Capítulo uno

El Nissan 300zx negro con vidrios polarizados se veía totalmente fuera de lugar en Wintergreen, Missouri, con una población de más de mil quinientos habitantes. La gente se volvió para verlo cuando rugió al dar vuelta en la plaza del pueblo, detrás del pesado camión Sinclair de combustible Diesel de Conn Hendrickson y del Buick sedán 1978 de la señorita Elsie Bullard, cuyo velocímetro no había llegado nunca a los ochenta kilómetros por hora desde que lo compró. En carretera, la señorita Elsie podía acelerar hasta sesenta y cinco kilómetros por hora, pero en el pueblo prefería la mesura de los veinticinco.

El Nissan se detuvo detrás de ella, con el estéreo resonando a través de las ventanas cerradas. Al oprimir los frenos, la parte posterior del auto se levantó un poco, lo que atrajo la atención de la gente hacia la matrícula personalizado de Tennessee.

Decía MAC.

Y MAC lo decía todo.

Cuatro ancianos que estaban de pie frente a la panadería de Wiley, con aliento a café y mordisqueando un palillo, siguieron el auto con la mirada.

– Llegó la famosa estrella.

– Y además le gusta alardear.

– ¡Huy!… ¡Vaya auto el que conduce!

– Bueno, ¿y qué hace aquí? No viene a menudo.

– Otra vez van a operar a su madre de la cadera. Vino a acompañarla, según escuché.

El tránsito alrededor de la plaza avanzaba en un solo sentido, y, en aquel ocioso martes de abril, la señorita Elsie la recorría por los cuatro costados a paso de tortuga, en busca del sitio ideal para estacionarse. El zx la seguía a escasos centímetros de distancia de su, parachoques.

Dentro del auto deportivo, Tess McPhail interrumpió su canción y dijo en voz alta:

– ¡Vamos, señorita Elsie, muévase!

Durante las últimas cinco horas había estado escuchando su propia voz en una cinta de demostración para su próximo álbum que había grabado en Nashville semanas antes. Su productor, Jack Greaves, le había dado la cinta el día anterior, al salir del estudio.

– Escúchala camino de Missouri; después llámame por teléfono, y dime qué opinas.

La cinta continuaba sonando mientras Tess, impaciente, tamborileaba el volante de cuero con la punta de una larga uña color anaranjado escandaloso. Por fin, la señorita Elsie llegó a la esquina, dio vuelta a la izquierda y se hizo a un lado del camino de Tess, quien procedió a pisar el acelerador y recorrer a toda prisa Sycamore Street mientras murmuraba:

– ¡Dios del cielo! ¡Estos pueblos pequeños!

El pueblo no había cambiado nada desde que ella se marchó hacía ya dieciocho años. Las mismas viejas fachadas de las tiendas, los mismos veteranos de la Segunda Guerra Mundial mirando pasar los autos y en espera del próximo desfile; las mismas casas antiguas en Sycamore Street. Ahí estaba la casa de la señora Mabry. Había sido su maestra de geometría y nunca pudo infundirle el más mínimo interés a Tess, quien insistía en que ella no iba a necesitarla porque llegaría a ser una gran estrella de música country después de graduarse.

Tess volvió a poner la grabación de Oro ennegrecido por última vez, escuchando con oído crítico. En general, le gustaba, y mucho, con excepción de una armonía que seguía molestándole.

Pasó la casa de Judy y Ed, en Thirteen Street. La puerta de la cochera estaba abierta, pero Tess sólo le dirigió una fugaz y dura mirada. Su hermana Judy y sus malditos y banales caprichos.

– Volverán a operar a mamá de la cadera y esta vez tú tendrás que hacerte cargo de ella -le había dicho Judy.

¿Qué sabe Judy de las exigencias de una carrera artística? Lo único que hace es dirigir una peluquería", pensó. "No tiene idea de lo que significa que te hagan dejar tu trabajo a la mitad de la grabación de un álbum que la firma grabadora planea sacar a la venta en una fecha que se fijó hace más de un año."

Judy estaba celosa. Siempre lo estuvo; y su manera de vengarse era alardear de su autoridad.

Luego estaba la hermana intermedia de Tess, Renee, cuya hija iba a casarse en unas cuantas semanas. "Es comprensible que Renee tenga mucho que hacer antes de la boda," se dijo, "pero, ¿acaso no podían haber planeado la boda y la cirugía para que no estuvieran tan cerca una de otra? Después de todo, mamá sabía que iba a necesitar esta segunda prótesis de cadera desde que la operaron la primera vez, hace dos años."

Tess dio vuelta en Monroe Street, y los recuerdos de la infancia la invadieron mientras recorría las seis calles que había caminado todos los días hasta la escuela primaria durante seis años. Se detuvo a un lado de la acera frente a la casa de su madre, apagó el motor y bajó del vehículo. Era una mujer muy delgada, usaba botas y pantalones vaqueros, anteojos de sol exageradamente grandes, y unos largos pendientes indios de plata y turquesas; tenía el cabello castaño rojizo y una piel blanca y pecosa.

Se decepcionó mucho al ver la casa. ¿Cómo pudo su madre permitir que se deteriorara tanto? La casita de campo, posterior a la Segunda Guerra Mundial, era de ladrillo rojo, pero las molduras blancas de madera estaban descascaradas, y los escalones del frente, desalineados. La vereda estaba llena de agujeros y brillaban dientes de león por todo el jardín.

¿Qué hace mamá con el dinero que le envío?", se preguntó.

Tess se inclinó hacia el interior del auto y sacó un enorme bolso gris de cuero muy suave, cerró la puerta de golpe y luego se dirigió a la casa. Al acercarse, su madre salió por el umbral, radiante.

– Creí oír la puerta de un vehículo -abrió la puerta de malla metálica y le tendió los brazos-. ¡Tess, cariño, ya llegaste!

– ¡Hola, mamá! -Tess saltó los tres escalones y abrazó a su madre con fuerza. Estuvieron entrelazadas un momento mientras la puerta se cerraba y las aislaba dentro de un diminuto vestíbulo. Mary McPhail era media cabeza más pequeña que su hija, y casi veinte kilos más pesada, con el rostro redondo y lentes con arillos de metal. Cuando Tess retrocedió para verla, las lágrimas arrasaban los ojos de Mary.

– ¿Estás segura de que puedes andar de un lado para otro sin problemas, mamá?

– Claro que puedo. Si no, ¿cómo podría recibir a mi hija con un abrazo? Quítate los anteojos, para que pueda ver a mi pequeñita.

Tess sonrió y la obedeció.

– Soy yo -Mary la tomó de las manos y la admiró.

– Eres tú. Claro que sí… tú, a la que no he visto en nueve meses -Mary hizo un ademán de reproche ante el rostro de Tess.

– Lo sé. Lo siento, mamá. He tenido muchísimo trabajo, como de costumbre.

– Tu cabello se ve distinto -Mary la mantuvo quieta, sujetándola por los codos para echarle un vistazo. Tess llevaba el cabello largo, que le caía en las espaldas en capas desordenadas muy por debajo del cuello de su camiseta, mientras que al frente apenas le cubría las orejas-. Y caramba, niña, estás muy flaca. ¿Acaso no te alimentan allá en Nashville?

– Me esfuerzo por mantenerme delgada, y lo sabes, así que por favor no comiences a rellenarme con comida, ¿de acuerdo?

Mary se volvió y cojeó al interior de la casa.

– Bueno, es que una pensaría que con todo ese dinero que ganas podrías alimentarte un poco mejor.

Tess resistió el impulso de volver los ojos al cielo y siguió a Mary. Cruzaron por una sala sencilla, con paredes de estuco rugoso y muebles con muchos años de uso, dominaba el sitio un piano vertical. En el muro contrario había tres arcos: el del centro conducía a las escaleras; el de la derecha, al baño y al cuarto de Mary; y el de la izquierda, a la cocina y a la parte posterior de la casa. Mary rengueó hasta llegar a este último mientras hablaba.

– Yo creía que todas las cantantes de música country usaban el cabello largo.

– Eso era antes, mamá. Ahora, las cosas están cambiando en el ambiente artístico.

– Pero te cortaste tus hermosos rizos.

"Tu cabello sí necesita un buen corte", pensó Tess al observar la incipiente calvicie en la coronilla de su madre. Pero lo más importante era su dolorido modo de andar, apoyándose en los muebles o las paredes cuando podía.

– ¿Estás segura de que puedes caminar, mamá?

– Ya me tendrán acostada durante suficiente tiempo después de la operación. Mientras pueda cojear por aquí, lo voy a hacer.

Era una mujer de setenta y cuatro años, regordeta y fornida; llevaba un par de viejos pantalones tejidos de poliéster que habían comenzado a desgastarse. Tess se preguntó dónde estaría el elegante conjunto de pantalones de seda que le mandó desde Nordstrom el otoño anterior, cuando estuvo de gira por Seattle.

– La cocina no ha cambiado -comentó, al tiempo que Mary abría el grifo de agua y llenaba la cafetera.

– Es vieja, pero así me gusta.

Tenía alacenas blancas de metal con cubiertas de formica café, tan desgastadas que en algunos sitios se veían blancuzcas. El tapiz era de horribles motivos florales color naranja, y de ambas ventanas colgaban cortinas con alzapaños del mismo diseño. Junto a la cocina había una tarta de pacana hecha en casa, por lo menos con trescientas calorías por rebanada.

La mirada de Tess se detuvo ahí.

– ¡Oh, mamá, no me digas que tú la hiciste!

Mary se volvió y notó que Tess se la comía con los ojos.

– Claro que sí. No podía permitir que mi pequeña llegara a casa y no encontrara su postre favorito.

¿Por qué se alteraba tanto Tess cuando su madre la llamaba "su pequeña"? Ya tenía treinta y seis años. Su nombre y cara eran tan familiares para la mayoría de los estadounidenses como los del presidente de la nación, y sus ingresos excedían por mucho a los de éste, pero su madre insistía en referirse a ella como "su pequeña". Las pocas veces que Tess la había corregido diciéndole que ya no era su pequeña, Mary se había mostrado perpleja y herida. Así que, esta vez, Tess no le dijo nada.

– ¿Estás haciendo ese café para mí? -preguntó.

– No puedes tomar tarta de pacana sin café.

– La verdad es que ya no tomo mucho café, mamá, y lo cierto es que tampoco debería comer la tarta.

Mary la vio por encima del hombro. Su alegría desapareció y lentamente cerró la llave del agua. Miró dudosa la cafetera a medio llenar y luego volvió a abrir la llave.

– Entonces prepararé un poco para mí.

– ¿Tienes algo de fruta, mamá? últimamente me alimento con mucha fruta, y me encantaría comer algo. No he tomado nada desde el desayuno.

– Tengo una lata de duraznos -Mary abrió la alacena inferior y, con dificultad, intentó inclinarse.

– Sería delicioso, pero yo misma los sacaré de allí. Vine a casa a cuidarte, y no a que me atiendas.

Eran duraznos en almíbar; Tess abrió la lata, tomó un tenedor de una gaveta y comenzó a comerlos directamente de la lata, paseándose por la cocina. Mary abrió el refrigerador.

– Te preparé tu comida favorita: hamburguesas y tortitas de papa fritas -dijo-. Podría meterlas al horno ahora mismo; sin embargo… -se volvió a mirar el reloj de la pared- son apenas las cuatro y media, así que tal vez debamos esperar un rato, y…

– Con los duraznos estaré bien, mamá. Sé que por lo general no comes sino hasta las seis.

Vio esfumarse la preocupación del rostro de Mary, una vez que estuvo segura de que había pasado el peligro de alterar la hora de la cena. Las tortas de papa fritas habían sido el plato favorito de Tess cuando tenía doce años. Ahora sólo comía carne una vez a la semana y jamás probaba una papa frita. No, cuando tenía toda una colección de trajes de noche talla siete que costaban más de mil dólares cada uno. Llevó la lata de duraznos a la mesa de la cocina y se sentó. En medio de la mesa había una maceta con una planta, sobre la más horrible carpeta de plástico que Tess hubiera visto nunca. Alguna vez fue blanca, pero ya estaba amarillenta y arrugada, como una vieja escama de pescado.

Mary se sirvió una taza de café y también se sentó. Miró la holgada camiseta blanca de Tess, que tenía cuatro rostros y un logotipo impresos.

– ¿Quiénes son "Los Southern Smoke"? -Preguntó.

Tess se miró el pecho.

– ¡Ah!, es el nombre de una banda. He estado saliendo con uno de los guitarristas. Con éste, ¿ves? -Tess extendió la camiseta y señaló un rostro barbado.

Mary entrecerró los ojos para ver mejor.

– ¿Cómo se llama?

– Burt Sheer.

– Burt Sheer, ¿eh? ¿Y cuánto hace que sales con él?

– Sólo un par de meses.

– ¿Y es algo serio?

– ¿En este negocio? -rió Tess-. Espero que no. Con todos los viajes de trabajo que tiene programados y los que hago yo cantando ciento cincuenta conciertos al año, lo he visto exactamente cuatro veces.

– ¡Oh!

Tess percibió cómo se desvanecía el brillo de esperanza de los ojos de su madre, quien nunca aceptaría el hecho de que la más joven de sus hijas hubiera escogido seguir una carrera en vez de casarse y tener hijos. Para Mary McPhail eso era equivalente a malgastar su vida.

– Mamá, me urge llamar a mi productor de discos. Solamente necesito un minuto.

Llamó desde el teléfono de pared que estaba a un lado de las alacenas, y pidió que la comunicaran con Jack Greaves en el estudio, donde sabía que él estaría trabajando.

– Mac, qué gusto me da oírte -dijo Jack-. ¿Ya estás en casa de tu madre?

– Sí, señor. Llegué aquí sana y salva. Oye, escuché Oro ennegrecido todo el camino hasta aquí, y la armonía en la palabra "equivocado" todavía no me convence. Creo que debería ser un mi bemol en lugar de un mi natural. ¿Puedes hacer que Carla vaya a grabarla de nuevo?… ¿Todavía tiene problemas con su voz?… Bueno, pregúntale, ¿sí?… Gracias, Jack. Luego me la envías por mensajería en cuanto la tengas, ¿de acuerdo? No estaré aquí mañana… mañana es la operación, pero te llamaré desde el hospital… claro. Gracias, Jack. Adiós.

Su madre tenía una expresión de asombro.

– ¿Tienes que volver a grabar toda la canción otra vez sólo por una palabra?

– Se hace todo el tiempo. A veces grabamos la pista de una armonía completa y jamás la usamos.

Tess guardó los duraznos en el refrigerador y dejó el tenedor en el fregadero. Por la ventana situada frente a éste veía con gran claridad el jardín de la señora Kronek. La calle estaba dividida por un callejón sin pavimentar y ambos lotes tenían exactamente la misma disposición, uno a cada lado. Casas, senderos y jardines eran simétricos, como las manchas en las alas de una mariposa. Las cocheras estaban construidas al lado del callejón, tan cerca una de otra que sus puertas quedaban perpendiculares con respecto a él. Mientras Tess observaba, una de las puertas de enfrente comenzó a subir. Luego llegó un automóvil y entró en la cochera de la señora Kronek. Un momento después, un hombre alto, de traje, salió con un portafolios. Caminó por la vereda hasta la puerta trasera de la señora Kronek.

– ¿Quién es? -preguntó Tess.

Mary se levantó y echó un vistazo.

– Pues es Kenny Kronek… debes recordarlo.

– ¿Kenny Kronek? -Tess lo observó subir los escalones y entrar en el porche encristalado. Era esbelto y de cabello oscuro, y miró hacia afuera antes de que la puerta se cerrara tras él-. ¿Te refieres a ese idiota al que siempre le sangraba la nariz?

– ¡Tess, qué vergüenza! Kenny Kronek es un chico agradable.

– ¡Ay, mamá! Eso dices siempre porque es el hijo de Lucille, y ella era tu mejor amiga pero sabes tan bien como yo que era un diota de primera. ¡Vaya! Ni siquiera podía caminar sobre una línea recta sin tropezarse. ¡Y todos esos barros! Todavía puedo oler el medicamento que usaba para el acné.

– Kenny se encargó de su madre hasta el día en que murió, y no toda la gente agradable del mundo tiene buena coordinación, Tess. Además es un excelente padre y cuida muy bien la casa desde que Lucille murió.

– ¿Te refieres a que alguien se casó con él?

– Claro que se casó. Fue con una chica que conoció en la universidad… Stephanie. Sólo que ahora está divorciado.

– No me sorprende -murmuró Tess al alejarse de la ventana.

– Tess, por favor… -su madre la reprendió con el entrecejo ligeramente fruncido.

– Bueno, es que siempre… me estaba mirando. ¿Sabes a lo que me refiero? -fingió un escalofrío-. Era tan detestable.

– ¡Vamos, Tess, exageras!

– Pues es cierto. La única clase que tomábamos juntos era coro, y cuando fuimos al festival de coros en Saint Louis, se sentó conmigo en el autobús y no pude quitármelo de encima. Ahí estaba, sentado, tan sonrojado que pensé que la nariz le sangraría ahí mismo. ¡Y luego trató de tomarme de la mano! Te juro que todos los compañeros se burlaron tanto que pensé que moriría.

Mary tomó su taza de café y la puso en el fregadero. Luego, en voz baja, sugirió:

– ¿Por qué no sacas tus maletas del auto y lo estacionas cerca de la cochera? Es mejor que no dejes toda la noche en la calle un auto tan caro como ése.

Tess sabía cuando la reprendían, y sintió una opresión en el pecho. ¿Por qué le pesaba más la llamada de atención de su madre que la de cualquier otra persona?

Condujo hacia el extremo sur de la cuadra y se encaminó al callejón más allá de los cobertizos y cocheras donde solía jugar a las escondidas y a patear una lata cuando era niña. Los jardines tenían mucho prado y tantos años que los límites se habían borrado con árboles y arbustos silvestres. Pero ahí, en Wintergreen, un poco más arriba de la frontera sureste entre Missouri y Arkansas, donde los vecinos eran realmente vecinos y lo habían sido durante veinte o treinta años, a nadie le preocupaban las líneas de demarcación de sus propiedades.

La cochera de Mary necesitaba pintarse. Sin embargo, para sorpresa de Tess, tenía una puerta nueva. Acercó el vehículo, bajó y echó un vistazo al lugar al otro lado del callejón. Todo estaba bien pintado, sin basura en ninguna parte. "Bien por San Kenny", pensó con sarcasmo mientras tomaba su bolso de lona. Camino de la casa, observó que su madre se las había arreglado para tener un jardín, pese a que debió dolerle la cadera al arrodillarse para plantarlo.

La entrada trasera tenía tres escalones y un barandal negro de hierro. Dentro había un pequeño rellano con la puerta del sótano directamente enfrente y la de la cocina, un escalón arriba a la derecha. Mientras Tess pasaba por la cocina, golpeando los muebles con su bolso, dijo:

– Oye, mamá, no debiste arreglar el jardín este año con la cadera tan mal.

Tess atravesaba la sala, rodeando el arco central que conducía a la escalera cuando Mary respondió.

– ¡Oh, no lo hice yo! Fue Kenny. ¿Y ya viste la puerta nueva de mi cochera? También la instaló él.

– ¿Ese zonzo instaló la puerta de la cochera? Me pregunto qué persigue con todo esto.

El piso de arriba estaba distribuido en línea recta; su techo seguía el contorno del tejado, con una ventana en cada extremo.

Cuando eran adolescentes, lo llamaban las barracas, y dormían en una fila de tres camas individuales. La escalera se ubicaba en uno de los límites, con una fuerte barandilla hecha en casa. Frente a los últimos escalones había una ventana desde donde se apreciaba a vuelo de pájaro el patio de San Kenny. Tess pasó corriendo por ahí, dio una vuelta en u en torno del pasamanos y dejó caer la bolsa en la cama más alejada. Se habían ganado la distancia a la escalera por orden de nacimiento: la cama más cercana a las escaleras, y al baño de abajo, era de Judy, la mayor; la de el medio era de Renee; y la que estaba al fondo era la de Tess, porque era la benjamina. Siempre detestó que se refirieran a ella como la bebé, y sentía una oleada de arrogante satisfacción por ser la que se había marchado del pueblo y la que había triunfado.

Se detuvo pensativa y después se encaminó hacia el tocador; donde había escrito por primera vez en su diario sus deseos de ser cantante; donde había aprendido a maquillarse y se había sentado a mirar la calle con la boca fruncida cuando la mandaban a su cuarto castigada. ¿Por qué? Suponía que tal vez había sido necesario.

Abajo, su madre la llamó:

– ¿Tess? ¿Ya pongo a calentar la cena?

– Yo lo haré, mamá, no te preocupes. Sólo déjame colgar un poco de ropa primero, ¿de acuerdo? -respondió Tess.

– Bueno… está bien -replicó su madre dubitativa, y luego añadió-: pero ya son cinco y diez y debe hornearse durante una hora completa.

Tess no pudo evitar mover la cabeza. El horario común de un músico profesional implicaba levantarse a mediodía y hacer trabajo de grabación en el estudio de dos a nueve; un mensajero llevaba comida alrededor de las ocho. Cuando tenía noche de concierto debía salir a escena de las ocho a las once, y cenar casi hasta la medianoche.

Sin embargo, Tess respondió, obediente:

– ¡Allá voy!

Su madre ya había metido la comida en el horno, pero dejó que Tess pusiera la mesa. Mary sugirió que el acompañamiento perfecto para las grasosas tortas de papa era café, con crema y azúcar, por supuesto, y tarta de pacana con crema batida… de la de verdad.

Cuando el plato principal estuvo caliente y listo, se veía tan tentador que Tess se lanzó sobre él como un soldado después de un día de marcha a campo traviesa. Mary sonrió con satisfacción al contemplarla. Tess estaba comiendo un trozo de tarta cuando alguien llamó a la puerta posterior y entró sin esperar respuesta.

– ¿Mary? -dijo una voz de hombre, desde el pequeño espacio en la parte de atrás; era Kenny, ya sin traje, con una chaqueta de nailon roja y cargando un saco de veinte kilos de sal de grano sobre el hombro izquierdo.

– ¡Ah Kenny! Eres tú -exclamó Mary alegrándose al instante.

– Te traje la sal para el suavizador -dijo, y abrió la puerta del sótano-. La pondré abajo.

– ¡Muchas gracias, Kenny!

Sus pisadas resonaron cuando bajaba. Luego hubo una pausa mientras él abría la bolsa; después la sal tintineó al caer en el tanque de plástico del suavizador y él volvió a subir. Cuando cerró la puerta del sótano y entró en la cocina, Tess clavó los ojos en su plato. No tenía de qué preocuparse, porque él no le dirigió siquiera una mirada. Se detuvo al lado de la silla de Mary y la vio directamente a los ojos.

– Ya está. Todo lleno. ¿Se te ofrece algo más?

– Creo que no. Kenny, recuerdas a Tess, ¿no es así?

Él asintió en dirección a Tess. Fue un gesto tan brusco como rudo y ni siquiera lo acompañó de un saludo.

– Así que ya tienes preparada la andadera para mañana -le dijo a Mary; Tess seguía comiendo su tarta.

– Sí, señor. Ya tengo todo listo.

– ¿Estás asustada? -preguntó con tranquila sencillez.

– No mucho. Ya he pasado por esto otras veces, así que ya sé lo que me espera.

– ¿Entonces no necesitas nada?

– No. Tess me llevará al hospital por la mañana. Eso, si puedo entrar en ese pequeño auto suyo. No sé cómo se llama, pero costó más que esta casa. ¿Lo viste, Kenny?

¿Qué más podía hacer Kenny sino contestar?

– Sí, Mary, claro que sí.

Cuando se volvió para dirigirle una mirada impersonal a Tess, ¿qué más podía hacer ella sino saludarlo?

– Hola, Kenny -dijo ella llanamente.

– Tess -dijo él con tanta frialdad que ella deseó que no hubiera dicho nada. Ya no tenía acné. No era un hombre feo: ojos castaños, pelo oscuro; pero se mostraba muy altanero con ella. Después del saludo de rigor, Tess se alejó de la mesa pretextando ir por la cafetera, aunque lo hizo para ocultar su desconcierto porque él no le hacía caso. Ella, Tess McPhail, cuya sola aparición en el escenario enloquecía a sus fanáticos, que gritaban y cantaban. Tess McPhail, despreciada por el torpe de Kenny Kronek.

– Pensaré en ti por la mañana -dijo él en voz baja a Mary-. E iré a verte tan pronto te sientas con ánimos para recibir visitas. Casey me pidió que te saludara y te dijera que te desea buena suerte. Así que, ya lo sabes, pórtate bien y nada de bailar hasta que el doctor te diga que puedes hacerlo, ¿de acuerdo?

Mary rió.

– ¡Oh! Mis días como bailarina todavía no acaban, Kenny.

Él también rió.

– Buena suerte, Mary -dijo él en voz baja. La cocina era pequeña. Caminó a la puerta y se encontró a Tess, de frente, con la cafetera en la mano derecha-. Con permiso -dijo, y pasó a su lado como si se tratara de una desconocida en un ascensor.

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