Capítulo 3

Kiefer arrastró una silla y se sentó al lado de Charlotte, lejos de Raine.

– Me preocupa la reputación de Alec -dijo Kiefer en un tono de voz persuasivo y sutil.

Charlotte, que no podía dejar de pensar en la abrasadora mirada de Alec, trató de concentrarse en las palabras de Kiefer.

– Tengo entendido que Isabella Hudson será la protagonista.

– Es la película de mi familia -dijo Charlotte.

– Si están juntos aquí, los rumores se extenderán como la pólvora.

Charlotte miró a Alec, que seguía de pie junto a su tumbona, mirándola fijamente.

– ¿Tienes algo con Bella? -le preguntó.

– Te veo venir, Kiefer -dijo Alec.

Kiefer levantó las manos en señal de rendición.

– De acuerdo, Alec. Tranquilo.

– Kiefer quiere que finjas ser mi novia para acallar los rumores sobre Isabella y yo.

Charlotte trató de entender lo que acababa de decir.

– ¿Estás saliendo con Bella?

– No estoy saliendo con Isabella -le dijo en un tono de exasperación.

– Pero ella es muy famosa. Y además es preciosa. La prensa se inventará sus propios titulares.

Charlotte por fin comprendió lo que estaba ocurriendo. Querían arrojarla a los lobos para salvaguardar la reputación de Alec.

«Como si hubiera algo que salvaguardar», pensó.

– ¿Esto es una broma?

– Por desgracia, Kiefer lo dice muy en serio -dijo Alec.

– El ha sido muy amable dejándote usar la casa -le recordó Kiefer.

– Bueno, te diré lo que pienso -dijo Charlotte en un tono cortante-. Si Alec deja en paz a Isabella, entonces no habrá necesidad de montar un numerito con la chica de turno.

– No tengo intención de molestar a Isabella -afirmó Alec, alzando la voz.

Charlotte lo miró fugazmente y se volvió hacia Kiefer.

– Problema resuelto.

– La prensa sensacionalista no se contenta con la verdad.

– Y por lo visto, tú tampoco -dijo Charlotte.

– ¿Ha pensado alguien en la reputación de Charlotte? -preguntó Raine.

– Charlotte ha pensado en ello -dijo Charlotte.

– El podría haberlo incluido en el contrato -le dijo Kiefer.

– Pero no lo hice -replicó Alec.

Charlotte se volvió hacia Alec una vez más.

– ¿Crees que es una buena idea? -le preguntó con incredulidad.

– Creo que es una idea -dijo él, eligiendo las palabras con sumo cuidado-. ¿Buena? No lo sé. Pero a lo mejor ayuda a aplacar las especulaciones.

– ¿Y desde cuándo te preocupa que especulen con tu vida privada?

Kiefer volvió a entrometerse.

– Desde que el presidente de Kana Hanako, nuestro socio japonés, mostró su preocupación.

– ¿Debería preocuparme por algo? -preguntó Raine, alerta.

Kiefer reparó en ella durante una fracción de segundo.

– No es para tanto.

– ¿Y entonces por qué estamos teniendo esta conversación? Charlotte no va a destruir su reputación dejándose ver con Alec…

– ¿Hola? -dijo Alec de repente.

Raine levantó una mano, rechazando su objeción.

– Tú te lo has ganado a pulso, hermanito.

– Y no involucres a Isabella en esto -le aconsejó Charlotte.

– No tengo el menor interés en Isabella -los ojos de Alec se oscurecieron y la taladraron con una mirada-. ¿Puedo hablar contigo en privado?

– Todavía no se me ha secado el esmalte de uñas.

Raine y Kiefer se quedaron de piedra mientras Alec seguía mirándola en silencio. Era evidente que la gente no rechazaba las peticiones de Alec así como así.

– Entonces, más tarde -le dijo finalmente, y dio media vuelta con el rostro contraído por la tensión.


Alec tuvo que esperar un buen rato para poder hablar con ella. Raine y ella se fueron de compras a Toulouse y en cuestión de unas horas empezaron a llegar los primeros miembros del equipo de rodaje.

El diseñador de decorados, el manager de emplazamientos, el subdirector… y también los carpinteros, los encargados de atrezzo y los técnicos de iluminación.

La planta baja de la casa no tardó en convertirse en una zona de obras y, en más de una ocasión, Alec pensó en marcharse de la mansión mientras durara el rodaje.

Pero entonces veía a Charlotte, y cuanto más la veía, más decidido estaba a seducirla y conquistarla.

Una de esas veces la encontró sola, apoyada sobre el pasamanos del pasillo del tercer piso, mirando hacia el recibidor, donde estaban poniendo vías para las cámaras.

Bonjour-le dijo, apoyándose junto a ella.

Ella lo miró un instante, y entonces miró hacia la puerta de entrada y también a ambos lados.

– Sin fotógrafos -le aseguró él.

– No me fío de Kiefer -respondió ella.

– Te pido disculpas -le dijo Alec-. No debería haberle dejado que te hiciera esa petición.

– ¿Que finja ser tu novia?

Alec asintió, aunque lo único de lo que realmente se arrepentía era de no haberla convencido para que aceptara.

– Te prometo que no saldrá de entre los arbustos con una cámara.

– ¿Y cómo sé que puedo fiarme de ti?

Una pieza del equipo se cayó estrepitosamente en el recibidor y entonces se oyeron varios gritos.

– ¿Y cómo sé yo que no destruirás mi casa? Creo que los dos tenemos que hacer un acto de fe.

Charlotte se volvió y Alec reparó una vez más en su extraordinaria belleza. Sus ojos azules destellaban a la luz del sol y sus labios, tan rojos como la pasión, esbozaban una sonrisa seca.

– Tú puedes reconstruir la mansión.

– Las losetas del suelo tienen más de trescientos años.

Charlotte bajó la vista.

– Entonces imagino que será indestructible -le dijo en un tono provocador. Alec no pudo evitar la carcajada.

– No voy a dañar tu reputación -le prometió. Ella asintió con la cabeza.

– Gracias.

En ese momento saltó el flash de una cámara. Alec la agarró de la mano rápidamente y la hizo entrar en la habitación que estaba detrás de ellos, cerrando la puerta tras ella.

– Sólo son algunas tomas de referencia para enviar al equipo de Hollywood -le dijo ella, sonriendo-. Pero gracias por el esfuerzo.

– No quería romper mi palabra a los dos minutos de haberme comprometido.

Sus manos seguían entrelazadas y aún estaban junto a la puerta de roble de la biblioteca de la tercera planta. Las estanterías estaban llenas de volúmenes encuadernados en cuero y unas gruesas cortinas de terciopelo verde con ribetes dorados adornaban ambos lados de las ventanas, por las que se filtraban los tenues rayos del sol.

La habitación, parcialmente en penumbra, era fresca, silenciosa y apacible.

Alec sentía la suavidad de su mano, la delicada piel de la palma, que sugería la textura de otras zonas de su cuerpo…

– ¿Alec?

Con la vista fija en sus carnosos labios, él le tiró de la mano v la hizo acercarse a él.

– No me digas que no sientes curiosidad.

– Yo… -Charlotte se detuvo y entonces le miró los labios. Era incapaz de mentir, pero tampoco podía decir la verdad.

El sonrió.

– Yo también.

– No podemos hacer esto -le advirtió ella. -No vamos a hacer nada.

– Oh, sí, claro que sí.

Alec volvió a tirar de ella y la hizo pegarse a él.

– De momento, sólo estamos hablando.

– Pero estamos hablando de besarnos.

– No hay nada malo en ello.

– ¿Tienes una cámara en el bolsillo?

– Eso no es una cámara.

Charlotte cerró los ojos y los apretó con fuerza.

– No me puedo creer que hayas dicho eso.

– Y yo no me puedo creer que te hayas escandalizado -le dijo él, riendo silenciosamente-. Te estás sonrojando.

– Estoy avergonzada porque la broma no ha tenido ninguna gracia.

– Estás avergonzada porque te sientes atraída por mí y, por alguna razón, crees que debes resistirte.

– Claro que debo resistirme.

– ¿Por qué?

– Eres un playboy millonario y hedonista.

– Lo dices como si fuera malo.

– Acabarás con mi buen nombre.

– ¿Por besarte en privado? Me halaga que pienses que tengo tanto poder -Alec respiró hondo y la miró fijamente-. Charlotte, bésame, no me beses, pero por lo menos sé sincera. Tu reputación no corre ningún peligro en este momento.

Ella dejó caer los hombros.

– Tienes razón -admitió.

Ambos guardaron silencio unos segundos y entonces, para sorpresa de Alec, ella le puso una mano en el hombro.

– Es sólo curiosidad -le dijo.

Una sonrisa asomó a los labios de Alec.

– Claro.

Ella se puso de puntillas.

– A lo mejor ni me gusta.

– A lo mejor -dijo él, permaneciendo inmóvil.

– ¿Hay muchas mujeres a las que no les gustan tus besos? -le preguntó ella, sonriendo.

– No recuerdo haber tenido ninguna queja, pero estoy seguro de que ninguna se ha tomado tanto tiempo antes de probar.

– Es que me gusta planear bien las cosas.

– Ya veo.

Los dos se miraron en silencio.

– ¡Oh, Dios! -exclamó Charlotte, sucumbiendo a sus impulsos. Cerró los ojos y se acercó aún más.

Pero Alec ya no podía esperar más. Entreabrió la boca y tomó sus labios calientes con fervor.

Su sabor, su aroma, el tacto de su boca… Una explosión de placer sacudió las entrañas de Alec. Ella lo dejaba obnubilado con sólo acercarse un poco.

El beso se volvió más intenso y Alec la acorraló contra la puerta de la habitación, apretándose contra ella. Le puso las manos sobre las mejillas y la acarició mientras exploraba todos los rincones de su boca. Gimiendo de placer, ella abrió más la boca y puso los brazos alrededor de su cintura.

El le metió un muslo entre las piernas y le subió un poco la minifalda al tiempo que se rozaba contra el suave tejido de sus pantys.

Su cuerpo estaba caliente, tenso, tieso… El ruido ensordecedor de una locomotora rugía en sus oídos y el mundo se había contraído a su alrededor. Sólo quedaban ellos dos.

– ¿Charlotte? -dijo una voz desde lejos.

Raine.

Alec soltó un gruñido de frustración y se apartó de ella, sabiendo que sólo disponían de unos segundos antes de que su hermana intentara abrir la puerta.

– ¿Charlotte?

– Déjame -susurró Charlotte.

Alec dio un paso atrás y trató de calmar su agitada respiración.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó a ella.

– Sí-Charlotte se alisó la falda y la blusa mientras él le arreglaba el peinado con la mano.

El picaporte tembló y Charlotte se sobresaltó.

– ¿Por qué estamos aquí? -susurró. Alec abrió la puerta.

– Raine -dijo, advirtiendo el interrogante que dominaba la expresión de su hermana-. Me alegro de que seas tú. Hay un fotógrafo abajo y Charlotte se asustó -le guiñó un ojo a Charlotte-. Le dije que no tenía nada de qué preocuparse. ¿Has visto a alguien con una cámara merodeando por aquí?

Raine miró a su amiga y después a su hermano.

– No.

– Bien -dijo él en un tono entusiasta-. Estaré en mi despacho. Kiefer viene dentro de una hora. Si ves a Henri, dile que lo mande arriba directamente -dijo y abandonó la habitación.

Sin embargo, tras avanzar unos cuantos pasos, tuvo que apoyarse contra la pared del pasillo para recuperar el equilibrio.

«Sólo ha sido un beso. Nada más que un beso», se recordó.


– Entiendo que estés paranoica -comentó Raine cuando se fue su hermano.

– ¿Mmm? -dijo Charlotte, que todavía no había recuperado el habla. Aún sentía un intenso cosquilleo en la piel y las piernas le temblaban como si fueran de gelatina.

– Kiefer puede llegar a ser muy malo.

– Sí -dijo Charlotte.

– Le bastaría con una inocente instantánea en la que mantuvierais una simple conversación y ya tendría bastante para montarse su propia película. ¿Quieres que hable con él? -Raine hizo una pausa-. ¿Charlotte?

– ¿Qué?

– ¿Quieres que hable con Kiefer? O quizá lo mejor sea que te mantengas alejada de Alec. Por si acaso.

Charlotte respiró hondo y trató de recuperar el sentido común.

– Sí. Buena idea.

Mantenerse lejos de Alec era mucho mejor que la otra alternativa: llevárselo a la cama y perder la razón con sus besos.

– ¿Mademoiselle Charlotte? -dijo una voz desde el pasillo.

Era Henri.

Raine se volvió hacia la puerta.

– ¿Sí, Henri?

– Ha llegado un tal Jack Hudson.

– ¿Jack está aquí? -las palabras saltaron de la boca de Charlotte al tiempo que un nudo se le hacía en el estómago. Quería mucho a su hermano mayor, pero él podía llegar a ser muy complicado algunas veces.

En ese momento no pudo evitar recordar el efusivo abrazo que Alec y Raine se habían dado un rato antes. Ella llevaba más de veinte años sin abrazar a su propio hermano, pero aún recordaba muy bien la última vez.

Había sido en el aeropuerto, cuando tenía cuatro años, después de la muerte de su madre. Aquel día la habían arrancado de los brazos de su hermano y su padre se había desembarazado de ella sin más.

Pero hacía mucho tiempo de aquello y la próxima vez que habían vuelto a verse, ya eran unos extraños el uno para el otro.

Jack había dejado de ser el hermano fuerte y protector con el que ella soñaba en la niñez y, poco a poco, se habían distanciado.

Charlotte se puso erguida y se dirigió al pasillo. Después del primer saludo, las cosas se volvían más fáciles.

Raine fue tras ella.

– ¿Te encuentras bien?

– Sí -dijo Charlotte.

– Estás pálida… Todo va a salir bien -añadió Raine, que intentaba consolarla. Ella sabía lo mucho que su amiga deseaba impresionar a los Hudson-. Incluso Lars Hinckleman parece contento.

Charlotte no pudo evitar sonreír. Todos sabían que el subdirector era muy temperamental.

– ¡He dicho dramático! ¡No patético! -gritó Lars desde abajo.

– Me temo que he hablado muy deprisa -dijo Raine al tiempo que Charlotte apretaba el paso rumbo a las escalinatas.

Tan corpulento e imponente como siempre, Hinckleman movía los brazos de un lado a otro. Tenía un puro sin encender en la boca y sus oscuros rizos le caían sobre la frente.

– Es un Stix, Baer & Fuller auténtico -se atrevió a decir la asistente de vestuario.

Todos los miembros del equipo se callaron de repente y contuvieron la respiración, incluida Charlotte. Lars sólo llevaba tres días en la casa, pero era difícil ignorar su autoridad militar.

El subdirector se inclinó hacia la asistente de vestuario y entornó los ojos.

– Lillian Hudson no llevará un nido de pájaros en la cabeza.

– Entonces era Lillian Colbert.

El rostro de Lars se volvió del color de las uvas negras.

– Ya encontraremos otra cosa -dijo la diseñadora de vestuario rápidamente. Agarró del brazo a la joven asistente y se la llevó de allí a toda prisa.

– La quiero fuera de aquí -le dijo Lars a su asistente personal.

El empleado hizo una anotación en una libreta y habló por el walkie-talkie.

Charlotte deseó que aquella orden no fuera en serio y fue entonces cuando vio a Jack.

Estaba hablando con el director de fotografía, ajeno al revuelo.

– ¿Ese es tu hermano? -le preguntó Raine.

Charlotte asintió y fue a su encuentro.

– Te pareces a él.

Ella no estaba de acuerdo. Jack era mucho más moreno y serio.

– No, no creo.

– En la nariz, los ojos… -dijo Raine-. El azul intenso de los ojos. Es maravilloso.

Mientras avanzaba hacia él, Charlotte contempló a su hermano como si fuera la primera vez que lo veía. ¿Qué era lo que la gente percibía? ¿Acaso tenían otras cosas en común? Pensamientos, opiniones, emociones…

– Hola, Charlotte -le dijo él con una sonrisa abierta.

– Buenos días, Jack -como siempre, Charlotte sintió que debía hacer algo más. ¿Abrazarle tal vez? ¿Darle un beso en la mejilla? ¿Estrecharle la mano?

El miró alrededor.

– Buen trabajo -le dijo en un tono que parecía sincero.

– Esta es Raine Montcalm -le dijo, presentando a su amiga.

El director de fotografía se vio inmerso en otra conversación y se apartó de ellos.

Jack le estrechó la mano a Raine.

– En nombre de mi familia te doy las gracias por habernos abierto tu casa.

Una punzada de dolor se clavó en el pecho de Charlotte. Era evidente que Jack no la consideraba parte de la familia Hudson.

Ella ya le había expresado su agradecimiento a los Montcalm, pero eso no era suficiente para él.

– Alec Montcalm -la profunda voz de Alec sorprendió a Charlotte.

Se detuvo junto a ella y le estrechó la mano a Jack.

– Jack Hudson. Te doy las gracias en nombre de mi abuela.

Charlotte sintió el roce de los dedos de Alec al final de la espalda.

– Tu hermana resultó muy convincente.

Jack le sonrió a su hermana.

– Teníamos la esperanza de que la amistad entre Raine y ella fuera de ayuda.

Aunque nadie lo notara, Alec se había puesto tenso de repente.

– Sí. Bueno, espero que quedéis satisfechos con los resultados.

– También necesitaremos encontrar alojamiento para los VIPs y las estrellas. ¿Alguna sugerencia? -preguntó Jack.

– Puedo hacer un par de llamadas.

– No quiero causarte molestias.

– No es ninguna molestia -dijo Alec-. ¿Charlotte? -bajó la vista. La palma de su mano se calentaba sobre la espalda de ella-. A lo mejor podrías ayudarme.

Charlotte se preparó para lo que se le venía encima. ¿Pasar más tiempo con Alec? Eso era lo último que necesitaba.

Su mente gritaba que no y su corazón decía que sí, pero el empate no tardó en romperse.

Alec se despidió sin perder tiempo y la condujo al exterior.

– Pensaba que íbamos a hacer un par de llamadas -le dijo, yendo tras él rumbo al garaje.

– He traído el móvil.

– ¿Adonde vamos? -preguntó ella.

Alec apretó el botón de un pequeño mando a distancia y una de las puertas del garaje se abrió suavemente, dejando al descubierto un flamante deportivo de color cobre.

– Muy bonito -dijo Charlotte, admirando la tapicería de cuero negro.

– Gracias -abrió la puerta del acompañante y la ayudó a subir.

– ¿Adonde vamos? -repitió Charlotte, pensando que era un alivio escapar por un rato de toda aquella vorágine, y también de la presión que suponía conseguir la aprobación de los Hudson.

Alec sonrió y señaló el cielo.

– ¿En un día como éste? ¿En el sur de Francia en un Lamborghini Murciélago? ¿A quién le importa?

Charlotte no pudo sino reconocer que tenía razón. Se encogió de hombros y dio la batalla por perdida. El mullido asiento la envolvía como un guante.

Precedido de su aroma embriagador. Alec se inclinó sobre ella, le puso el cinturón de seguridad, cerró la puerta y rodeó el capó. Se quitó la chaqueta y la corbata, se remangó la camisa y subió al vehículo.

– ¿Tiene todo lo que necesita, señor? -dijo Henri, que había aparecido de repente para llevarse la chaqueta.

Alec asintió y se puso unas gafas de sol.

– ¿Estás lista?

– No tengo el bolso.

– ¿Señor? -preguntó Henri.

– No lo va a necesitar -dijo Alec, arrancando el coche. El poderoso rugido del motor lo devolvió a la vida, haciendo vibrar los asientos.

Alec puso la primera y salió suavemente del garaje. Fuera se encontraron con varios camiones que contenían el material de rodaje, una sala de vestuario y también una cocina industrial completa.

– Pensé que querrías alejarte de todo este circo durante un rato -le dijo Alec, ganando velocidad por el camino pavimentado.

– Ese Lars me pone nerviosa.

– No sé por qué lo aguanta la gente.

– Supongo que está al mando de momento.

Tenían previsto rodar algunas escenas antes de que llegaran las estrellas y el director.

El coche se detuvo suavemente al final del camino y Alec giró en dirección a Castres.

– Pero estar al mando no le da derecho a ser un imbécil.

– Así es. No le da derecho -dijo Charlotte-. Pero sí le da un motivo para serlo.

– Nunca hay motivos para el abuso de poder -replicó Alec, aumentando las marchas y ganando velocidad a medida que la carretera se hacía más recta.

Charlotte le observó con disimulo un momento.

– ¿Qué? -le preguntó él.

– Tú tienes poder -dijo ella, preguntándose cómo sería él con sus empleados. Unos días antes había insistido mucho en que el rodaje no les supusiera más trabajo adicional.

– De momento -Alec le guiñó un ojo y cambió de marcha para cambiarse al carril contrario y adelantar a un camión-. Y también tengo velocidad.

El deportivo se adhería a la carretera como el pegamento, acelerando sin esfuerzo y adelantando a varios vehículos a la vez.

Charlotte asió con fuerza la manivela de la puerta.

– ¿Nerviosa?

– No exactamente.

Había algo en Alec que despedía confianza al volante y Charlotte se fiaba de él. Sabía que nunca rebasaría su propio límite ni tampoco el del coche.

– Nunca te haría daño -le dijo él en un tono serio-. El poder implica responsabilidad -añadió, volviendo al carril derecho-. Y yo nací con ambas cosas.

Puso el intermitente y abandonó la vía principal, adentrándose en una bonita calle. Los comercios se sucedían uno tras otro a lo largo de un bulevar arbolado.

– ¿Aquí? -preguntó ella al ver que se detenían frente a una inmobiliaria.

Durante un buen rato había llegado a creer que se dirigían a un hotel discreto para pasar una sórdida tarde de pasión en la cama.

Pero no. Alec Montcalm siempre lograba sorprenderla.

– Mi amigo Reinaldo nos dirá qué se alquila por aquí.

– Oh -Charlotte se sintió como una idiota-. Una agencia inmobiliaria.

Una llama de complicidad se encendió en las pupilas de Alec.

– ¿Y qué esperabas?

– Esto -dijo ella rápidamente, asintiendo con la cabeza.

El sonrió de oreja a oreja y Charlotte creyó que moriría consumida por la incandescente rojez que le abrasaba las mejillas.

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