Susan Mallery
El jeque y la princesa

Capítulo 1

QUÉ estupidez es ésa de que no quieres ser princesa? -preguntó Cleo.

Zara Paxton hizo caso omiso de su hermana y de la pregunta que acababa de formular. Fuera o no fuera una estupidez, lo único que deseaba en aquel momento era marcharse de allí cuanto antes. A fin de cuentas, le había parecido una mala idea desde el principio.

En ese momento oyeron la voz del guía, que se dirigía a los turistas en una de las visitas guiadas al palacio de Bahania, cuyas paredes estaban cubiertas de mosaicos multicolores; algunas de los pequeños azulejos se habían desprendido durante los ú1timos mil años, pero la mayoría seguía en su sitio y se podía contemplar un bello paisaje marino con una isla en la distancia.

– El mosaico es de principios del siglo XII y es una escena de la isla de Lucas-Surrat. La corona de la isla siempre ha pertenecido a un miembro de la casa real de Bahania.

Cleo bajó la voz e insistió:

– ¿Cómo es posible que no quieras? Vamos, Zara, deberías probarlo al menos…

– Para ti es fácil de decir. No se trata de tu vida.

– Ojalá se tratara de mí. Me encantaría descubrir que soy hija de un miembro de la realeza.

Zara empujó a su hermana para que siguiera adelante y echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que nadie las había oído. Sin embargo, los demás estaban más interesados en las explicaciones del guía que en la conversación de las dos mujeres.

La tomó del brazo, se la llevó a un aparte y sólo entonces se detuvo.

– No insistas, Cleo. Además, ni siquiera sé si eso es cierto… Sólo tengo unas cuantas cartas y no significan necesariamente que el rey sea mi padre.

Cleo no parecía muy convencida.

Si no crees que existe la posibilidad, ¿qué diablos estamos haciendo aquí? -preguntó.

Zara no supo qué contestar. Habían decidido sumarse a la visita guiada del famoso palacio real de Bahania por una pequeña diferencia de criterios entre las dos hermanas. Cleo quería que se presentaran en la puerta principal y exigieran que les dejaran entrar, sin más. Pero Zara, más razonable, optó por una aproximación sutil: sumarse al grupo, echar un vistazo al lugar y aprovechar la ocasión para hacerse una idea de lo que podía esperar.

La decisión de viajar a Bahania había sido repentina e impulsiva; pero ahora que estaba allí, no tenía más remedio que aclarar sus ideas y decidir lo que quería hacer.

– Me estás volviendo loca -dijo Cleo, en voz baja-. Llevas toda la vida deseando saber quién es tu padre. Y cuando por fin consigues información al respecto, te asustas.

Zara negó con la cabeza.

– Es mucho más complicado, Cleo. Yo pensaba que mamá se había quedado embarazada de mí en alguna escapada con un hombre casado o algo así y que por eso no quería hablar de é1. Pero si resulta que mi padre es el rey de este país… Eso cambia las cosas. No sé si quiero formar parte de esto.

Cleo la miró con impaciencia.

– Pues me sigue pareciendo una estupidez. Es tu oportunidad de vivir un cuento de hadas, Zara. ¿Cuántas personas tienen ocasión de convertirse en princesas? ¿Cómo es posible que no estés pegando saltos de alegría?

– Mira, yo…

– ¡Princesa Sabra! No sabía que ya había llegado…

Las dos mujeres se volvieron hacia el hombre que caminaba hacia ellas. Era delgado, de treinta y tantos años, y llevaba una especie de uniforme.

– Me dijeron que llegaría en cualquier momento y la estaba esperando, pero es obvio que no la he visto entrar -dijo, mientras se detenía ante ellas y hacia una reverencia-. Le ruego que acepte mis disculpas.

Zara parpadeó.

– Perdone, pero no sé de qué me está hablando. Yo no soy…

– Llevo poco tiempo en este cargo -continuó el hombre, sin hacer caso del comentario de Zara. Por favor, no se enfade conmigo. Síganme.

Antes de que Zara pudiera protestar, el hombre la tomó del brazo y la llevó por un largo corredor, lejos del grupo de turistas. Cleo los siguió a corta distancia.

– ¿Zara? ¿Qué sucede? -preguntó su hermana.

– No tengo ni idea…

Zara intentó librarse del desconocido, pero no pudo.

– Mire, está cometiendo un error -continuó-. No soy quien cree que soy. Sólo somos turistas…

El hombre la miró con desaprobación.

– Sí, princesa. Pero si quería conocer el palacio podría habérselo pedido a su padre, que la está esperando.

Zara se estremeció al oír la mención de su padre. Todo aquello le daba mala espina.

Giraron a la derecha y después a la izquierda. Como estaba muy preocupada, apenas prestó atención a las grandes salas, los preciosos suelos, las estatuas y los cuadros que iban dejando atrás, con alguna vista ocasional del mar Arábigo. Siguieron caminando hasta llegar a una habitación de forma oval donde había media docena de personas.

Entonces, el hombre se detuvo, le soltó el brazo y anunció:

– He encontrado a la princesa Sabra.

Todo el mundo se giró para mirarla. La conversación ceso y Zara pensó, en mitad del repentino silencio, que estaba a punto de pasar algo malo.

Por desgracia, acertó.

Un hombre gritó entonces que eran impostoras. Varios individuos corrieron hacia ellas, y antes de que pudiera reaccionar, uno la empujó y la tiró al duro suelo, dejándola sin aliento.

Se había dado un buen golpe y estaba mareada, pero aquello era poca cosa frente a la pistola con la que le apuntaban a la cabeza.

– ¡Hable!

Zara quiso obedecer, pero no podía respirar. El pánico bastó para que su mareo desapareciera de inmediato e intentó tranquilizarse. Sin embargo, se sentía paralizada. Su cuerpo no respondía y tardó unos segundos en comprender que aquella parálisis no se debía ni al golpe ni al miedo, sino al enorme y enfadado individuo, de ojos azules inmensamente fríos, que la aplastaba contra el suelo.

El azul siempre había sido su color preferido, el color del mar y del cielo. Pero los ojos de aquel hombre no tenían calor alguno.

– Hable -repitió el desconocido- ¿Quién es usted?

– Zara Paxton -respondió por fin.

La presión de la pistola en la sien se incrementó.

– ¿Va a dispararme? -preguntó, asustada.

Zara se había informado bien sobre Bahania y pensaba que era un país tranquilo y sin peligro alguno para los turistas. Pero al parecer, se habla equivocado.

– ¿Qué está haciendo aquí? -preguntó él.

– Mi hermana y yo estábamos en la visita guiada al palacio, pero un hombre se ha dirigido a nosotras y ha insistido en que lo siguiéramos -explicó.

Los ojos azules siguieron clavados en ella, casi como si pudiera adivinar sus pensamientos. El hombre llevaba una túnica, típica de la zona, pero era de rasgos anglosajones. Se había tumbado sobre ella y le había puesto una mano en el cuello, de modo que debía sentir, claramente, los acelerados latidos de su corazón.

– Lo siento – acertó a decir Zara.

– Yo también.

Entonces, se apartó de ella y Zara se levantó lentamente. Todos seguían mirándola y dos guardias habían apresado a Cleo, pero la soltaron de inmediato ante una orden del hombre de ojos azules.

– ¿Qué va a pasar ahora, señor…?

– Rafe Stryker -respondió él.

El desconocido dio unas cuantas órdenes en árabe y el resto de las personas desapareció.

– Vengan conmigo -dijo.

Zara consideró la posibilidad de huir, pero estaba en un país que no conocía y ni siquiera habría sido capaz de encontrar la salida del palacio, así que miró a Cleo, que se encogió de hombros, y decidieron seguirlo. Además, los guardias se habían marchado y supuso que no las arrestarían.

Las llevó a un pequeño despacho. Después, las invitó a tomar asiento y él se acomodó en una butaca, al otro lado del escritorio.

– Parece que ha habido un malentendido -dijo Zara tras un incómodo silencio de varios segundos-. Mi hermana y yo estábamos en el grupo de la visita guiada cuando ese hombre se ha empeñado en que lo siguiéramos. Y ahora, usted y sus guardias nos atacan… Me gustaría saber qué está pasando.

Rafe Stryker se frotó las sienes.

– Eso me gustaría saber. ¿Llevan algún tipo de identificación?

Zara y Cleo se miraron. Ninguna de las dos sabía si debían darle sus pasaportes a aquel tipo.

– Pueden confiar en mí -dijo Rafe-. Sus pasaportes no saldrán de este despacho. Sólo quiero comprobarlos y hacer un par de llamadas telefónicas.

– No creo que tengamos otra opción… -comentó Cleo.

Zara asintió. El viaje a Bahania le había provocado todo tipo de dudas desde el principio, pero jamás habría imaginado que la iban a atacar en el palacio. En cualquier caso, le dieron los pasaportes. Rafe los tomó e hizo varias llamadas, como había asegurado.

Cinco minutos más tarde apareció una joven con una bandeja con bebidas y canapés. La mujer sonrió y dejó la bandeja en una mesita, junto a la ventana. Después, y sin decir una sola palabra, hizo una reverencia y salió de la habitación.

Cleo, que siempre estaba hambrienta, miró a su hermana y preguntó en voz baja:

– ¿Crees que la comida estará envenenada?

– Bueno, empiezo a pensar que nos hemos metido en una mala película de espías, pero dudo que se hayan tomado la molestia de envenenar la comida -respondió.

Cleo se encogió de hombros, tomó uno de los vasos y echó un trago.

– Mmm. Es limonada. Y está muy buena.

La boca se le hizo agua a Zara, que rápidamente la imitó. Después, y mientras Cleo devoraba un canapé, aprovechó la ocasión para estudiar el pequeño despacho y a su captor.

El despacho estaba decorado de forma moderna y tenia un ordenador y un fax. La única ventana daba a un jardín lleno de flores y árboles frutales, y a diferencia de las salas del palacio que habían visto, el suelo no era de mármol sino de linóleo.

Entonces, observó al hombre que seguía hablando por teléfono. Como llevaba una túnica, no podía adivinar gran cosa de su cuerpo; pero había notado su fuerza cuando la inmovilizó en el suelo. Tenía un ligero acento que denotaba su origen estadounidense y lucía un bonito moreno.

Sintió curiosidad y se preguntó qué estaría haciendo allí y por qué se dedicaba a apuntar con su pistola a los turistas.

En ese momento, como si hubiera notado la atención de la mujer, Rafe se volvió hacia ella. Zara se ruborizó y quiso apartar la mirada, pero no lo hizo. Era como si estuviera hechizada. Sólo pudo pensar en la sensación de haber sentido todo su peso sobre el cuerpo.

Sin embargo, la expresión de Rafe era tan fría y distante que no notó reacción alguna por su parte. Al cabo de unos segundos, é1 colgó el teléfono y ella tuvo la impresión de que acababa de librarla del hechizo. Se sentía expuesta, casi desnuda.

– ¿Qué hace una profesora de colegio como tú en un lugar como Bahania? -preguntó Rafe, tuteándola.

– No soy profesora de colegio, sino de universidad.

El se encogió de hombros, como si no entendiera qué diferencia había entre las dos cosas, y Cleo decidió intervenir.

– Zara se tuvo que esforzar mucho para conseguir ese empleo, así que será mejor que la trates con respeto -dijo, sin dejar de devorar canapés.

Rafe la miró y la rubia hermana de Zara retrocedió un paso.

– Lo digo en serio -continuó Cleo, a pesar de ello-. Además, es muy posible que su padre sea el rey. Y supongo que no querrás molestar al rey, ¿verdad?

– ¿E1 rey Hassan es tu padre?

Rafe lo preguntó en tono de burla y Zara decidió que había llegado el momento de poner las cosas en su sitio.

Dejó la limonada a un lado, se puso muy derecha y dijo:

– Mi hermana y yo somos ciudadanas de otro país que estaban visitando tranquilamente el palacio. Por razones que nadie nos ha explicado todavía, nos apartaron de nuestro grupo, nos atacaron y nos han quitado nuestros pasaportes. Exijo que nos los devuelvas inmediatamente y que nos acompañen a la salida.

Cleo frunció el ceño.

– ¡Zara! ¿Y qué pasa con el rey?

– Olvídate ahora de eso. No es el momento más oportuno.

Para sorpresa de las dos mujeres, Rafe Stryker les devolvió entonces los pasaportes. Pero no hizo ademán alguno de estar dispuesto a permitir que se marcharan.

– ¿Podemos irnos? -preguntó Zara.

– No hasta que haya oído toda la historia.

– No hay nada que contar.

– No es verdad, está el asunto de las cartas -intervino Cleo-. Son cartas escritas por el rey Hassan a la madre de Zara.

Rafe observó detenidamente a las dos mujeres. Cleo era baja y rubia, obviamente más joven que Zara, y tenía un cuerpo tan exuberante que muchos hombres se habrían vuelto locos por ella. Pero a él no le llamó la atención. Estaba más interesado en la alta morena que afirmaba ser hija de un rey.

Comprendía que el guardia la hubiera confundido con la princesa Sabra, porque se parecía enormemente a ella y tenían más o menos la misma altura. Las dos eran de grandes ojos marrones y de rasgos similares, pero aquella mujer llevaba gafas y la princesa no usaba. Además, había otro detalle que no le había pasado desapercibido: Sabra nunca había despertado en él ningún interés, sin embargo, el corto contacto físico que había tenido con Zara lo había dejado intrigado.

Zara suspiró entonces, abrió su bolso y sacó un fajo de cartas.

– Mi madre nunca me dijo quién era mi padre. No tenía fotografías ni pertenencias suyas y ni siquiera hablaba sobre el tiempo que habían pasado juntos. Supuse que habría sido una aventura pasajera, tal vez con un hombre casado, pero nunca imaginé nada parecido… -explicó-. Mi madre era bailarina, ¿sabes? Y una mujer preciosa. Así que los hombres siempre andaban detrás de ella.

Zara se detuvo un momento antes de continuar.

– Mi madre también tenía algunas joyas, aunque fue vendiéndolas casi todas, con el paso de los años, para sobrevivir. Murió hace ocho años y supuse que la historia de mi padre también había muerto con ella, pero…

– ¿Por qué habéis venido? -preguntó él.

– Hace unos meses, un abogado me envió una factura y me quedé extrañada porque no lo conocía. Fui a verlo y resultó ser el abogado de mi madre, que tenía esas cartas y otras pertenencias suyas. Cuando leí las cartas, comprendí que…

– Que podías ser la hija del rey – la interrumpió él-. ¿Puedo verlas?

Zara negó con la cabeza.

– No. Y ahora, nos gustaría volver a nuestro hotel y olvidar lo sucedido.

– Pero, ¿qué estás diciendo? -protestó Cleo.

Zara hizo caso omiso.

– Esto ha sido un error. No quiero seguir aquí ni un segundo más- ¿Podrías indicarnos la salida?

Rafe consideró las opciones. Cabía la posibilidad de que aquella mujer hubiera renunciado a su plan original o de que quisiera tiempo para inventarse algo mejor, pero también era posible que tuviera intención de dirigirse a los medios de comunicación para organizar un escándalo. En cualquier caso, decidió que sería mejor no perderla de vista.

– ¿Qué os parece si os acompaño personalmente al hotel? Será una forma de excusarme por lo sucedido.

– Limítate a indicarnos la salida y nos marcharemos.

– Debo insistir en acompañaros.

Zara no parecía muy contenta con la idea, pero asintió de todos modos. Entonces, Rafe les pidió que esperaran allí porque tenía que cambiarse de ropa y aseguró que volvería en diez minutos.


– ¿Se puede saber qué estás haciendo? -preguntó Cleo cuando se quedaron a solas- ¿Por qué quieres volver al hotel? Esta es tu oportunidad de conocer al rey…

Zara dejó su limonada sobre la mesa y caminó hasta la ventana.

– ¿Es que no te has dado cuenta todavía? Por la forma en que nos mira, es evidente que cree que somos un par de busconas que se han presentado aquí para sacar dinero.

– Bueno, eso forma parte del papel de una princesa…

– Estoy hablando en serio. No nos cree. Piensa que intentamos extorsionar el rey o algo parecido.

Zara se cruzó de brazos. Había pensado mucho en el viaje a Bahania y había considerado con detenimiento las distintas posibilidades. Estaba preparada para que el rey le dijera que no era su hija, para que no quisiera aceptarla o incluso para que la tomara por loca. Pero no para que alguien pensara que se había presentado en el país por dinero.

– ¿Por qué no se enamoró mamá de un banquero o de un ejecutivo? ¿Por qué tuvo que acostarse con el rey de Bahania?

Cleo no respondió. Resultaba evidente que no entendía la actitud de Zara.

En ese instante se abrió la puerta y reapareció Rafe, que preguntó:

– ¿Estáis preparadas?

Zara se quedó sin habla. Rafe ya le había parecido un hombre atractivo, pero en aquel momento, vestido con un traje muy elegante, le resultó absolutamente arrebatador.

Se había quitado el típico tocado de los países del Golfo Pérsico y ahora podía ver su cabello rubio, muy corto, severo y sexy a la vez. Su mandíbula era fuerte; su boca, perfecta; y aunque sus ojos resultaban tan fríos como antes, su mirada la estremeció de un modo indudablemente cálido.

Nunca se había sentido así ante ningún hombre. Estaba paralizada, incapaz de moverse e incluso incapaz de pensar.

Había viajado hasta el otro extremo del mundo para hablar con un hombre que podía ser su padre. Pero en el corto espacio de una hora, había cambiado varias veces de opinión, la habían tirado al suelo, la habían apuntado con una pistola, habían insinuado que era una cazafortunas e incluso se había quedado sin aliento ante un desconocido.

Y ni siquiera era mediodía.

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