Sin aliento y ligeramente aturdida por culpa del jet lag, Charlotte Hudson por fin estaba en Francia. Una llamada de su hermano Jack la había obligado a interrumpir el viaje que hacía en compañía de su abuelo, el embajador Edmond Cassettes.
El contingente diplomático estaba de visita en Nueva Orleans y, tanto el gobernador como varios senadores, pasando por todos los alcaldes de Louisiana con ganas de hacer negocio en Monte Allegro, se deshacían en atenciones hacia ellos.
Pero Charlotte había tenido que tomar un vuelo rumbo a la Provenza y allí estaba, a punto de llegar a la mansión de la familia Montcalm con un favor que pedir. Raine, su amiga de la universidad, se iba a llevar una gran sorpresa, pero ella contaba con sus ganas de ayudar para conseguir el favor.
Era la primera vez que su hermano, o cualquier otro miembro de la parte Hudson de la familia, la incluía en el negocio cinematográfico de Hudson Pictures. Y ella quería impresionarlos a toda costa.
Sus abuelos la habían criado en Europa, mientras que Jack había crecido al otro lado del océano, en Hollywood, y aunque sí había tenido alguna que otra ocasión de conocer a miembros de la célebre dinastía del celuloide, ellos siempre habían demostrado ser una estirpe selecta y unida, un club cerrado y hermético en el que una forastera como ella no tenía nada que hacer.
Pero la matriarca del clan, Lillian Hudson, estaba muy enferma, y se había empeñado en llevar su hermosa historia de amor a la gran pantalla; un proyecto que había entusiasmado mucho a todos los miembros de la familia.
La mansión Montcalm había sido el lugar elegido para el rodaje.
Charlotte respiró profundamente, se alisó la ropa y se dirigió hacia la puerta principal de la majestuosa casa de piedra de tres plantas. Las enormes puertas de nogal resultaban intimidantes.
Aquella mansión era de otra época. Un fiero señor de la guerra la había tomado durante la batalla y desde entonces había pertenecido a la familia Montcalm, que ya llevaba más de doce generaciones en ella.
Charlotte se armó de valor y llamó al timbre. Un elegante mayordomo abrió la puerta de par en par y la miró con un gesto impasible, formal y cortés.
– Bonjour, madame.
– Bonjour. Quisiera ver a Raine Montcalm, por favor.
El hombre se detuvo un instante para observarla mejor.
– ¿Ella la espera?
Charlotte negó con la cabeza.
– Soy Charlotte Hudson. Raine y yo somos amigas. Estudiamos juntas en Oxford.
– La señorita Montcalm no puede atenderla ahora.
– Pero…
– Le pido disculpas.
– ¿Podría decirle que estoy aquí por lo menos?
– La señorita no se encuentra en la casa en este momento.
Charlotte empezó a sospechar que intentaba deshacerse de ella deliberadamente.
– ¿De verdad que no está aquí?
El sirviente guardó silencio, pero la expresión de su rostro se volvió aún más formal y áspera.
– Le agradecería que le dijera que… -empezó a decir Charlotte.
– ¿Algún problema, Henri? -dijo una voz masculina y grave que a Charlotte le resultaba peligrosamente familiar.
– Non, monsieur.
Charlotte retrocedió sobre sus propios pasos al tiempo que un hombre apuesto y aristocrático aparecía en el umbral de la puerta, desplazando al mayordomo.
Se suponía que el hermano de Raine estaba en Londres. Ella misma había visto las fotos publicadas en los tabloides del día anterior y en todas ellas Alec Montcalm parecía pasárselo muy bien mientras bailaba en un exclusivo local de moda de la ciudad.
– Me temo que Raine ha tenido que salir por… -se repente se detuvo y una sonrisa feroz se dibujó en sus labios-. Charlotte Hudson.
Ella guardó silencio.
– Gracias, Henri -respondió él, sin dejar de mirarla.
Cuando el mayordomo se retiró, Alec se recostó contra el marco de la puerta con gesto indolente.
– Me parece que nunca nos han presentado formalmente -dijo ella, extendiendo la mano con una sonrisa fugaz.
Por lo menos eso no era mentira. Se habían visto sólo una vez, pero aquel encuentro no había tenido nada de formal.
Charlotte tenía que fingir que lo había olvidado todo. No podía hacer otra cosa.
– Oh, creo que sí nos han presentado, señorita Hudson -su mano cálida y firme se cerró sobre la de ella.
Un escalofrío recorrió la espalda de Charlotte.
– Fue hace tres años -añadió él, ladeando la cabeza con un gesto desafiante y mirándola con intensidad.
Charlotte guardó la compostura y levantó una ceja, como si no se acordara.
– El Ottobrate Ballo, en Roma -dijo él, prosiguiendo-. Le pedí que bailara conmigo.
En realidad había hecho algo más que pedirle que bailara con él. Aquel hombre había estado a punto de arruinar toda su carrera en cinco minutos.
Roma había sido uno de los primeros destinos que le habían sido asignados como asistente ejecutiva de su abuelo. Conseguir ese puesto había sido un gran paso para ella y se había pasado toda la noche en un estado de nervios, ansiosa por hacerlo bien.
La sonrisa de Alec creció al ver la expresión de su rostro.
– Yo lo recuerdo muy bien -afirmó.
– Yo no… -dijo Charlotte, sin terminar la frase.
– Claro que sí -dijo él, sabiendo que tenía razón-. Y te gustó.
Charlotte no podía negar la realidad. Alec tenía razón.
– Pero entonces llegó el embajador Cassettes -añadió él.
Por suerte, su abuelo había llegado en el momento justo.
– ¿Charlotte?
Ella fingió haberse acordado en ese preciso momento.
– Intentó darme la llave de su habitación -le dijo con el ceño fruncido y el gesto serio.
– Y tú la aceptaste.
– No sabía lo que era.
Entonces sólo tenía veintidós años. No era más que una novata en el mundo de la diplomacia, una presa fácil para un tipo como Alec Montcalm.
El se echó a reír y Charlotte lo fulminó con la mirada.
– Esa noche estabas preciosa -dijo él, mirándola de arriba abajo.
Charlotte no pudo ocultar lo insultada que se sentía.
– Tenía veintidós años.
El se encogió de hombros.
– No tenías por qué tomar la llave.
– Estaba confusa.
En realidad le había llevado algunos segundos darse cuenta de que la tarjeta que le había entregado era la llave de su habitación.
– Creo que te sentiste tentada.
La prudencia le decía que guardara silencio, pero sus sentimientos la instaban a hacer lo contrario.
– Te había conocido dos minutos antes.
Otras mujeres podrían haberse sentido tentadas por un aristócrata elegante y seductor al que el dinero le salía por las orejas, pero ella nunca había estado interesada en mantener una aventura.
– Yo llevaba mucho más de dos minutos observándote.
Se acercó un poco más.
– Eras atractiva, parecías inteligente e interesante y, además, por cómo hacías reír a todos esos hombres, supe que tenías sentido del humor.
– ¿Y a ti te pareció divertido darme la llave de tu habitación?
Aquellos ojos de color miel que la atravesaban de un lado a otro se volvieron del color del chocolate.
– En absoluto. El baile casi tocaba a su fin. Quería conocerte mejor.
Charlotte se quedó estupefacta. Por muy joven e inocente que fuera, jamás habría desprestigiado a su abuelo ni a la embajada marchándose con un desconocido aquel día. Y mucho menos tratándose de Alec Montcalm, el soltero con peor reputación de toda Francia.
– ¿Ni siquiera se te pasó por la cabeza invitarme a un café?
– No soy un hombre paciente… -hizo una pausa.
Charlotte tuvo tiempo de fijarse en el frunce desafiante de sus labios, y también en el gesto implacable de su aristocrática mandíbula.
– A veces el método más directo es el más efectivo.
– ¿Me estás diciendo que lo de la llave de la habitación suele funcionar? -preguntó Charlotte, sabiendo que en realidad no debía sorprenderse tanto.
Charlotte sabía que había miles de mujeres dispuestas a todo por meterse en la cama de Alec Montcalm, pero ella no era una de ellas. Y nunca lo sería.
La sonrisa aviesa de Alec confirmó sus peores sospechas. Sin embargo, en un par de segundos pareció cansarse de todo ese juego. Se puso erguido y su expresión se volvió más formal y protocolaria.
– En ausencia de mi hermana, ¿qué puedo hacer por ti, señorita Hudson?
Charlotte recordó enseguida el motivo de su visita.
– ¿Cuándo regresa Raine? -le preguntó.
Había cometido un gran error discutiendo con él. Tenía claro que no podía volver a dejarse llevar por sus emociones delante de un tipo como él.
– El martes por la mañana. Tuvo que asistir a una sesión de fotos en Malta para Interët.
Charlotte sabía que ésa era la revista de moda de la corporación Montcalm y Raine era su editora jefe.
Pero el martes era demasiado tarde. Jack necesitaba saber ese fin de semana si podía mandar al encargado de localizaciones de rodaje a Château Montcalm. La preparación de decorados debía empezar al final del verano, y ya iban con retraso.
Charlotte pensó que podía volar a Malta para hablar con Raine, pero también sabía que la revista no estaría dispuesta a prescindir de su editora jefe a menos que hubiera un problema. Además, tampoco quería molestar a su amiga en un momento de ajetreo.
Y eso sólo le dejaba una alternativa llamada Alec Montcalm.
Albergaba la esperanza de no tener que pedírselo directamente, pero tampoco estaba en posición de escoger.
– Me gustaría comentarte algo -le dijo, respirando profundamente.
Los ojos de Alec brillaron repentinamente y en sus labios se dibujó una cínica sonrisa.
– Entra -le dijo, invitándola a pasar con un gesto.
Ella titubeó un momento y entonces entró en el recibidor.
– Esta noche vamos a disfrutar de una cena informal -le dijo-. La pissaladiére. Y traeré una botella de Montcalm Maison Inouï de 1996 de la bodega.
– No se trata de esa clase de reunión -le advirtió Charlotte, dándose la vuelta para mirarle de frente.
Los exquisitos caldos de los viñedos Montcalm no la harían caer en su cama.
– Estás en la Provenza. Aquí todas las reuniones son así.
Charlotte parpadeó para adaptar la vista a la luz del interior.
– Esto son negocios.
– Entiendo -dijo él, sin cambiar la expresión de la cara.
– ¿En serio?
– Absolument.
Charlotte no le creyó ni por un instante. Sin embargo, no tenía otra elección sino quedarse a la cena. Jack necesitaba conseguir esa localización para el rodaje y ella necesitaba probar su valía ante los Hudson.
No podía dejar escapar la oportunidad.
Alec también tenía otra oportunidad. Después de tres largos años la hermosa mujer que había conocido aquel día en la pista de baile estaba en la cocina de su propia casa, más radiante que nunca. Si hubiera sabido que la amiga de Charlotte y aquella misteriosa joven eran la misma persona, habría propiciado el encuentro muchísimo antes. Pero era bueno tener paciencia.
Mientras contemplaba sus ojos azul transparente y su piel de porcelana, se alegró de haber esperado tanto.
Oscuras pestañas, labios turgentes y un cuello delicado y estilizado que lucía un pequeño diamante que hablaba de distinción y no de vulgar ostentación. La falda del traje se le ceñía como un guante y realzaba la curva de su diminuta cintura, sus caderas y aquellas piernas interminables y sensuales.
Alec descorchó la botella de vino. Maison Inouï era el sello enológico de la familia y las ocasiones especiales, como ésa, merecían las mejores cosechas.
Buscó en una estantería superior y sacó un par de copas de vino.
Después de mirar a su alrededor con curiosidad, Charlotte se detuvo en medio de la habitación.
El le señaló uno de los taburetes sin respaldo que estaban al otro lado de la barra americana.
– Siéntate.
Charlotte vaciló un instante y entonces se sentó.
El le puso una copa de vino sobre la mesa.
– Gracias -dijo ella.
Alec recordaba muy bien aquella expresión enigmática; un escudo de formalidad bajo el que debía de ocultarse una rebelde luchadora que se revolvía bajo las ataduras del decoro. Había intentado poner a prueba la teoría aquel día en Roma, pero el viejo embajador le había parado los pies y no había tenido más remedio que olvidar la decepción que se había llevado en los brazos de otras mujeres, que iban y venían rápidamente como pajarillos en un día de primavera.
Levantó la copa de vino y bebió un pequeño sorbo, deleitándose con el profundo sabor añejo del mejor caldo francés.
A veces un hombre conseguía una segunda oportunidad y ésa era la suya.
El vino estaba delicioso, así que rellenó la copa.
Charlotte probó el suyo y su mirada no dejó lugar a dudas.
– Muy bueno -le dijo con respeto.
– Es de nuestros viñedos de Burdeos.
– Impresionante.
El sonrió.
– La pissaladière -dijo, sacando un bol de metal de debajo de la encimera. Buscó harina, levadura, azúcar y aceite de oliva.
Charlotte le observó con asombro.
– ¿Sabes cocinar?
– Por supuesto -echó algo de azúcar en el bol, añadió la levadura y un poquito de agua.
– ¿Tú te haces tu propia comida? -preguntó Charlotte, visiblemente sorprendida.
– A veces -señaló la copa de ella-. Disfruta. Relájate. ¿De qué querías hablarme?
Aquella imitación la hizo volver a la realidad. Bebió un poco más de vino.
Intenso, interesante…
– Es un vino exquisito -comentó.
– Aplaudo tu buen gusto, mademoiselle -le dijo él con franqueza. Entonces sacó una pesada sartén y echó aceite de oliva en el fondo.
– ¿Llevas mucho tiempo viviendo aquí? -preguntó ella, mirando fijamente su propia copa de vino y acariciando el borde con la punta del dedo.
El la observó un instante.
– Nací aquí.
– ¿En la Provenza o en esta casa?
– En el hospital de Castres.
– Oh -dijo Charlotte y guardó silencio.
– ¿Es eso lo que querías preguntarme?
– No exactamente -se mordió el labio inferior-. Mi familia… los Hudson… hacen películas.
– ¡No me digas! -exclamó él en un tono irónico.
– En América son muy famosos, pero no estaba segura de que aquí…
– Eres demasiado modesta.
– No es que haya tenido nada que ver con eso -se echó el pelo hacia atrás sin dejar de mirar la copa de vino-. Están haciendo una nueva película.
– ¿Una sola?
Charlotte levantó la vista.
– Una muy especial.
– Ya veo.
– Yo no… -miró a su alrededor.
Alec dejó a un lado el cuchillo.
– ¿Es más fácil dando tantos rodeos?
– Yo no… -Charlotte lo miró a los ojos y suspiró-. En realidad, esperaba poder hablar con Raine.
– Siento que no hayas podido.
– No tanto como yo -Charlotte se dio cuenta de lo que había dicho e intentó rectificar-. No quería decir eso.
Alec podría haberse echado a reír en su cara de no haberla visto tan seria.
– Entiendo -dijo finalmente-. ¿Es que has roto con tu novio? -le preguntó en un tono ligero.
– No. No es eso.
– ¿Tengo alguna posibilidad de adivinarlo?
Charlotte esbozó una media sonrisa y sacudió la cabeza.
Alec agarró el cuchillo y empezó a cortar una cebolla.
– ¿Entonces qué es?
Charlotte vaciló un momento y entonces se decidió a hablar.
– Muy bien… -puso las manos sobre la encimera-. Los Hudson quieren usar tu mansión como emplazamiento para un rodaje -apretó la mandíbula y esperó a oír su reacción.
Alec se quedó perplejo. ¿Acaso era una broma? ¿Se había vuelto loca?
El llevaba años evadiendo a la prensa y lo último que necesitaba era tener a un equipo de rodaje en su casa.
Levantó los pedacitos de cebolla con la hoja del cuchillo y los echó en el aceite caliente.
Charlotte esperaba algo de resistencia. Sabía que Alec no diría que sí de inmediato, así que se preparó para intentar convencerlo.
– Se trata de la película sobre la gran historia de amor de mis abuelos -le dijo, intentando obtener su consentimiento-. Se conocieron en Francia, durante la Primera Guerra Mundial.
Alec guardó silencio.
– Hudson Pictures va a poner todos sus recursos en esta película -añadió Charlotte.
Alec levantó la espátula y removió la cebolla dentro de la sartén.
– Mi abuela era artista de cabaret y se casaron en secreto delante de las mismas narices de los alemanes.
Alec levantó la vista.
– ¿Y eso qué tiene que ver?
– Cece Cassidy va a estar en el proyecto. Seguramente le den un premio por el guión.
– Como si el guionista fuera un problema.
– ¿Es por el dinero? -preguntó Charlotte-. Te recompensarían generosamente por las molestias. Y lo dejarían todo exactamente como lo encontraron. No tendrías que…
– No me apetece que mi casa se convierta en un decorado.
– No necesitarían la casa completa -Charlotte trató de buscar más argumentos a su favor-. Podrías continuar viviendo aquí. Jack me mandó el primer borrador del guión. Necesitarían la cocina, el salón principal, una de las bibliotecas y un par de habitaciones. Oh, y los terrenos de la finca, por supuesto. Y a lo mejor también necesiten el porche de atrás para una de las escenas.
– ¿Y eso es todo? -le preguntó Alec en un tono sarcástico.
– Creo que sí -respondió ella, intentando no darse por aludida.
– ¿No necesitarían acceso a mi estudio privado? ¿O a mi cuarto de baño? -su tono de voz se hacía más y más estridente a cada momento-. O a lo mejor también tienen que echar un vistazo en…
– Podrías designar algunas áreas prohibidas -sugirió ella-. O incluso podrías quedarte en alguna de tus otras casas mientras dura el rodaje.
Los ojos de Alec se oscurecieron.
– ¿Y dejar que esos gamberros de Hollywood acampen a sus anchas en mi casa? -le dijo, blandiendo la espátula como si se tratara de un cuchillo.
– No es que sean muchos.
Era cierto que algunas estrellas tenían mala reputación, pero los productores de Hudson Pictures eran muy profesionales. Y Raine era su amiga. Ella nunca le habría llenado la casa de fiesteros empedernidos.
– Yo no he dicho que lo fueran.
– ¿Y entonces cuál es el problema?
– ¿Tienes idea de lo mucho que me cuesta conseguir algo de privacidad?
– Bueno, quizá si no… -Charlotte se detuvo de inmediato.
– ¿Sí? -dijo él, instándola a proseguir.
– Nada -Charlotte sacudió la cabeza. No tenía por qué insultarle. Las cosas ya iban bastante mal por sí solas.
– Insisto -dijo él, ladeando la cabeza y mirándola con gesto desafiante.
– Podríamos reflejar todos los requisitos de privacidad en el contrato -trató de distraerle-. No tendrías nada de qué preocuparte.
– Yo decido lo que me preocupa y lo que no. ¿Y qué era lo que ibas a decir antes?
Charlotte lo miró a los ojos y se dejó atravesar por su implacable mirada.
– Creo que se me ha olvidado.
El siguió esperando.
Ella trató de buscar una buena mentira, pero no fue capaz de encontrarla. La batalla estaba perdida, así que ya no tenía por qué aguantarle más.
– A lo mejor las cosas serían distintas si no te esforzaras tanto en ser un atractivo objetivo para los paparazzi.
Alec se quedó en silencio unos segundos antes de decir:
– ¿Acaso sugieres que es culpa mía?
– No tienes por qué acudir a todas las fiestas de moda acompañado de supermodelos.
La mirada de Alec se volvió negra como el azabache.
– ¿Acaso crees que hablarían menos si fuera acompañado de una chica corriente? Al contrario, una chica cualquiera me garantizaría todas las portadas de las revistas del corazón.
Charlotte no pudo sino reconocer que tenía razón. Si lo veían con alguien diferente, alguien que no encajara en ese mundo, se le echarían encima como fieras.
Sin embargo, no había entendido lo que ella había querido decirle.
– Podrías dejar de ir a las fiestas.
– No voy a tantas como crees.
Charlotte estuvo a punto de echarse a reír con escepticismo.
El frunció el ceño.
– ¿A cuántas fuiste tú el mes pasado? ¿La semana pasada? ¿Has perdido la cuenta?
– Eso es diferente -dijo ella-. Yo estaba haciendo negocios.
Alec le dio otra vuelta a la cebolla y bajó el fuego.
– ¿Y qué crees que hago yo en las fiestas? -se lavó las manos mientras le daba tiempo para pensar la respuesta y entonces sacó una bolsa de tomates maduros.
Charlotte no sabía si se trataba de una pregunta trampa.
– ¿Bailar con supermodelos? -dijo finalmente, optando por lo más obvio.
– Cierro contratos de negocios.
– ¿Con las supermodelos?
Alec cortó un tomate en rodajas.
– ¿Preferirías que bailara con las citas de otros hombres?
– ¿Intentas decirme que te ves obligado a soportar las atenciones de las supermodelos con el fin de cerrar tratos de negocios?
– Lo que trato de decir es que me gusta conservar mi privacidad, y tú no deberías hacer juicios respecto a la forma de vida de otras personas.
– Alec, tú te dedicas a repartir tarjetas llave en la pista de baile.
El dejó de cortar y Charlotte se puso erguida, sin siquiera molestarse en ocultar la satisfacción que sentía.
– Me parece que ahí te he pillado.
– ¿En serio? -siguió cortando el tomate-. Bueno, a mí me parece que no vas a hacer una película en mi casa.