Alec había ganado la primera ronda, pero el combate no estaba perdido.
Las luces destellantes de las velas del jardín resaltaban los ángulos y contornos de su rostro robusto y la brisa de la tarde llevaba consigo el aroma a lavanda y a tomillo. Iban a cenar en la terraza y la suculenta cena que Alec había preparado humeaba frente a ellos encima de una mesa redonda de cristal.
«Segunda ronda», pensó Charlotte.
– Podrías ocultar todas las cosas personales -dijo ella de modo casual mientras se servía un poco de pastel de tomate-. Incluso podrías mantenerte aparte, ilocalizable. Dudo mucho que los miembros del equipo sepan que se trata de tu casa.
– Por favor -dijo él, quitándole el cucharón de plata de las manos-. Hay un enorme cartel encima de la puerta que dice Château Montcalm.
– Entiendo.
– Mi nombre está tallado en una piedra que tiene más de quinientos años.
– Pero no creo que seas el único Montcalm en toda la Provenza.
– Pero yo soy el único que sale en las portadas -dijo, sirviéndose dos raciones.
– Creo que sobreestimas tu fama.
– Y yo creo que tu sobreestimas tus poderes de persuasión.
– ¿Más vino? -preguntó ella, esbozando su mejor sonrisa, aquélla que tanto le gustaba al asesor de imagen de su abuelo.
Le llenó la copa.
– No funcionará, Charlotte -dijo él, observando cómo caía el fino líquido de color burdeos en la copa.
– ¿Qué es lo que no funcionará?
– Yo nací en Maison Inouï.
Ella se hizo la inocente.
– ¿Crees que intento emborracharte?
– Creo que estás demasiado obsesionada con mi casa -puso a un lado la botella para verla mejor-. Hay muchas otras mansiones glamorosas por aquí.
Charlotte trató de guardar la profesionalidad.
– Pero la tuya es perfecta para la historia -le dijo con sinceridad, mirando a su alrededor-. La familia piensa que…
– Tú ni siquiera estás involucrada en el negocio.
Charlotte se irguió.
– Yo soy una de los Hudson -le dijo, luchando una vez más contra aquella vieja sensación de soledad.
Sus abuelos le habían dado una vida de ensueño, y si echaba de menos a su hermano Jack por las noches, era porque los habían separado cuando eran muy pequeños.
– ¿Charlotte?
La joven parpadeó.
– Hay muchas casas así en la Provenza -insistió Alec.
– El… Ellos quieren ésta.
– ¿Él?
– Los productores -se apresuró a añadir, para no mencionar expresamente a Jack.
– ¿Tienes algún problema con los productores?
– No.
Alec la miró en silencio. El viento empezó a soplar con más fuerza y los tallos de lavanda comenzaron a volar a su alrededor.
– ¿Qué? -preguntó ella finalmente, haciendo un esfuerzo por no flaquear.
El levantó su copa.
– Lo deseas con mucha fuerza.
Ella soltó el aliento.
– No sé por qué tiene que ser tan complicado. ¿Qué es lo que quieres? ¿Qué podemos hacer para compensarte? ¿Cómo podemos convencerte para que renuncies a tu preciada privacidad durante seis semanas?
El bebió un sorbo de vino sin dejar de mirarla intensamente.
– Hay una cosa que quiero -le dijo, dejando la copa sobre la mesa y deslizando un dedo por el borde.
– No voy a acostarme contigo para conseguir el emplazamiento del rodaje.
Alec ladeó la cabeza y se echó a reír.
– No te estoy pidiendo que te acuestes conmigo- Charlotte bebió un generoso sorbo de vino y trató de no sonrojarse.
– Bueno, bien. Eso es bueno.
El sonrió.
– Aunque no diría que no si tú… -empezó a decir.
– Cállate.
Alec obedeció y Charlotte siguió esperando a que le dijera qué quería.
– Bien. ¿De qué se trata?
– ¡Charlotte! -la voz de Raine llegó hasta ellos y un segundo más tarde la joven irrumpió en la terraza-. ¿Por qué no me dijiste que venías? -le preguntó, soltando el bolso y el equipaje en el suelo.
Llevaba un ceñido vestido negro con medias negras y sus vertiginosos tacones repiqueteaban sobre el porche de piedra.
– Fue un viaje repentino -respondió Charlotte, poniéndose en pie.
Alec hizo lo mismo.
– Pero yo pensaba que no regresabas hasta el martes -continuó Charlotte.
Había cometido un gran error hablando con Alec. Sin tan sólo hubiera esperado un par de horas…
– Hablé con Henri. El me dijo que estabas aquí.
Las jóvenes se dieron un efusivo abrazo y Raine se echó a reír.
– Bon soir, ma soeur-dijo Alec cuando por fin se separaron.
Raine levantó la vista y fingió haberse llevado una sorpresa.
– Alec, no te había visto.
El sacudió la cabeza y, sonriendo, le abrió los brazos.
Raine le dio un cariñoso abrazo y un beso en cada mejilla.
Mientras los observaba Charlotte sintió algo de envidia. Ella también habría querido llevarse tan bien con su propio hermano.
– Bueno… -dijo Raine, sentándose a la mesa-. ¿Qué vamos a cenar? -preguntó, oliendo los manjares. Levantó la botella de vino y, al ver la etiqueta, frunció el ceño-. Muy bien.
– Yo sé cómo ser un buen anfitrión, no como tú -dijo Alec.
– Ni siquiera sabía que venía -Raine inclinó la botella hasta ponerla boca abajo-. Está vacía.
Alec buscó otra botella mientras su hermana se servía un poco del pastel de tomate.
– ¿Y de qué estábamos hablando? -preguntó, mirando a uno y a otro.
Alec empezó a taladrar el corcho de la botella con destreza.
– Charlotte quiere usar la casa como decorado para una película.
La joven se encogió al oír la brusquedad de sus palabras. Sin embargo, Raine pareció intrigada.
– ¿En serio?
Charlotte asintió.
– Eso es fantástico.
– Yo no había dicho todavía que sí -le advirtió Alec.
– ¿Y por qué no?
El corcho saltó de una vez.
– Porque nos interrumpiste.
– Pero ibas a hacerlo -dijo Raine.
– Estaba a punto de cerrar un trato… Iba a decir que sí…
Raine entrelazó las manos, expectante y contenta.
– … Siempre y cuando no puedan subir a la tercera planta ni entrar al ala sur.
– Hecho -dijo Charlotte, ofreciéndole la mano rápidamente.
– Y nadie entrará en el jardín de rosas -dijo Alec, prosiguiendo sin estrecharle la mano.
Ella asintió rigurosamente.
– Ni en ninguna de las otras edificaciones del exterior. Los tiros cesarán todas las noches a las diez, y mis empleados no son parte del equipo de producción. Además, tú te quedarás aquí y te asegurarás de hacer que se cumplan las condiciones.
– Desde lue… -Charlotte cerró la boca antes de terminar-. ¿Qué? -le preguntó al oír lo último que había dicho.
– No quiero que mis empleados tengan que hacer tareas que no les corresponden.
– No me refería a eso.
– Es perfecto -dijo Raine, agarrando a Charlotte del brazo con entusiasmo-. Podremos salir juntas como si volviéramos a estar en la universidad.
– No puedo trasladarme aquí -replicó Charlotte-. Tengo un trabajo en Monte Allegro. Mi abuelo me necesita. Hay una cumbre en Atenas el veinticinco de este mes.
Alec la atravesó con la mirada.
– ¿Entonces sí estás dispuesta a causarme molestias, pero no a causártelas a ti misma? -le preguntó él en un tono sarcástico.
– Yo no… -le miró a los ojos.
El arqueó una ceja.
El instinto de Charlotte le decía que era el momento de aceptar antes de que se arrepintiera, pero… ¿De verdad estaba preparada para pasar semanas en aquella casa, con él?
En ese momento se acordó de aquel día, cuando le había dado la llave de la habitación. Durante una alocada fracción de segundo se había sentido tentada de aceptarla. Pero las cosas habían cambiado mucho desde entonces. Tenía unos cuantos años más y sabía muy bien lo importante que era llevar una vida discreta, lejos de las portadas de las revistas del corazón.
No obstante, aquel viejo estremecimiento había vuelto con fuerza, y él lo sabía.
– Me quedo -dijo finalmente, recordando lo mucho que deseaba demostrarles su valía a los Hudson.
Por una vez sería parte del equipo. Raine se deshizo en exclamaciones de alegría.
Alec agarró la copa de vino y brindó para sellar el trato. Su mirada, soberbia y arrogante, hablaba de un desafío que no había hecho más que empezar.
– No te dejarán vivir en paz -afirmó Kiefer mientras preparaba su bicicleta para el descenso.
– Es amiga de Raine -dijo Alec, pedaleando con más fuerza.
Estaban en un camino rural que serpenteaba alrededor de la cordillera junto a la que se hallaba la finca Montcalm. Las ruedas de la bicicleta temblaban bajo los pies de Alec y el sudor empezaba a empaparle el cabello.
– ¿En serio? -dijo Kiefer-. Es una película de Hollywood. Habrá prensa por todos lados. Ya sabes cómo van a reaccionar los japoneses.
El sol empezaba a asomar por el horizonte, iluminando el río y las praderas y bosques cercanos.
– Todo está bajo control -afirmó Alec sin estar del todo convencido.
Se sentía muy atraído por Charlotte, y había dejado que esa atracción le nublara el sentido. ¿Cómo había podido consentir que rodaran una película en el salón de su casa?
Kiefer, que era el vicepresidente de su empresa, tenía toda la razón. La semana anterior se habían reunido con un asesor de imagen muy cotizado y entonces se había comprometido a llevar una vida social más discreta.
– Kana Hanako quiere un socio, no un play-boy.
– Es un trato de negocios -dijo Alec, bebiendo un poco de agua de la botella-. Sólo van a alquilar la mansión.
– ¿Y quién es la estrella?
– Isabella Hudson. No la conozco de nada.
Al oír el nombre, Kiefer se quedó boquiabierto.
– ¡Isabella Hudson!
– Es parte de la familia, ¿no?
– ¿Vas a tener a Isabella Hudson hospedada en tu casa? Dios mío, Alec. Incluso la prensa rosa japonesa hablará de tu romance con Isabella Hudson.
– Yo no tengo intención de acercarme a ella. No tendrán nada a lo que agarrarse, ni fotos ni nada.
Pero Kiefer ya no le estaba escuchando, sino que trataba de buscar una solución.
– Tendrás que quedarte en otro sitio.
– No.
– Márchate a Roma. Mucho mejor, vete a Tokio y así podrás trabajar en el prototipo con Akiko.
– No me necesitan en el taller de bicicletas.
– Tienes que salir de la Provenza.
Al subir una cuesta Alec aumentó el ritmo de la marcha, encauzando toda su frustración hacia la fuerza de los músculos.
– Me voy a quedar en mi casa -le dijo a Kiefer, acelerando.
– Entonces necesitamos una estrategia de despiste -propuso Kiefer, quedándose atrás.
– ¡A ver si te despistas con esto! -exclamó Alec, haciéndole un gesto descortés con la mano.
– Que la prensa no te pille haciendo eso -le dijo Kiefer, alcanzándolo-. ¿Por qué no te casas?
Alec miró al cielo.
– ¿Y no podrías por lo menos buscarte una novia? -continuó Kiefer-. No para siempre, sólo mientras Isabella esté por aquí. Una chica normal, corriente, que no te meta en líos.
Al oír las palabras de Kiefer, Alec se dio cuenta de que había perdido una gran oportunidad.
– Maldita sea.
– ¿Qué? -preguntó Kiefer, mirando a uno y otro lado.
Alec guardó silencio. ¿Cómo podía haber dejado escapar aquella oportunidad? Charlotte podría haber sido su novia Ficticia durante todo el rodaje.
– ¿Qué? -preguntó Kiefer nuevamente.
Pero ya era demasiado tarde para añadir una cláusula extra a las bases del contrato.
– Tuve oportunidad de chantajear a una chica -confesó Alec.
– ¿A quién?
Alec sacudió la cabeza.
– Creo que ya es imposible.
– ¿Y quién es?
– Nadie -dijo Alec.
– Eso es perfecto -replicó Kiefer con entusiasmo.
– Creo que estoy fuera de forma -Alec aminoró la marcha y giró a la derecha hacia Crystal Lake.
– Bueno, ¿pero cuál era tu forma? -preguntó Kiefer, insistente.
– Oh, no, no empieces -Alec se detuvo, bajó de la bicicleta y contempló la maravillosa vista del lago.
– ¿Que no empiece qué?
– Ya sabes. Es una chica inteligente, dura y testaruda.
– Por lo menos, dame una pista -Kiefer bebió un sorbo de agua.
– En realidad, no hay ningún problema -dijo Alec-. Kana Hanako no va a renunciar a mis contactos con los del Tour de Francia. No importa lo que diga la prensa.
– Sí, pero mientras tanto me pueden hacer la vida imposible a mí. ¿Sabes cuántos gritos tengo que soportar del traductor de Takahiro?
– ¿Y tú recuerdas lo mucho que te pago para que aguantes los gritos del traductor de Takahiro?
– No lo suficiente -dijo Kiefer, rezongando. Cerró la botella de agua y se pasó una mano por el cabello-. ¿De quién se trata?
Alec negó con la cabeza.
– Juro que ni siquiera le dirigiré la palabra -añadió Kiefer para convencerlo.
Alec hizo una pausa.
– Charlotte Hudson. Es una amiga de Raine.
– Ah. Podrías haberla chantajeado antes de darle permiso para filmar en la casa.
Alec asintió.
– ¿No es hermana de Isabella?
– Creo que es una prima. No estoy seguro. Raine dice que Charlotte se crió con sus abuelos maternos en Europa. Su abuelo es el embajador de Estados Unidos en Monte Allegro. Ella trabaja para él.
– No parece muy peligrosa.
– Pero no hay nada que hacer. Ya me costó bastante conseguir que se quedara en la casa durante le rodaje.
Kiefer se puso alerta.
– ¿Se va a quedar en la casa?
– Déjalo ya.
– Sólo digo que…
– No va a filtrar nada a la prensa.
– Bueno, alguien tiene que filtrar algo. Mejor que sea ella que Isabella.
– ¿Y quién opina eso?
– Yo.
– Pero tú no cuentas -Alec volvió a montar y reanudó la marcha. Kiefer fue tras él.
– ¿Por lo menos se lo pedirás?
– No.
– Si dice que no, entonces es que no. Pero a lo mejor…
– Nunca accedería.
– ¿Y cómo lo sabes?
Alec llegó al camino de tierra y emprendió la ruta de vuelta.
– Yo te lo explico. Charlotte Hudson es ejecutiva de la embajada y también es la asistente personal del embajador, que resulta ser su abuelo. Un tipo con mi reputación le pide que finja salir con él para calmar a la prensa. Si tú fueras Charlotte, ¿qué dirías?
– Entiendo -admitió Kiefer.
Pedalearon en silencio hasta lo más alto de la colina y, al llegar allí, Alec empezó a pensar en el aroma de los pasteles que el cocinero había metido en el horno justo antes de que salieran de la casa.
– No obstante -dijo Kiefer, mientras descendían la cuesta a toda velocidad-, el «no» ya lo tienes.
– No, no, no -dijo Charlotte mientras hablaba por teléfono-. No creo que sea buena idea que los sirios estén junto a Bulgaria. Ponlos junto a Canadá, o junto a los suizos.
En aquel momento, alguien le quitó el inalámbrico de las manos.
– ¡Eh! -se volvió hacia Raine, que estaba recostada en la tumbona de al lado.
– Charlotte tiene que dejarte ahora, Emily-dijo Raine por el teléfono-. Se está haciendo la pedicura.
– No puedes hacer eso.
Demasiado tarde. Raine ya había colgado.
– Tiene que quedarse quieta -le dijo la esteticista mientras le hacía las uñas de los pies-. No querrá que le pinte los tobillos de pasión púrpura.
– Será mejor que la escuches -dijo Raine, apuntándola con el teléfono.
– Le has colgado a Emily.
– Llevabas media hora hablando con ella.
– Es por lo de la cena de la cumbre. No quería que situara a los sirios junto a los búlgaros.
– ¿Acaso se podría desatar una guerra?
– Quizá -dijo Charlotte, mirándose los dedos de los pies.
El esmalte de uñas de color pasión púrpura brillaba a la luz del sol. Raine le había prestado un biquini azul y juntas disfrutaban de unos momentos de relax en las tumbonas que estaban junto a la piscina de la mansión Montcalm. El césped de color esmeralda se extendía ante ellas y los frondosos cipreses y arbustos en flor les daban algo de sombra.
– No será para tanto.
– A lo mejor no, pero no puedo evadir mis responsabilidades en cualquier momento.
Esa misma mañana su abuelo le había dado permiso para tomarse un tiempo libre, pero aún así tenía que delegar en otros miembros del personal y eso implicaba dar instrucciones muy precisas.
– Yo lo hice -dijo Raine-. Cuando supe que estabas aquí, me subí al jet de la empresa de inmediato.
– ¿Y crees que eso te causará problemas?
– Bueno, supongo que ya lo averiguaremos cuando la edición de octubre llegue a los quioscos, ¿no?
– En serio…
– La revista sobrevivirá, y también el embajador. Tienes que relajarte.
– No debería moverse durante la próxima media hora -le dijo la esteticista, admirando las uñas de Charlotte y levantándose de su silla.
– Gracias -dijo Charlotte, mirándose las uñas de las manos y comparándolas con las de los pies.
La manicurista de Raine le puso la última capa de laca de uñas y entonces las dos mujeres empezaron a recoger sus cosas.
Charlotte se inclinó hacia Raine para susurrarle al oído:
– ¿Les dejamos una propina o algo?
– No te preocupes. Ya me he encargado de eso -dijo Raine-. ¿Te apetecen unas fresas y champán?
– Pero si ni siquiera es medio día…
– Estás de vacaciones. Y estás en la Provenza -dijo Raine, poniendo una sonrisa de oreja a oreja mientras marcaba un número rápido en el teléfono.
– A este paso, a lo mejor no me voy nunca -murmuró Charlotte, suspirando y relajándose sobre la tumbona.
Mientras Raine hablaba con el servicio de la cocina, Charlotte cerró los ojos y dejó que la brisa fresca le acariciara el rostro.
El suave murmullo de las cigarras llenaba el ambiente.
– ¡Rápido! -Raine le dio un codazo-. Mira quién viene.
Charlotte parpadeó, cegada por la intensa luz del sol. Más allá del jardín que se extendía detrás de la piscina había dos hombres que avanzaban hacia ellas.
Era Alec, vestido con unas mallas de ciclista y una camiseta ceñida que realzaba sus potentes músculos.
– ¿No es el tío más bueno que has visto jamás? -dijo Raine, emocionada.
– ¿Qué? -preguntó Charlotte, sin entender muy bien.
– Noooo -dijo Raine, haciendo una mueca-. Kiefer. El tipo que viene con él.
– Oh -Charlotte apenas había reparado en el hombre que le acompañaba, rubio y algo más bajo de estatura.
– Es nuestro vicepresidente -le explicó Raine-. Las chicas de la oficina están locas por él.
– Y parece que tú también -dijo Charlotte, riendo a carcajadas mientras les observaba atentamente.
Era bastante alto, pero tenía una complexión más delgada que la de Alec. Su anguloso rostro y su paso firme y desenfadado no dejaban lugar a dudas. Al igual que su jefe, Kiefer debía de ser todo un rompe corazones.
– No digas ni una palabra, por favor -le pidió Raine.
– No querrás salir con un empleado -le dijo Charlotte, mirando a Alec.
– No quiero que piense que soy una de sus fans.
– ¿Y eso es malo?
– Míralo -dijo Raine.
Charlotte volvió a fijarse en Kiefer. Sin duda era bastante atractivo, pero carecía del magnetismo animal que poseía el hombre que iba a su lado. Si las chicas de la oficina perdían la cabeza con facilidad, entonces debían de haberla perdido muchas veces por Alec.
Las dos chicas dejaron de hablar cuando los hombres se acercaron a ellas.
Kiefer miró a Charlotte de arriba abajo sin siquiera reparar en Raine.
– ¿Y ésta es tu chica corriente? -le preguntó a Alec, claramente sorprendido.
Charlotte les lanzó una mirada fulminante.
– ¿Qué?
Alec se puso tenso.
– Tranquilo, Kiefer -respiró hondo-. Charlotte, éste es mi vicepresidente, Kiefer Knight. Se le acaba de ocurrir la idea más absurda del mundo.