Charlotte se quitó el vestido y se dio una buena ducha. Ya era más de medianoche, pero la gente seguía trabajando en el jardín y resultaba imposible dormir. Los ruidos se sucedían y aún había unos cuantos bomberos junto a los rescoldos humeantes.
Se puso unos vaqueros y una camiseta y se dirigió a la cocina. Una copita de brandy quizá la ayudara a cerrar los ojos.
Al pasar por delante de la biblioteca, oyó voces tras la puerta entreabierta.
Alec, Kiefer, Jack y Lars, junto con otros tres miembros del equipo, estaban sentados alrededor de una enorme mesa.
– David estará aquí mañana por la mañana para evaluar la situación -dijo Jack, guardándose el móvil.
– Por lo menos perderemos dos días de rodaje -comentó Lars, frunciendo el ceño-. Me parece que a alguno se le va a caer el pelo…
– Yo puedo traer a un equipo de construcción del proyecto de Toulouse -le dijo Kiefer a Alec.
Charlotte se encogió por dentro. Ella sabía muy bien que Alec no quería molestar a sus empleados más de la cuenta.
– No creo que sea necesario echar a nadie -dijo Alec, mirando a Lars-. A mí me parece que van a necesitar toda la ayuda posible.
Los tres miembros del equipo se quedaron de piedra y Lars se puso rojo como un tomate.
– Y a mí me parece que usted no debería opinar.
– Ha sido mi jardín el que se ha quemado-dijo Alec-. Y no quiero que se convierta en un set de rodaje de forma permanente.
– Hay que seguir adelante -intervino Jack, dándole la razón a Alec-. A veces ocurren accidentes.
Esa era la primera vez que Charlotte veía tomar las riendas a su hermano; algo inesperado en él.
De pronto Alec advirtió su presencia tras la puerta. Sonrió y la invitó a entrar.
– ¿Y el equipo de construcción? -preguntó Kiefer.
– Si podemos contar con ellos -dijo Alec, señalando una silla a su lado.
Charlotte tomó asiento donde le había indicado.
– Mándame la factura -le dijo Jack a Kiefer.
Kiefer asintió.
Lars guardó silencio y apretó con fuerza la mandíbula.
– Si cambiamos el orden de rodaje de las escenas treinta y cinco y dieciséis, podemos ganar algo de tiempo -dijo uno de los miembros del equipo, consultando la programación del rodaja
– ¿Puedes traer a los extras mañana? -preguntó Jack.
– Claro -respondió el hombre, haciendo una anotación.
– El editor no ha terminado todavía con la escena treinta y cinco -dijo Lars.
– Pues tiene ocho horas para terminarlo -replicó Jack.
– Imposible -objetó Lars.
– ¿Quieres discutirlo con David mañana? -preguntó Jack en un tono cortante-. No estoy dispuesto a decirle a un hombre que viene de hacer cine independiente con un presupuesto muy bajo que nuestro editor es un divo mimado.
Alec se inclinó hacia Charlotte y le susurró al oído:
– Me parece que Jack lo tiene todo bajo control.
Ella trató de no sonreír. Siempre había asumido que su hermano era una persona pusilánime, de poca iniciativa. Sin embargo, parecía que se había equivocado completamente.
– ¿Charlotte? -dijo Raine desde la puerta.
Charlotte se apartó de Alec de inmediato.
– Te estaba buscando -le dijo a su amiga, poniéndose en pie y yendo a su encuentro-. Esperaba tomarme una copa de brandy -le dijo en un tono bajo.
– Ven por aquí -le dijo Raine, señalando la cocina.
Todavía llevaba una ceñida falda negra con un top de color púrpura y Charlotte no pudo evitar preguntarse qué había estado haciendo durante la última media hora.
Se sentó frente a la mesa del desayuno mientras Raine rebuscaba en una estantería. La ventana daba al este y los destrozos del jardín no eran visibles desde esa perspectiva. Había luna llena y múltiples estrellas brillaban en el firmamento. Pequeñas farolas iluminaban algunas de las sendas del jardín posterior y a lo lejos se divisaba la piscina, más allá de unos arbustos de adelfas.
– Sé que yo tampoco seré capaz de dormir -dijo Raine, sentándose enfrente de Charlotte.
Sacó una botella de coñac y dos copas de fino cristal.
– Me alegro mucho de que nadie resultara herido de gravedad -comentó Charlotte.
– Bueno, el Alec de hoy se parecía mucho más al de siempre -le dijo Raine, sirviendo las bebidas.
– Se lo tomó muy bien -admitió Charlotte, pensando que las dos horas de sexo ardiente que habían pasado esa tarde debían de haber moderado su temperamento-. ¿Y qué estuviste haciendo con Kiefer?
– Estamos renovando las oficinas principales de Toulouse. El arquitecto quería cambiar la configuración de mi despacho.
– ¿Y el problema es…?
Raine sonrió.
– Nada, en realidad. Pero no se lo digas a Kiefer.
– ¿Se lo estás poniendo difícil?
Raine asintió.
– ¿Sólo por diversión? -Charlotte bebió un sorbo de coñac.
– Por supuesto. La vida es demasiado fácil para Kiefer.
– ¿Y para ti no?
Raine arrugó el ceño.
– No es lo mismo. Yo no tengo a todas las mujeres de Francia rendidas a mis pies.
– Pero tú eres su jefa.
– ¡Ha! Me encantaría oírte decir eso con él en la habitación.
– ¿Decir el qué cuando yo esté en la habitación? -preguntó Kiefer, apareciendo de repente.
Charlotte le dirigió a Raine una mirada azorada, sin saber qué decir.
– Adelante -dijo su amiga, riendo-. Venga, díselo.
Charlotte se aclaró la garganta.
– Que ella es tu jefa.
Kiefer soltó una risotada.
– No lo será hasta que sea capaz de entender un informe financiero, redactar un contrato o desafiarme en una pelea.
– Pero soy la dueña del cincuenta por ciento de la corporación Montcalm.
– Los dos sabemos que eso es sólo un simbolismo -le dijo él, mirando la botella de coñac y sacando una copa de la estantería.
– ¿Ves con lo que tengo que lidiar cada día? -le preguntó Raine a Charlotte.
– ¿Tienes autoridad real? -le preguntó Charlotte, poniéndose de parte de ella.
– Claro que sí.
– Pero Alec es el director general -apuntó Kiefer-. Y no tengo ningún problema con rendirle cuentas a él.
– No sé, Kiefer -dijo Charlotte, provocándole-. Si ella te firma los cheques, entonces creo que trabajas para ella.
Kiefer se sirvió una copa.
– Cuando tenga poder para echarme, entonces empezaré a preocuparme.
– Estás despedido -dijo Raine.
Kiefer se echó a reír y levantó la copa, proponiendo un brindis.
– ¿Por qué no sigues publicando esas fotos tan estupendas y dejas que me ocupe de las cosas importantes, cielo?
Los ojos de Raine escupieron fuego.
– Aquí es imposible tener algo de respeto. A ver qué piensas cuando termine la carrera -dijo, poniéndose en pie.
No obstante, Charlotte siguió mirando a Kiefer, observando la expresión de sus ojos… Y entonces, durante una milésima de segundo, vio cómo su mirada descendía hasta el escote de Raine.
– Te deseo buena suerte con ello, Raine -dijo Kiefer.
– Gracias. Me encantará poder restregártelo en la cara.
– ¿Y de qué trata la carrera que estás estudiando? -le preguntó con ironía-. ¿De moda? ¿Bellas Artes?
– Por eso soy editora de una revista.
El Fingió observar la copa de coñac.
– Por cierto… -levantó la vista-. El mes pasado las ventas bajaron bastante.
– Eres un imbécil.
– Oye… -le dijo, fingiendo inocencia-. No dispares al mensajero.
– No me pidas esto, Alec -desde el balcón del despacho de Alec, Kiefer contemplaba las labores de la cuadrilla de albañiles que trabajaba en el jardín siniestrado.
– Sólo serán un par de días -dijo Alec desde la puerta, sin entender por qué se negaba Kiefer-. Llévala a las oficinas de distribución. Reúnete con los ejecutivos.
– Pero Raine no me necesita allí.
– Quiero que me pongas al día sobre el negoció de la revista. Tú mismo dijiste que las ventas disminuían.
– Sólo un poco.
Alec salió al balcón y se paró junto a su segundo de a bordo.
– Me necesitas aquí -dijo Kiefer.
– No.
– O en Toulouse.
– ¿Y de qué me sirves en Toulouse? Las oficinas están patas arriba y todo está en obras.
– Entonces, en Tokio. Mándame a Kana Hanako.
– Quiero que ayudes a Raine.
La verdad era que Alec quería que Kiefer mantuviera a Raine alejada de Château Montcalm durante un par de días. Esa era la única forma de pasar un poco de tiempo a solas con Charlotte.
La estrategia era un poco ruin por su parte, pero ya había utilizado a Kiefer en misiones aún menos loables en el pasado.
Kiefer contrajo la expresión y golpeó la barandilla con fuerza.
– Bueno, ya puestos, ¿por qué no me echas? -dio media vuelta y entró en el despacho.
Alec sacudió la cabeza.
– ¿Qué? -se volvió hacia Kiefer.
– Adelante. Échame por negarme a cumplir una orden -le dijo, desafiándolo.
– Yo no… -Alec entró-. Escucha, ya sé que Raine no te vuelve precisamente loco, pero…
Kiefer se echó a reír.
– ¿Qué tiene tanta gracia? -preguntó Alec.
– ¿Que Raine no me vuelve precisamente loco? -Kiefer dio un paso adelante y sacudió la cabeza con gesto perplejo-. ¿Crees que me niego porque no soporto a Raine?
– ¿Y por qué si no?
Kiefer miró a su amigo fijamente.
– ¿Kiefer? -insistió Alec.
– Raine me vuelve loco.
Alec no comprendía lo que ocurría.
Kiefer volvió a soltar otra risotada fría y sarcástica y apretó los puños.
– Preferiría que me echaras por negarme a cumplir una orden que lo hicieras por acostarme con tu hermana.
– ¿Eh? -Alec se quedó sin palabras.
– Tu hermana es maravillosa, Alec. Es preciosa y…
– Pero si estáis discutiendo todo el tiempo…
– Eso es porque si dejamos de discutir… -Kiefer se detuvo.
Alec trató de organizar sus pensamientos.
– La conoces desde hace años. Seguro que no te será difícil mantener las manos lejos de ella durante un par de días más.
– Nunca hemos viajado juntos y solos.
– Eso es una tontería.
– Ella ha estado enamorada de mí desde que tenía dieciocho años -dijo Kiefer-. No soy estúpido. Trata de esconderlo, porque se odia a sí misma por ello…
– Entonces, te dirá que no -dijo Alec-. Y yo sé que tú respetarás su decisión. Si intentas algo, Raine te rechazará.
– No cuentes con ello.
Alec sintió una avalancha de rabia repentina. ¿Acaso le estaba diciendo que tenía pensado seducir a su hermana?
– Échame ahora -dijo Kiefer, levantando las manos con impotencia.
– Nadie va a echar a nadie.
– Entonces, olvídate del viaje.
– No puedo olvidarme del viaje.
– ¿Y por qué no? Sólo fue una caída minúscula. Si insistes, lo estudiaremos. Pero podemos llamar a la central. Ni siquiera merece la pena gastar el combustible del jet en… -Kiefer se detuvo, bajó la cabeza y entonces levantó la vista hacia Alec y sacudió la cabeza, indignado-. Necesitas que Raine esté alejada de la casa.
Alec no pudo mentirle, así que guardó silencio.
– Es por Charlotte, ¿no? Quieres que me ocupe de Raine para que puedas seducir a Charlotte -dijo Kiefer, golpeando la mesa con los nudillos-. Charlotte también tiene un hermano, ¿sabes?
– Jack no tiene nada que ver con esto. Charlotte es una mujer adulta.
– Sí. Y Raine también.
Alec no tuvo más remedio que asentir. La vida amorosa de su hermana no era de su incumbencia y, pasará lo que pasara entre Kiefer y ella, no era asunto suyo.
– Sí-respondió Alec finalmente-. Lo es.
Los dos hombres se miraron en silencio.
– ¿Todavía quieres que me la lleve de viaje por Europa?
– Si lo que dices es verdad -dijo Alec-, creo que ya es hora de que lo resolváis de alguna forma.
Kiefer asintió.
– ¿Puedo contar con tu respeto hacia ella? -añadió Alec.
– Por supuesto. Ella decide -dijo Kiefer.
– Algo que me suba la moral -dijo Charlotte, admirando el contenido del enorme armario de Raine.
– ¿Y qué te parece una chaqueta? -preguntó Raine, agarrando un par de perchas-. ¿Clásica? ¿Corta? -le enseñó las dos.
– ¿Tienes algo blanco? -le preguntó Charlotte-. Creo que el blanco es impactante.
– Sí, sobre todo si corres el riesgo de ensuciarte entre un montón de escombros humeantes.
– Exacto -Charlotte examinó las faldas de Raine-. Me gusta parecer seria y profesional. Raine bajó la voz.
– ¿Estás nerviosa?
Charlotte se encogió de hombros.
– Isabella y Ridley vienen hoy al rodaje. Y también vendrá David.
– Tu padre, David.
– Eso es. Mi padre, David. Y Devlin y Max, mis dos primos, no tardarán mucho en venir.
Raine se volvió y ladeó la cabeza.
– ¿Sabes una cosa, Charlotte? Eres una mujer increíblemente inteligente, muy hermosa y exitosa.
– Gracias.
– Lo digo de verdad. No tienes nada que demostrar y no deberías permitir que te hicieran esto.
Charlotte reparó en una falda blanca de tablas.
– Deberían ser ellos quienes se preocupen por causarte una buena impresión a ti. Charlotte se echó a reír.
– Ellos son los Hudson de Hollywood. Impresionan a la gente con sólo respirar. Alguien llamó a la puerta. -Adelante -dijo Raine. La puerta se abrió. Era Kiefer.
– ¿Estáis presentables? -preguntó, mirando hacia la ventana.
– No. Estoy desnuda -dijo Raine desde dentro del armario-. Por eso te invité a entrar -pasó por delante de Charlotte. Su actitud se había vuelto sarcástica enseguida.
Charlotte escondió la sonrisa. A veces Raine exageraba demasiado su desprecio para disimular la atracción que sentía por él.
– Sólo trataba de ser un caballero -dijo Kiefer, frunciendo el ceño.
– ¿Y cómo es que has empezado ahora? -preguntó Raine en su tono más incisivo.
Charlotte salió del armario.
– Tu hermano quiere que vayamos a Roma -dijo Kiefer.
Raine levantó las cejas.
– ¿Nosotros?
– Tú y yo. Y también a París y a Londres. Está preocupado por la caída de las ventas.
– Dile que ya me ocuparé de eso. Charlotte está aquí y no me voy a Roma.
– Alec insiste -dijo Kiefer-. Créeme cuando te digo que la idea me entusiasma aún menos que a ti.
– Lo dudo mucho -dijo Raine.
– Quiere que hablemos con los distribuidores de la revista y que elaboremos un plan de acción.
– ¿Y por qué ahora?
– Porque es precisamente ahora cuando los números caen.
Raine suspiró.
– Vamos -dijo Kiefer, mirando las tres chaquetas que sostenía sobre el brazo-. A lo mejor puedes ir de compras.
Raine sonrió de pronto.
– Qué gran idea -dijo con ironía, y se volvió hacia Charlotte-. Puedes venir con nosotros. Via Condotti. Via Frattina. Será muy divertido.
– No creo que… -empezó a decir Kiefer, pero Raine le hizo detenerse levantando abruptamente una mano.
– Está decidido -dijo-. Si vas a arrastrarme a Roma, entonces Charlotte vendrá conmigo.
A Charlotte no le pareció mal la idea. Definitivamente, necesitaba salir de allí unos días y despejarse un poco. Además, así podría librarse del clan Hudson casi al completo.
En ese momento Alec se detuvo en el umbral. Su expresión era impasible, pero había llamas refulgentes en su mirada.
– Buenas noticias-dijo Raine.
Alec se quedó perplejo.
– Charlotte va a venir con nosotros. Iremos de compras.
Alec fulminó a Kiefer con la mirada.
– Ha sido idea de Raine -dijo Kiefer, defendiéndose.
– Charlotte no puede ir contigo. Tiene que quedarse a supervisar el rodaje.
Raine sacudió una mano, restándole importancia a sus palabras.
– No está en una cárcel. Además, ¿acaso queda algo que volar por los aires?
– ¿Cómo puedes decir una cosa así? -dijo Kiefer, indignado.
– Necesito que Charlotte se quede aquí -afirmó Alec.
Charlotte no tardó en darse cuenta de que él iba a quedarse y bastó con un furtivo cruce de miradas entre Kiefer y él para hacerla entender lo que ocurría. Era una trampa. Kiefer tenía que quitar a Raine del medio para que no se interpusiera entre ellos.
No podía engañarse a sí misma. La idea de pasar tiempo con Alec la entusiasmaba mucho, pero tampoco podía obviar el hecho de que él parecía ser capaz de llegar a extremos insospechados para conseguir sus caprichosos propósitos.
– Creo que prefiero irme a Roma -dijo, lanzándole una mirada desafiante.
– ¿Lo ves? -dijo Raine-. La pobre tiene que renovar el armario.
– Sí -afirmó Charlotte-. Esta pobre necesita renovar su armario.
Alec la taladró con la mirada, pero ella se mantuvo firme. No estaba dispuesta a ser parte de sus maquinaciones.
– Muy bien -dijo él finalmente-. Yo también voy.
Charlotte se llevó una gran sorpresa y, a juzgar por las expresiones de sus rostros, Kiefer y Raine también.
– Eso es una tonte… -la mirada de Alec no dejó que Kiefer terminara la frase-. Una idea buenísima -dijo el vicepresidente, en cambio-. Los cuatro, de compras en Roma. ¿Qué podría ser más divertido?
Charlotte no lo tenía tan claro, pero ya no había quién echara atrás los planes.
Decidió no darle ni un respiro a Alec y, mientras Kiefer y Raine se entrevistaban con el distribuidor de la revista en Roma, se lo llevó de compras a la zona comercial. Juntos recorrieron las boutiques más exclusivas y compraron todo lo que ella necesitaba: vaqueros, chaquetas, vestidos de cóctel, un traje formal para sus compromisos como asistente en la embajada y también un nuevo bolso de mano y algunas piezas de joyería.
– ¿Lencería? -le preguntó Alec, mirando con ojos escépticos el discreto cartel situado sobre la puerta de cristal de la entrada de un comercio.
Había tenido mucha paciencia hasta ese momento, pero ella no parecía dispuesta a dar su brazo a torcer; ni siquiera le había dejado pagar las compras.
– Una chica necesita prendas íntimas, ¿no? -le dijo ella.
– ¿Crees que tiene gracia?
En realidad Charlotte creía que sí.
– ¿Te sientes intimidado? -le preguntó en un tono provocador.
– ¿Por la ropa interior de mujer? Vamos… -empujó la puerta y se apartó para dejarla entrar primero.
Mientras Charlotte escogía las prendas, Alec encontró un asiento en una pequeña zona de descanso y se sentó a leer una revista. Uno de los dependientes le ofreció un café y él lo aceptó con gusto, dispuesto a levantar la taza en honor de Charlotte.
Primero eligió una elegante bata de satén hasta los pies, pero a él no pareció convencerle demasiado, así que Charlotte señaló un horroroso sostén rosa con ribetes de piel blanca y, como era de esperar ante una prenda tan vulgar, él levantó la vista al cielo.
Y entonces encontró un camisón corto de seda morada con encaje por delante y tirantes muy finos; una prenda distinguida y discreta a la que Alec le dio su aprobación levantando el dedo pulgar.
Sin embargo, él quería tomarse la revancha por lo del sostén rosa, así que le señaló un camisón de encaje negro con un escote escandaloso y un tanga a juego.
Charlotte fue hacia el conjunto con gesto desafiante, quitó la percha de un tirón y se fue a buscar otras prendas más prácticas para el día a día, dejándolo con una sabrosa sonrisa en los labios.
– Ni hablar -le dijo al volver. El la esperaba junto a la caja registradora con la tarjeta de crédito en la mano.
– Me toca.
– No me vas a comprar la ropa.
El dependiente los miraba con perplejidad.
– Yo la voy a disfrutar tanto como tú.
– No si sigues con esto -dijo ella. El empleado apenas pudo esconder la sonrisa.
Alec titubeó y Charlotte aprovechó para poner su propia tarjeta en la palma del dependiente.
– He ganado -le dijo.
Pero entonces él reparó en el camisón negro con el tanga a juego, que estaba sobre el mostrador.
– No necesariamente -dijo.
Tal y como habían hecho con las otras compras, pidieron que se las enviaran al hotel.
– ¿Hemos terminado? -le preguntó él al salir de la tienda.
Charlotte fingió considerarlo un momento.
– Creo que tendré bastante para unos días.
– Todavía nos quedan Londres y París -le recordó él.
– Entonces, he terminado por ahora -dijo ella con decisión.
– Gracias a Dios -respondió Alec, llevándola hacia el lado sur de la calle.
– Si no te gusta ir de compras, ¿por qué has venido?
– Porque tú no quisiste quedarte en casa conmigo -le dijo él.
Ella parpadeó, sorprendida.
– ¿Se supone que tenía que quedarme en casa?
– ¿Tienes idea de lo difícil que me resultó convencer a Kiefer para que quitara a Raine de en medio?
– No creo que haya sido tan difícil. Está loco por ella.
– ¿Y tú cómo lo sabes?
Charlotte reprimió una risotada.
– Es evidente. Bueno, para todo el mundo excepto para Raine. A ella también le gusta él, ¿sabes?
– Eso he oído.
– Vaya. ¿Estás haciendo de casamentero? -preguntó ella.
– Quiero estar contigo a solas. Lo que ellos hagan me trae sin cuidado.
– Y, aquí estamos, solos.
– Me lo has puesto muy difícil.
– Te está bien empleado. ¿Cómo has podido deshacerte de tu propia hermana de esa manera?
– Es evidente que pierdo todos los escrúpulos cuando se trata de ti.
– Espero que te merezca la pena.
El bajó el tono de voz a un mero susurro.
– Oh, sé que sí.
Mientras Charlotte trataba de restarle importancia a sus palabras, avanzaron en silencio por la estrecha calle adoquinada entre otras parejas y familias que disfrutaban de un apacible día de compras bajo el sol. Al doblar una esquina se encontraron con el Tíber.
Alec señaló un puerto deportivo donde estaban atracados unos enormes y lujosos yates.
– Deberíamos alquilar un barco.
– Estás de broma.
– Tienes que ver el río, sobre todo al atardecer. Los puentes, las estatuas, la Basílica de San Pedro y el Castillo de San Angelo. Son magníficos.
– Mira -dijo ella-. Hay un café con terraza. Podemos contemplar el río por el precio de una taza de café.
Alec se volvió hacia ella y la miró con ojos confusos.
– ¿No quieres navegar?
– ¡No quiero alquilar un yate!
– Es sólo dinero.
Ella le agarró de la mano.
– Vamos a por una laza de café y después seguiremos andando.
– ¿Café? -repitió él, obviamente decepcionado.
Ella asintió y señaló hacia la pequeña cafetería.
Encontraron una pequeña mesita de metal con sillas a juego y las mejores vistas al río. La brisa proveniente del agua era fresca y agradable, y una barcaza navegaba a lo largo de la corriente mientras los coches atravesaban un enorme puente elevado.
Antes de sentarse, Alec se quitó la chaqueta y la puso sobre los hombros de Charlotte.
– Gracias -dijo ella, sonriendo. El le pidió las bebidas al camarero y tomó asiento.
– Estás distinta -le dijo de repente, mirándola fijamente.
– ¿En qué sentido? -preguntó ella. El calor corporal de Alec aún persistía en su abrigo, acogedor y envolvente.
– Distinta a todas las mujeres.
Ella empezó a juguetear con los cubiertos.
– ¿Y eso es bueno o malo?
Alec se recostó en el respaldo del asiento.
– Desde que me incluyeron en la lista de Fortes de los hombres más ricos del mundo, me he convertido en un jugoso premio para todas las cazafortunas de este planeta, mujeres que creen que el dinero les dará la felicidad.
– ¿Y tienen razón?
Alec arrugó el ceño.
– ¿Las mujeres?
Un barco de turistas hizo sonar la bocina y unos jóvenes que estaban de fiesta empezaron a saludar y a gritar.
Charlotte les devolvió el saludo.
– Fortes.
– ¿Sueles leerla?
– No. Pero tu casa y tu jet privado me han convencido de que eres un buen partido.
El sacudió la cabeza.
– ¿Tienes idea del tiempo que hace desde que una de mis citas se pagó su propia ropa?
Charlotte no pudo evitar sonreír.
– ¿Les compras la ropa a tus citas?
– Les compro muchas cosas.
– ¿Y no se te ha ocurrido pensar que esto te lo estás buscando tú solo?
– ¿Y a ti no se te ha ocurrido pensar que muchas mujeres son unas aprovechadas?
Charlotte no supo qué contestar a eso.
Probablemente tuviera razón, por lo menos en lo referente a las mujeres con las que había estado.
– No todas las mujeres están interesadas en tu dinero.
El camarero se detuvo junto a su mesa y les sirvió dos tazas de café, acompañadas de unos exquisitos pasteles espolvoreados con chocolate.
El olor de los dulces hizo rugir el estómago de Charlotte, que llevaba mucho tiempo sin probar bocado. Metió los brazos en las mangas del abrigo de Alec y escogió un dulce relleno de nata con una guinda encima.
– Esto sí que me lo puedes comprar cuando quieras -le dijo.
– ¿Y ése es el secreto? -le preguntó Alec al tiempo que escogía un cruasán azucarado.
Charlotte asintió con entusiasmo.
– Si me conquistas por el estómago, seré tuya para siempre.
Algo brilló en las profundidades de los ojos de Alec y ella se arrepintió enseguida de lo que acababa de decir. No habían llegado mucho más lejos después de aquella aventura de una noche y no podía dejarle creer que albergaba otras expectativas.
El la miró durante unos largos segundos.
– Me alegro de saberlo -dijo sin más.
– Claro -dijo ella, agitando el pastel que tenía en la mano-. Lo malo es que pronto no me cabrá la ropa.
El sonrió.
– Eso no me preocupa. Además, tienes el trasero demasiado delgado.
– ¿Lo dices en serio? -preguntó ella. Fingiendo enojo.
Alec se echó a reír.
– Las curvas no tienen nada de malo.
– Si te oyera Lesley Manichatio…
– Ya se lo he dicho.
– Muy bien.
El se encogió de hombros y ella añadió:
– ¿Conoces a Lesley Manichatio?
– Nosotros llevamos sus marcas en Esmee ETA.
– Espera un momento -dijo Charlotte, dejando el pastel y limpiándose con una servilleta-. ¿Tú eres el dueño de Esmee ETA?
– Sí.
– ¿De las tiendas? ¿De la cadena?
– Sí -repitió él.
– ¿Alec?
– ¿Sí?
– Eres un partido tremendo.
– ¿Quieres replantearte lo del paseo en barco?
– Ni hablar.
El sonrió.
– Por lo menos, cómete el pastel.
Charlotte lo agarró de nuevo.
Era de esperar que se volviera tan paranoico. No tenía forma de saber si las mujeres lo querían por sí mismo o por su dinero y, si bien podía hacer una separación de bienes, la duda persistiría para siempre. Si él pagaba todas sus facturas, una mujer podía fingir amor durante mucho, mucho tiempo…