba de viaje con una amiga.
Luego, se había duchado y cambiado de ropa, y a los pocos minutos estaba en una limusina tan grande como un campo de fútbol, en dirección al aeropuerto.
Si lo miraba por el lado bueno, estaba siendo raptada, en caso de ser un rapto, por alguien con dinero y estilo. Lo malo era que había dejado aparcada su vida para las próximas dos semanas con tan sólo un par de llamadas telefónicas y el ruego a su vecina para que le recogiera el correo. ¿Qué decía todo eso de ella?
Antes de que pudiera responderse, se le acercó una mujer joven con uniforme.
– Señorita Kennedy, soy Aneesa, y será un placer atenderla durante el vuelo a Bahania.
La informó sobre la hora prevista de llegada, mencionó una escala en España para repostar y le ofreció la selección de platos para cenar.
– Cuando desee retirarse a dormir, hay un compartimiento para su uso exclusivo -continuó con una sonrisa-. Está equipado con baño completo.
– Genial -respondió Emma, intentando no mostrarse impresionada, como si aquello le sucediera todos los días.
– ¿Quiere que le sirva la cena?
– Eh… claro, ¿por qué no?
La azafata se alejó y Emma se volvió hacia Alex.
– ¿Va a decirme qué está pasando aquí realmente?
– Le he dicho todo lo que sé.
– Que el rey quiere que sea su invitada durante dos semanas.
– Sí.
– ¿Y no sabe por qué?
– No.
No le servía de mucha ayuda, así que devolvió la atención al paisaje que iba dejando atrás y se preguntó si volvería a ver Texas alguna vez.
Decidida a no dejarse llevar por pensamientos desagradables, agarró la guía del avión y fingió que se interesaba por los DVDs disponibles.
Media hora más tarde les sirvieron la cena. Estaba exquisita, y Alex la devoró con avidez. Emma se tomó el pollo ahumado, pero rechazó el vino, y observó a su compañero de viaje. Alex Dunnard era un hombre atractivo, de cuarenta y pocos años, y, a juzgar por su anillo, casado. ¿Le importaría a la señora Dunnard que su marido se marchara sin previo aviso? ¿O él ya se esperaba aquel viaje? ¿Y por qué el rey de Bahania quería conocerla? Más preguntas sin respuesta. Cuando intentó sonsacarle más información a Alex, éste se mostró cortés, pero nada comunicativo.
Tras noche inquieta en una cabina de lujo, varias franjas horarias y una escala para repostar, Emma no sabía más de lo que había sabido al subirse al avión en Dallas. La única diferencia era que estaban aterrizando en un aeropuerto que lindaba con el desierto. Miró por la ventanilla e intentó no quedarse boquiabierta. Las vistas eran tan impresionantes que casi la dejaron sin aliento.
Un mar azul turquesa acariciaba una playa de arena blanca, tras la que se extendían kilómetros y kilómetros de edificaciones, follaje exuberante y suburbios que poco a poco iban dejando paso a la interminable extensión del desierto. Emma pudo ver zonas industriales, enormes edificios que parecían muy antiguos y docenas de parques diseminados por toda la ciudad.
Aterrizaron con una ligera sacudida y el avión se detuvo junto a la terminal. Emma fue escoltada a la pista, donde la tarde era calurosa, soleada y seca. El sol brillaba con tanta fuerza que casi la cegó. Al entrar en una sala acondicionada, un hombre uniformado hizo una reverencia cuando ella se presentó y le mostró el pasaporte.
– Señorita Kennedy -dijo con una sonrisa radiante-, bienvenida a Bahania. Le deseo una estancia muy agradable.
– Gracias -murmuró ella, preguntándose si todos serían siempre así de educados.
Las sorpresas no acabaron. Minutos más tarde, Alex la escoltó hasta otra enorme limusina, en cuyo interior había una botella de champán en un cubo de hielo y un pequeño ramo de flores.
– ¿Son para mí? -le preguntó a Alex.
– Dudo de que el rey las haya mandado para mí -respondió él, y señaló la botella-. ¿Le apetece un poco de champán?
– No he dormido en el avión, y entre el cansancio, lo extraño de la situación y la diferencia horaria, lo último que necesito es beber alcohol.
Cuando salieron del aeropuerto, Alex empezó a hablarle de la ciudad. Le enseñó el distrito financiero, el bazar y el acceso a las famosas playas de Bahania. Emma hizo lo posible por prestar atención, pero cuanto más avanzaban por la carretera, más se arrepentía por haber ido hasta allí. Bahania era preciosa, sin duda, pero ella acababa de recorrer medio mundo con un desconocido para conocer a un rey del que apenas había oído hablar. Y, aparte de ese rey y de su compañero de viaje, nadie más en el planeta sabía dónde estaba ella.
No era una situación que invitara a relajarse.
Cuarenta minutos después, la limusina cruzó una verja abierta donde había varios guardias apostados y recorrió lo que parecieron kilómetros de jardines y vergeles. Emma miró por la ventanilla y vio el legendario palacio rosa a lo lejos.
– Esto no puede estar pasando -murmuró, incapaz de creérselo.
La limusina se detuvo frente a la entrada, un portal en forma de arco lo bastante grande para que pasara un desfile de músicos.
– Ya hemos llegado -dijo Alex.
– ¿Y ahora qué? -preguntó ella.
– Ahora conocerá al rey.
Genial. Si alguna vez salía de aquello, lo primero que haría sería quejarse por la falta de información de Alex.
La puerta de la limusina se abrió y Alex salió primero. Emma se alisó la falda que se había puesto en el avión y respiró hondo para reunir fuerzas y valor. No fue suficiente, por lo que no la sorprendió que se echara a temblar cuando salía al calor de la tarde.
Había varias personas a la entrada del palacio. Alex, el chofer de la limusina y unos hombres uniformados que parecían ser criados. Ni rastro del rey. ¿Estaría esperando en el interior? ¿No debería haberle explicado Alex cuál era el protocolo a seguir?
Antes de que pudiera preguntárselo, notó un movimiento a su izquierda. Se giró y vio a un hombre emergiendo de las sombras. Era alto, de un atractivo oscuro y casi familiar. Entonces la luz del sol le iluminó el rostro y Emma ahogó un grito de asombro. No podía ser. No después de tanto tiempo. Había pensado que… Él jamás…
La mezcla del shock, la falta de sueño, la comida y el jet lag hicieron que el corazón se le desbocara y que la sangre le abandonara la cabeza. El mundo empezó a dar vueltas, se volvió difuso y acabó oscureciéndose por completo cuando Emma cayó al suelo.
El príncipe Reyhan miró a su padre, el rey de Bahania, y negó con la cabeza.
– No ha ido tan mal.