El almuerzo resultó justamente como Charlotte se había imaginado que sería.
Pesado. Aburrido.
No demasiado insoportable. La comida era bastante buena, después de todo. Pero definitivamente aburrido.
Llenó su plato de jamón y chocolate (apenas podía creer que su madre lo hubiera servido a la vez, y sencillamente, tuvo que servirse una porción de cada en honor al vizconde) y encontró una silla en la esquina, donde esperaba que nadie la molestaría.
Y nadie lo hizo, por lo menos, hasta el final, cuando Lydia se deslizo en la silla contigua a la suya.
“Necesito hablar contigo,” dijo Lydia en un áspero susurro.
Charlotte miro hacia la derecha y luego hacia la izquierda, intentando discernir por qué Lydia sentía la necesidad de anunciárselo.”Entonces habla,” dijo.
“Aquí no. En privado.”
Charlotte masticó el ultimo trozo de bizcocho de chocolate y tragó.
“Te será difícil encontrar un lugar más privado,” le comentó.
Lydia la miró visiblemente molesta. “Espérame en tu habitación en cinco minutos.”
Charlotte echo un vistazo hacia los invitados con expresión dudosa. “¿Realmente piensas que vas a poder escapar de aquí en cinco minutos? Mamá parece como si se estuviera felicitando a si misma, y dudo que te permita…”
“Estaré allí,” le aseguro Lydia. “Créeme. Vete ahora, no sea que alguien nos vea marcharnos juntas.”
Eso era más de lo que Charlotte podía dejar pasar sin un comentario. “Verdaderamente Lydia,” dijo, “somos hermanas. Dudo mucho que alguien comente nada si salimos juntas de la habitación.”
“Da igual,” dijo Lydia.
Charlotte decidió no preguntar por qué daba igual. Lydia tendía a asumir cierto aire de teatral dramatismo cuando se le metía en la cabeza que estaba hablando de algo importante, y Charlotte hacia tiempo que había decidido que era mejor no preguntarle por sus enrevesados pensamientos. “Muy bien,” le dijo, depositando su plato en la silla vacía que había al otro lado. “Allí estaré.”
“Bien,” dijo Lydia, mirando furtivamente alrededor. “Y ni una palabra a nadie.”
“¡Por el amor del cielo!,” murmuró Charlotte cuando pensó que Lydia ya no podía oírla. “¿A quién se lo voy a decir?”
“¡Oh, milord!”, dijo Charlotte con voz parecida a un graznido. “¡Qué sorpresa encontrarlo aquí!.”
Ned echó un lento vistazo alrededor del vestíbulo. ¿No acababa de despedirse de ella, justo allí, hacía apenas una hora? “Es una extraña coincidencia,” se sintió obligado a admitir.
“Er, sí,” contestó ella, “pero como hasta ahora nuestros caminos no se habían cruzado dos veces en un día, parece una coincidencia extraordinaria.”
“En efecto,” dijo, aunque pensó que no era extraordinario en absoluto. Entonces hizo un ademán hacia la mujer que se encontraba a su lado. “Permítame presentarle a mi hermana, Lady Blackwood. Belle, la señorita Thornton. Es la hermana menor de Lydia,” le explicó a Belle.
“Ya hemos sido presentadas,” le contesto Belle con una amable sonrisa, “aunque nunca hemos tenido la oportunidad de intercambiar unas palabras, con excepción de los saludos de rigor.”
“Estoy encantada de ampliar nuestra relación, Lady Blackwood, “dijo Charlotte.
“Por favor, llámame Belle. Seremos hermanas en sólo unos pocos días.”
Ella asintió. “Entonces, yo soy Charlotte.”
“Encontré a Charlotte esta mañana temprano,” dijo Ned, no muy seguro de por qué ofrecía esa información.
“¿No conocías a la hermana de Lydia anteriormente?” preguntó Belle sorprendida.
“Sí, por supuesto,” dijo él. “Sólo he dicho que me tropecé con ella afuera“
“Me había torcido el tobillo,” dijo Charlotte. “Fue una ayuda providencial.”
“¿Cómo está su tobillo?” pregunto Ned. “No debería caminar.”
“No lo hago. Yo…“
“¿Cojea?”
Ella le dirigió una sonrisa culpable. “Sí.”
“La encontré afuera, en los campos,” dijo Ned, dirigiendo su explicación a su hermana, pero sin mirar realmente hacia ella. “Estaba escapando de la muchedumbre“
“Igual que yo,” intercalo Charlotte. “Pero yo había salido a caminar“
“Uno de los mozos le dio su yegua a una huésped,” aclaró Ned. “¿Puedes creerlo?”
“Mi madre le había dado permiso para hacerlo,” explico Charlotte haciendo girar sus ojos.
“Aun así.”
Charlotte asintió conforme. “Aun así.”
Belle los interrumpió a ambos. “¿Os dais cuenta de que os finalizáis las frases el uno al otro?”
“No, no lo hacemos,” dijo Charlotte, justo cuando Ned iba a contestar desdeñosamente. “Sería absurdo. Sólo hablamos un poco rápido“
“Sin hacerte caso,” intercaló Ned.
“Pero no nos finalizamos las frases,” añadió Charlotte.
“Bien, pues acabáis de hacerlo de nuevo,” dijo Belle.
Charlotte le respondió únicamente poniendo los ojos en blanco. “Estoy segura de que se equivoca,” murmuró.
“Pues yo estoy segura de que no,” replico Belle, que la oyó. “Pero es muy significativo.”
Un incomodo silencio descendió sobre el grupo, hasta que Charlotte carraspeó y dijo. “Tengo que irme, me temo. Tengo que encontrarme con Lydia en mi habitación.”
“Preséntele mis respetos,” dijo Ned, suavemente, preguntándose porque ella había hecho una mueca cuando les dijo que se iba a encontrar con Lydia.
“Lo haré,” dijo ella, y sus mejillas se tornaron levemente sonrojadas.
Ned arrugó la frente perdido en sus pensamientos. ¿Estaba Charlotte mintiendo acerca de ir arriba a encontrarse con Lydia? Y si no mentía, ¿por qué se había sonrojado? ¿Qué secreto podía poseer ella que posiblemente lo afectara?
“Tenga cuidado con el tobillo,” le dijo. “Puede que debiera apoyarlo en alto cuando llegue a su habitación.”
“Una idea excelente,” dijo ella, asintiendo con la cabeza. “Gracias.”
Y con esto, torció la esquina y desapareció de su vista.
“Bien, esto ha sido interesante,” dijo Belle, cuando Charlotte estaba obviamente fuera de su vista.
“¿Qué ha sido interesante?” pregunto Ned.
“Esto. Ella. Charlotte.”
Ned la miró fijamente sin comprender. “Sólo hablo ingles, Belle.”
Ella movió la cabeza en dirección por donde Charlotte había desaparecido. “Ella es con quien deberías casarte.”
“¡Oh, Dios! Belle no empieces.”
“No empiezo. Sólo he dicho…”
“No quiero saber lo que has dicho,” la interrumpió bruscamente.
Ella le echó un vistazo y luego miró furtivamente alrededor. “No podemos hablar aquí,” le dijo.
“No vamos a hablar en ningún sitio.”
“Sí lo vamos a hacer,” replicó ella, tirando de él hacia una salita próxima. Después de cerrar la puerta, dirigió hacia él toda la fuerza de su preocupación fraternal. “Ned, tienes que escucharme. No puedes casarte con Lydia Thornton. Ella no es adecuada para ti.”
“Lydia es perfectamente aceptable,” le contestó cortantemente.
“¿Oyes lo que estás diciendo?”, estalló ella. “¿Perfectamente aceptable? Tu no quieres casarte con alguien perfectamente aceptable, Ned. Tu quieres casarte con alguien que haga que tu corazón cante, alguien que haga que sonrías cuando ella entre en una habitación. Créeme. Te conozco.”
Ned lo sabía. Belle y su marido se amaban el uno al otro con una devoción tan fiera, que hacía que le dieran nauseas cuando los contemplaba, pero de alguna manera, Ned siempre había esperado encontrar la misma pasión y bienestar.
Hasta ahora, cuando estaba empezando a sentirse -buen Dios- celoso de ellos.
Lo cual, por supuesto, sólo sirvió para ponerlo de un terrible mal humor.
“Ned,” insistió Belle, ¿me escuchas?”
“Muy bien, entonces,” le respondió bruscamente, incapaz de evitar que su asqueroso mal humor se descargara sobre su hermana. “Dime cómo voy a conseguirlo. ¿Se supone que debo romper el compromiso tres días antes de la boda?”
Belle no le contestó, aunque sus ojos centellearon; Ned no estaba loco. El cerebro de su hermana estaba trabajando tan rápido que estaba sorprendido de no ver vapor saliendo de sus oídos. Si había una forma de romper el compromiso tres días antes de la boda, Ned estaba seguro que de Belle la encontraría.
Ella permaneció en silencio tanto rato, que Ned pensó que por el momento la conversación había terminado. “Si eso era todo, entonces…,” dijo, caminando hacia la puerta.
“¡Espera!”
Dejo escapar un cansado gemido. Realmente había sido esperar demasiado.
“¿Te das cuenta de lo que has dicho?”, le preguntó Belle poniendo su mano sobre su brazo.
“No,” contesto escuetamente, esperando que finalmente ése fuera el fin de la conversación.
“Me has preguntado como podrías escapar de tu matrimonio. ¿Sabes lo que eso significa? Significa que quieres escapar de él,” terminó ella, sonriendo demasiado satisfecha, en opinión de Ned.
“No significa nada, al fin y al cabo,” contestó él con brusquedad. “No todos podemos ser tan afortunados de casarnos por amor, Belle. Tengo casi treinta años. Si no me he enamorado ya, es que no va a suceder. Y no me estoy haciendo más joven.”
“Tampoco tienes un pie en la tumba,” se burló ella.
“Voy a casarme dentro de tres días, “ dijo él en tono bajo. “Tendrás que acostumbrarte a la idea.”
“¿Realmente la tierra lo merece?” preguntó Belle, su suave tono de voz más poderoso que cualquier grito que le hubiese dirigido jamás. “Veinte acres, Ned. Veinte acres a cambio de tu vida.”
“Voy a fingir que no has dicho eso,” le respondió envaradamente.
“No intentes engañarte pensando que esto es algo más que el más mercenario de los propósitos”, le dijo Belle.
“Y si lo fuera,” le contesto Ned, “¿sería diferente de la mayoría de nuestra clase?”
“No,” accedió ella, “pero es muy diferente para ti. Esto no es bueno, Ned. No para ti.”
El le dirigió una insolente mirada. “¿Puedo marcharme ya? ¿Ha concluido nuestra entrevista?”
“Te mereces algo mejor que esto, Ned,” susurró ella. “Tú piensas que no, pero yo sé que sí.”
El tragó con dificultad, su garganta repentinamente seca y obstruida. Sabía que ella tenía razón, y lo odiaba. “Voy a casarme con Lydia Thornton,” dijo, apenas capaz de reconocer su voz. “Tomé mi decisión hace meses y la mantendré.”
Belle cerró los ojos un momento y cuando los volvió a abrir estaban tristes y cuajados de lágrimas. “Vas a arruinar tu vida.”
“No,” dijo Ned, bruscamente, incapaz de soportar la conversación ni un minuto más. “Lo que voy a hacer es abandonar la habitación.”
Pero cuando llegó al vestíbulo no sabía adonde iba.
Era una sensación que últimamente tenía bastante a menudo.
“¿Qué te ha hecho tardar tanto?”
Charlotte se sorprendió en cuanto entró en su habitación. Lydia ya estaba allí, paseando como un gato enjaulado.
“Bueno,” dijo Charlotte, “me torcí el tobillo esta mañana, temprano y no puedo caminar muy rápido. Y…” Se detuvo. Mejor no mencionar a Lydia que se había detenido a hablar con el vizconde y su hermana. Porque accidentalmente había mencionado que iba a reunirse con Lydia, y ésta le había pedido explícitamente que no se lo dijera a nadie.
No es que Charlotte entendiera porque era peligroso que alguien lo supiera. Pero tampoco Lydia parecía estar de muy buen humor. Charlotte no vio ninguna razón para molestarla aun más.
“¿Cómo está de perjudicado?” exigió Lydia.
“¿Cómo está de perjudicado quien?”
“Tu tobillo.”
Charlotte se miró los pies, como si hubiera olvidado que estaban allí aún. “No demasiado mal, creo. Supongo que por ahora no podré ganar ninguna carrera, pero no creo que vaya a necesitar bastón.”
“Bien,” Lydia comenzó a caminar de nuevo, sus ojos grises, muy parecidos a los de Charlotte, brillaban con excitación. “Porque necesito tu ayuda, y no puedo tenerte herida.”
“¿De qué estás hablando?”
La voz de Lydia bajo hasta convertirse en un susurro. “Voy a fugarme.”
“¿Con el vizconde?”
“No, con el vizconde no, estás boba. Con Rupert.”
“¡Rupert!” exclamó Charlotte casi gritando.
“¿Puedes bajar la voz?” siseó Lydia.
“Lydia, ¿estás loca?”
“Loca de amor.”
“¿Con Rupert?” volvió a preguntar Charlotte, incapaz de evitar la nota de incredulidad de su voz.
Lydia le lanzó una afrentada mirada. “El es, ciertamente, más merecedor que el vizconde.”
Charlotte recordó a Rupert Marchbanks. De cabello dorado, auto denominado erudito, y había vivido durante años cerca de su familia. No había nada malo en Rupert Marchbanks, si una prefería un hombre de tipo melancólico.
Del tipo melancólico que hablaba sin parar, si eso existía. Charlotte hizo una mueca. Tal tipo existía, ciertamente, y su nombre era Rupert Marchbanks. La última vez que habían coincidido Charlotte había fingido dolor de cabeza para escapar de su interminable cháchara acerca de su nuevo volumen de poesía.
Ella había intentando leer sus poemas. Le parecía lo más cortés después de todo, dado que eran vecinos. Pero tras un rato de lectura, simplemente tuvo que abandonar. “Amor” siempre rimaba con “rubor” (como si las enamoradas estuvieran perpetuamente sonrojadas), y “mío” rimaba tan a menudo con “rocío” que a Charlotte le daban ganas de coger a Rupert por las orejas y gritarle: “frío, brío,…!!! Dios bendito, incluso “pío” hubiera sido preferible. Sin duda la poesía de Rupert seguramente mejoraría con un pájaro o dos.
Pero Lydia lo había considerado siempre como un gran partido, y, de hecho, Charlotte, la había oído describirlo como “la Brillantez personificada” en más de una ocasión.
En retrospectiva, Charlotte podría haber notado lo que estaba ocurriendo, pero, en verdad, ella encontraba a Rupert un tanto ridículo, así que le resultaba difícil imaginar que cualquier mujer que lo conociera pudiera enamorarse de él.
“Lydia,” dijo, intentando mantener un tono de voz razonable, “¿cómo es posible que prefieras a Rupert antes que al vizconde?”
“¿Qué sabes tú?” replicó Lydia. “Tú no conoces al vizconde. Y ciertamente,” agregó con un arrogante resoplido, “ no conoces a Rupert.”
“Sé que escribe unos poemas terribles,” murmuró Charlotte.
“¿Qué has dicho?” demando Lydia.
“Nada,” dijo Charlotte rápidamente, impaciente por evitar esa conversación. “Sólo que finalmente tuve hoy la ocasión de charlar con el vizconde y me pareció un hombre muy sensato.”
“El es horrible,”, dijo Lydia, arrojándose sobre la cama de Charlotte.
Charlotte puso los ojos en blanco. “Por favor, Lydia, sin histerismos. El no es tan terrible.”
“El nunca ha recitado poesía para mí, ni una vez.”
Lo que a Charlotte le parecía un punto a su favor, y no en su contra. “¿Y ése es todo el problema?”
“Charlotte, nunca podrás entenderlo. Eres demasiado joven.”
“¡Sólo soy once meses menor que tú!”
“En años quizás,” dijo Lydia con un dramático suspiro. “Pero en experiencia, décadas.”
“¡En meses!” casi gritó Charlotte.
Lydia posó una mano sobre su corazón. “Charlotte, no deseo reñir contigo.”
“Entonces deja de hablar como una demente. ¡Estás prometida y vas a casarte! En tres días. ¡Tres días!” Charlotte elevó las manos en un gesto de desesperación. “No puedes fugarte con Rupert Marchbanks.”
Lydia se sentó tan rápidamente que Charlotte se sintió mareada.
“Puedo,” dijo, “y lo haré. Con tu ayuda o sin ella.”
“Lydia…”
“Si tú no me ayudas se lo pediré a Caroline,” le advirtió Lydia.
“Oh, no harás eso,” gimió Charlotte. “Por el amor del cielo, Lydia, Caroline sólo tiene quince años. No es justo meterla en algo como esto.”
“Si tú no quieres hacerlo, no tengo otra opción.”
“Lydia, ¿por qué aceptaste al vizconde si te disgusta tanto?”
Lydia abrió la boca para replicar, pero no dijo nada. Y una poco característica expresión pensativa cruzó su rostro. Por una vez había dejado de dramatizar con motivo de su matrimonio. Por una vez, no seguía con lo del amor y el romance y la poesía y las tiernas emociones. Y cuando Charlotte la miró, todo lo que vio, fue a su querida hermana, con la que había compartido la niñez, toda su vida.
“No lo sé,” dijo Lydia finalmente, la suavidad de su voz teñida de pesar. “Supongo que pensé que era lo que estaba esperando. Nadie pensó que yo recibiría una proposición de matrimonio de un aristócrata. Mamá y papá estaban muy emocionados por ello. El es bastante aceptable, ya sabes.”
“Lo supongo,” dijo Charlotte, puesto que ella no tenía experiencia de primera mano en el mercado matrimonial. Al contrario que Lydia, ella nunca tuvo una temporada en Londres. Simplemente no había dinero. Pero no le había importado. Ella había pasado hasta ahora toda su vida en el suroeste de Derbyshire, y esperaba pasar el resto también allí. Los Thornton estaban siempre bordeando la bancarrota, pero se las arreglaban para arañar de un sitio y tapar los huecos de otro. La señora Thornton decía siempre que era muy caro mantener las apariencias. Charlotte pensaba que era un milagro que nunca hubieran tenido que vender la parcela de tierras que habían servido como dote de Lydia.
Pero a Charlotte no le importaba no haber tenido su temporada en Londres. La única forma en que habrían podido costeársela, era vendiendo hasta el último caballo de los establos, lo cual su padre no estaba dispuesto a hacer (y la verdad era que Charlotte tampoco; estaba demasiado encariñada con su yegua para cambiarla por un par de elegantes vestidos). Además, a los veintiún años no era considerada como demasiado vieja para casarse, al menos no en esta parte de Inglaterra y ciertamente ella no se sentía como una solterona. Una vez que Lydia se casara y se marchara de casa, Charlotte estaba segura de que sus padres dirigirían su atención a ella.
Aunque no estaba muy segura de que eso fuera algo bueno.
“Y además, es muy bien parecido,” le concedió Lydia.
Mucho más que Rupert, pensó Charlotte, pero se lo guardó para sí misma.
“Y es riquísimo,” dijo Lydia con un suspiro. “No soy una mercenaria…”
Obviamente no, si planeaba fugarse con Rupert, “el Pobretón”.
“…pero es difícil rechazar a un hombre que va a proporcionarles a las hermanas menores de una presentaciones en sociedad y dotes para casarse.”
Los ojos de Charlotte se agrandaron considerablemente. “¿Eso iba a hacer?”
Lydia afirmó con la cabeza. “El no dijo tanto, pero el coste sería una miseria para él, y le dijo a papá que se aseguraría de que los Thornton estuvieran bien provistos. Lo cual te incluía a ti, ¿no? Tú eres igual de Thornton que yo.
Charlotte se hundió en la silla del escritorio. No tenía ni idea de que Lydia hubiera estado haciendo ese sacrificio en su favor. Y en el de Caroline y Georgia, por supuesto. Cuatro hijas por casar eran una enorme carga para el presupuesto de la familia Thornton.
Entonces a Charlotte se le ocurrió un desagradable pensamiento. ¿Quién estaba pagando las festividades de la boda? El vizconde, suponía ella, pero no podían esperar que siguiera haciéndolo si Lydia iba a dejarlo plantado. ¿Le habría concedido ya fondos a su familia para los gastos, o estaría su madre haciéndose cargo de todos los (excesivamente caros) arreglos, en el entendimiento de que Lord Burwick se los reembolsaría?
Lo cual, ciertamente, no haría después de ser plantado por Lydia en el altar.
¡Dios bendito, qué lío!
“Lydia,” dijo Charlotte con renovada urgencia, “debes casarte con el vizconde. Debes hacerlo.” Y se dijo a si misma que no se lo decía por salvar su pellejo o el de su familia. Honestamente creía que de los dos pretendientes de Lydia, Ned Blyton era el mejor. Rupert no estaba mal. El nunca haría nada que lastimara a Lydia. Pero gastaba el dinero alegremente (dinero que no tenía), y siempre estaba hablando de cosas como los elevados sentimientos o la metafísica.
La verdad, es que, a menudo, le era difícil escucharlo sin ponerse a reír.
Ned, por otro lado, parecía sólido y de confianza. Hermoso e inteligente, con un ingenio agudo, y cuando hablaba, lo hacia sobre temas verdaderamente interesantes. El era todo lo que una mujer podía desear en un marido, al menos en opinión de Charlotte. Por que Lydia no podía verlo así, era algo que ella no entendería nunca.
“No puedo hacerlo,” dijo Lydia. “De verdad que no puedo hacerlo. Si no amara a Rupert, sería diferente. Aceptaría casarme con alguien a quien no amara, si esa fuera mi única opción. Pero no lo es. ¿No lo ves? Tengo otra opción. Y elijo el amor.”
“¿Estás segura de que amas a Rupert?”, le preguntó Charlotte, consciente de estar esbozando una mueca de dolor al formular la pregunta. Pero es que era una situación de locura. Lydia no sería la primera mujer que arruinaba su vida arrastrada por un impulso de colegiala, pero a Charlotte no le importaban esas otras mujeres, ellas no eran su hermana.
“Lo amo,” susurró Lydia. “Con todo mi corazón.”
Corazón, pensó Charlotte desapasionadamente. Recordó que Rupert solía rimarlo con desgarrón. Lo cual le parecía una rima espantosa.
“Y, además,” añadió Lydia, “es demasiado tarde.”
Charlotte echó un vistazo al reloj. “¿Demasiado tarde para qué?”
“Para casarme con el vizconde.”
“No te entiendo. La boda no es hasta dentro de tres días.”
“No puedo casarme con él.”
Charlotte luchó contra el impulso de gemir. “Sí, lo has repetido bastantes veces.”
“No, quiero decir que no puedo.”
La palabra quedó siniestramente suspendida en el aire, y entonces Charlotte sintió que algo estallaba en su interior.
“¡Oh, Lydia, no lo harías!”
Lydia asintió sin ninguna vergüenza o remordimiento. “Lo hice.”
“¿Cómo pudiste hacerlo?,” demandó Charlotte.
Lydia suspiró soñadoramente. “¿Cómo podía no haberlo hecho?”
“Bueno,” replicó Charlotte, “podías haber dicho “no”.”
“Ninguna mujer podría decirle que no a Rupert,” murmuró Lydia.
“Bueno, ciertamente tú no pudiste.”
“No, no pude,” le contesto Lydia sonriendo beatíficamente. “Soy muy afortunada de que me haya elegido.”
“¡Oh, por el amor de Dios!,” murmuró Charlotte. Se levantó de un salto y casi gritó de dolor cuando recordó su pobre y lastimado tobillo. “¿Qué vas a hacer?”
“Voy a casarme con Rupert,” dijo Lydia. La soñadora mirada de sus brillantes ojos sustituida por una clara determinación.
“No estás jugando limpio con el vizconde,” precisó Charlotte.
“Lo sé,” dijo Lydia, con el rostro ruborizado por el remordimiento, tanto, que Charlotte pensó que realmente lo sentía. “Pero no sé que más puedo hacer. Si se lo contara a papá o a mamá seguramente me encerrarían en mi habitación.”
“Bien, entonces, por el amor del cielo, si vas a fugarte debes hacerlo esta noche. Lo antes posible. No es justo dejar al pobre vizconde esperar más.”
“No puedo hacerlo hasta el viernes.”
“¿Por qué demonios no?”
“Rupert no está preparado.”
“Bueno, entonces hazlo estar preparado,” exclamó Charlotte. “Si no te fugas hasta el viernes por la noche, nadie lo sabrá hasta el sábado por la mañana. Lo que significa que todo el mundo estará esperando en la iglesia cuando tú no llegues.”
“No podemos irnos sin dinero,” explicó Lydia. “Y Rupert no puede retirar sus fondos del Banco hasta el viernes por la tarde.”
“No sabía que Rupert tuviera fondos,” murmuró Charlotte olvidándose de ser cortés en semejante momento.
“Y no los tiene,” dijo Lydia, aparentemente sin notar ofensa alguna. “Pero recibe una asignación trimestral de su tío. Y no puede retirarla hasta la tarde anterior al comienzo del trimestre. El banco insiste mucho en ello.”
Charlotte gruñó. Tenía sentido. Si ella estuviera a cargo de repartir la asignación trimestral de Rupert, probablemente no lo dejaría retirarla ni un minuto antes de que comenzara el trimestre.
Hundió la cabeza en las manos y apoyó los codos en las rodillas. Esto era horroroso. Ella siempre había sido excelente encontrando el lado bueno de una situación. Incluso cuando las cosas parecían completamente desoladoras, usualmente ella encontraba un ángulo de enfoque interesante, un sentido positivo, que la ayudaban a salir del apuro.
Pero hoy no.
Sólo una cosa era cierta. Iba a tener que ayudar a Lydia a fugarse, por muy desagradable que le pareciera. No era justo para Lydia casarse con el vizconde cuando ya se había entregado a Rupert.
Aunque tampoco era justo para el vizconde, Lydia era su hermana. Charlotte quería que fuera feliz. Aunque eso significara tener a Rupert Marchbanks por cuñado.
Así que, aunque no podía sacudirse la desagradable sensación que se enroscaba alrededor de su estomago, finalmente levantó la cabeza para mirar a Lydia y dijo: “Dime qué necesitas que haga.”