Charlotte estaba segura de que ahora sabía lo que se sentía cuando uno se ahogaba. “¿Qué…” jadeó, intentando hablar, a pesar de la sensación de opresión que sentía en la garganta, “significa eso exactamente?”
Sus cejas se alzaron. “¿No está claro?”
“¡Milord!”
“Mañana por la mañana,” indicó en un tono de voz que no admitía discusión, “nos encontraremos para la boda. Tendrá que ver si le queda bien el vestido de Lydia.” Le dedicó una traviesa mueca mientras caminaba hacia la puerta. “No llegue tarde.”
Charlotte se quedó mirando su espalda antes de balbucir. “¡No puedo casarme con usted!”
Ned se volvió lentamente. “¿Y por qué no? ¿No me diga que también tiene usted a algún poeta idiota esperándola al final del camino?”
“Bien, yo…” luchó por encontrar palabras. Por encontrar razones. Por encontrar cualquier cosa que le diera fuerzas para entender la más ilógica y surrealista noche de su vida. “Para empezar,” balbució, “las amonestaciones se leyeron con el nombre de Lydia.”
Ned negó con la cabeza disuasivamente. “Eso no es problema.”
“¡Lo es para mi! No tenemos licencia.” Sus ojos se abrieron enormes. “Si nos casáramos posiblemente no fuera legal.”
Ned parecía despreocupado. “Tendré una licencia especial por la mañana:”
“¿Dónde piensa que va a conseguir una licencia especial en las próximas diez horas?”
Ned dio un paso en su dirección, sus ojos brillantes de satisfacción. “Afortunadamente para mi, y ciertamente, también para usted, estoy seguro, el Arzobispo de Canterbury estará encantado de concedérmela.,”
Charlotte sintió como su mandíbula caía. “No le concederá una licencia especial. No para una situación tan irregular.”
“Oh, bueno,” reflexionó Ned en voz alta, “pensaba que las licencias especiales estaban precisamente para situaciones irregulares.”
“Esto es una locura. No hay forma de que él permita que nos casen. No cuando usted estuvo tan cerca de casarse con mi hermana.”
Ned tan sólo se encogió de hombros. “Me debe un favor.”
Charlotte se apoyo en el borde de la mesa de lectura de su padre. ¿Qué clase de hombre era, que el Arzobispo de Canterbury le debía un favor? Ella sabía que los Blydon eran considerados como una de las familias más importantes de Inglaterra, pero esto excedía su comprensión.
“Milord,” dijo Charlotte, retorciéndose los dedos, mientras intentaba formular una sensata y bien razonada argumentación en contra de su loco plan. Seguramente él apreciaría una argumentación sensata y razonada. Ciertamente parecía haberlo hecho durante el tiempo que habían pasado juntos la última semana. De hecho, era precisamente por eso por lo que a ella le gustaba tanto Ned.
“¿Sí?” preguntó él, con las comisuras de los labios ligeramente alzadas.
“Milord,” dijo Charlotte de nuevo, aclarándose la voz. “Usted parece la clase de hombre que apreciaría una argumentación sensata y razonada.”
“Cierto.” Ned cruzó los brazos y se apoyó también contra el borde de la mesa de lectura, a su lado. Cadera con cadera. No contribuya demasiado a su concentración.
“Milord,” dijo ella de nuevo.
“En estas circunstancias,” dijo Ned, sus ojos brillando con diversión, “¿no crees que deberías familiarizarte con mi nombre?”
“Bien,” dijo Charlotte. “Si, por supuesto. Si fuéramos a casarnos, debería, por supuesto…”
“Vamos a casarnos.”
Dios bendito, ciertamente el era obstinado. “Quizás,” dijo Charlotte conciliadoramente. “Pero podría ser…”
Ned rozó su barbilla, alzándola hasta que sus ojos se encontraron. “Di mi nombre. Ned,” pidió suavemente.
“No estoy segura…”
“Yo sí lo estoy.”
“Milord…”
“Ned.”
“Ned,” se rindió ella finalmente.
Sus labios se curvaron. “Bien.”
Le soltó la barbilla y se retiró hacia atrás, y finalmente Charlotte se acordó de cómo respirar de nuevo. “Ned,” dijo, aunque sentía su nombre extraño y pesado en su lengua, “pienso que deberías respirar profundamente y considerar lo que estás diciendo. No estoy segura de que hayas dedicado el tiempo suficiente a pensarlo.”
“¿De verdad?” dijo él cansinamente.
“Apenas intercambiamos unas palabras antes de esta semana,” dijo Charlotte, implorándole con los ojos que la escuchara. “No me conoces.”
El se encogió de hombros. “Te conozco malditamente mejor de lo que conocía a tu hermana e iba a casarme con ella.”
“¿Pero la quería?” susurró Charlotte.
El dio un paso adelante y cogió su mano. “Ni la mitad de lo que te quiero a ti,” murmuró.
Sus labios se entreabrieron pero ninguna palabra salió de ellos, sólo una suave exhalación cuando ella jadeó. El tiraba de ella, acercándola… más cerca…y entonces sus brazos se deslizaron alrededor de su cintura y pudo sentirlo contra ella, en toda su emocionante longitud.
“Ned,” se las arregló para susurrar, pero él le colocó su dedo índice contra los labios, con un “Shhh” seguido por -“He estado deseando hacer esto durante días.”
Sus labios encontraron los de ella, y si todavía sentía alguna cólera contra ella, no estaba en su beso. Fue suave y dulcemente gentil, sus labios rozando los de ella con el más sutil de los toques. Pero Charlotte lo sentía hasta en los dedos de los pies.
“¿Te han besado antes?” susurró él.
Ella negó con la cabeza.
Su sonrisa fue muy satisfecha y muy, muy masculina. “Bien,” dijo, antes de volver a capturar sus labios.
Excepto que este beso era de posesión, de deseo, de necesidad. Su boca reclamaba la suya hambrienta, y sus manos se movían por su espalda, tirando firmemente del cuerpo de ella contra el de él. Charlotte se encontró totalmente pegada a él, derritiéndose contra su cuerpo, estirándose hasta que sus manos encontraron los poderosos músculos de sus hombros a través del fino lino de su camisa.
Esto, comprendió Charlotte a través de la bruma que confundía su cerebro, es deseo. Esto era el deseo, y Lydia era una maldita tonta.
¡Lydia!
¡Dios bendito! ¿Qué estaba haciendo? Charlotte se escapó de sus brazos. “¡No podemos hacer esto!”
Los ojos de Ned brillaban, y su respiración era jadeante, aun así se las arregló para preguntar controladamente “¿Por qué no?”
“¡Estás prometido en matrimonio con mi hermana!”
Ned alzó una ceja ante el comentario.
“Muy bien,” replicó ella, desesperada. “Supongo que no seguiréis comprometidos mucho más tiempo.”
“Es difícil estar comprometido con una mujer casada.”
“Bien.” Tragó. “Por supuesto, ella aun no está casada, pero…”
Ned la miró fijamente, alzando de nuevo una ceja. Era, pensó Charlotte, infinitamente más efectivo que cualquier palabra.
“Bien,” murmuró ella, de nuevo. “Por supuesto. Puede que ya esté casada.”
“Charlotte.”
“Y sería demasiado esperar…”
“Charlotte,” dijo Ned, de nuevo, en un tono un poco más alto.
“…que conservaras alguna lealtad hacia ella en este momento…”
“¡¡Charlotte!!”
Cerró la boca.
Los ojos de Ned se clavaban en los suyos con tal intensidad que habría sido incapaz de desviar la mirada, aunque cinco hombres bailaran desnudos en el jardín tras la ventana.
“Hay tres cosas que deberías saber esta noche,” dijo Ned. “Primero, estoy a solas contigo, y es más de medianoche. Segundo, voy a casarme contigo por la mañana…“
“No estoy segura…”
“Yo sí estoy seguro.”
“Pues yo no,” murmuró Charlotte, en un patético intento de tener la ultima palabra.
Ned se inclino hacia ella con sonrisa lobuna. “Y tercero, he pasado los últimos días carcomiéndome de culpabilidad, porque cuando me iba a la cama por las noche, nunca, ni una sola vez, pensé en Lydia.”
“¿No?” susurró ella.
Ned negó con la cabeza lentamente. “No en Lydia.”
Los labios de Charlotte se entreabrieron por voluntad propia, y ella continuaba sin poder apartar la mirada de la de Ned, ya que él se inclinaba aun más cerca, su respiración susurrando a través de su piel.
“Sólo en ti,” dijo Ned.
Su corazón, que era claramente un traidor, comenzó a cantar de alegría.
“Todos mis sueños. Sólo en ti.”
“¿De verdad?” preguntó Charlotte, sin aliento.
Las manos de Ned se ahuecaron sobre su trasero, y se encontró íntimamente presionada contra él. “Oh, sí, de verdad,” dijo Ned, apretándola contra él aun más firmemente.
“Y como puedes ver,” continuó, con su boca dando suaves mordiscos a la de ella, “que finalmente estemos juntos, es más que agradable, por lo que ” -su lengua trazó el contorno de su boca-“no hay ninguna razón en la que pueda pensar, para no besar a la mujer con la que planeo casarme en menos de diez horas, especialmente si he sido lo suficientemente afortunado para encontrarme a solas con ella,” -suspiró feliz contra sus labios-“en medio de la noche.”
La besó de nuevo, su lengua resbalando entre los labios de Charlotte, en una deliberada tentativa de seducirla sensualmente. “Especialmente,” murmuró Ned -sus palabras acariciando su piel-“cuando he estado soñando con ella durante días.”
Ned enmarcó sus mejillas con sus manos, sosteniendo su rostro con algo cercano a la reverencia, mientras volvía a clavar sus ojos en los de ella. “Pienso,” dijo suavemente, “que debes ser mía.”
Charlotte entreabrió los labios y sacó la lengua para humedecérselos, con un movimiento extremadamente seductor e inconsciente. Estaba preciosa a la luz de la luna, preciosa de una forma que Lydia nunca podría esperar estar. Los ojos de Charlotte brillaban con inteligencia, con fuego y con una pasión de la que todas las demás mujeres carecían. Su sonrisa era contagiosa y su risa, pura música.
Sería una maravillosa esposa. A su lado, en su corazón, en su cama. No sabía porque no se había dado cuenta de ello antes.
Infiernos, pensó con risa burlona, posiblemente debería enviar una caja del más fino brandy francés de contrabando a Rupert Marchbanks. El cielo sabía que debía al maldito tonto su eterno agradecimiento. Si no se hubiera fugado con Lydia, Ned se habría casado con la hermana equivocada.
Y se hubiese pasado el resto de su vida lamentándose por haber perdido a Charlotte.
Pero ahora ella estaba en sus brazos, y sería suya -no, ella era suya. Puede que Charlotte no hubiese aceptado la idea aún, pero era suya.
De repente, y sin poder evitarlo, se encontró sonriendo. Una gran sonrisa, en realidad, casi como un idiota, supuso.
“¿Qué ocurre?” pregunto Charlotte, cautelosamente, casi como si temiera que se hubiese vuelto loco.
“Ocurre que me encuentro muy satisfecho por el reciente giro de los acontecimientos,” le dijo, cogiendo sus manos y entrelazando sus dedos con los de él. “Tenías toda la razón antes, Lydia no me hubiese satisfecho como esposa en absoluto. Pero tú, sin embargo…”Se llevó las manos de Charlotte a los labios y le besó los nudillos. Era un gesto de cortesía que había realizado cientos de veces con anterioridad, generalmente solo para complacer el deseo de una mujer por el romanticismo.
Pero esta vez era diferente. Esta vez era su deseo de romanticismo el que lo impulsaba. Cuando besó su mano y deseó demorarse allí; no porque estuviera pensando en seducirla (aunque ciertamente lo deseaba), sino porque adoraba la sensación de su mano en la suya, de su piel bajo sus labios.
Lentamente volvió la mano de Charlotte hacia arriba, y depositó otro beso, más intimo, en su palma.
La deseaba, Dios, cómo la deseaba. Era un deseo que nunca había experimentado anteriormente, perdido en su interior. Comenzaba en su corazón y se extendía por todo su cuerpo (no como antes, que se quedaba en el exterior.)
Y no había forma de que él la dejara escapar.
Tomó su otra mano y entrelazándola también con la de él, la hizo elevar los brazos. Los doblo a la altura de sus hombros y la hizo apoyar las muñecas en ellos.
“Quiero que me hagas una promesa,” dijo con voz profunda y solemne.
“¿Q-qué?” susurró Charlotte.
“Quiero que me prometas que te casaras mañana conmigo, por la mañana.”
“Ned, ya te he dicho…”
“Si me lo prometes,” dijo interrumpiendo su protesta, “entonces permitiré que regreses a tu habitación a dormir.”
Charlotte dejó escapar una breve risa levemente aterrada. “¿Piensas que voy a poder dormir?”
Ned sonrió. Esto iba mejor de lo que había esperado. “Te conozco, Charlotte.”
“¿Sí?” preguntó ella, dubitativamente.
“Mejor de lo que piensas, y sé que tu palabra es garantía suficiente. Si me das tu palabra de que no harás ninguna tontería, como intentar escapar, te dejaré marchar a tu habitación.”
“¿Y si no lo hago?”
Su piel comenzó a arder. “Entonces tendrás que permanecer aquí conmigo. Toda la noche.”
Ella tragó. “Te doy mi palabra de que no escaparé,” dijo solemnemente. “Pero no puedo prometer que me casaré contigo.”
Ned consideró sus opciones. Estaba bastante seguro de que podía convencerla de que se casara con él por la mañana, si se empeñaba. Ella se sentía lo suficientemente culpable por su papel en la fuga de Lydia. Eso era algo que, ciertamente, él podía utilizar como ventaja.
“Y tendrás que hablar con mi padre, en todo caso,” añadió Charlotte.
Ned permitió que sus dedos se desenredaran, y lentamente le bajó los brazos hasta que reposaron a sus costados. La batalla estaba ganada. Si había sugerido que hablara con su padre, es que ya era suya.
“Te veré por la mañana,”dijo, inclinando la cabeza en un respetuoso saludo.
“¿Me dejas marchar?” susurró Charlotte.
“Me has dado tu palabra de que no escaparas. No necesito más garantías.”
Charlotte entreabrió los labios y sus ojos centellearon llenos de una emoción que Ned no pudo identificar.
Pero era buena. Definitivamente buena.
“Te espero aquí,” añadió, “a las ocho de la mañana. ¿Crees que tu padre podrá atenderme tan temprano?”
Ella asintió.
Ned dio un paso atrás y ejecutó una elegante reverencia. “Hasta mañana entonces, milady.”
Cuando ella abrió la boca para corregirle el uso del titulo, Ned levantó una mano y dijo: “Mañana serás vizcondesa. Tendrás que acostumbrarte pronto a que la gente se dirija a ti por tal título.”
Charlotte hizo un gesto hacia la puerta. “Debo marcharme.”
“Por supuesto,” contestó Ned, torciendo irónicamente los labios. “No debemos ser encontrados juntos y a solas en medio de la noche. Podría dar lugar a chismorreos.”
Ella sonrió de forma encantadoramente desaprobadora. Como si no fueran a ser pasto de habladurías. Su matrimonio sería el centro de los cotilleos durante meses.
“Ve,” dijo Ned, suavemente. “Ve a dormir.”
Ella le dirigió una mirada, que significaba que no esperaba conciliar el sueño, y después se deslizó fuera de la habitación.
Ned permaneció mirando fijamente la puerta abierta durante varios segundos, después de que ella desapareciera, y entonces susurró: “Sueña conmigo.”
Afortunadamente para Charlotte, su padre era un notorio madrugador, así que cuando entró en el pequeño salón de desayuno, cinco minutos después de dar las ocho, a la mañana siguiente, él estaba ya allí, como de costumbre, con un plato lleno de jamón y huevos.
“Buenos días, Charlotte,” la saludó. “Excelente día para una boda, ¿no crees?”
“Er, sí,” dijo Charlotte intentando sonreír, y fracasando estrepitosamente.
“Muy inteligente de tu parte desayunar aquí. Tu madre ha reunido a todo el mundo en el comedor, para un desayuno formal, bueno, en realidad, a los pocos que se han aventurado a levantarse tan temprano.”
“De hecho, vi a algunas personas allí cuando pasé,” contestó Charlotte, sin estar muy segura de por qué se molestaba en contarle eso.
“Hmm,” gruñó evasivamente su padre. “Como si alguien pudiera digerir un plato de huevos con jamón en medio de ese jaleo.”
“Padre,” dijo Charlotte, titubeante. “Tengo que contarle algo.”
El la miró con las cejas alzadas.
“Er, quizás sería mejor que simplemente le enseñe esto.” Le tendió la nota que Lydia había dejado para sus padres, explicando lo que había hecho.
Después dio un cauteloso paso atrás. Una vez que su padre terminara de leer la nota, su rugido sería mortal.
Pero cuando terminó de leerla, todo lo que hizo fue susurrar: “¿Tu sabías algo de esto?”
Más que cualquier otra cosa, Charlotte deseaba mentir. Pero no pudo, así que sencillamente asintió con la cabeza.
El señor Thornton permaneció inmóvil durante varios segundos, la única prueba de su cólera, eran sus nudillos, tornándose blanquecinos, debido a la fuerza con la que se asía al borde de la mesa.
“El vizconde está en la biblioteca,” dijo Charlotte, temblando perceptiblemente. El silencio de su padre era más terrible que cualquier bramido. “Creo que desea hablar contigo.”
El señor Thornton la miró. “¿Sabe lo que ha hecho Lydia?”
Charlotte asintió.
Entonces su padre pronunció varias palabras que ella jamás imaginó oiría salir de su boca, incluyendo una que nunca había escuchado. “Estamos arruinados,” siseó, después de acabar de maldecir. “Arruinados. Y tenemos que agradecéroslo a tu hermana y a ti.”
“Quizás, si sólo hablaras con el vizconde…”dijo Charlotte, sintiéndose muy desgraciada. Ella nunca había estado muy unida a su padre, pero, ¡oh!, siempre había anhelado su aprobación.
El señor Thornton se levantó precipitadamente y arrojó su servilleta. Charlotte se apartó de su camino y después lo siguió por el pasillo, guardando una respetuosa distancia de tres o cuatro pasos.
Pero cuando su padre llegó a la puerta de la biblioteca, se giró y le espetó: “¿Qué crees que haces aquí? Ya has hecho suficiente. Regresa a tu habitación inmediatamente y no salgas hasta que yo te dé permiso.”
“Opino,” se oyó una voz profunda, “que ella debería quedarse.”
Charlotte miró hacia las escaleras. Ned descendía los últimos peldaños, apareciendo espléndidamente apuesto con su traje de etiqueta.
Su padre le dio un codazo disimulado en las costillas y cuchicheó: “Creí que habías dicho que ya lo sabía.”
“Y lo sabe.”
“¿Entonces por qué demonios se ha vestido así?”
Charlotte se salvó de contestar ya que Ned había llegado junto a ellos.
“Hugo,” dijo, saludando con una inclinación de cabeza al señor Thornton.
“Milord,” contestó su padre, sorprendiéndola. Ella creía que lo tuteaba. Pero quizás los nervios lo obligaban a mostrarse especialmente formal esa mañana.
Ned indicó con la cabeza en dirección a la biblioteca y dijo: “¿Entramos?”
El señor Thornton dio un paso adelante, pero Ned lo detuvo diciendo suavemente: “Charlotte primero.”
Ella notó que su padre se moría de curiosidad, pero se contuvo y dio un paso atrás para dejarla pasar. Tan pronto entró en la habitación, Ned se inclinó y le murmuró: “Interesante elección de vestido.”
Charlotte se sonrojó. Se había vestido con uno de sus trajes de diario, y no con el vestido de novia de Lydia, como él le había ordenado.
Un momento después estaban todos dentro de la biblioteca, con la puerta firmemente cerrada tras ellos.
“Milord,” comenzó el señor Thornton, “le aseguro que no tenia ni idea…”
“Suficiente,” dijo Ned, permaneciendo en el centro de la habitación, con un notable autocontrol. “No deseo discutir acerca de Lydia o de su fuga con Marchbanks.”
El señor Thornton tragó dificultosamente, su nuez subiendo y bajando por su carnoso cuello. “¿No?”
“Naturalmente la traición de su hija me encolerizó…”
¿Qué hija? pensó Charlotte. La pasada noche, él parecía más enfadado con ella que con Lydia.
“…pero no habrá ninguna dificultad en solucionar el problema.”
“Cualquier cosa, milord,” le aseguró el señor Thornton.” Lo que sea. Si está en mi poder…”
“Bien,” dijo Ned, suavemente, “entonces la tomaré a ella -indicó a Charlotte con un gesto-como esposa en su lugar.”
El señor Thornton no dijo nada, pero palideció. “¿Charlotte?” preguntó finalmente.
“En efecto. No tengo ninguna duda de que ella será una esposa tan admirable como lo hubiese sido Lydia.”
La cabeza del señor Thornton se giró hacia su hija y el prometido de su otra hija varias veces, antes de volver a preguntar: “¿Charlotte?”
“Sí.”
Y eso pareció suficiente para convencerlo. “Es suya,” dijo enfáticamente. “Cuando quiera que la desee.”
“¡Padre!” gritó Charlotte. Estaba hablando de ella como si no fuera más que un saco de harina.
“Será esta mañana,” dijo Ned. “Me las he arreglado para conseguir una licencia especial y la iglesia ya está preparada para una boda.”
“Maravilloso, maravilloso,” dijo el señor Thornton, con evidente alivio en cada uno de sus nerviosos gestos. “No tengo ninguna objeción, y…, er…, ¿las condiciones siguen siendo las mismas?”
La expresión de Ned se tornó irónica ante la impaciente mirada del señor Thornton, pero sólo dijo: “Por supuesto.”
El señor Thornton no se molestó en ocultar su alivio. “Bien, bien, yo…” se calló de golpe, y se giró hacia Charlotte. “¿Qué estás esperando muchacha? ¡Necesitas prepararte!”
“Padre, yo…”
“¡Ni una palabra más!” tronó él. “¡Ya he tenido bastante contigo!”
“Debería considerar dirigirse a mi futura esposa en un tono más cortés,” dijo Ned, con voz mortalmente suave.
El señor Thornton se giró hacia él sorprendido. “Por supuesto,” dijo. “Ella es suya ahora. Lo que desee.”
“Creo,” dijo Ned, “que lo que deseo es un momento a solas.”
“Por supuesto,” convino el señor Thornton, agarrando el brazo de Charlotte. “Sal. El vizconde desea privacidad.”
“A solas con Charlotte,” puntualizó Ned.
El señor Thornton miró primero a Ned, luego a Charlotte y otra vez a Ned. “No estoy seguro de que sea una buena idea.”
Ned únicamente enarcó una ceja. “Últimamente se han tenido bastantes malas ideas, ¿no cree?. Esta, opino, es la menos mala de todas.”
“Por supuesto, por supuesto,” murmuró el señor Thornton, y abandonó la habitación.
Ned miró a su flamante novia mientras ella observaba la salida de su padre. Parecía sentirse desamparada; podía verlo en su rostro. Y probablemente también manipulada. Pero se negó a sentir ninguna culpabilidad por ello. El sabía en su corazón, lo sentía en sus huesos, que casarse con Charlotte Thornton era, con diferencia, lo mejor que podía hacer. Lamentó haber tenido que forzar la situación para conseguir su objetivo, pero ella no había sido del todo una inocente victima en el reciente giro de los acontecimientos, ¿no?.
Ned dio un paso adelante y le acarició la mejilla. “Lamento que sientas que todo ocurre demasiado rápido,” dijo en voz baja.
Charlote no dijo nada.
“Te aseguro…”
“Ni siquiera me ha preguntado,” dijo ella, con voz rota.
Ned deslizó los dedos hasta su barbilla y le elevó el rostro hacia el suyo, preguntándole con los ojos.
“Mi padre,” aclaró Charlotte, con los ojos brillantes de lagrimas. “Ni una vez me ha preguntado lo que deseo. Era como si yo no estuviese aquí.”
Ned miró su rostro, lo miró mientras ella intentaba mantenerse fuerte e inexpresiva. Vio su valor y la fuerza de su carácter y sintió el urgente impulso de hacer lo correcto por y para ella.
Puede que Charlotte Thornton se tuviera que conformar con una ceremonia de boda que había sido planeada para su hermana, pero, por Dios, que recibiría una oferta de matrimonio que sería de ella, y sólo para ella.
Puso una rodilla en el suelo.
“¿Milord?” pregunto Charlotte, sorprendida.
“Charlotte,” dijo Ned, con voz repleta de emoción y necesidad, “estoy pidiendo humildemente tu mano en matrimonio.”
“¿Humildemente?” inquirió ella, mirándolo dudosa.
Ned tomó su mano y la rozó suavemente con los labios. “Si no contestas que sí,” dijo él, “pasaré el resto de las horas de mi vida suspirando por ti, soñando con una vida mejor, con una esposa perfecta, agonizando de dolor…”
“Has hecho una rima,” dijo Charlotte, riendo nerviosamente.
“No a propósito, te lo aseguro.”
Entonces ella sonrió. Sonrió realmente. No la amplia y radiante sonrisa que le dedicó cuando se había caído y se conocieron, sino una más suave y tímida.
Pero no menos sincera.
Y cuando Ned la miró, sin separar jamás los ojos de su rostro, todo estuvo claro.
La amaba
Amaba a esa mujer, y que el cielo lo ayudara, porque no concebía poder vivir sin ella.
“Cásate conmigo,” dijo Ned, y no intentó ocultar su urgencia o su necesidad.
Los ojos de Charlotte, que habían permanecido fijos en algún punto de la pared a su espalda, se clavaron en él.
“Cásate conmigo,” repitió Ned.
“Sí,” susurró Charlotte. “Sí.”