Capítulo 12

– ¿Cuántos millones crees que vales, cariño? -preguntó el hombre del tatuaje mientras empujaba a Emma a la parte trasera de un camión.

La mordaza en la boca le impedía hablar, así que sólo pudo mirarlo con odio.

– Si hubiera sabido que el príncipe Reyhan estaba casado, habría planeado algo mejor -dijo el hombre con una sonrisa lasciva-. Supongo que hoy es mi día de suerte. No te preocupes. Nadie quiere hacerte daño. Pensaba que esos desgraciados serían nuestro billete a la buena vida, pero no sirven más que para hablar. Cuando se trata de hacer el trabajo sucio, se mueren de miedo. Dijeron que no querían hacer explotar los pozos de petróleo, así que temí haber perdido el tiempo. Y entonces apareciste tú.

Emma quería gritar de furia. No podía creerse lo que estaba pasando. Si pudiera soltarse las manos, le sacaría los ojos a su secuestrador. Su ira la complació. Al menos no estaba paralizada por el miedo. Tenía que permanecer fuerte por si se le presentaba la oportunidad de escapar.

El hombre le tocó un mechón del cabello.

– Supongo que tu marido pagará lo que sea con tal de recuperarte.

La hoja de un cuchillo destelló ante sus ojos. Emma dio un salto hacia atrás, pero el hombre la sujetó y le cortó un mechón.

– Esto es para demostrarle que no estoy fanfarroneando -dijo, y cerró la puerta.

Emma se quedó sola y a oscuras. El murmullo del motor y el aire fresco que soplaba sobre ella le dijo que el vehículo tenía aire acondicionado. Al menos no se moriría de calor.

«No te rindas al miedo», se dijo a sí misma. Tenía que estar preparada. Los hombres que la habían secuestrado no iban a matarla. Era demasiado valiosa para eso. Sólo querían dinero.

Moviéndose a ciegas por el interior del vehículo, encontró un asiento y se tumbó en él. Tenía las manos atadas a la espalda e intentó liberarlas, sin éxito.

¿Cuánto tiempo pasaría así? Sabía que Reyhan jamás la abandonaría a su suerte, por mucho que quisiera librarse de ella. La rescataría. Pero ¿cuándo? ¿Y cómo podría resistir hasta entonces?


Fadl se hundió en la silla. Parecía mucho más joven e infantil de lo que era.

– Juro que no lo sabía -dijo mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.

– Eres el responsable -replicó Reyhan duramente -. Debería matarte.

Will lo agarró del brazo.

– Matarlo no nos ayudará a rescatar a Emma.

Reyhan se sentía consumido por la ira. Quería destruir con sus propias manos al hombre que se había atrevido a llevarse a Emma.

Pero también sentía miedo. Miedo por ella y por lo que debía de estar sintiendo. Miedo de que no confiara en que él removería cielo y tierra hasta encontrarla. Se había mostrado tan frío y la había rechazado tantas veces… Sus esfuerzos para convencerla de que no le importaba habían tenido éxito.

Apretó los puños y se volvió hacia Will.

– Averigua cuánto quieren. Sólo se trata de dinero.

Will asintió y se marchó, y Reyhan miró a Fadl.

– Tus intentos por jugar a ser hombre me han costado lo más preciado que tengo. Pagarás por ello, y también toda tu familia. Esta deuda sangrará durante generaciones.

– Lo siento -susurró Fadl entre sollozos.

Reyhan salió de la sala. Necesitaba moverse, actuar, hacer algo. Pero sólo podía esperar a recibir información. En la central de seguridad, una docena de hombres hacían llamadas y trabajaban con los ordenadores. Will se acercó a él.

– Los refuerzos llegarán dentro de una hora. Las tropas vienen de El Bahar y de la Ciudad de los Ladrones. Tengo a mi mejor informático trabajando en un virus especial. Consiste en mostrar la cantidad del rescate en la cuenta de destino, pero sólo durante noventa minutos. Pasado ese tiempo, el dinero desaparece de la cuenta.

– Eso no nos da mucho tiempo para rescatar a Emma -dijo Reyhan, que pagaría lo que fuera con tal de recuperar a su mujer.

– Prepararemos el cambio para que sea cara a cara. Cuando veamos a Emma, haremos la transferencia. Ellos verán el dinero en la cuenta y soltarán a Emma. La operación sólo debería llevar cinco minutos. Tendremos los ochenta y cinco restantes para escapar.

– Adelante -dijo Reyhan.

– En cuanto nos digan cuánto quieren, haremos…

Un joven uniformado se acercó corriendo.

– Señor, ya está. Quieren sesenta millones de euros. Han dado el número de la cuenta. Will miró a Reyhan, quien asintió.

– Vamos allá. El joven tragó saliva.

– Hay algo más, señor. Una tormenta. Hace una hora no parecía gran cosa, pero ahora…

– ¿Una tormenta de arena? -preguntó Reyhan, sintiendo una punzada en el pecho.

– Así es, señor. Y tiene muy mal aspecto.

– Los helicópteros no podrán volar -le dijo Reyhan a Will. Lo que significaba que los refuerzos no llegarían a tiempo.

– Podemos retrasar el encuentro -sugirió el joven-. Explicarles que hace falta tiempo para reunir esa cantidad de dinero y…

– ¡No! -Exclamó Reyhan-. Mi mujer no se quedará con ellos un segundo más de lo necesario. ¿Entendido?

– Sí, señor. Por supuesto -dijo el joven, y se es esfumó rápidamente.

Will sacudió la cabeza.

– Será más arriesgado sin los refuerzos, pero aun así podremos hacerlo.

– No tenemos elección. Si es necesario, yo mismo lucharé contra ellos.


El hombre del tatuaje, que resultó llamarse Billy, sacó a Emma del camión.

– Parece que hoy también es tu día de suerte, cariño -le dijo-. Tu marido va a pagar. Sesenta millones, de euros. No está mal para el trabajo de una sola tarde.

Emma se quedó atónita. ¿Sesenta millones de euros? Era una locura. No podía imaginar tanto dinero junto. Reyhan no podría pagarlo. Sólo de pensarlo se le revolvía el estómago.

– Pareces sorprendida -dijo Billy-. No lo estés. Esos príncipes no soportan que otros hombres tengan a sus mujeres. Pensé que intentaría negociar conmigo, pero no lo ha hecho. Y yo no voy a quejarme, claro está. Eso son veinte millones para cada uno.

Emma pasó la vista por el campamento. El cielo se había nublado y el aire parecía espeso y enrarecido, pero consiguió distinguir a casi dos docenas de hombres.

– Sé lo que estás pensando -dijo Billy-. Somos más de tres. Pero verás, éstos no son mis hombres. Son los chicos que nos contrataron. Los que se han rajado. Así que me dije: «que los zurzan». Mis hombres y yo habremos desaparecido con el dinero mientras estos estúpidos cargan con la culpa. Un plan estupendo, ¿eh?

Ella asintió y se preguntó cómo podría pasarle la información a Reyhan.

– Espera -dijo él, y le quitó la mordaza-. ¿Mejor?

Emma asintió mientras tomaba aire. Tenía la boca demasiado seca para hablar.

– Va a haber tormenta -dijo Billy mirando al cielo-. Estupendo para nosotros, malo para ellos. Seguro que habrán pedido ayuda, pero no podrán recibirla en medio de una tormenta de arena. Vamos, princesa. Tu montura está lista.

Emma lo siguió. Mientras caminaba, intentó calcular el tiempo que había estado en el camión. Tres horas como mucho. No había forma de saberlo por el sol, pues estaba cubierto por las nubes. Además, el aire estaba tan lleno de arena que costaba respirar.

¿Debería intentar escapar? Si Reyhan había hecho un trato, tal vez fuera mejor seguir adelante con el plan. Pero quería avisarlo de que los jóvenes que habían capturado no tenían nada que ver con aquello.


– Estate preparado -le dijo Reyhan a Will-. Si las cosas salen mal y no podemos escapar a tiempo, tendremos que luchar.

– Entendido -respondió Will, palpándole la pistola-. Mis hombres están preparados.

Reyhan también iba armado y decidido. Había dado instrucciones precisas de que nadie hiciera nada hasta que él tuviese a Emma en sus brazos.

– ¿Tu equipo está en posición?

– Estarán apostados detrás de los camiones. Cuándo la tormenta se levante, enviaremos un contingente armado a apresarlos -sonrió-. No se darán cuenta ni de quién los ataca.

– Muy bien.

El primer instinto de Reyhan era castigar inmediatamente a los hombres, pero tenía que pensar en Emma. Ponerla a salvo era su mayor preocupación. Los bastardos que la habían apresado serían llevados ante la justicia. No descansaría hasta que así fuera.

Consultó la hora y se subió al Jeep descapotable. El vehículo apenas ofrecía protección contra la tormenta creciente.

– Es la hora -gritó contra el viento.

Will arrancó y se internaron en el desierto.


Emma miró con ojos entornados a través del parabrisas. No podía ver nada. La arena lo cubría todo.

– ¿Cómo sabes adonde te diriges? -le preguntó a Billy.

El le dio un golpecito a la brújula del salpicadero.

– Encontraré el lugar de la cita. No te preocupes, princesa.

Emma no estaba preocupada. No por ella misma. ¿Tenían Billy y sus hombres la menor idea del peligro que corrían? Reyhan no iba simplemente a pagarles el dinero, y si Billy pensaba que sí, era un idiota.

Sus dos compañeros iban en otro camión tras ellos, y más atrás iban los jóvenes rebeldes. La visibilidad se había reducido a unos cientos de metros, y la carretera estaba cubierta de arena y escombros. Emma escudriñó el exterior y creyó ver un promontorio rocoso en la distancia.

– Ahí está -dijo Billy, deteniendo el camión. Sacó las llaves del contacto y se las metió en el bolsillo-. Voy a dejarte aquí, princesa. Dime que no eres tan estúpida como para intentar escapar en esta tormenta.

– Me quedaré aquí -prometió ella, sabiendo que eso haría. Echar a correr ahora sería un suicidio.

Billy desapareció en la tormenta de arena y Emma esperó, intentando ser paciente y convencida de que Reyhan estaba cerca. Ansiaba correr hacia él, pero no podía suponerle una distracción. Seguramente Reyhan tenía un plan, y ella no quería estropearlo.

Después de lo que pareció una eternidad, aunque no debían de haber pasado más de diez o quince minutos, Billy abrió la puerta del camión.

– Es la hora de la función -dijo, sacando un cuchillo.

Le cortó las cuerdas de las muñecas, pero cuando ella intentó mover los brazos sintió un dolor terrible. Se obligó a ignorarlo y flexionó los brazos hasta moverlos con facilidad.

Vio que los dos compañeros de Billy estaban tras él. También ellos tenían un aspecto escalofriante, con sus cabezas casi rapadas y armados hasta los dientes.

– Baja -le ordenó Billy.

Ella pisó la tierra y entonces se dio cuenta de que sus captores eran el menor de sus problemas. La arena la atacaba como una bestia hambrienta. No podía ver, ni respirar ni apenas moverse. Agradeciendo la cantidad de ropa que cubría su cuerpo, se puso la capucha y tiró de los bordes para protegerse la nariz y la boca. Tras andar un trecho, se detuvieron y ella pudo ver a Reyhan.

– ¡Estoy aquí! -gritó, intentando soltarse del agarre de Billy, sin éxito.

– Transfieran el dinero -gritó el mercenario, y se giró hacia sus amigos-. Comprobad la transferencia.

Los hombres sacaron unos pequeños aparatos electrónicos y un ordenador portátil. Emma luchaba por liberarse, sin apartar los ojos de Reyhan. Casi podía oír su voz, gritándole que fuera fuerte.

– La transferencia se ha realizado -gritó el amigo de Billy.

– ¿Qué habéis hecho? -preguntó una voz furiosa desde alguna parte.

Billy se giró hacia el hombre que corría hacia ellos.

– Cállate, chaval. No te metas en esto.

– ¡No! ¿Habéis raptado a la mujer del príncipe Reyhan y ahora pedís un rescate por ella?

– Bienvenido a los juegos de la gente grande. Tus amigos y tú sois unas nenazas sin agallas, así que tuve que buscarme otra forma de conseguir el dinero -de repente tenía una pistola en la mano-. Vete de aquí o morirás. Tú decides, chico.

Emma estaba tan aturdida que casi se desplomó.

– No le hagas daño -exigió. Tiró del brazo y consiguió soltarse.

– No lo fastidies ahora, cariño -le advirtió Billy-. No dudaré en matarte si es necesario.

– Emma -la voz de Reyhan se oyó más fuerte que la tormenta, que el miedo y que los acelerados latidos de su corazón.

– Suéltala -dijo el joven y cargó contra Billy. Emma supo cuál era la intención del mercenario antes incluso de que actuara. Se arrojó contra él al tiempo que Billy levantaba el arma y lo empujó con fuerza. La pistola cayó al suelo.

El sonido de un disparo desgarró el rugido de la tormenta. De repente aparecieron hombres por todas partes y las balas cruzaron el aire. Emma no sabía dónde esconderse, pero no importaba. Sólo podía pensar en que tenía que llegar hasta Reyhan. Entonces algo grande y pesado chocó contra ella y la lanzó contra el suelo.

El pánico la invadió. No podía respirar. Se retorció con violencia hasta que oyó una voz familiar al oído.

– No te muevas. Estás a salvo. Reyhan. Una alegría inconmensurable la recorrió por todo el cuerpo, a pesar de que seguía en medio de un tiroteo.

Las balas seguían silbando peligrosamente cerca. Hubo gritos de dolor, maldiciones y el aullido del viento. De pronto Reyhan se apartó y tiró de ella para levantarla.

Los dos echaron a correr hacia el camión.

– Billy tiene las llaves -gritó ella-. En el bolsillo de su camisa.

Reyhan no respondió. Rodeó el vehículo y la metió en el asiento del copiloto.

– Agáchate -le ordenó, y desapareció. Emma se escondió debajo del salpicadero rezó como nunca había rezado en su vida. Rezó porque no le pasara nada a Reyhan. Porque nadie más resultara herido. Porque todos salieran vivos de allí.

El tiempo pasó. ¿Horas? ¿Minutos? No estaba segura. Cuando finalmente sólo se oyó el bramido de la tormenta, se arriesgó a mirar por la ventanilla.

Los tres mercenarios habían sido capturados y estaban sentados en el suelo, con los brazos y piernas atados. Varios de los heridos estaban siendo atendidos por hombres que seguramente trabajaban para Reyhan. Un inmenso alivio la inundó, haciéndola sentirse débil y mareada. Habían sobrevivido.

Al cabo de un rato, Reyhan volvió al camión.

– ¿Estás bien? -le preguntó mientras se sentaba junto a ella y arrancaba el motor.

– Sí. ¿Hay…? -Empezó a preguntar, mirando por la ventanilla-. ¿Hay muchos heridos? ¿Y mis guardaespaldas?

– Unos pocos. Uno de los mercenarios recibió un disparo en el brazo. Dos de los rebeldes han sido heridos, así como tres de los hombres de Will. Ninguno grave.

– Bien -tragó saliva-. ¿Ha muerto alguien?

– Uno de los rebeldes. Yo lo conocía, y también a su padre. Sólo tenía diecisiete años.

Parecía cansado y afligido. A Emma le dio un vuelco el estómago.

– Oh, Dios mío… Ha sido por mi culpa.

– No -dijo él, mirándola-. No ha sido culpa tuya. Nadie tomó en serio a esos chicos que querían jugar a ser hombres. Ni siquiera yo. Pensé que sólo estaban jugando y que acabarían madurando. Todos nos equivocamos. Ahora hay que sacarte de aquí.

Emma se había quedado aturdida al enterarse de que había habido un muerto.

– Soy enfermera. Puedo ayudar.

– Todos estarán bien. Los hombres de Will saben cómo prestar los primeros auxilios. Es muy concienzudo. Por eso lo contraté.

Puso el camión en marcha. Emma miró al vacío e intentó asimilar lo que había ocurrido en las últimas horas.

– Siento que me apresaran -dijo-. No quería causar problemas.

– La culpa es mía. No debería haberte permitido venir aquí. Tendría que haber ignorado las órdenes de mi padre.

– Eso es muy difícil. Es el rey. Reyhan agarró el volante con más fuerza.

– Mi padre presupone demasiado y juega con todos nosotros. Este juego podría haberte costado la vida. Jamás podré perdonarlo.

La vehemencia de sus palabras la sorprendió.

– Reyhan, él no lo sabía. Ninguno de nosotros lo sabía.

– Cierto. Pero era una posibilidad. Se comportaba como si ella le importase, no como el hombre que estaba impaciente por divorciarse. Pero estaba demasiado cansada como para pensar.

– Cierra los ojos y duerme un poco -le dijo él.

– No. Quiero permanecer despierta y hacerte compañía durante todo el trayecto -insistió ella. La tormenta se arremolinaba en torno a ellos y hacía casi imposible la visibilidad.

– Conozco el camino.

Emma lo creyó. Aquélla era su tierra, su desierto. Se apoyó contra la puerta y dejó que los ojos se le cerraran. Tal vez se relajara durante unos minutos.


No supo cuánto tiempo permaneció dormida, pero un espeluznante estruendo la despertó de golpe. El camión estaba detenido en lo que parecía la falda de una montaña.

Por un segundo estuvo desorientada, mirando frenética a su alrededor. Entonces vio a Reyhan desplomado sobre el volante y recordó dónde estaba.

¿Se habían salido de la carretera? ¿Por qué Reyhan había conducido entre las rocas? Se desabrochó el cinturón y se inclinó hacia Reyhan para echarlo hacia atrás en el asiento.

– Reyhan -lo llamó, llena de pánico-. ¿Puedes oírme?

Él no respondió.

¿Por qué estaba inconsciente? Empezó a examinarlo en busca de heridas. Primero los hombros, luego los brazos. Deslizó una mano por el costado y la llevó a la espalda, donde sintió humedad. La sangre le cubrió la mano derecha.

– ¡No! -exclamó, angustiada y aterrorizada. El líquido espeso le dijo que llevaba sangrando durante algún rato. La realidad la golpeó con fuerza-. Te han disparado -murmuró sin aliento-. Oh, Dios mío. No puede ser.

Miró a su alrededor. Tenía que llevarlo a algún sitio para examinarlo. Quizá en la parte trasera del camión. Pero sin un botiquín de primeros auxilios, ¿qué podría hacer? Ni siquiera sabía dónde estaban.

Reyhan se movió ligeramente y gimió.

– ¿Reyhan? ¿Puedes oírme? Te han disparado.

Él abrió los ojos.

– No es nada.

– Estás sangrando y te has desmayado.

Él parpadeó unas cuantas veces y miró al frente.

– Estamos en las cuevas.

– Sí, prácticamente estamos dentro de ellas – miró el frontal del vehículo, completamente destrozado- No creo que esto vuelva a andar. ¿Estamos cerca del campamento?

El negó con la cabeza y volvió a gemir.

– Estamos en el Palacio del Desierto. La casa de mi tía. A través de las cuevas. Tenemos que atravesar las cuevas.

Emma no estaba segura de si estaba delirando. Pero si había una casa cerca, tal vez pudiera conseguir ayuda. Salió del camión. La tormenta había amainado un poco, lo suficiente para permitirle ver los alrededores. Estaban en una especie de pequeño cañón, y el camión se había estrellado contra una pared de roca. A la derecha se veía una cueva.

Se giró lentamente y no vio nada. Ni una carretera, ni un edificio, ni un atisbo de vida. Estaban solos en mitad de la nada.

El miedo volvió con toda su fuerza, pero acompañado con una férrea convicción: no permitiría que Reyhan muriese. No podía. Tal vez él no la quisiera, pero ella lo amaba.

Se acercó a la entrada de la cueva. Era inmensa, tan alta como un edificio de dos pisos.

Entonces vio que a la derecha había una pequeña arca. La abrió y encontró linternas, pilas, agua, comida y un botiquín. Cuando se giró hacia el camión soltó un grito. Reyhan estaba apoyado contra las rocas, en la entrada de la cueva. Estaba pálido, temblando y sangraba abundantemente.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó ella, corriendo hacia él-. No te muevas. No puedes perder más sangre.

– Son casi cinco kilómetros de camino -dijo él, señalando el interior de la cueva-. Tendrás que meter el camión en la cueva y ayudarme a caminar.

– No vas a recorrer cinco kilómetros a pie -replicó tila-. Acamparemos aquí hasta que llegue la ayuda.

– Tardarán mucho en llegar, y no tenemos suficientes provisiones.

Emma miró la comida y el agua disponibles y vio que Reyhan tenía razón. En el camión sólo había raciones de emergencia, nada más.

– Cada cosa a su tiempo -dijo-. Tengo que vendarte esa herida. Luego, veremos cómo puedes moverte.

– Tenemos que ponernos en marcha antes de que oscurezca -dijo él-. No tenemos mucho tiempo.

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