CAPÍTULO 01

LONDRES, 1815


Había un lobo en la boda.

Emma Boscastle, vizcondesa viuda de Lyon, no estaba segura de si había sido uno de los invitados o una de las criadas quien había susurrado al pasar, durante la recepción de la boda, esa observación inquietante. En un principio ignoró el comentario. Podían haberse referido a uno de los grandes perros de caza de algún huésped, o simplemente a alguien muy hambriento.

Una dama no se rebajaba a escuchar chismes. Su profesión la obligaba a dar ejemplo a los demás y a no complacer su lasciva curiosidad. Esta era, después de todo, la boda de una de sus antiguas alumnas, que se celebraba en la casa de Portman Square de los parientes políticos de la novia, no una reunión campestre cualquiera.

Varios minutos después, en el desayuno nupcial, el comentario tomó un carácter más intrigante sin embargo. Acababa de decidir que el apuesto caballero de pie en medio de la habitación tenía un atractivo aire de mala reputación. Lo que explicaría por qué no podía resistirse a mirarlo y por qué debería hacerlo. Lamentablemente, el hecho de que estuviera acompañado por tres de sus propios hermanos, los Lores Heath, Drake y Devon Boscastle, sólo aumentaba ése aura peligrosa. Probablemente era una persona que debía evitarse. El cielo sabía que habría evitado a su propia familia si no fueran sus parientes y por tanto, estuviera obligada a ofrecerles su apoyo.

Sus sospechas acerca del atractivo extraño se confirmaron tras el brindis con champaña, cuando él se volvió de repente y le sonrió por encima de la tarta de boda. Ella le devolvió la pícara sonrisa antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo. Sus perceptivos ojos avellana brillaron con absoluta picardía.

¿Lo conocía? Seguramente recordaría a un hombre con tan dominante presencia, a menos que nunca le hubiera visto entre gente educada. Había que admitir que era agradable mirarlo, con su oscuro pelo rubio del color del trigo, sus rasgos cincelados y su figura de anchos hombros.

Arriesgó otra mirada pensativa sobre su perfil. Irradiaba la energía incansable de un lobo con ropa de caballero… Un choque de comprensión recorrió su cuerpo. No podía ser. Sus hermanos no habrían traído al famoso Adrian Ruxley, vizconde de Wolverton, a la boda de la señorita Marshall.

Un lobo en la boda. Las malas lenguas se referían a él como a un mercenario profesional. Si uno creía lo que decían, era un soldado de fortuna, que había dado la espalda a su educación aristocrática, y a pesar de la oposición de su padre, había elegido luchar contra piratas en tierras extranjeras.

La hermana más joven de Emma, Chloe, que sin duda no era imparcial, afirmaba que Lord Wolverton era malinterpretado, que era un valiente pícaro, y fiel amigo de su selecto círculo de amigos. Emma sospechaba que la verdad estaba en algún lugar en medio de las dos opiniones.

¿Sus hermanos se habían atrevido a invitar a una persona tan cuestionada a la boda?

Por supuesto que lo habían hecho. Los queridos granujas podrían estar calmándose desde que se habían casado, pero todavía poseían el escandaloso espíritu Boscastle. Honestamente, nada era sagrado para la familia. Los hermanos elegían las compañías más polémicas, tanto hombres como mujeres, que la correcta Sociedad desaprobaba. De hecho, Emma había tenido tanto miedo de que alguno de los hermanos la avergonzara, que se había perdido la mitad de la ceremonia manteniendo un ojo sobre tres de ellos.

Sin embargo, la boda había transcurrido como un sueño, a pesar de las repetidas declaraciones de gratitud de la novia hacia su mentora. Con modestia, Emma rehusó reconocer el papel que había desempeñado en la realización de este memorable evento.

Era una mujer que amaba la tradición. Observar las formalidades casi permitía olvidar la vulgaridad que existían fuera del mundo bien educado.

Lo que más disfrutaba era de una hermosa boda. Otro soplo de esperanza suavemente liberado sobre lo rancio de la humanidad. La cordialidad. Los hermosos trajes. La dignidad del compromiso y la ceremonia.

Y luego, finalmente, llegaba el lírico tintineo de fina porcelana, mientras se saboreaba un desayuno bien preparado. Miró complacida el antiguo servicio de plata pulida, majestuosamente colocada sobre manteles de pálido damasco. Detalles. Hermosos detalles. Hacían creer que la vida podía y debía ser gobernada por el orden y la belleza.

– Ya sé que asistiré a tu próxima boda, Emma -Bromeó su prima Charlotte, apareciendo a su lado-. Las chicas están apostando sobre cuando te lo propondrá Sir William.

– ¿Apostando? ¿Las estudiantes de mi academia? -Emma se echó a reír de mala gana-. Nosotros ni siquiera hemos discutido sobre el futuro. -Aunque Sir William Larkin, un caballeroso abogado al que había conocido sólo unos meses antes, más que hablar, se le había insinuado sobre matrimonio, durante sus escasos encuentros en las obras de teatro y días de campo en los que habían coincidido.

– Apostando sobre mi boda -murmuró con burlona desaprobación-. No sé en qué se ha convertido nuestra escuela.

– En la mejor -respondió Charlotte con voz exuberante, que hizo a Emma preguntarse cuántos vasos de champaña habría bebido su prima. Charlotte era de carácter reservado, pero siempre parecía tener cierta rebeldía cociendo a fuego lento en su interior.

Sin embargo, Emma apreció el elogio tan duramente ganado. Como fundadora de la pequeña academia de damas, ahora ubicada en la casa de Londres perteneciente a su hermano y cuñada, se tomaba una responsabilidad personal sobre sus alumnas. Las damas que se graduaban se referían con orgullo a sí mismas como las Leonas de Londres. En otras palabras, habían sobrevivido a la intensa orientación de Lady Lyons [1] para poder presentarse como perfectas jóvenes damas.

Sólo aparentemente.

Por desgracia, no podía extender su influencia cuando se marchaban, y su grupo actual de pupilas estaba demostrando una vena salvaje que absorbía toda sus energías.

– Hablando del tema, ¿dónde han ido las muchachas? -preguntó. Emma había traído a la boda a sus cuatro alumnas más antiguas, en la creencia de que se debía poner la etiqueta en práctica para poder perfeccionarla.

– La última vez que las vi, acababan de avistar a Lord Wolverton y rogaban a Heath que las presentara.

Emma palideció. Todas las formas imaginables de ruina social pasaron por su mente.

– ¿Y tú se lo permitiste?

– Realmente, no. Deja de preocuparte Emma. Heath nunca permitiría que se lastimara a las muchachas.

Emma miró alrededor de la habitación con alarma. -Querida, no son las chicas las que están en peligro. ¿Has visto cómo se comportan en el momento que se desatan?

– ¿Desatan? -preguntó Charlotte, sorprendida-. ¿Ésa es la palabra que usarías?

– Obsérvalo tú misma.

Lord Wolverton estaba rodeado impotente, en el centro del círculo de miradas femeninas, parecía… un hombre desesperado por escapar. Era una imagen que difícilmente se podía conciliar con su reputación de mercenario profesional.

En ese momento sin embargo no era la conducta de Lord Wolverton la que merecía crítica, a pesar de su pasado. Si lo era la de las tres chicas que lo rodeaban, con toda la sutileza de lecheras en un prado. Estallando en estridentes risitas. Aleteando sus abanicos y mirando fijamente a su Señoría, como si hubieran olvidado cada delicado precepto que Emma había implantado en sus jóvenes cabezas.

Avanzó, forzándose a no mirar a su víctima. -Chicas, ¿Puedo hablar con ustedes un momento?

Tres abanicos de marfil se cerraron inmediatamente. Reconvenidas con su tono, el que su familia llamaba “Delicada Dictadora”, caminaron obedientemente hacia la mesa ante la cual Emma esperaba.

– Tengo algo que decirles -miró sus cabezas gachas-. Más tarde. Ahora deben felicitar a la pareja de recién casados, y esperaría que tuviesen el objetivo de alcanzar un estado similar para ustedes mismas.

– Pero él es hijo de un duque…

– Silencio. Tiene mala reputación, y… -Emma se interrumpió consternada.

Las muchachas eran sólo muchachas, y se temía que sólo agudizaría su curiosidad femenina si añadía detalles de la aventurera historia del hombre.

En su opinión la mayoría de las jóvenes albergaba una secreta atracción por los caballeros prohibidos. No es que Emma hubiera tenido ese problema en el pasado. Como hermana de cinco Boscastle, había podido observar a demasiados hombres perversos para albergar ilusiones románticas acerca de casarse con uno de ellos.

– Sólo son tres -dijo de pronto-. Una no está. ¿Dónde está la señorita Butterfield?

– Comió demasiado syllabub [2] de limón, Lady Lyons. Corrió escaleras arriba y dijo que iba a vomitar.

– ¿En una boda?

– Asqueroso, ¿No es cierto?

Emma hizo una mueca. -Le daré unos minutos para recuperarse. Y después nos marcharemos todas tranquilamente -echó una mirada furtiva por la habitación, buscando a Sir William. Parecía un caballero decente, poco apuesto, pero maduro y hombre de principios. Seguramente no se habría marchado sin despedirse adecuadamente. Pero tal vez lo había intentado y ella había estado demasiado distraída para notarlo…

Distraída.

Levantó la vista vacilantemente a los ojos entrecerrados del hombre quieto frente a la elegantemente arreglada mesa. Normalmente ella no fijaría su mirada en un hombre lo bastante como para poder evaluarle. Pero que rostro tan notable tenía. Con experta mirada, abarcó su bien cortado abrigo de seda gris y sus pantalones negros, que moldeaban un par de largas y musculosas… parpadeó con decepción.

¿Este hombre llevaba botas de montar en una boda? ¿Y acababa de apoyar la palma de la mano sobre la mesa, al lado del plato de salchichas condimentadas? Eso no debía hacerse nunca.

Chasqueó la lengua, dándole la espalda antes de que él pudiera llamar su atención. Demasiado tarde.

– Solicito su perdón -dijo por encima de su hombro. Tenía que admitir que tenía una voz profunda y hermosa-. Si usted me acaba de decir algo, no pude entenderlo.

Mucho ruido y pocas nueces.

Una década no había cambiado los tristes rituales de la Sociedad inglesa.

Después de haber escapado a la voracidad de las debutantes que Heath ya le había advertido que podrían asistir a la boda, Adrian se había acercado a la mesa y a la mujer de aspecto elegante que estaba al otro lado. La hermana menor de Heath, pensó.

Un refugio seguro en un mar de pretensiones. Los Boscastle habían cometido demasiados pecados propios para juzgarle. Adrian se sentía libre entre ellos para decir lo que pensaba en voz alta, y para ser él mismo. Se burlaban de las pretensiones, y siempre bromeaban, tomándose el pelo unos a otros. Un hombre podía respirar cerca de los Boscastle.

Cuando la tímida joven no le devolvió la sonrisa, se puso las manos a la espalda y simuló examinar el pastel de bodas. Su mirada se iluminó ante la fila de violetas de azúcar que adornaban el último piso de la tarta.

– Confites -dijo-. No he tenido un confite desde los cinco años. Mi madre solía esconderlos para mí en Navidad. Después, fingía que la cocinera los había olvidado de nuevo y la mandaba de vuelta a la cocina por más.

Miró a su alrededor. Luego acercó una mano para coger uno de la tarta. Una fina mano, cubierta con un guante blanco abotonado hasta el codo, descendió sobre su muñeca como una guillotina.

Él sonrió juguetonamente. -Lo siento. No sabía que tuviera su nombre en ellos.

Ella se acercó a la mesa para encararse a él. No es que hubiera gran cantidad de ella para ver, pero lo que Adrian observó parecía más que atractivo.

Pechos firmes como un par de manzanas, cintura estrecha, y el resto parecía prometedor, o lo que él podía ver con su vestido verde grisáceo con cintas plisadas y altos volantes en el cuello, en las muñecas, y en el dobladillo. Ella debería tener alas, pensó. Un hada de jardín con veloces manos.

– No tienen el nombre de nadie -dijo en voz baja-. Son para decorar.

– ¿Decorar? -preguntó divertido.

– Son pequeños toques -murmuró-. Detalles.

– ¿Sí? -dijo, mirándola subrepticiamente otra vez.

– No espero que usted lo entienda -dijo suavemente, como si los confites fueran algún código críptico que sólo unos pocos pudieran descifrar.

Él cruzó los brazos sobre el pecho. -Yo no quiero entender esas condenadas cosas, sólo comerlas.

– Esta es una boda -le recordó, abriendo los labios con asombro.

– Sé que lo es -dijo en un susurro burlón-. Lo supuse en el instante en que vi a la novia y al novio. Y ahora sé que los confites son suyos. Por cierto, realmente no iba a coger ninguno.

– Entonces, ¿por qué…? Oh, no importa.

– Muchachos -agregó él, adivinando lo que pensaba-. Todos somos iguales.

Bajó la mano obedientemente, notando que los labios de ella se contraían en lo que podría haber pasado por otra sonrisa. Ella parecía una Boscastle, con sus irresistibles ojos azules, pero la mayoría de sus hermanos tenía el pelo negro brillante, y el suyo era de un sutil dorado peinado en ocho sobre la delicada nuca. Su piel parecía tan blanca, tan tentadora como la gruesa capa de glaseado del pastel de bodas.

Se preguntó de repente cómo se vería ella desnuda con solo ese pelo dorado suelto alrededor de su pecho y espalda. Un ángel, quizás, que incitaba sentimientos terrenales en este hombre mortal.

Se aclaró la garganta con un poco de culpabilidad. -Sé a lo que se refiere acerca de los detalles de ciertas ceremonias de boda. He estado en reinos de la selva donde se regalan cabezas humanas como parte de la dote de la novia.

Ella lo miró con disgusto. -Eso no es para nada lo que quería decir.

Él suspiró con buen humor. -No lo creo.

Hubo una larga pausa.

Emma no reaccionó exteriormente a su burla descarada, acostumbrada desde su nacimiento a la provocación del sexo masculino. De hecho, este caballero tenía un largo camino por recorrer antes de poder perturbarla, aunque realmente no debería estar hablando con él de nada. Pero por lo menos, mientras, sus alumnas no podían hacer el tonto ante él, y él había sido invitado por sus hermanos.

– ¿No es afortunado -preguntó ella, desafiándolo-, que vivamos en una sociedad civilizada?

– Esa es una cuestión de…

Por casualidad, en ese instante la suave música de órgano de la pequeña orquesta reanudó sus calmantes sonidos. Emma no podía adivinar lo que había estado a punto de decir y llegó a la conclusión que era mejor ignorarlo. El heredero del duque cerró los ojos, cantando con una sorprendente voz agradable de tono bajo. -Señor Jesucristo…

– Este no es lugar para la blasfemia, milord -le reprendió con suavidad.

Sus ojos color avellana se abrieron con diversión perezosa. -"Señor Jesucristo, presente ahora". Es el nombre del preludio.

– ¿Preludio?

– Bach. La música. ¿No la reconoce?

– Oh, Bach -ella contuvo el aliento ante la sonrisa de placer que le dirigió. Pensó fugazmente que no parecía tan temible en persona como uno esperaría de los relatos de sus pasadas hazañas. No tenía ninguna cimitarra entre los dientes, por lo menos-. Lo siento -dijo finalmente-. No estaba prestando atención, -no a la música, de todos modos.

– No se preocupe.

Ella asintió, mirando alrededor de la habitación. Su mirada se fijó en ella. Emma notó esta secreta infracción al observar su reflejo en el espejo que colgaba detrás del candelabro dorado de la repisa de la chimenea.

Qué vergüenza. Ella habría reconocido a Bach si no hubiera estado con la guardia baja por su observación acerca de las cabezas humanas. Su mirada se encontró con la de él en el espejo. Sus mejillas se encendieron con un calor impropio.

Él sonrió de nuevo, con una franqueza abierta que le hizo imposible poder ignorarlo. No era apropiado. La directora de una academia coqueteando con un soldado de fortuna, aunque fuera amigo de su familia. Y en una boda…, para no creerlo. Gracias a Dios, sus muchachas se habían marchado con Charlotte al pequeño salón de baile.

Si sus estudiantes esperaban sorprender a Emma en una indiscreción, confiaba en defraudarlas. Era una vizcondesa viuda sin grandes bienes, pero sí con un estable, respetado lugar en Sociedad. Aceptaba su propósito en la vida, y no sólo como la fundadora de una academia para la edificación moral de las señoritas de Londres. Como la hermana mayor de una cuadrilla de hermanos propensos al escándalo, se había ofrecido para servir como brújula moral del clan.

El hecho de que ninguno de los Boscastle de espíritu libre, se molestara en consultar la brújula y en consecuencia vagaran por la vida de cualquier manera, no se podría atribuir a una negligencia de su parte. Emma había luchado por salvar a sus hermanos. El cielo sabía que lo había hecho.

Hacía grandes esfuerzos por preservar el nombre de la familia, mientras su familia hacía todo lo posible por mancharlo. El hombre alto, imprudentemente apuesto, que seguía estudiándola en el espejo, era un ejemplo. Heredero de un ducado, no obstante parecía ser un hombre con el que una mujer apenas debiera compartir más que una inclinación de cabeza.

Y sin embargo, había un atractivo lúdico en él que la hacía desear poder divertirse y disfrutar adoptando el infame comportamiento Boscastle. Solo unos momentos de peligroso coqueteo, pensó con nostalgia. Emma se había casado a los dieciocho siendo una debutante, y debería haberse asentado en una pacífica viudez.

Eres una buena chica, Emma, la habían elogiado sus padres antes de morir. Eres nuestra jovencita responsable. Y su padre la había casado diligentemente con un responsable vizconde de Escocia, el simpático y callado Stuart, Lord Lyons, que nunca le había dado un momento de dolor hasta su muerte por envenenamiento de sangre, varios años antes.

– Si me disculpa -murmuró, acercándose a Lord Wolverton-, debo encontrar a una de mis estudiantes que se encuentra mal. Ah, y extienda la mano aquí.

Él fingió una mirada de espanto. -¿Va a golpear mis nudillos con una cuchara?

– Por mucho que probablemente lo merezca, no. Extiéndala.

Él lo hizo. Y ella dejó tres bonitos confites de mazapán en su mano enguantada. -¿Cómo hizo eso? -preguntó, sorprendido, mirando de nuevo el pastel.

Ella arqueó la ceja. -Uno aprende a ser astuto cuando se tiene una reputación que proteger.

Él sonrió repentinamente. -¿De verdad? Siempre lo hice al contrario.

– Ah.

Él se metió dos confites en la boca y le ofreció el tercero. -Abra la boca.

– No, no podría… -él deslizó el dulce entre sus labios entreabiertos, el índice demorándose en su mejilla por un momento. A Emma de pronto le resultó imposible tragar. Su boca tembló.

Él se enderezó. -Es usted Emma, ¿No es cierto? No podía recordar su nombre al principio. Mi nombre es…

Emma se mordió el labio inferior, retrocediendo. Tal vez simplemente se sentía solitario y deseaba conversación. O era tímido… no, no era tímido en absoluto. -Sé quién es usted, milord -dijo en un susurro de despedida-. Usted se ha hecho un nombre por sí mismo en Londres.

– ¿Ha oído hablar de mí, entonces?

Ella suspiró.

– No soy tan malo como todos dicen -dijo tras ella, subiendo la voz.

Ella se echó a reír, volviendo la vista hacia él. -Apuesto a que tampoco es tan bueno como debería ser.

Se escapó hacia el pasillo y se dirigió hacia la pequeña escalera que conducía al servicio de damas, con la esperanza de que a estas alturas el estómago de la señorita Butterfield pudiera sobrevivir al breve viaje de regreso a la casa en la ciudad de su hermano. Para su sorpresa, seguía sonriendo por su encuentro con Lord Wolverton. No esperaba que fuera tan cándidamente encantador.

Era preferible hacer una discreta y temprana retirada. Estaba un poco molesta porque Sir William hubiera desaparecido sin despedirse, pero tal vez había sido asaltado por algún amigo político. William era un verdadero defensor de los oprimidos y donaba gran parte de su tiempo a obras de caridad.

Asaltado.

Reconoció su voz educada, la voz que podía mover la conciencia del Parlamento, flotando desde el vano al final del pasillo. El fuerte chasquido de un golpe y la indignada protesta de una camarera le siguieron. Emma se vio dividida entre una apresurada salida y enfrentar al desvergonzado que había pretendido cortejarla.

– No voy a hacer nada incorrecto con usted, señorito bonito -insistió la joven. -Y le agradecería que mantuviera sus joyitas dentro de sus pantalones.

Emma se tragó su desagrado y se volvió con rapidez antes de que cualquiera de las partes pudiera verla. Había escuchado suficiente. Agarró la barandilla de hierro y comenzó a bajar las escaleras.

Qué amargo descubrimiento. Sir William había parecido un caballero ejemplar. Qué decepción, pensó con ironía, darse cuenta de que no era el defensor que creía, y en una boda. No podría volver a mirar nunca a su pretendiente a la cara.

– Emma -dijo él en estado de shock cuando, al parecer notó su presencia.

Ella volvió la vista sin pensar, agradecida de que sus joyas no estuvieran a la vista, aunque su estado desaliñado hablaba por sí mismo.

La sirvienta se retorció, apartándose de él, con la mirada baja.

– Ella me abordó -balbuceó él ante la mirada de desagrado que Emma le dirigió-. La descarada buscona me empujó contra la pared y me exigió que le entregara mis…

– Joyitas -dijo Emma con voz suave-. Sí, lo oí. Me gustaría no haberlo hecho.

– No es verdá, señora -murmuró la sirvienta, enderezando su torcida gorra blanca-. Solo estaba aziendo mi travajo.

– Ya lo sé -Emma miró a Sir William con repugnancia. Su atractivo rostro parecía enrojecido por la bebida y de pronto mezquino, mucho menos maduro. ¿Defender a los oprimidos le daba el derecho de aprovecharse de la clase obrera? ¿Cómo había pasado por alto las señales? Los buenos modales no siempre iban acompañados de un buen corazón.

– Márchate en silencio -dijo a la doncella-. El día no se ha arruinado todavía. Cepilla tu pelo y compórtate como si nada hubiese sucedido.

Sir William cogió el brazo de Emma. Ella retrocedió. La sirvienta dudó. Otro hombre hacía ruidos en la parte de arriba de la escalera de servicio, al final del pasillo, detrás de donde estaban.

– No se atreva a tocarme -advirtió Emma a William en voz baja.

– Podemos pretender que nunca sucedió, Emma -dijo con cuidado, agarrando su mano-. Usted y yo tenemos un futuro juntos.

– Aparte sus sucios guantes de ella -dijo la criada, colocándose lentamente al lado de Emma-. Ella es una dama.

Los ojos de Sir William se estrecharon con molestia. -Este asunto es solo un malentendido. Entré en la sala por error. Usted y yo vamos a casarnos, Emma.

– En realidad no lo haremos. -dijo indignada.

Ella quitó la mano de las suyas. Él la atrapó de nuevo y cerró los dedos sobre los de ella. -¿Lo anunciamos ahora? Sería una manera muy romántica de finalizar una boda.

– Voy a pedir ayuda -susurró la sirvienta, clavando un último alfiler en su cofia-. No se preocupe por esta pequeña comadreja.

Загрузка...