Alec quería acostarse con Charlotte y ese deseo ya empezaba a convertirse en una obsesión. El beso que le había dado esa mañana le había dejado claro que juntos serían pura dinamita y la turbulenta mirada de ella no dejaba lugar a dudas: también lo había sentido.
Estaban solos. Tenían varias horas por delante para hacer lo que quisieran y en la ciudad había muchos lugares maravillosos en los que hacer el amor. Lo tenían todo.
Pero algo le impedía actuar y Alec no tenía ni idea de lo que era. Los hombres como él podían meter a una mujer en la cama en un abrir y cerrar de ojos. Sin embargo, la mayoría de las veces no era él, sino su dinero, el que obraba el milagro.
A lo mejor se estaba haciendo viejo. O quizá sólo quería fingir que las cosas eran distintas con Charlotte, a diferencia de las demás mujeres que había conocido, que había algo más que sexo por su parte y manipulación por la de ella.
No obstante, eso no tenía mucho sentido. Apenas la conocía y, probablemente, ella sería tan susceptible a sus millones como cualquier otra mujer. Que fuera la amiga de Raine, inteligente, lista y vulnerable, no la hacía especial.
En lugar de llevársela al primer hotel que encontrara, se dirigió hacia la primera casa que se alquilaba, un viejo molino convertido situado junto a un río y rodeado de varias hectáreas de terreno.
– Maravilloso -dijo Charlotte, echando atrás la cabeza para contemplar el alto puntal del salón principal.
Una escalera de madera pulida conducía al descansillo del segundo piso. Las paredes de madera brillaban y los muebles parecían grandes y cómodos.
– ¿No crees que es demasiado pequeña? -le preguntó Alec.
– Es encantadora -afirmó Charlotte, pasando por debajo de la escalera hasta llegar a la puerta arqueada que conducía a la cocina.
Las cacerolas, esmaltadas y brillantes, colgaban del techo ordenadamente y un enorme fregadero blanco ocupaba la mayor parte de la en-cimera, bajo una ventana con vistas al agua. Las estanterías eran antiguas y las losetas del suelo estaban un poco gastadas.
Alec deslizó la punta del dedo por la mesa en busca de polvo.
– Estamos hablando de estrellas de cine y peces gordos.
Charlotte frunció el ceño.
– Yo me quedaría aquí -dijo, yendo hacia el fregadero.
El fue tras ella.
– ¿Sí? Bueno, evidentemente, no eres muy exigente.
Charlotte se volvió de repente y se encontró a sólo un centímetro de él, atrapada contra el fregadero.
– ¿Y qué te hace pensar eso?
El levantó el dedo para enseñarle las motas de polvo y se las quitó con el pulgar.
– Nada que no quite una buena bayeta -dijo ella.
– A mí me parece que las estrellas de cine no limpian suelos -le dijo Alec, intentando mantener un tono ligero.
– Claro que no los limpian. Tienen gente que lo hace para ellos. Pero tú lo sabes muy bien, ¿no es así?
– ¿Tienes algún problema con mi dinero? -le preguntó al oír su tono sarcástico.
Ella hizo una pausa.
– Me gusta tu coche.
– Tienes buen gusto.
– ¿Te gusta ir deprisa?
Alec digirió la pregunta y entonces vaciló un instante.
– Me gusta ir deprisa -respondió con tranquilidad.
Se miraron en silencio durante unos segundos. El río seguía su curso al otro lado de la ventana y un ruiseñor les ofrecía su canto desde la rama de un árbol cercano.
Silencio y quietud dominaban la casa rural, que parecía contener la respiración para ellos.
– Yo pensaba que el beso había servido para librarnos de esto -dijo ella por fin.
– Me parece que no.
Transcurrió otro minuto.
– ¿No deberías estar haciendo algo? -preguntó Charlotte.
– ¿Como qué?
– No lo sé. Algo decisivo en un sentido o en otro.
El sonrió.
– Lo pensé, pero entonces decidí que era mejor dejarte dar el primer paso.
– ¿Y si no lo hago? -le preguntó ella, cambiando de postura.
Alec se encogió de hombros.
– Entonces supongo que será como un concurso de miradas. A ver quién parpadea primero.
– ¿Y crees que eso sería divertido?
– Creo que sería fascinante.
– En ese caso -Charlotte se hizo a un lado y echó a andar por la cocina-, creo que puedo aguantar más que tú.
– ¿Eso crees? -preguntó Alec.
Ella le lanzó una mirada ardiente y sensual.
– Creo que ya lo averiguaremos. ¿Dónde está la otra casa?
– Rué du Blanc. En lo alto de la colina.
Era una villa de piedra con doce habitaciones y una piscina situada junto a un bosque de olivos. A Charlotte le gustó mucho. La cocina era moderna y estaba limpia y había suficiente espacio para la comitiva de estrellas.
La última parada fue en un castillo de piedra blanca, vigas labradas al descubierto, un vasto salón de gala y siete dormitorios con enormes camas de matrimonio. Al final del camino de tierra que llevaba hasta la edificación había una glorieta ocupada por una fuente decorativa frente a la que se extendían varias hectáreas del césped más verde.
La decoración era provincial francesa y las enormes habitaciones contenían valiosas antigüedades.
– Espero que no les gusten las fiestas -dijo Alec, mirando la piscina de la parte de atrás. Detrás había un extraordinario laberinto de arbustos, cuidado hasta el más mínimo detalle. Toda una obra de arte.
Más de uno podía perderse en ese laberinto después de tomarse unas cuantas copas.
– Muy bien, ahora sí que me da envidia tu dinero -dijo Charlotte, volviendo al flamante recibidor de la entrada, cubierto de alfombras ancestrales e iluminado con ventanas octogonales. Me encantaría darme un capricho como éste.
– ¿Tanto te gusta? -preguntó Alec.
Ella asintió.
– Me lo compraría.
– La cocina es un poco pequeña.
– Pero yo la reformaría.
Alec se echó a reír.
– ¿Te atreverías a echar abajo una pared de piedra?
Charlotte abrió las puertas dobles que conducían al salón principal.
– Es una fantasía -dijo ella, admirando los muebles, los retratos en óleo y el impresionante escritorio-. Creo que puedo reformarla a mi gusto.
En un extremo de la habitación había un balcón que daba a una charca de patos. Charlotte salió al exterior y se apoyó en la barandilla.
– Si viviera aquí podría ponerles nombres a los patos.
– Podrías -dijo Alec, parándose a su lado-. Pero no sé si serías capaz de diferenciarlos.
– Me compraría un perro y pondría un columpio para los niños.
– ¿Niños?
– Claro. No usaría los siete dormitorios -una expresión distante y soñadora se apoderó de su rostro.
– Bueno, ¿y qué pasa contigo y con Jack?
Charlotte mantuvo la vista al frente.
– ¿Qué quieres decir?
Alec había visto la expresión de su cara en compañía de su hermano, cómo se había comportado delante de él. Era evidente que había una gran distancia entre ellos.
– Bueno, me pareció que había un poco de tensión…
– No sé de qué me hablas.
– ¿Estás enfadada con él?
– ¿Y por qué debería estar enfadada con él?
– No sé. Fue…
– Apenas lo conozco.
Alec contempló su perfil un instante.
– Es tu hermano.
– Pero no crecimos juntos.
Alec había oído hablar de ello a su hermana.
– ¿Qué pasó?
Charlotte quitó un rastro de arena de la barandilla con la mano y después rascó un grieta con la uña del pulgar.
– Cuando tenía cuatro años, mi madre murió. Jack se quedó con los abuelos Hudson y yo me fui con los Cassettes.
De repente Alec sintió pena por ella. Sus padres habían muerto cuando él tenía poco más de veinte años y la pérdida había sido un golpe muy duro para él. Sin embargo, siempre había tenido a Raine a su lado.
– ¿Y nunca preguntaste por qué?
– ¿Preguntarle a Jack?
– A tu padre.
Ella sacudió la cabeza.
– David Hudson y yo no hablamos muy a menudo.
Alec puso su mano sobre la de ella.
– Entiendo -le dijo.
Charlotte se encogió de hombros.
– A mí me parece que yo no le importaba demasiado.
– Y te hizo mucho daño.
Charlotte se desenredó el cabello con los dedos.
– Es que… algunas veces… -se detuvo y sacudió la cabeza.
– Dime -insistió. Ella se volvió hacia él.
– Quisiera que fuéramos como Raine y tú. Os abrazáis, os gastáis bromas… -agitó las manos en un gesto de confusión.
– Eso es porque llevamos muchos años juntos y sabemos exactamente qué teclas apretar.
– A lo mejor ése es el motivo por el que le gastas bromas, pero no es la razón por la que la abrazas.
De repente Charlotte pareció tan vulnerable y confusa que Alec ya no pudo contenerse más. La estrechó entre sus brazos y le apoyó la cabeza sobre su hombro mientras le desenredaba el cabello con las manos.
– Ten paciencia. Las relaciones son complicadas.
– Tengo veinticinco años -dijo ella-. Y vivimos en continentes distintos.
– Algunas son más complicadas que otras. Ella se estremeció bajo sus manos.
– Oye… -le dijo él, acariciándole la espalda con la palma de la mano.
Era difícil mantener el rumbo estando tan cerca de ella. Su aroma a primavera, el vivido recuerdo de su sabor…
Ella se apartó y Alec se sorprendió al ver que no estaba llorando, sino riendo.
– ¿Qué tiene tanta gracia?
– Supongo que Jack y yo estamos en el lado más complicado.
Alec la miró fijamente. Sus ojos refulgentes, sus mejillas encendidas y su cabello alborotado parecían rogarle que la besara con frenesí.
– No -sacudió la cabeza-. Tú y yo sí que estamos en el lado más complicado -le dijo y se inclinó para besar sus labios tentadores.
En cuanto los labios de Alec tocaron los suyos, Charlotte supo cómo lo hacía. Por fin comprendió por qué cientos de mujeres caían rendidas a sus pies y estaban dispuestas a meterse en su cama a toda costa, incluso a expensas de su propia reputación.
Alec Montcalm no sólo era espectacular y sexy; no era sólo un tipo rico que las invitaba a cenas de lujo por todo el planeta. Alec Montcalm era… magia.
Estaba en sus ojos, en el tacto de sus manos y en su voz, que la hacía sentir como si fuera la única persona sobre la faz de la Tierra.
Charlotte le rodeó el cuello con ambos brazos y ladeó la cabeza para besarle mejor. Los labios de Alec se entreabrieron y ella le invitó a seguir adelante. Apretó los pechos contra su fornido pectoral y entonces empezó a sentir un cosquilleo en los pezones que se extendía por sus venas como la pólvora.
– Charlotte… -dijo él en un susurro, besándola cada vez con más pasión y acorralándola contra la barandilla.
Le puso las manos sobre las mejillas y empezó a acariciarla con fervor. Sus cuerpos parecían pegados por una fuerza sobrenatural y los labios de él ya empezaban a perder el rumbo. Primero, sus mejillas de crema, después la frente, los párpados, el lóbulo de la oreja, la curva de su cuello…
Charlotte contuvo la respiración.
De repente ambos sintieron un calor asfixiante. Una fina capa de sudor iluminaba la tez de Charlotte y ella sólo podía pensar en arrancarse la ropa del cuerpo.
Pero entonces Alec la levantó en el aire y se dio la vuelta.
– Tenemos que parar -le susurró al oído.
Charlotte, que no sabía muy bien por qué, continuó besándolo con pasión.
– Aquí no -añadió él.
«Por supuesto. Aquí no», pensó Charlotte, volviendo a la realidad.
Estaban en una casa extraña.
¿En qué estaba pensando?
Dejaron de besarse y ella escondió el rostro contra el hombro de Alec. Su piel ardía bajo la camisa de algodón, que estaba empapada.
– Lo siento -dijo ella con la voz entrecortada.
– Pues yo no.
– No podemos seguir haciendo esto -le dijo a modo de advertencia tanto para él como para sí misma. Si seguían así, iban a terminar haciendo el amor en cualquier sitio.
– Podemos -objetó él-. Pero más tarde o más temprano nos quemaremos.
– Las revistas -dijo ella.
– Estaba pensando en tu hermano -dijo Alec, sin dejar de abrazarla en el aire-. Pero, sí, las revistas también.
– Jack es sólo uno -dijo Charlotte, sin saber muy bien lo que quería decir.
– ¿Me estás diciendo que podemos ser más listos que él?
– Estoy diciendo que no puede estar en todas partes -Charlotte hizo una pausa-. Pero la prensa sí.
– Y entonces, ¿qué hacemos? -preguntó él.
– ¿Por qué no me sueltas?
El la fue soltando lentamente y le dejó apoyar los pies sobre el suelo poco a poco.
– Maldita sea -murmuró Alec.
Una onda de pasión reverberó por todo el cuerpo de Charlotte y sus labios repitieron las palabras de Alec. Se apartó de él y rió suavemente.
– Sí que tienes mucho éxito con las mujeres, Alec -le dijo, contemplando los campos que se extendían ante ella mas allá de la laguna de los patos y el huerto.
El guardó silencio un momento.
– No con todas.
– Tenemos que volver -dijo ella.
– Claro.
Ella echó a andar hacia el interior de la casa y Alec fue detrás, cerrando la puerta tras de sí.
En el viaje de vuelta, Charlotte apoyó la cabeza a un lado y cerró los ojos, dejando que el viento le acariciara los sentidos mientras Alec la llevaba de vuelta al maremágnum de Château Montcalm a toda velocidad.
El mundo de Alec se había vuelto loco en un abrir y cerrar de ojos. Había esperado algunas molestias e incomodidades, pero en ningún momento había previsto el caos que reinaba en la mansión. Había cinco enormes camiones con remolques aparcados en la entrada principal, unos cien miembros del equipo de rodaje, varias docenas de extras, un subdirector cascarrabias y dos estrellas quisquillosas.
Y lo peor de todo era que Charlotte había desaparecido. Raine se la había robado poco después de llegar del paseo alegando que la había monopolizado demasiado.
¿Era mucho pedir pasar unos minutos a solas con ella? A él no le importaba que pasara tiempo con su amiga en el spa y en las canchas de tenis, pero también quería tenerla un rato para él y, aunque desayunaran y cenaran juntos, Raine siempre estaba ahí, por no mencionar a Kiefer, a Jack y hasta al mismísimo Lars Hinckleman.
De repente se oyó otro terrible estruendo en el patio frontal.
Y después, los gritos y los alaridos de Lars. Alec se levantó, cruzó la habitación y cerró la ventana de su despacho.
Respiró aliviado y volvió a sentarse frente a su escritorio, dispuesto a revisar la estrategia de mercado que Kana Hanako proponía de cara al Tour de Francia.
Hasta ese momento, ninguna revista del corazón había establecido un vínculo entre Alec e Isabella, aunque ella ya llevaba dos días en la Provenza. Ridley Sinclair y ella habían escogido la villa moderna con el bosque de olivos como residencia temporal y la compartían con otros miembros del equipo.
El rugido de un motor taladró las sienes de Alec hasta sacudir los cimientos de la mansión.
Alec tiró el bolígrafo, se puso en pie y fue hacia la entrada principal a toda prisa, sorteando toda clase de obstáculos cinematográficos por el camino.
Una enorme grúa acababa de detenerse frente a la rotonda del camino de tierra que llevaba a la mansión. Los inmensos brazos hidráulicos chirriaban al golpear el suelo y así estabilizaba la máquina.
– ¿Qué demonios…? -exclamó Alec.
– Es para una toma aérea de la escena del balcón -le dijo un miembro del equipo.
Justo en ese momento la grúa se movió y uno de los brazos horadó el cemento haciendo un ruido ensordecedor. La tierra tembló bajo sus pies.
Algunas personas gritaron, pero sus chillidos terminaron en una risa nerviosa cuando se dieron cuenta de que no pasaba nada.
Sin embargo, Alec no se reía.
– ¿Dónde está Charlotte? -gritó enfurecido.
Ese era su trabajo. Ella le había prometido que no causarían daños en su casa.
Los que estaban más cerca se volvieron hacia él.
– Quiero hablar con Charlotte Hudson.
Uno de los miembros del equipo habló por el walkie-talkie.
– ¿Alec?
Era Raine.
Al darse la vuelta se encontró con las dos. Llevaban las compras en las manos y llamativos sombreros en la cabeza, por no hablar del ligero bronceado que lucían.
– ¿Dónde demonios estabais? -les preguntó, fulminando a Charlotte con la mirada.
Ella abrió los ojos y también la boca, pero las palabras no salieron.
– Este era tu trabajo -gritó, gesticulando a su alrededor-. Preferiría sufrir un terremoto. Los cimientos de la casa empiezan a sacudirse y el camino está hecho una ruina. Y ni siquiera consigo oír mis propios pensamientos.
– Yo…
– ¡Quiero esa grúa fuera de aquí! -gritó, furioso-. Y la quiero fuera ahora -vio a Jack por el rabillo del ojo.
– Y basta de visitas turísticas, sesiones de spa y compras compulsivas. No voy a tolerar tanto ruido y destrucción yo solo -le dijo, fuera de sí.
– Necesitan hacer esa toma -intentó decir Charlotte, que se había puesto pálida como la leche.
– Y quiero que mi casa siga en pie cuando todo esto termine.
Ella retrocedió un poco y entonces él arremetió contra Jack.
– ¿Y tú? ¿Qué demonios pasa contigo? Estoy aquí parado, gritándole a tu hermana.
Jack parpadeó varias veces, claramente confundido.
– ¿Por qué no me golpeas?
Alec masculló un juramento y volvió a entrar en la casa. La perspectiva de marcharse a Roma parecía cada vez más apetecible.
Charlotte se quedó mirando a su hermano, pero él apartó la vista de inmediato y se puso a revisar las anotaciones de uno de los asistentes de producción. Los decibelios descendieron hasta niveles normales para un rodaje y todo el mundo volvió al trabajo.
Raine miró a su amiga.
– Esto no es normal.
– Gracias a Dios -dijo Charlotte.
– No sé qué mosca le ha picado.
– Tiene razón -dijo Charlotte-. Le prometí que todo iría bien.
– Pero Alec nunca grita. El se va minando poco a poco y entonces empieza a maquinar. Podría llegar a arruinarte lentamente. Pero nunca pierde los estribos de esa forma.
– Entonces parece que le he llevado al límite.
Charlotte necesitaba aclarar las cosas. No podía dejar que aquello se quedara así.
Sin darse cuenta echó a andar hacia la puerta de entrada.
– Parece que sí -dijo Raine, mirándola y yendo tras ella-. Charlotte, ¿hay algo que quieras decirme?
– ¿Como qué? -Charlotte no quería mentirle, pero tampoco quería admitir que se sentía atraída por él.
No quería caer en el cliché, en el estereotipo de la mujer que sucumbía a sus encantos.
– Algo como que se te ha insinuado y le has rechazado. Alec no está acostumbrado a oír esas palabras.
– Supongo que no -dijo Charlotte, riendo.
– ¿Entonces lo hizo? -preguntó Raine, hablando en voz baja.
– ¿Insinuárseme?
Raine le dio un codazo en las costillas.
– ¿Estás evitando la cuestión?
– Ya lo creo.
– Entonces lo hizo -Raine la agarró del brazo y la condujo por el camino hasta llegar a una mesa de hierro pintada de blanco situada junto a una fuente-. ¿Y le dijiste que no? -le preguntó con una mirada picara.
– No exactamente -admitió Charlotte, dejando el bolso a un lado.
Raine abrió los ojos de par en par.
– ¿Le dijiste que sí?
– En realidad, no dije nada.
– Oh, Dios. Vosotros dos…
– ¡No! -Charlotte bajó la voz-. No. No lo hicimos.
– No entiendo.
– Nos besamos -Charlotte se recostó contra el respaldo de la silla-. Nos besamos, ¿de acuerdo?
– ¿Y entonces por qué está tan furioso contigo?
– Supongo que es porque la grúa ha destrozado el camino.
Raine empezó a juguetear con una pequeña hoja que el viento había depositado sobre la mesa.
– Pero Alec no se pone a gritar por un camino destrozado. ¿Y qué es eso de decirle a Jack que le golpee?
– Ahí me has pillado. ¿Alec le ha pegado a alguien que te haya gritado?
– Nadie me ha gritado nunca. Por lo menos, no delante de él -Raine hizo una pausa-. Y, en realidad, la gente no suele gritarme.
– Eso es porque eres dulce y amable -dijo Charlotte bromeando.
– Empiezo a pensar que es por el hermano que tengo.
Charlotte se echó a reír.
– ¿Tú crees que él los ahuyenta?
– A lo mejor. Pero volvamos al tema del beso. Cuéntamelo todo.
– No hay nada que contar -dijo Charlotte, mintiendo.
– ¿Dónde estabais? ¿Cómo pasó?
– Estábamos en uno de los balcones de las casas en alquiler.
– ¿Y te besó así sin más?
– Pensó que estaba llorando.
Raine frunció el ceño.
– Eso no suena bien.
– En realidad, me estaba riendo -dijo Charlotte, intentando alejar el recuerdo de su mente.
– Pero Alec no da besos por compasión.
– Y tú lo sabes todo sobre sus besos, ¿no?
– He oído alguna cosa que otra.
– Bueno, ahora no vas a oír nada más al respecto -Charlotte suspiró y se puso en pie-. Mejor será que regrese y vaya a ver qué está pasando. Alec tiene razón. Le dije que me ocuparía de todo -agarró el bolso-. Creo que se nos ha acabado la fiesta.
– De eso nada -Raine sacudió la cabeza con malicia-. Definitivamente, voy a hablar con él.
– Oh, no, no lo harás -dijo Charlotte.
– No tienes por qué vigilar cada paso que den -dijo Raine-. Y no voy a dejar que te tenga prisionera en esta casa durante semanas.
– Yo hablaré con él -dijo Charlotte-. Más tarde…