Jared Parsons engulló de inmediato el desayuno que Cathy le puso en la mesa. Ella esperaba que Lucas no se diera cuenta de que los huevos preparados para su visitante iban aderezados con cebollinos y queso mientras que los de él no llevaban nada. Le pareció notar una divertida expresión en los ojos de su padre cuando vio la bonita taza y las tostadas con canela que le había puesto a su invitado.
Con una ligera tosecilla, Lucas consiguió que su hija lo mirara y le guiñó el ojo. Por su parte, Cathy se limitó a dejar caer la sartén al fregadero y salir con prisa de la cocina. Entonces, se detuvo en seco y se dio la vuelta. Quería escuchar con sus propios oídos los que Parsons tuviera que decir. No quería perderse el día en que un hombre pudiera intimidar a su padre. ¿Qué diría el elegante marino cuando su oferta de triplicar el dinero no consiguiera que Lucas Bissette se diera prisa?
Bismarc la oyó entrar y Lucas y Jared se volvieron a mirarla. Su padre, con cierto aire de sorna. Parsons, con atención.
– Si se ha terminado el desayuno, vamos a echar un vistazo a ese motor -dijo Lucas, levantándose enseguida de la silla.
Jared se limpió la boca con una servilleta de cuadros y luego la dejó, con cierta intención, al lado de la de Lucas, que era de papel, con una picara sonrisa en los labios. Los ojos de Cathy siguieron sus movimientos y no pudo evita que el rubor volviera a cubrirle las mejillas. Maldito Jared Parsons.
– Cuando usted quiera, señor Bissette. Y le recuerdo que lo que dije en el muelle iba en serio. Le pagaré lo que me pida si consigue finalizar el trabajo para mañana como muy tarde. Es fundamental que llegue a Lighthouse Point antes del fin de semana.
Su voz era fría y pragmática, lo que hizo que el padre de Cathy frunciera el ceño. Nadie le daba órdenes a Lucas Bissette, ni en su casa ni en ninguna parte. Y aquello había sido una orden, fueran cuales fueran las palabras que él había utilizado. Cathy y Lucas lo sabían.
– Mire, señor Parsons -dijo él, mientras aspiraba su pipa-. No veo cómo puedo hacer lo que usted me pide, dado que no he visto la extensión del problema. Además, si lo que necesita es ese nuevo generador, se tardará tiempo en pedirlo. Aunque podamos hacer que nos los envíen desde cabo Fear, eso va a llevar al menos un día.
– ¡Al menos un día! -protestó Parsons-. ¡Pero si sólo está a cinco horas de aquí por tierra!
– Es mejor que tenga en cuenta que los palurdos de por aquí funcionamos a dos velocidades, lento y parado. Al menos, eso es lo que he oído que dicen.
Cathy esbozó una gran sonrisa. «Bien hecho, papá. Así se le dice que el dinero es algo con lo que se compran cosas, no personas», pensó. Al ver la sonrisa de ella, Jared tensó la boca. Lo habían rechazado, algo que, con toda seguridad, no le ocurría muy a menudo. Asintió, pero tenía los ojos grises tan turbulentos como el mar en un día de tormenta.
Lucas le puso la mano en el hombro, como para suavizar la fuerza de sus palabras, y dijo con suavidad:
– Sólo porque vivamos aquí, en este pequeño lugar tan tranquilo llamado Swan Quarter, no significa que no sepamos lo que ocurre en el mundo exterior. También tenemos prioridades: hoy le he dado mi palabra a Jesse Gallagher de que lo ayudaría a arreglar las redes con las que pesca gambas. Mire, señor Parsons, aunque me dijera que tenía un acuerdo comercial de millones de dólares en Lighthouse Point, le seguiría diciendo que las redes de Jesse son mi prioridad. Solo quiero que lo entienda…
Sin poder contenerse, como siempre le ocurría, Cathy tomó la palabra.
– Lo que mi padre está tratando de decirle, señor Parsons, es que su dinero no es tan importante aquí, como tampoco lo son sus exigencias, realizadas con voz fría y arrogante. Usted ha venido a buscamos a nosotros, no nosotros a usted.
– Tal vez le sorprenda, señorita Bissette, pero entendí a su padre a la perfección en el muelle y lo comprendo ahora. No hay necesidad alguna para que tenga que interpretar sus palabras.
Estaba furioso, probablemente más de lo que Cathy había visto a ningún hombre. Resultaba evidente por la postura de los hombros y la rigidez de los músculos de la mandíbula. Las personas como Jared Parsons no cedían ante nadie.
– Si está listo, señor Bissette -dijo él. Entonces, se dio la vuelta y miró a su alrededor. Las palabras que pronunció a continuación dejaron atónita a Cathy-. Me gusta esta cocina. Resulta muy acogedora, con todas las plantas y los objetos de cobre. En particular, me encanta la chimenea y las vigas del techo.
Durante una décima de segundo, ella habría jurado que vio una mirada triste en aquellos ojos grises. Sin embargo, desapareció enseguida.
– Cathy decoró así la cocina por una de esas revistas de decoración tan modernas. Tiene buen ojo para lo que resulta cómodo -comentó Lucas, mientras le guiñaba el ojo a su hija.
– Supongo que uno podría decir que, en el fondo, es usted una persona muy casera -observó Jared, con una sonrisa en los labios que no se le reflejó en los ojos. Estos siguieron siendo fríos e inescrutables.
Cathy se sonrió al sentir que él la miraba con tanta fijeza.
– Supongo que podríamos decir eso. Lo que ve es lo que soy.
– Cathy, ¿por qué no nos sigues en el bote para que me puedas traer de vuelta y ahorrarle así al señor Jared el viaje? Después de todo, tiene una invitada a bordo y no queremos absorber todo su tiempo.
– Saldré después de limpiar la cocina. Id delante -respondió ella, sintiendo que aquellos ojos grises la estaban atravesando como si pudieran leerle la mente.
Bismarc se levantó y se estiró. Entonces, miró primero a Lucas y luego a Cathy. El primero se echó a reír.
– Es mejor que dejes a Bismarc aquí encerrado cuando te marches. Si no nos lo llevamos, se vendrá nadando detrás de nosotros.
Cathy sonrió levemente al imaginarse la escena sobre la brillante cubierta del yate de Jared Parsons y la hermosa señorita Marshall gritando a pleno pulmón.
– No lo encierre, señor Bissette -protestó Jared-. Si quiere nuestra compañía, a mí no me importa.
– Si vamos hacer negocios, llámame Lucas.
– Estupendo. Y tú a mí Jared.
– Vámonos, Jared -dijo Lucas, saliendo de la cocina a grandes pasos.
Entonces, los dos fueron de camino por el sendero que salía desde la parte delantera de la casa hasta el muelle. Bismarc iba trotando al lado de Jared. Ella observó cómo acariciaba al perro con una enorme y bronceada mano.
Tras llenar el fregadero de agua caliente, Cathy se sirvió una taza de café y se sentó, pero miró la taza sin tomar ni un sorbo. En vez de eso, tomó la que Jared había utilizado y acarició el asa con el pulgar. Los ojos, de un color azul verdoso, se le oscurecieron. Parecía haber un ligero aroma a colonia masculina flotando a su alrededor, que recordaba que Jared se había sentado justo donde estaba ella. El corazón empezó a latirle a toda velocidad cuando recordó lo atractivo que era. Era justo lo que las mujeres considerarían un macho. Si no fuera tan arrogante y condescendiente…
De pasada, se preguntó quién sería su sastre.
Era evidente que todas sus ropas estaban hechas a medida. De eso estaba segura. Gracias a Dios, no iba cargado de joyas que tintineaban sin parar. Sin temor a equivocarse, se podría decir que era un hombre que hacía girar la cabeza a las mujeres y Erica lo tenía todo para ella sola.
Sin embargo, le había gustado su cocina. También sentía simpatía por su padre y por Bismarc y le habían encantado los huevos que le había preparado. Lo sabía por el modo en que los había devorado. ¿Qué pensaría de ella? Cathy sonrió, triste. Como si no lo supiera. Si estuviera al lado de Erica, ni siquiera su propio padre se fijaría en ella. No había comparación alguna, de eso estaba segura.
«Maldito seas, Jared Parsons», pensó. «Mi vida estaba a punto de volver a la normalidad y se te ocurre entrar en este puerto. La vida me está cambiando delante de los ojos. De algún modo, de alguna manera, vas a transformamos. Lo sé, lo presiento, y no estoy segura de que me guste».
Estaba segura de que su padre y Bismarc sentían simpatía por él. Entonces, ¿por qué tenía aquella extraña sensación sobre aquel hombre? Había algo en él que no le causaba buenas vibraciones. No era asunto suyo, pero le habría gustado saber qué era aquello tan urgente que tenía que hacer en Lighthouse Point. ¿Qué haría para ganarse la vida? De repente, le pareció que saberlo era de una vital importancia. Se dijo que no era justo hacer juicios sobre nadie sin conocerlo en profundidad, pero, a pesar de todo, la palabra farsante no dejaba de acudirle a la cabeza cuando veía a Jared Parsons. Sin embargo, después de que Lucas le hubiera puesto las cosas claras, era indudable que los dos hombres se habían hecho amigos. Todo el mundo apreciaba a su padre y Jared Parsons no era una excepción. Su padre tendría al marino comiéndole de la palma de la mano antes de que acabara el día.
Con tanta especulación, no estaba terminando sus tareas. Tenía que fregar los platos y había planeado limpiar el suelo antes de ponerse con las galeradas de Teak Helm. Solo eso era suficiente para enojarla. Había estado deseando sentarse para devorar la última aventura marina de Helm sin que nadie la molestara. En vez de eso, tenía que ir al yate para recoger a su padre. Si lo conocía bien, sabía que estaría horas examinando aquel motor antes de dar su veredicto final sobre el problema.
Para Lucas Bissette, un motor era como una mujer, un completo misterio que sólo los mejores hombres podían descifrar. Por supuesto, aquello no se aplicaba a mujeres como Erica Marshall. Allí no había misterio alguno.
– Daría siete, años de mi vida por poderme parecer a ella -gruñó Cathy mientras secaba los platos con el paño.
A los hombres como Jared Parsons no les atraían las chicas que tenían el aspecto de Cathy Bissette. Las chicas como ella tenían inteligencia. Las chicas como Erica, belleza. Cathy soltó un bufido y retorció el paño como si fuera el cuello de la hermosa secretaria.
– ¿Qué me está ocurriendo? -le preguntó a las paredes de la cocina-. ¿Por qué siento tanto rencor hacia una mujer?
Casi no conocía a Erica Marshall o a Jared Parsons. Decidió que se olvidaría de ambos y volvería a sus asuntos. Iría a recoger a su padre y el resto del día sería suyo para leer las galeradas de Helm. Las cosas solo podían cambiar si ella lo permitía. ¿Qué solía decir su profesor de psiquiatría? Que, en lo que respecta a enfrentarse a las emociones, no hay respuestas probadas o verdaderas. Uno no es responsable de sus emociones. Son algo intangible, sin substancia.
Decidió que, lo primero que iba a hacer, era dejar de culparse por lo que sentía. Mantendría sus sentimientos bajo control y empezaría a disfrutar del verano. Había trabajado como una esclava a lo largo de todo el invierno; así que su tiempo no iba a verse afectado por un rico playboy y su novia.
Cathy arrancó el motor del pequeño bote y, con mucho cuidado, salió del muelle. Se sentía muy orgullosa de su habilidad para manejar barcos y el conocimiento que tenía del mar. Salió con destreza del estrecho, disfrutando al sentir cómo la salpicaba el agua salada del mar. Había una ligera bruma a su alrededor y la humedad hacía que se le rizara ligeramente el cabello en las sienes. Aquello le daba el aspecto de una niña de doce años.
Al acercarse al yate, se sorprendió por su tamaño. Era de diseño italiano, con unos cincuenta pies de largo. Mentalmente, Cathy recordó todo lo que había leído u oído sobre aquel tipo de yates. Si no se equivocaba, Teak Helm también había glorificado sus cualidades. Muy pocas personas se podían permitir una nave como aquella, como muy pocos hombres tenían el estilo y las mujeres que encajaran con la belleza y el exceso de aquel barco.
Cathy leyó el nombre del yate, pintado en letras doradas en la proa: Gitano del mar III. Por el brillo de cromo y los aparejos que se veían, derrochaba lujo por todas partes. A pesar de que aquel exceso le produjera cierto desdén, ella no pudo dejar de admirar la línea del yate.
Entonces, notó que Erica Marshall estaba saludándola desde la cubierta. Con mucho cuidado, se acercó a la otra embarcación y la amarró a ella. Con gran maestría, subió al barco ella sola, a pesar de que Erica la agarró la mano para que pudiera subir a bordo.
– Gracias -murmuró Cathy mientras contemplaba el aspecto de la secretaria. Iba vestida con un minúsculo biquini, dos pequeños trozos de tela que mostraban el bronceado más glorioso que ella había visto nunca.
– ¿Puedo ofrecerte algo de beber? Acabo de prepararme un Maldita María.
– ¿No es un poco temprano? -preguntó Cathy, tras mirar el reloj. Eran sólo las 10:45.
– ¿Temprano? Oh, ya entiendo a lo que te refieres. Crees que hay alcohol en la bebida, ¡Claro que no! Tal vez debería haber dicho que era un Virgen María. Yo nunca bebo alcohol porque hace que te salgan granos -dijo, tocándose sus impecables mejillas-. Jar… El señor Parsons es el que toma las bebidas alcohólicas. Yo solo finjo que lo hago. Ese es un secreto entre tú y yo. Sé que puedo estar segura de que no me delatarás.
– Sí, claro. ¿Está mi padre en los pantoques?
– ¿En los pantoques?
– Déjame que te lo diga de otra manera. ¿Sabes dónde está mi padre en este momento?
– Claro. Está con Jar… con el señor Parsons.
– ¿Y dónde está el señor Parsons?
– Oh, bueno… Están en algún lugar de este barco.
– Sí, eso ya me parecía -dijo Cathy, en tono de mofa, mientras observaba a Erica para ver el efecto que producían sus palabras en la otra mujer. No hubo reacción alguna. Era evidente que Erica se había acostumbrado a que la gente le hablara de aquel modo.
– Siéntate y toma un poco el sol -la invitó Erica, tendiéndose en una tumbona naranja.
– Gracias -musitó Cathy mientras se sentaba en una silla de lona.
Al mirar a su alrededor, Cathy pudo comprobar que el lujo de aquel barco era mucho mayor de lo que había pensado en un principio. Nunca en su vida había visto tan descarado hedonismo. Era casi escandaloso. Desde la cabina del barco, donde ella estaba sentada, se podía mirar a través de unas puertas de cristal que llevaban al salón. El suelo estaba cubierto de una espléndida moqueta verde esmeralda, que acentuaba el diseño tan contemporáneo de la tapicería del sofá. Unos largos y cómodos asientos rodeaban la zona, haciendo que el punto central de la sala fuera el bar de cromo y cristal que había en el rincón opuesto. El salón tenía el techo de cristal y, de uno de los laterales, salía una escalera de caracol que llevaba al puente de mando. Una suave música fluía a través de las puertas. Se imaginó que el barco entero tenía hilo musical. Mientras lo observaba todo, un camarero, vestido con una chaqueta blanca, entró al salón para volver a llenar el cubo del hielo.
– ¿Cuántos hombres componen la tripulación del señor Parsons? -le preguntó a Erica, dispuesta a recibir una de las vagas respuestas de la joven.
– Tres, incluyéndome a mí -respondió ella-. Tuvimos que dejar al que se ocupaba de los motores en Virginia Beach. Creo que tenía apendicitis o algo por el estilo.
– Te refieres al ingeniero jefe, ¿verdad?
– Supongo que sí. No presto mucha atención, al menos no a ese tipo de cosas.
– ¿No tienes que utilizar aceite solar o alguna crema protectora? -quiso saber Cathy. Envidiaba el profundo bronceado de la joven.
– Dios santo, no. Mi dermatólogo dice que tengo una piel perfecta y que nada puede estropeármela. Dice que yo soy una de esas escasas personas cuyo cuerpo necesita sol para seguir viva. Y tiene razón. ¿Utilizas tú algo?
Cathy no estaba dispuesta a admitir que tenía que utilizar aceite y yodo para conseguir tener un poco de color.
– A mí no me gusta mucho tomar el sol. Prefiero estar debajo de un buen árbol con un libro interesante.
– ¡Qué aburrido! -exclamó Erica, inclinando un poco más la cabeza en dirección al sol-. Espero que no me queden marcas -añadió mientras se ajustaba las tiras del minúsculo biquini.
– Sí, yo también lo espero -afirmó Cathy.
Por primera vez, se dio cuenta de que el bronceado de Erica era total, sin señales. Era evidente que estaba acostumbrada a tomar el sol completamente desnuda.
– ¿Qué hace el señor Parsons para ganarse la vida?
– ¿Hacer?
– Sí, claro, ya sabe. ¿En qué trabaja? ¿Es capaz de mantenerse a sí mismo?
– Oh. Envía facturas. En realidad, las mando yo. Soy su secretaria, ¿sabes? En estos momentos, estoy tomándome un descanso.
– Sorprendente. Bueno, supongo que lo tiene que hacer alguien.
– Odio mecanografiar cifras. Siempre me rompo las uñas. Jar… el señor Parsons va a contratar a alguien para que haga los números por mí cuando lleguemos a Lighthouse Point.
Cathy se vio salvada de seguir hablando con Erica por la llegada de su padre y de Jared Parsons. Los miró alternativamente. Durante las dos últimas horas, los dos hombres habían alcanzado un cierto respeto mutuo. Jared se estaba limpiando la grasa de las manos y asentía mientras escuchaba a Lucas.
– Menudo problema tienes, Jared -le decía Lucas-. Diez días, y eso como mínimo. Si tienes que regresar a Lighthouse Point, te sugiero que tomes un avión. Esta belleza no va a surcar las aguas durante algún tiempo. Haré una llamada y veré lo que puedo hacer para conseguirte esa bomba de agua que necesitas y el tubo de escape. En cuanto al generador, es mejor que hagas que te traigan ese de cabo Fear. Puedes ir a ver a otro mecánico si quieres, pero, si saben algo de esto, te dirán lo mismo que yo.
Jared asintió. Sus rasgos decían que estaba resignado ante lo que Lucas le había dicho.
Cathy sonrió con tristeza al ver que Jared miraba a Erica. Parecía avergonzado. Lucas estaba mirando, descarado, la sedosa piel que ella les mostraba a todos, pero no hizo ningún comentario.
– Mira, hijo -prosiguió Lucas, colocándole a Jared las manos llenas de grasa encima del hombro-, ¿por qué no venís la señorita Marshall y tú a cenar esta noche? Cathy puede preparar su guisado de pescado, ¿verdad, hija? -añadió, suplicándole con la mirada-. Para entonces, yo ya tendré noticias. Eso es lo único que puedo hacer por el momento. Comemos a las siete, más o menos, dependiendo del humor de mi hija.
– Estaremos encantados, pero debes llamarme Erica. Todo el mundo me llama así, incluso Jared -dijo la joven, en tono somnoliento, desde la tumbona. Cathy hizo un gesto de desaprobación y Lucas sonrió forzoso al ver la incómoda expresión que se reflejaba en el rostro de Jared.
– Sí, estaremos encantados -replicó él, con frialdad-. ¿De gala o informal?
– Con corbata blanca -le espetó Cathy, muy irritada-. Y después de cenar siempre nos vamos a bañar desnudos al río.
– ¿De verdad? -preguntó Erica.
– De verdad -dijo Cathy mientras miraba furiosa a Jared. Entonces, empezó a descender por la escalerilla.
– ¿Se trata de una promesa eso de bañarse desnudos? -preguntó Jared, con un extraño tono de voz, mirándola atento mientras ella bajaba.
Muy a su pesar, ella se echó a reír. Sus enormes ojos, del color del mar, estaban llenos de picardía.
– Te lo juro. Los chicos en el margen izquierdo y las chicas en el derecho.
Jared soltó una carcajada, riéndose con ganas y con un cierto tono infantil. En ese momento, Cathy sintió que la opinión que tenía de él subió tres puntos.
Cuando padre e hija estuvieron en el bote, Cathy protestó abiertamente por encima del ronroneo del motor.
– Eso no ha estado bien, papá. Ahora voy a tener que pasarme toda la noche en la cocina.
– Ese hombre está hambriento de buena comida y de buenas personas como nosotros -replicó Lucas-. Ten piedad. Unas pocas horas de tu tiempo, empleadas en hacer que un hombre sea feliz, no es mucho pedir. Deberías avergonzarte, Cathy Bissette. ¿Qué clase de hija estoy criando?
– ¡Ya me has criado y lo has hecho lo mejor que has podido! El señor Parsons me molesta y lo mismo me ocurre con esa señorita Marshall. Ojalá no los hubieras invitado. Ellos son diferentes a nosotros, papá. Es rico y ella… ella…
– Es su mujer -respondió Lucas a voz en grito, para asegurarse de que Cathy lo escuchaba por encima del ruido del motor.
Mientras el padre ayudaba a la hija a salir de la pequeña embarcación, la estrechó con fuerza entre sus brazos.
– Cathy, no tienes por qué tener envidia de ella. Esa mujer es lo que es y tú eres lo que eres. Ella es la cubierta del pastel y tú eres el relleno. Lo que estoy tratando de decir es que eres…
– Entiendo lo que quieres decir, papá, y si alguien más me dice que yo soy una persona de verdad y que soy muy hogareña, me voy a poner enferma. Tampoco tienes por qué tratarme como si fuera una niña. Deja de decirme lo buena que soy y deja de comportarte como un padre -concluyó ella mientras tomaba el camino que llevaba a la casa.
No podía recordar cuándo se había sentido tan furiosa. No hacía más que golpear un cacharro con otro. Le iba a preparar una cena de la que no se iba a recuperar jamás. Si aquello era para lo que valía, al menos se aseguraría que soñara con aquella cena durante el resto de sus días. Podría tener a la deliciosa Erica, pero aquella noche el plato principal lo serviría ella. Si tenía suerte, se quedaría tan saciado que no le apetecería tomarse como postre a una rubia platino.
Cathy se puso a trabajar, pensando en el plato que estaba a punto de preparar. El secreto era la cazuela de hierro fundido, aunque moriría antes de decírselo a nadie. Las hierbas y las especias estaban muy bien, pero si no se tenía el cacharro adecuado, no era nada especial. Prepararía una ensalada con las verduras de su jardín y galletas de mantequilla y leche para el postre. Además, haría una tarta de fresas para así poder ver cuál de los postres prefería Jared.
Decidió que pondría la mesa como Dios manda, con un mantel de cuadros y servilletas a juego. Un jarrón de margaritas y una botella de vino completarían el conjunto. Era una pena que Erica fuera a ir a cenar también, dado que lo que estaba preparando era una perfecta escena de seducción.
¡Facturas! ¡Se dedica a mandar facturas! Cathy se encogió de hombros y sonrió. Decidió que había trabajos y trabajos.
Cuando todo estuvo en orden en la cocina, se retiró a su dormitorio para prepararse para la cena. Llevaba en las manos la bolsa amarilla. Todavía no había pasado del primer párrafo de las galeradas de Teak Helm. Aquella noche sin falta, en cuanto las visitas se hubieran marchado, se prepararía una taza de té, le echaría un chorrito de ron, como lo hacía Teak Helm, y se metería en su cama con dosel para leer durante toda la noche. Sabía que viviría cada párrafo de la aventura hasta la última coma.
Cuando terminó de bañarse, salió de la bañera, se envolvió en una toalla y se dirigió al armario. Qué ponerse. Recorrió con la mirada un vestido de seda color aguamarina y luego se fijó en unos vaqueros.
– Lo que ves es lo que soy -repitió.
En efecto, aquellas habían sido sus palabras. Si se vestía de manera elegante, Jared Parsons terminaría por sospechar. Además, aquel vestido era el que había llevado puesto la última vez que había visto a Marc. Si se vestía de aquella manera, su padre la convertiría en el blanco de sus bromas, incluso delante de Jared… Le gustaba el nombre. Lo pronunciaba con mucha facilidad. Era un nombre con una fuerza especial.
Por fin, seleccionó unos vaqueros de diseño que se le ajustaban justo donde decía el anuncio y una camisa de seda color amarillo claro con el cuello en uve. Iba tan informal que su padre no sospecharía nada. Jared estaría tan ocupado comiendo que no le prestaría ninguna atención. Así que, ¿por qué se estaba molestando? No podía esperar a ver el precioso conjunto que Erica llevaría puesto a aquella pequeña cena familiar. Sin duda, Vogue había publicado algún conjunto que costaría una fortuna y que Erica, así como que no quería la cosa, tendría en su armario.
Tras unos ligeros toques del secador y otros cuantos con el rizador en las sienes, se sintió preparada. Se puso unas sandalias de esparto y salió del dormitorio sin mirarse una segunda vez al espejo. Ella era Cathy Bissette. A su juicio, no era hermosa, pero hacía lo que podía para sacarse partido. «Soy lo que soy», se repitió.
Bismarc estaba levantado y olisqueaba la puerta, esperando que lo dejaran salir. En aquel momento, Cathy oyó el ruido de la lancha que se acercaba al muelle.
– No, Bismarc, tú te vas a quedar aquí. No necesitamos otro incidente como el de esta mañana. Túmbate y sé un buen chico.
El perro lanzó una serie de gemidos y volvió al lado de la chimenea. Allí, se tumbó al lado de las macetas y apoyó la cabeza en las patas, aunque tenía las orejas levantadas, como si estuviera esperando que alguien llamara a la puerta. Cuando la llamada se produjo, volvió a gemir, pero se quedó donde estaba.
Cathy dio un suave silbido al ver a su padre entrar en la cocina, vestido con lo que él llamaba su camisa de golf. Ella sonrió y Lucas soltó una carcajada.
– En mí es un desperdicio, ya que ya sabes que no juego al golf, pero Erica no notará la diferencia. Te apuesto cinco dólares a que dice que es para jugar al tenis.
Lucas sonrió una vez más y abrió la puerta. Cathy miró al cuarto servicio que había puesto a la mesa y luego contempló a Jared Parsons, que estaba en el umbral. Al ver su aspecto, el pulso se le aceleró.
Una vez más, al verlo pensó que la ropa que llevaba puesta no había salido de la percha de unos almacenes. Llevaba unos pantalones blancos y una camisa de seda multicolor. Parecía cómodo y relajado, como si estuviera preparado para cualquier cosa. Entonces, sonrió, y extendió un ramo de hojas verdes y pequeñas florecillas.
– Por lo general, consigo llevar algo mejor cuando me invitan a cenar, pero no he podido encontrar otra cosa con tan poco tiempo.
– Menos mal que ninguno somos alérgicos -comentó Lucas-. Eso es hierba lombriguera.
Jared se encogió de hombros.
– La señorita Marshall no ha podido venir y quiere que presente sus disculpas -dijo con pausa, observando a Cathy para ver su reacción.
Ella bajó los ojos, sin querer que él viera el alivio que se le dibujó en la mirada, y tiró el ramo de malas hierbas a la basura.
– Siéntate, Jared -dijo Lucas-. ¿Te apetece algo de beber? He traído un poco del whisky casero de Jeff Gallagher para la ocasión.
– Papá, no le irás a dar eso, ¿verdad?
– Claro que sí, quiero ver de qué pasta está hecho y la mejor manera de hacerlo es darle a probar la especialidad de Jesse. Por estas partes, si puedes tomarte media jarra, indica que eres un hombre.
Bismarc volvió a gemir y empezó a rascar el suelo. Si había algo que le gustara era ver la jarra de Jesse Gallagher y unas cuantas gotas en su plato.
– Mira a este perro -dijo Lucas, señalando a Bismarc-. Puede beber más que nosotros en menos de una hora y todavía ponerse de pie.
– Eso es porque tiene dos pies más que tú, papá -comentó Cathy. Le estaba gustando el escrutinio tan detallado al que la estaba sometiendo Jared.
– ¿Estamos hablando de beber en grandes cantidades o de sólo un trago de buenos amigos? -preguntó Jared.
– Bueno, hombre, es lo que uno quiera que sea. Tenemos la noche entera por delante. Lo único que tenemos que hacer es cenar lo que Cathy nos ha preparado y, después, estaremos solos.
Bismarc se acomodó a los pies de Jared y se puso a observarlo con ojos llenos de adoración. «Podría llevarse al perro con él y Bismarc ni siquiera se pararía a pensárselo», pensó Cathy, algo molesta.
De hecho, estaba encajando en aquel ambiente demasiado bien. Allí estaba, sentado en su cocina como si hubiera estado allí toda la vida, bebiendo el whisky de Jesse Gallagher como si lo hubiera hecho desde que nació y charlando con su padre sobre un tema del que muy pocas personas podían hablar, es decir, de un escritor llamado Lefty Rudder.
– No te lo vas a creer, Jared, pero tengo todos los libros que escribió Lefty Rudder. Ese hombre sabía todo lo que hay que saber sobre el mar y los barcos. Sabía manejar las palabras de un modo que desconocen los jóvenes escritores de hoy, con la posible excepción de Teak Helm. Es lo más parecido a Lefty que me he encontrado nunca.
– Me temo que tendré que poner un pero a esa afirmación, Lucas. He leído a Rudder y a Helm y creo que Teak Helm es mucho mejor que Rudder. Éste último insistía mucho en la narrativa. Si tomamos Las brumas del mar, por ejemplo, ahí se ve muy claro. No pude meterme en ese libro hasta el cuarto capítulo. Un autor tiene que atraer la atención del lector desde la primera página, desde el primer párrafo, y eso es lo que hace Helm. Te mete en la narración y no te suelta hasta el último párrafo. Por supuesto, eso es sólo mi opinión.
– No podría estar más de acuerdo con usted, señor Parsons -dijo Cathy, mirando con fijeza a su padre. ¿Qué mosca lo había picado? Adoraba a Teak Helm tanto como ella.
– ¿No me puedes llamar Jared como hace tu padre? Y, si no te importa, yo te llamaré Cathy -afirmó él. Ella se encogió de hombros, pero, en el fondo de su ser, supo que no le importaba en absoluto.
– ¿Eres admirador de Teak Helm? -le preguntó, con curiosidad.
– Creo que se podría decir que sí. He leído y admirado todos sus libros. No tengo mucho tiempo para la lectura, pero cuando lo hago, prefiero leer una de las aventuras de Helm a otra cosa. En realidad, considero que es un lujo poder sentarse y leerlo tan solo por placer.
– La cena está lista -anunció Cathy, sentándose en la silla que Jared le sostenía. No prestó atención a la sonrisa de su padre.
Todo estaba perfecto. La mesa, la comida, el vino… Aunque era casi seguro que ninguno de los dos hombres apreciaría aquel buen caldo después del brebaje de Jesse.
– Dime, Cathy, ¿a qué te dedicas? ¿Estás de vacaciones o vives aquí todo el año?
– ¿Yo? -preguntó ella, al tiempo que miraba rápidamente a su padre-. Yo me dedico al marisqueo con mi padre -añadió. Lucas tomó un sorbo de vino y empezó a toser-. ¿Te encuentras bien, papá?
– Sí, sí. Es que se me fue por el otro lado -respondió, encogiéndose de hombros.
Lucas decidió que, si su hija quería fingir que era una de las marisqueras, él no era quién para intervenir. Cathy siempre tenía un motivo para hacer las cosas. Entonces, miró a Jared y le dijo:
– Mi opinión personal es que Teak Helm ha estado utilizando el trabajo de Lefty Rudder. Ya sabes que te he dicho que he leído todos los libros de Lefty y me parece que Helm se dedica a tomar los mismos argumentos, a los que sólo añade un giro nuevo de vez en cuando. Y como escribe en primera persona, son sus aventuras. Por supuesto, no puedo demostrarlo, ni tengo intención de hacerlo, pero es mi opinión.
– ¡Papá! ¿Sabes lo que estás diciendo? -gritó Cathy, muy molesta.
– Claro que lo sé y he dicho que es mi opinión.
Jared Parsons había dejado de comer. Su rostro era una máscara de furia controlada. Su voz, cuando habló, fue mortal.
– La opinión que acabas de expresar nunca debería decirse ante testigos. Si yo la diera a conocer, podría proliferar como los hongos y dar al traste con la reputación de un hombre.
– Tiene razón, papá. ¿Cómo has podido decir una cosa semejante? -replicó Cathy, enojada con su padre y asombrada por la vehemencia que había notado en la voz de Jared cuando defendió a Teak Helm.
– Cuando queráis poner a prueba esta opinión, estoy dispuesto a señalaros las similitudes. Ya os he dicho que tengo todos los libros que escribió Lefty Rudder y Cathy tiene todos los que ha escrito Helm, pero, dado que nadie está de acuerdo conmigo, no importa -añadió Lucas mientras se levantaba de la silla-. Voy a ir a casa de Jesse un rato. Le han instalado la televisión por cable y hay una película que me ha invitado a ver. Y, Parsons, yo tenía razón en cuanto al motor. Las piezas de la bomba de agua y del tubo de escape estarán aquí dentro de cuatro días, quizá cinco. He hecho todo lo que he podido. Si quieres enviar a tus hombres a cabo Fear para que vayan a recoger ese generador, estaré encantado de prestarte mi furgoneta. Bueno, divertíos. Guárdame un poco de ese pastel, Cathy.
Ella parpadeó, miró con fijeza a Jared y se quedó boquiabierta ante la grosería que acababa de cometer su padre. Jared controló su enojo y forzó una sonrisa. Ella pensó que debería decir algo para defender a su padre, pero no se le ocurrían las palabras para hacerlo. En vez de eso, se levantó y retiró los platos de la cena.
– ¿Te apetece un trozo grande o pequeño? -le preguntó.
– ¿De qué?
– De pastel. ¿Quieres un trozo grande o pequeño?
– En realidad, preferiría tomarme sólo las fresas -replicó Jared, con voz tensa.
Mientras Cathy le servía las fresas, lo observó de soslayo. Sentía la garganta muy seca y el corazón estaba revoloteándole en el pecho como un pájaro enjaulado.
– Dime, Jared, ¿a qué te dedicas tú? -le preguntó, con la intención de borrarle la expresión airada del rostro.
– Me dedico a las ventas. Oferta y demanda. Ese tipo de cosas -respondió, muy escueto.
– Y luego envías las facturas -musitó ella mientras iba a la encimera para recoger la nata.
– Lo siento, ¿qué has dicho? -quiso saber él. Tenía el ceño fruncido.
– Nada -respondió Cathy, sin querer darle importancia-. Me estaba preguntando en voz alta qué película habrá ido a ver mi padre. ¿Qué tal están las fresas?
– Deliciosas. Y la cena ha sido extraordinaria. He comido en algunos de los mejores restaurantes del mundo y te puedo decir con sinceridad que esta cena ha sido una de las mejores que he comido nunca. Ahora ya sé por qué ganaste el primer premio por tu receta.
Ella se echó a reír.
– En realidad, es por la cazuela -dijo, casi sin darse cuenta.
¿Por qué había tenido que decir aquello? Era un secreto guardado durante mucho tiempo, el éxito de su guisado de cangrejos y lo había revelado casi sin pensar. ¿Estaría buscando que aquel desconocido le diera una palmadita en la cabeza por su receta?
Bismarc se acercó a Jared y empezó a darle con la cabeza en la pierna. Entonces, el perro se dio la vuelta y miró fijamente al hombre.
– Suelo llevarlo a correr a lo largo de la playa a estas horas. Supongo que cree que esta noche lo vas a llevar tú. Se ve que te ha tomado mucho aprecio -añadió, algo a la defensiva.
– Entonces, llevémosle a dar su paseo -dijo Jared, levantándose de la silla-. Me gusta pasear después de cenar, algo que no tengo la oportunidad de hacer cuando estoy en un barco. Puedes recoger todo esto más tarde.
– ¿Ah, sí? -le espetó ella-. Has cenado aquí, así que lo mínimo que puedes hacer es ofrecerte a ayudar.
– Eso es cosa de mujeres -replicó él, con frialdad-. Vámonos antes de que a este perro le dé un ataque.
La había agarrado del brazo. La respiración de Cathy se aceleró al sentir el roce de la piel de Jared. Contuvo el aliento. Al oír aquel sonido, Bismarc se interpuso entre ellos para separarlos. Así mostró a Jared que, a pesar de que pudiera sentir simpatía por él, Cathy era su dueña.
– ¡Qué perro más listo tienes! -exclamó él, mientras acariciaba la oreja del animal.
– Entre otras cosas -dijo ella. Cuando abrió la puerta para que el perro saliera corriendo, Bismarc esperó sin apartar los ojos de su ama-. Venga, Bismarc -añadió al ver que el perro no se movía, sino que gemía suavemente-. Si me atrapas un siluro, te lo cocinaré para desayunar.
Al oír aquellas palabras, el perro salió disparado, sin necesidad de que lo animara más.
– ¿Puede pescar un siluro a oscuras?
– No, pero él no lo sabe. Además, lo hice para quitármelo de encima.
Jared se echó a reír. Las ondas de aquel sonido vibraron a través del cuerpo de Cathy. De repente, le agarró la mano.
– ¡Te echo una carrera hasta el muelle!
– ¡De acuerdo! -exclamó ella, soltándose de inmediato.
Ella echó a correr a toda velocidad, pero, a mitad de camino, él la alcanzó y la pasó. Antes de que ella pudiera llegar al muelle, Jared se detuvo y se giró, colocándose con los brazos abiertos. Cathy no pudo hacer nada para evitar chocarse contra él. El fuerte abrazo de él evitó que se cayera.
– No es justo. Habías dicho hasta el muelle.
– He cambiado de opinión -bromeó-. Además, no quiero cansarte y darte una excusa para no recoger la cocina.
– Animal -comentó ella, con una sonrisa-. No eres mejor que Bismarc. Comer y correr.
Deseaba de todo corazón que Jared la soltara. Su cercanía le estaba produciendo sensaciones extrañas y hacía que le resultara imposible recuperar el aliento.
Como si sintiera lo que ella estaba pensando, él le rodeó los hombros con el brazo y pasó así con ella a lo largo del muelle. En la distancia, las luces del Gitano del Mar III brillaban en la oscuridad.
– Es una pena que la señorita Marshall no haya podido venir a cenar -murmuró, con la esperanza de que Jared explicara el porqué de la ausencia de Erica.
– No quería que viniera y se lo dije.
Cathy se apartó de él y lo miró a los ojos.
– ¿Y tan acostumbradas están las mujeres a hacer lo que dices? Se la invitó a cenar y habría tenido todo el derecho de venir a mi casa si hubiera querido, a pesar de lo que tú le dijeras -lo espetó, con un desafío en la voz.
– Sí, por lo general me salgo con la mía en lo que respecta a las mujeres.
– ¿Y por qué es eso? -le preguntó Cathy, llena de furia.
– Porque espero que así sea. Y también porque estoy muy seguro de mi habilidad para satisfacer a una mujer de otras maneras, mucho más placenteras, que la hagan olvidar mis defectos.
Cathy se sonrojó rabiosamente. Agradeció la oscuridad que, poco a poco, iba cayendo por la costa.
– ¿Eres siempre tan presumido? -replicó, apartándose de él hasta que casi estuvo al borde de los ajados tablones de madera que cubrían el suelo del muelle.
– ¿Presumido? Yo prefiero decir seguro de mí mismo -comentó él, con una sonrisa en los labios. Entonces, la miró de un modo como si quisiera penetrar en su alma.
Cathy casi podía entender por qué estaba tan seguro de sí mismo y del efecto que producía en las mujeres. Tenía la belleza de un príncipe y la sonrisa de un pícaro. Sus anchos hombros parecían una muralla que la aislaba de la oscuridad y poseía la gracia de una pantera. Se dio cuenta, para su propia desolación, que ella misma se estaba viendo muy afectada por su presencia y por el magnetismo que irradiaba. Era todo virilidad y masculinidad, aunque tenía los rasgos de un travieso muchacho. Jared Parsons siempre seguiría siendo joven, a pesar de los años que pasaran por él. Su encanto era infinito.
Consciente de que estaba sucumbiendo a su influjo, Cathy apartó los ojos de él y puso distancia entre ambos. En su celeridad por hacerlo, se acercó con gran peligro al borde del muelle y estuvo a punto de perder el equilibrio.
Con los rápidos reflejos de un gato, él la agarró y la apartó del peligro, estrechándola con fuerza contra su pecho. Cathy notó la fuerza que su esbelto y firme cuerpo poseía.
– ¿Ves a lo que me refiero? -preguntó Jared, en voz muy baja-. Las mujeres tan solo me caen entre los brazos…
Tenía la boca muy cerca de la oreja de Cathy, por lo que la voz parecía resonar por todo su ser. Nunca en toda su vida se había sentido tan impresionada por un hombre. Se aferró a él, sintiendo que el deseo se apoderaba de ella como una potente ola.
– Esta mujer no -protestó, aunque la voz le salió con muy poco convencimiento-. Para que yo cayera entre tus brazos, haría falta mucho más que una caída al río…
– Tal vez serviría con esto…
Sintió que se acercaba más y se inclinaba sobre ella. Encontró su boca y la besó, con dulzura al principio y, entonces, cuanto el traidor cuerpo de Cathy respondió con una voluntad propia, el beso se hizo más profundo y sensual. Los brazos se fueron estrechando cada vez más a su alrededor y sintió cómo Jared empezaba a moldearla contra su cuerpo. Los sentidos de Cathy se despertaron. Fueron conscientes de las aguas de ébano que había bajo sus pies, de la suave y oscura noche y del brillo de las estrellas que se atrevían a relucir más que la luna. Las agujas de los pinos parecían susurrar el nombre de Jared, mientras que la suave brisa del mar los acariciaba y les refrescaba fas mejillas, creando un fuerte contraste con la calidez que reinaba entre sus labios.
Le acarició la mejilla con sus masculinos labios, con una caricia tan suave como las alas de una mariposa, y fue a encender una llama sobre la suave piel que ella tenía debajo de la oreja. El deseo y la pasión le lamieron las venas como un fuego abrasador. Cathy se aferró a él, sintiendo una respuesta de abrumadora intensidad a través de su cuerpo.
Cuando Jared la soltó, ella se había quedado sin aliento. Era incapaz de comprender las emociones que se habían abierto paso en su interior.
– ¡No tenías ningún derecho a hacer eso! -protestó, al tiempo que él le rodeaba el cuello con sus largos dedos y la hacía levantar la cara para enfrentarse a él.
– No creo que tu cuerpo esté de acuerdo contigo -dijo, con una profunda risotada que resonó en los oídos de ella. Aquella risa no tenía nada del niño y sí todo del hombre.
Antes de que pudiera volver a capturarle los labios, Cathy se zafó de él y salió corriendo, sabiendo que debía poner distancia entre aquel hombre y ella, un hombre que podía hacer que el pulso se le acelerara y que el corazón le latiera a toda velocidad. Un hombre que podía hacer que se olvidara de sus principios y que conspirara con él para su propia seducción.
Oyó unos pasos que la perseguían. Se oyó gritar y creyó ver una raya roja que saltaba a través de los árboles para colocarse en el muelle. Bismarc empezó a ladrar con ferocidad, impidiendo a Jared que avanzara mientras que su ama escapaba.
Sintiéndose más segura por aquel gesto de Bismarc, Cathy se detuvo y se dio la vuelta.
– Mantente alejado de mí, Jared Parsons. Lo sé todo sobre los hombres como tú y no me interesa saber más. ¡Mantente alejado de mí! ¡No quiero volver a verte!
Él se colocó las manos en las caderas y soltó una risotada profunda, que parecía burlarse de las palabras de Cathy.
– Eso es imposible, señorita Bissette. Tu padre me ha invitado a ir a marisquear con vosotros mañana por la mañana. Creo que no será necesario decir que he aceptado encantado.