Adrian llegó al final de las escaleras y se detuvo. Después del claro y conciso comentario de Emma Boscastle sobre su reputación y su posterior desaparición antes de que pudiera defenderse, no tenía ganas de quedarse solo en la mesa como un lacayo. Decidió que se había portado mal y debería disculparse, aunque probablemente terminara burlándose de ella otra vez. Además, no había mucho que defender de su reputación.
Quizá… miró hacia abajo. ¿Se había dado cuenta ella de que llevaba puestas sus confortables botas viejas de montar? No había tenido tiempo de cambiarse. Sus hermanos lo habían arrastrado al jardín, sin informarle de su destino.
De hecho, habría abandonado la boda si hubiera podido encontrar a los otros Boscastle. Recordó que Drake mencionó un cuarto de juegos escaleras arriba, para los caballeros. Pero nadie debía decírselo a la novia.
Echó una mirada hacia arriba, al pasillo superior, donde un hombre y una mujer hablaban. Al principio, por lo bajo de sus voces, pensó que había interrumpido un encuentro íntimo.
Un momento después, se dio cuenta exacta de la naturaleza de la situación.
Frunció los labios, dando un ligero paso hacia atrás. Había asumido que había ofendido a Emma Boscastle por haberse portado como era, y no haberse dado aires. Ahora se preguntaba si ella simplemente tenía algo más en la mente mientras hablaba con él. Otro caballero. No había estado tanto tiempo lejos de Inglaterra como para haber olvidado las intrigas e indiscreciones de la aristocracia.
El mismo, bien, prefería un acercamiento más directo a un affaire amoroso.
La refinada y suave voz de Emma Boscastle se elevó con obvia irritación. -Vaya a casa y juegue con sus baratijas en privado, Sir William.
Adrian echó miró arriba asombrado. Creía haber entendido mal lo que ella acababa de decir. Y también, aparentemente, hizo el caballero, aferrándose la boca abierta de par en par con su mano enguantada.
– ¡Emma! -le dijo obviamente asombrado-. Usted, de entre todas las mujeres. ¿No recuerda por qué nos hicimos amigos en primer lugar? Usted admiraba mi lucha por las clases bajas. Usted…
Adrian se dijo que escuchar detrás de las cortinas era de mala educación, y un verdadero caballero conocía el valor de una salida discreta. Además, no deseaba interferir. Generalmente cuando metía la nariz en los asuntos de los demás, acababa en una pelea. Y sin embargo, mientras miraba la escena que se desarrollaba a su lado, supo que solo era una cuestión de tiempo antes de verse forzado a intervenir. La hermana de Heath creía poder controlar a ese dandi imbécil. Adrian lo dudaba.
La respuesta de Emma subrayaba la sabiduría de seguir su intuición. -Acosar a una sirvienta no es lo que yo llamaría reforma social, usted… perro. -Y giró la muñeca en otro esfuerzo por liberarse.
– Esto ha ido demasiado lejos -dijo el hombre de corbata firmemente anudada-. Vamos, querida mía. Está usted trastornada. Tome una tranquilizante copa de champán… una botella entera, a mis expensas… conmigo, en uno de los dormitorios.
Ella parecía estar curvando su dedo meñique en la apretada corbata con su mano libre, hasta que él se volvió de un enfermizo tono gris. Adrian hizo una mueca. Su romance no parecía ir bien. Emma podía ser pequeña de tamaño, pero ese audaz temperamento Boscastle la traicionaba en los momentos duros. Apoyó un codo en la barandilla, resignado a lo que fuera a pasar.
– Eso es doloroso, Emma -exclamó su compañero-. Y un insulto, tanto a mi orgullo varonil como a mi dedo. Que mujer más fría es usted, y yo esperando convertirla en mi esposa.
Ella sacudió su muñeca. -Si usted no libera mi mano en este instante, romperé su meñique, William, y con una imperdonable cantidad de placer. Prefiero casarme con… un…
– …Cerdo castrado -murmuró Adrian mientras desabotonaba su abrigo. Ahora se alegraba de no haber robado esos confites.
– Cállate, fierecilla -contestó el hombre, incapaz de entender una indirecta-. Hay alguien en las escaleras. Puede escucharnos.
Emma echó un vistazo sobre su hombro, lanzando un suspiro exasperado cuando Adrian encontró su mirada y sonrió. -Oh. No, otra vez él.
Él sacudió la cabeza. ¿Qué podía decir? Debía haber escapado cuando tuvo la ocasión. Ahora no tenía otra opción que intervenir. Ella le había visto. Él la había visto.
Y normalmente, cuando Adrian hacia su entrada, los affaires tendían a ir de mal a peor. No obstante, pensó con alegre resignación, conocía lo bastante bien a los hermanos Boscastle, como para saber que no tolerarían el maltrato a su hermana. Además, ellos le habían defendido en más de una ocasión, desde su vuelta a Inglaterra.
Tenía la obligación de devolver el favor.
Emma no era mujer de amenazas ociosas. Llevaría a cabo la desagradable tarea que había prometido, antes de soportar otro momento el contacto de ese calvo zopenco. -Le pido, William -susurró-, que deje de portarse como un tonto. Libere mi mano.
Él dejo caer su labio inferior. -No hasta que acceda a casarse conmigo.
Emma estaba inmensamente agradecida por su innata educación, que la salvó de empujarle contra la pared. Haberle juzgarle tan mal la mantendría despierta durante los próximos meses. Sus sentimientos personales, sin embargo, debían ser dejados de lado hasta quedar libre de él.
– Suelte la mano de la dama -dijo sobre su hombro una autoritaria y profunda voz.
– ¿Por qué debería hacerlo? -Preguntó agresivamente Sir William, entrecerrando los ojos, al hombre que se acercaba detrás de Emma, y repentinamente obedeció-. ¿Quién diablos es usted, si puede saberse?
– No, no puede. -Adrian se quitó el abrigo y se la entregó a Emma. El gesto arrastró su mirada a los amplios contornos de su pecho. -¿Le importa sostenerlo un momento? -preguntó cortésmente.
– Sí, me importa -dijo, doblando la prenda cuidadosamente sobre su antebrazo-. Según mi experiencia, cuando un hombre se quita el abrigo…
Adrian sonrió.
– Ignore el último comentario -le dijo precipitadamente, una peculiar sensación apoderándose de ella.
– ¿Quién es esta persona, Emma? -exigió Sir William, mirando fijamente hacia arriba, a la dura cara esculpida de Adrian.
Ella se humedeció los labios, susurrando, -Lord Wolverton.
– ¿El lobo? -preguntó con aprensivo tono bajo.
Ella asintió en silencio.
Sir William pareció encoger. -Quizá debería ir buscar usted a Lord Heath para que actúe como intermediario.
– Por favor, hágalo -dijo Adrian con sonrisa letal-. Siempre es preferible tener testigos cuando se defiende el honor.
– No necesariamente -replicó Emma.
– Ve, Emma -dijo débilmente Sir William.
– Sí, hágalo. -Adrian caminó delante de ella para enfrentarse al hombre que parecía estar perdiendo las ganas de hablar-. Soy un amigo de la familia, en caso de que se lo esté preguntando. Usted, según evidencia su mala conducta, no lo es.
Emma le extendió su abrigo. -Póngaselo otra vez, Lord Wolverton -susurró con urgencia en la voz-. Todavía estamos en una boda.
Sus ojos bajaron hacia los suyos, con una mirada que ella sólo podía describir como incendiaria. -Creía que lo habíamos dejado claro. ¿Por qué no regresa abajo y supervisa el corte de la tarta?
Ella tembló ante su elocuente sonrisa, antes de que se desabrochase los puños. Una sonrisa como la suya significaba problemas. En una boda, de todos los lugares posibles. -No enrolle las mangas -le susurró cuando comenzó a hacerlo.
Sintió el pánico retorciéndose en su interior. Había visto a sus hermanos remangarse demasiadas veces con esa misma indiferencia descuidada, como para no darse cuenta que esos actos de violencia podían acabar implicando posiblemente perdida de dientes.
– Esto no es algo por lo que deba preocuparse, Emma -le dijo con voz despreocupada.
– Esto no es algo que usted deba hacer -susurró con creciente alarma. Pero conocía los signos. Era demasiado tarde para aquietar el orgullo masculino. Así había evolucionado el mundo, y al final todo lo que podía hacer una mujer era poner orden después, y esperar que nadie estuviera seriamente lastimado.
Sir William parecía a punto de desmayarse. -¿Cuándo se convirtió usted en la amante de Lord Wolverton? -preguntó con incredulidad-. Usted se convertía en hielo cada vez que yo intentaba tocarla.
– ¿Su amante? -repitió, horrorizada. Por esa calumnia podría desafiarle ella misma.
Adrian caminó hacia él, empujándole contra la pared. Sir William rodeó una de las dos sillas con emblema que flanqueaban el hueco. -¿Por qué no nos sentamos y hablamos sobre eso? -sugirió a Adrian.
Emma se alejó, casi resignada a un siniestro final. Su hermano Heath acababa de aparecer en el pasillo de abajo. Cada vez menos esperanzada, pensó que si podía atraer su atención a tiempo, podría ser capaz de evitar un resultado escandaloso.
Un llanto de mujer vagamente familiar, una contestación grosera de un hombre desconocido desde el pasillo superior la distrajo nuevamente. Echó un vistazo con repugnancia, reconociendo a la atractiva sirvienta a la que Sir William había acosado, y pisándole los talones, a un robusto joven con librea de lacayo. El recién llegado era, obviamente, su enfurecido novio, convocado por la chica para satisfacer la afrenta a su honor.
– ¿Dónde está? -murmuró el lacayo-. Aristócrata o no, voy a enseña´le una cosa o dos.
Emma apretó el abrigo de Lord Wolverton en sus manos. Distraídamente notó que olía agradablemente a vetiver. Y el dueño… bueno, su caballerosa conducta había sido aparentemente descartada.
Estaba inclinado sobre la silla en la que Sir William, o había sido empujado, o se había desplomado. Los amplios hombros de Adrian lo bloqueaban todo, excepto los zapatos de William de la vista.
– ¿Lo ha hecho usted? -le preguntó horrorizada.
Adrian se enderezó, y su frente se elevó, desconcertado. -Creo que el infeliz calavera ha fingido desmayarse simplemente. No le he tocado.
Ella bajó la mano alarmada. El lacayo había levantado la otra silla en el aire y la alzaba con determinación sobre Adrian, como un toro enfurecido. -Detrás de usted, milord -gritó advirtiéndole.
Sir William eligió ese inoportuno momento para intentar levantarse. Adrian, echándole apenas un vistazo, se inclinó para empujarle de regreso al asiento.
En el instante en que se giró, el agitado lacayo le estrelló el respaldo con forma de balón en la nuca. Emma hizo un inarticulado sonido con la garganta. La sirvienta jadeó, tambaleándose hacia atrás, horrorizada.
– ¡Ese es el hombre equivocado, condenado idiota! -gritó al lacayo-. Él no. El otro.
Adrian levantó una mano hasta su cara.
Por un momento Emma pensó que había aguantado el golpe. Entonces él colocó la otra mano en la pared para apoyarse y lentamente cayó al suelo inconsciente.
– Es el hombre equivocado -gritó otra vez la criada-. ¿Qué has hecho, Teddy? ¿Qué has hecho?
El hombre equivocado, pensó Emma con desesperación, dejando caer el abrigo de Adrian. Los hombres se equivocaban generalmente, o así lo creía en ese momento. Orgullo masculino e imprudencia. ¿Sería así toda su vida? ¿No habría paz?
Echó un vistazo escaleras abajo y vio a su hermano Heath mirándola fijamente alarmado. Un buen hombre, pensó. Un ejemplo de uno que raramente se equivocaba. Le hizo una pregunta, pero sus palabras no se entendían.
Ella no podía articular una respuesta, de todos modos. Sacudiendo la cabeza en muda súplica de ayuda, se abalanzó sobre el hombre derrumbado en el pasillo. Cayó al suelo y deslizó el brazo bajo sus hombros, levantándole contra ella.
Hombre equivocado o no, Adrian solo había querido protegerla.
Adrian la sintió inclinarse sobre él, sintió su mano sobre la suya. Tenía huesos ligeros y una actitud fuerte y segura de sí misma, una peculiar pero atractiva combinación en una mujer. Sabía que había ofendido su sensibilidad peleando en una boda, pero desde su punto de vista, no había habido otra opción.
No había pasado tanto tiempo lejos de Inglaterra como para olvidar que había reglas que seguir. Supuso que las distinciones más sutiles regresarían a su memoria, tarde o temprano. No era que quisiera impresionar a nadie. Había hecho el mayor escándalo posible para distanciarse de su herencia.
Emma Boscastle le había causado una gran impresión, pensó. Inesperada, eso es. No podía recordar a Heath mencionándola, excepto en los términos más vagos. Pero por entonces Heath era una persona reservada, como Adrian solía serlo, y guardaba sus asuntos personales en silencio.
Como el patán del lacayo había conseguido atacarle con una silla, era beneficiario de los encantos de una dama. Si Adrian no hubiera estado intentando protegerla, no estaría aplastado contra sus suaves y tentadores pechos en ese momento.
– Su cabeza está sangrando -dijo alarmada, acariciando su sien-. Por favor, que no esté seriamente lastimado. No lo permitiré -agregó, y él sonrió para sí mismo, imaginando a su ángel del renacimiento presentando su causa en la corte celestial.
O en el fuego del infierno. No había vivido exactamente una vida ejemplar.
Tendría que decirle que no tenía intención de renunciar a su existencia terrenal en absoluto. Pero una agradable oscuridad le hizo señas.
Algo caliente tocó su mejilla. ¿Sus labios? -¿Le parece justo besarme? -preguntó con una media sonrisa.
– De hecho, no lo hice -dijo ella suavemente-. No entendiendo por qué lo pregunta.
El lacayo que le había golpeado, la criada, y Sir William se veían como si estuvieran al final de un oscuro túnel. Sus caras se desvanecieron. -Mi Dios, Emma -dijo Sir William débilmente-. ¿Cómo ha ocurrido?
Ambos le ignoraron.
– Siento tu beso como la caricia del ala de un ángel sobre mi rostro -murmuró Adrian.
– Que idea tan extravagante -murmuró ella-. Debe ser su herida.
Él suspiró. -Creo que estoy… cansado. ¿Qué sucedió con el tontaina que me partió la crisma?
– No vaya a dormirse -le dijo con pánico-. Nos ocuparemos del lacayo después. Manténgase despierto.
– Sólo me mantendré despierto si me besas otra vez.
– Yo nunca… ¿Lord Wolverton? -levantó sus hombros con el brazo izquierdo y presionó su cabeza aterrada contra su pecho.
Sintió el tranquilizador latido de su corazón. Era un hombre en la flor de su vida, bien constituido, con el físico de un soldado. ¿Se necesitaba más que un golpe en la cabeza para acabar con la vida de un hombre de su tamaño, verdad? Aunque el respaldo de la silla que le había caído encima mostraba profundas fisuras que sospechaba no podrían ser reparadas nunca.
– Lord Wolverton -exclamó con el tono que nunca fallaba para exigir obediencia, no solo de sus estudiantes, también de su familia-. Usted se pondrá bien. No tiene permitido morir. O caer en el sueño todavía. Deje de asustarme. No es agradable. Despierte.
Los latidos de su corazón parecían haberse enlentecido. ¿Estaba respirando todavía? Frenética, acercó el oído a su rostro y escuchó su respiración.
Sin previo aviso, él se movió. Su ancha boca capturó la suya en un tentativo pero deliberado beso, que demostró sin lugar a dudas que estaba más que vivo.
– Alguien debería haberte advertido -susurró con voz apenas audible.
Durante el intervalo de varios latidos de corazón ella no pudo pensar.
Y cuando finalmente lo hizo, se dijo que aunque estuviera vivo, podría haber sufrido una lesión duradera. Por haberla defendido. Un caballeroso lobo. Peinó un mechón de pelo dorado oscuro de su ensangrentada sien. -¿Advertirme de qué? -preguntó distraídamente.
Él lanzó un suspiro contra su pecho. -Que un ángel no tiene nada que hacer besando a un diablo.
– Nunca le he besado. -Él suspiró y giró la cabeza en su regazo.
Su regazo.
Sí, las apariencias importaban. Su reputación importaba, pero no tanto como la vida de un hombre que había llegado en su defensa en un abrir y cerrar de ojos… de hecho, Emma no pudo evitar pensar que toda la situación podría haber resultado bastante mejor si Lord Wolverton no hubiera sido tan precipitado al jugar al héroe. -Se pondrá bien -dijo, tanto a sí misma como a él. ¿Cuántas veces sus temerarios hermanos se habían caído de árboles, ventanas, carruajes con exceso de velocidad, para aparentemente morir? Más de una vez, los jóvenes demonios se habían encontrado a las puertas de la muerte. Y Emma, siendo una de los dos únicos niños Boscastle de los que todo el mundo estaba de acuerdo en que mostraban un mínimo de sentido común, y que se preocupaban por la mayoría de su familia, era la única en desesperarse por ellos.
– Mi pequeña mamá -la llamaba frecuentemente su propia madre.
Pero este hombre, este duro, fuerte, hermoso hombre, cuyo gran peso había prácticamente bloqueado el flujo de sangre de sus extremidades inferiores, no podía morir.
Una firme mano tocó su hombro. Levantó la mirada hacia la cara de su hermano Heath. -¿Qué demonios ha ocurrido? -exigió.
De repente se dio cuenta que estaban solos, Sir William y los dos sirvientes se habían marchado, sabiamente. -¿Qué ha ocurrido, Emma? -repitió.
Heath se arrodilló junto a ella, su rostro serio.
Nadie esperaba ver al heredero de un duque derribado por una silla, en la alfombra, durante un banquete de bodas. Cualquier persona de buena educación estaría comprensivamente perpleja.
– Ha habido un… incidente. -dijo tan tranquilamente cómo le fue posible.
– ¿Un incidente? -él alzó la frente-. ¿Ha sido herido?
Ella señaló la astillada silla. -No. Se metió en una pelea.
– Ese no parece Adrian.
– Atrapó a Sir William forzando sus intenciones con…
– ¿Qué?
– … con mi mano. William no quería soltarla y Adrian intercedió.
Heath sonrió misteriosamente. -Bueno, ese sí parece un duque.
Se forzó a si misma a mantener la calma. -¿Va a ponerse bien, Heath?
– ¿Te insultó?
– No, en absoluto. -Sacudió la cabeza, su horrorizada mirada clavada todavía en el rostro de Adrian-. Él estaba tratando de defenderme, y el lacayo le golpeó con una silla por error.
Heath deslizó dos dedos bajo la blanca corbata de Adrian para sentir su pulso. -En ese caso, puedo afirmar con total confianza que se pondrá bien.
– ¿Entonces por qué no se mueve? -preguntó angustiada.
Heath sonrió. -Pregúntaselo.
Ella miró hacia abajo, a un par de provocativos ojos avellana, que lucían un pecaminoso regocijo. La mejilla de Adrian presionó en la curva de su pecho.
Un lobo, sin duda.