CAPÍTULO 03

Adrian observaba con ojos entrecerrados las figuras moviéndose alrededor de su cama. Quienquiera que fuesen, quería decirles que se fuesen al diablo, y lo dejaran dormir por una hora o más. Ya había sido suficiente insulto a su dignidad tener que sufrir a Heath y Drake Boscastle examinándole la cabeza y mirándole los ojos mientras él yacía inútil, en el suelo.

También había querido informarles a esos tontos testarudos que habría podido caminar por su cuenta hasta el coche si las paredes hubieran dejado de girar por un momento, y si algún bromista hubiese dejado de tirar de la alfombra bajo sus pies cada vez que daba un paso.

Se hubiera quedado contento permaneciendo reclinado contra el atractivo busto de Emma Boscastle, hasta encontrar energía para dejar atrás ese montón de mierda que la había insultado. Y el otro idiota que le había sacado los sesos, había empeorado las cosas.

Reconoció su graciosa figura al lado de la ventana de la casa de Heath Boscastle.

Por lo que podía ver de ella, y su visión estaba muy borrosa, parecía intacta, ni un cabello rojizo dorado fuera de lugar, lo que era mucho más de lo que podía decir su propio orgullo.

Había querido rescatarla, no lo contrario. Levantó la cabeza para hablar. Un dolor punzante lo atravesó desde el cráneo hasta los dientes.

Inesperadamente ella lo miró.

– Infierno -dijo él-. Duele como el mismo infierno.

– Se está moviendo, Heath -susurró ella a una sombra a su derecha-. Ve abajo a buscar al médico.

Después de un minuto o más, un brusco escocés de barba blanca se sentó a su lado. -Debería estar perfectamente bien por la mañana -declaró con poca convicción.

– Bueno, gracias a Dios -dijo Emma desde el lado opuesto de la cama.

– Pero -agregó el médico-, puede no ser así.

– ¿Cómo puede saberse? -preguntó consternada.

– No se puede. -dijo el doctor escocés morbosamente alegre-. Ese es el desafío de la medicina.

Emma se aventuró más cerca de la cama. Adrian la hubiese reconocido solo por su fragancia sutil, dulce y seductora como las rosas después de la lluvia. El desafío, según su punto de vista, no era la medicina. Era esconder su fascinación por la mujer quieta a su lado. Podía dolerle la cabeza, pero el resto de su cuerpo, desafortunadamente, parecía estar funcionando bastante bien.

– Creo que está recuperando la consciencia -dijo el doctor-. ¿Nos puede dar su nombre?

Adrian cruzó los brazos sobre su pecho, y se sentó con la cabeza punzándole. -Rey Tutankhamon.

– Está bien -dijo Heath con una sonrisa divertida.

– Yo no lo veo muy bien. -Emma miró a Adrian. Él la miró con interés.

– Y en realidad, puede no estarlo -dijo el médico con aire grave-. Si ha sufrido una fractura de cráneo, puede que nunca sea él mismo otra vez.

– ¿Y quién seré? -preguntó Adrian con leve ironía.

– Una fractura de cráneo no es para reír, su Señoría. Podría haber sangrado en el cerebro y tener consecuencias duraderas.

Emma frunció el ceño, preocupada. -¿Qué vamos a hacer?

– Déjenlo descansar -dijo el médico-. Denle la medicina si se la toma. Parece ser difícil.

– Deme su maldita panacea -dijo Adrian molesto-. Y me iré a mi propio hotel. -Hizo una mueca, mientras la doncella detrás de Emma le acercaba a los labios una cuchara con un líquido espumoso marrón.

– No te irás a ninguna parte después de eso -dijo Emma satisfecha.

– Si no descansa -dijo el médico, dirigiéndose a Heath y a Emma ahora-, tendrá que ser controlado. Hay que acortar las conversaciones.

– ¿Entonces por qué diablos no se callan? -preguntó Adrian apoyándose en las almohadas.

– Oscurezcan la habitación. Manténgale la cabeza mojada. Le voy a dejar estricnina.

– ¿Estricnina? -preguntó Emma mirando furtivamente la cara de Adrian. Él se la devolvió-. ¿Y para qué?

– Es un tónico -respondió el médico-. Además previene la constipación [3]. Sugiero que lo mantengan levemente sedado en caso que se ponga violento.

Adrian bufó. -¿En caso? Sigan tratándome como a una tía inválida, y al final será cierto.

La mirada de Emma parpadeó clavada en la de Adrian. Mantuvieron los ojos fijos en el otro hasta que él bajó la mirada a su boca. Los labios de ella se abrieron.

El médico se inclinó y cuidadosamente le examinó la parte de atrás del cráneo. -¿Duele esto?

– Por supuesto que duele, maldito estúpido.

– ¿Me puede describir su herida?

– Sí. Es un ‘dolorum en el craneum’, y quiero que mantenga sus huesudos deditos lejos de mi maldita cabeza.

– Se está agitando -dijo el médico con voz lúgubre.

Adrian miró a Emma. -Ella me puede tocar la cabeza, pero nadie más. -De hecho, ella podía tocarle cualquier parte que quisiera, pero no estaba tan mal de la cabeza como para decirlo en voz alta.

El médico dio un suspiro preocupado. -Parece estar en shock. Va a necesitar sales de olor y un whisky fuerte.

Adrian sonrió por dentro. Impresión, una mierda. Le dolía la cabeza, nada más. Dejó que sus ojos, aunque desenfocados, se deslizaran por el talle de sílfide de Emma. No podía recordar cuándo había sido la última vez que alguien se había preocupado por él, pero se deleitó con la sensación. -Me tomaré el whisky -dijo cansado.

– También recomiendo compresas de mostaza en las plantas de los pies y en el vientre.

– Testículos- susurró Adrian, dando otra mirada furtiva a Emma antes de que se le cerraran los ojos.

– Le podemos poner compresas en ellos también -dijo el médico con voz seca-, pero no va a ayudar para nada a la cabeza.


La vida respetable que Emma había esperado mantener, súbitamente empezó a deshacerse. A esa hora los rumores de lo que había pasado hoy en la boda de la señorita Marshall, debían estar siendo repetidos en todos los círculos educados y no educados de Londres.

A la alta sociedad le encantaban las habladurías.

Un ataque físico. El heredero de un duque derribado por un lacayo con una silla chippendale de pasillo. Sabía cómo lo interpretarían. Asumía su responsabilidad por haberse relacionado con Sir William, y en cuanto a lo que había salido a la luz, ella se elevaría por encima de eso.

Pero aún así, como directora de una academia para la formación moral de jóvenes damas, ella en realidad, había resultado ser un pobre ejemplo. No importaba que fuese totalmente inocente de cualquier hecho equivocado. Para empezar, una adecuada dama gentil no se hubiese visto envuelta en una situación tan provocadora.

¿Es que no había sabido, desde el momento que había puesto sus ojos sobre la carismática figura de Lord Wolverston, que el exudaba un aire irrespetuoso? Una vez más se probaba que había que obedecer al instinto.

Sin embargo, difícilmente ella hubiera podido dejar dejado tirado en la alfombra al valiente bribón. Gracias a Dios nadie había visto que le había robado un beso, o que, Dios no lo permita, rozado su poderosa mandíbula contra sus pechos.

Pensar que había tenido a Sir William en tal alta estima, creyéndolo un caballero. Defensor de los oprimidos, ciertamente. Él, sus joyitas y sus pantalones a rayas. Había sido un día completamente humillante y Emma iba a agradecer que pasara.

– ¿Qué se s upone que les voy a decir a las chicas? -preguntó su prima y excelente asistente, la señorita Charlotte Boscastle fuera de la cámara designada para la recuperación de Lord Wolverton. En las últimas semanas, la habitación del piso superior había servido de oficina nocturna o de enfermería, cuando alguna de las alumnas se sentía mal. Cuando tenía tiempo, Charlotte escapaba allí a escribir con tranquilidad.

Emma se detuvo para tomar aliento. Escasamente pudo pensar, durante todo el tiempo que estuvo al lado de la cama de Lord Wolverton. Estaba más allá de toda explicación cómo un hombre que había recibido un golpe tan devastador, lograba desconcertar sin embargo a aquellos que estaban a su alrededor.

Incluso ahora se sonrojaba solo al pensar en esos desvergonzados ojos castaños mientras la examinada desde la cama. Aclarándose la garganta, se dio cuenta que su prima esperaba una respuesta. La muchacha era demasiado hermosa para su propio bien y demasiado observadora.

Peor aún, era una Boscastle, un miembro de la familia con pelo rubio y ojos azules, y como tal, digna de confianza y de preocupación total.

– Diles lo menos posible de este incidente, Charlotte.

– Para ti es fácil decirlo -respondió Charlotte-. Las muchachitas están prácticamente escalando por las cortinas para echarle un vistazo al heredero del duque. Me están dando ganas de matarlas a todas.

– Qué vulgares -murmuró Emma-. Tal vez deba pedirle a Heath que haga instalar cerrojos en todas las puertas que dan a la habitación de Wolverton.

– Eso sería bastante mejor que despertase con una docena de escolares al pie de la cama – concedió Charlotte.

Emma suspiró. Que prueba para su alma tener que conducir, delicadamente, a estas voluntariosas solteras, a los brazos de algún marido respetable. Emma no abrigaba ilusiones. Aunque ella pudiera desear otra cosa, su academia no tenía otro propósito que procurar descaradamente un buen matrimonio a sus estudiantes. Ah, de acuerdo. Sobre esa base yacía el futuro de Inglaterra.

Condujo a Charlotte hacia las escaleras. -Ten una conversación seria con las muchachas antes de las oraciones nocturnas.

– Buena idea. -Charlotte se detuvo-. ¿Tú no crees que Lord Wolverton, bueno, salga a pasear por ahí?

– ¿A pasear? -preguntó Emma, la voz subiendo de tono ante la sugerencia de su prima. Un lobo paseando.

– Y se caiga por la escalera -agregó rápidamente Charlotte. Pero su mirada solícita subrayaba que no estaba preocupada porque su señoría se cayera en la oscuridad. Una caída en la cama de alguna joven, era a lo que se refería.

– Una incursión nocturna es altamente improbable, dada su condición -dijo Emma-. Se le dio un sedante, y tendrá que ser vigilado durante la noche para controlar signos de empeoramiento.

– ¿Cuáles son exactamente sus síntomas? -preguntó Charlotte.

Masculinidad desmedida. Abundante encanto. Una lengua malvada, y mal carácter.

– Su Señoría sufrió una severa laceración en el cuero cabelludo, y se está quejando de visión borrosa y de fuerte dolor de cabeza.

– El pobre hombre todavía puede morir -dijo con simpatía Charlotte, y en seguida agregó-, aunque es difícil imaginar que alguien tan viril haya sucumbido a una silla.

– Hombres más grandes han caído por mucho menos, te lo aseguro. Aun más, su virilidad difícilmente está en juego.

Charlotte parecía estar aguantando la sonrisa.

– Estaría muy agradecida -continuó Emma, conteniendo su propia sonrisa mientras bajaba rápidamente las escaleras-, si alertas al personal sobre las malas lenguas. Ya voy a estar más que ocupada con la situación tal y como está.

– Lo haré -dijo Charlotte, siguiéndola-. ¿No debería quedarse a vigilarlo una de nosotras durante la noche?

– Heath y Julia se han ofrecido a turnarse conmigo. Esta es una emergencia poco común, que no se encuentra en los libros de etiqueta.

A Charlotte se le frunció el sueño. -¿No crees que tengamos que cerrar la escuela?

– No he pensado más allá de mañana. Solo podemos esperar que lo que venga después del escándalo, no nos hundirá.

– Siempre podríamos irnos al campo -dijo Charlotte vacilando-. Me doy cuenta que todavía estamos cortas de fondo, pero…

– ¿Y dejar que Lady Clipstone crea que nos echó? -A Emma se le oscureció el rostro con solo pensar en admitir la derrota frente a su rival de Londres, Lady Alice Clipstone, que había abierto una academia en Hannover Square, y que estaba tratando descaradamente de robarle las alumnas. Ella y Alice habían sido amigas en el pasado, y en la actualidad eran enemigas juradas en etiqueta. Lo que significaba que, lo más educadamente posible, nunca perdían la oportunidad de ser mejor que la otra-. No perderá el tiempo en tratar de sacar ventaja. Seguro.

Charlotte miró a lo lejos. -Ella no ha esperado.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Recuerdas a Lady Coralie?

– ¿La joven sobrina del conde? -preguntó Emma lentamente. El conde que había estado cortejando para conseguir su patronazgo. Una de sus sobrinas debía haber entrado a la academia una semana antes. Se suponía que dos de sus hermanas más jóvenes la seguirían unos pocos meses después-. Su equipaje debería haber llegado esta semana. Tengo una cama lista para su llegada…

– Aparentemente, lo está reconsiderando -dijo Charlotte-. Nos informará tan pronto se decida.

– ¿Cómo lo sabes? -exigió Emma en voz baja.

– La hermana de nuestro mayordomo se fue a trabajar para Lady Stone.

– ¿A trabajar para mi rival? -Emma permitió una nota de leve indignación profundizar en su voz-. Nunca. Lo siguiente será que exponga nuestros secretos.

– Tú no tienes secretos, Emma -dijo Charlotte con una sonrisa consoladora.

– No, hasta hoy, pero… Oh, querida, supongo que la presencia de Lord Wolverton no se podrá mantener en secreto.

– Es ligeramente grande para esconderlo.

Emma negó con la cabeza. -Tendremos que mantener a las niñas alejadas de él, y continuar como si nada hubiera pasado. Gracias a Dios, su ala queda al otro lado de la casa.

– Deberíamos ser capaces de manejarlo.

– Es solo por dos días. -murmuró Emma. -Cielos, si soy capaz de domar a las leonas, seré más que capaz de cuidar a un caballero herido.


Adrian se hizo el dormido las tres veces que Heath entró de puntillas al dormitorio para ver cómo estaba. Sospechaba que sus suaves ronquidos no le engañaban ni un momento. Pero tenía un dolor de cabeza terrible y no estaba con ánimo de charla.

Estaba casi dormido cuando Julia, la esposa de Heath, entró con una vieja criada a ponerle una compresa fría en la cabeza. Y después de eso, con el ungüento de hierbas corriéndole por el cuello, no pudo dormir nada. Molesto, retiró las cobijas, encontró cerillas, encendió una vela, y contempló el diario de una dama encuadernado en piel sobre la estantería a los pies de la cama.

– Vaya, vaya -murmuró-. Todo lo que necesito es un gorro de encaje, y un par de dentaduras postizas, para pasar por mi abuela.

Abrió el libro, bostezando, y volvió a la cama a leerlo. Podría haberle dicho al viejo escocés aserrador de huesos, que se necesitaba una botella entera de láudano para noquear a un hombre de su tamaño. No necesitaba un sedante, de todas maneras. No había nada malo con su cabeza, excepto un gran cardenal. Había sufrido cosas peores.

Empezó a leer. Era un diario escrito con letra femenina cursiva, prolija, sobre…

Parpadeó, las palabras saltaban en la página y no las podía ver bien. Ah.


Invierno, 1815.

La adivina gitana del baile de anoche me predijo que encontraría el verdadero amor durante el año. Por supuesto no era una Romaní genuina. Solo era Miranda Forester vestida otra vez de gitana, y dudo que pudiese predecir mi siguiente baile, menos aun a quién amaría.

Pero puedo predecir que será la querida Emma la que se case antes que termine el próximo año He visto como adora al bebé de Grayson, y recuerdo como soñaba con tener sus propios hijos.


La puerta del vestidor que conectaba con el dormitorio se abrió. Maldición, si era Heath otra vez actuando de mamá gallina, y pillaba a Adrian leyendo los secretos de amor de una jovencita, no pararía de reír nunca. Saltó de la cama tirando el libro con la cubierta bordada con rosas por el aire.

Con solo un momento para actuar, saltó por encima de un taburete, y lo encajó entre los otros libros apilados en el escritorio. Enseguida, mostrando una expresión de inocente asombrado, se enfrentó a la figura vacilante, a su espalda. Por un momento ninguno de los dos dijo una palabra. Él simplemente saboreó el extraño estremecimiento que le bajaba por la columna.

Era ella. Por fin. La miró fijamente, esperando con anticipación. Su pequeña protectora, con una bata gris azulada abotonada hasta el cuello, pero con el pelo suelto albaricoque dorado cayendo por sus hombros como una cascada de nubes, como un halo celestial.

¿O eran dos halos? se preguntó. Súbitamente le pareció que a su ángel compasivo le brotaba otra cabeza. Otra cara. Sin embargo, aunque su visión era borrosa, no había ninguna equivocación con el ceño fruncido por la preocupación en su rostro de finos huesos.

Ni en la cálida familiaridad de su voz. Las notas cultivadas penetraron hasta los recesos más profundos de su pulsante cráneo. -Lord Wolverton, ¿Qué locura es esta? -preguntó exasperada-. ¿Qué está haciendo? No debe caminar en su condición.

– Estaba… -miró con culpabilidad el diario que asomaba de la pila de libros mal amontonados donde lo había metido-…buscando un orinal.

– Por supuesto, no tenemos uno en el escritorio. -Ella se adentró en la habitación, indicando con un dedo la cama con dosel-. Vuelva a la cama, para que pueda llamar a un lacayo que le ayude con sus necesidades privadas.

Bueno, eso era embarazoso. -Me puedo arreglar solo. -dijo – Se balanceó unos pasos y se vio forzado a agarrarse a un poste de la cama para mantener el equilibrio.

– Le aseguro que no. -Ella corrió a su lado, ofreciéndole el hombro para que se apoyara. -Caminas aleteando como una mariposa herida.

– ¿Una mariposa? -preguntó él, resoplando.

– Y con una vela encendida -lo regañó-. En su condición. ¿Quiere incendiar la casa?

Lo llevó a la cama, una humillación que solo toleró porque le daba la oportunidad de estar cerca de ella. Pero se negó a sentarse cuando ella se lo ordenó. Él era un hombre adulto, no una maldita mariposa. Él no había respondido en su vida privada a las órdenes de nadie desde hacía años. No iba a permitir que este pedacito de seda y satén le diera órdenes, aunque fuera una Boscastle.

– No quiero volver a la cama.

– Métase a esa cama- dijo ella.

– Lo haré cuando, y si yo quiero.

Emma enderezó la espalda. Sabía de qué se trataba. Encantador cuando quería, y beligerante cuando no conseguía lo que quería. Y pensar que iba a representar a la aristocracia como par del reino, y no importaban las circunstancias de su vuelta. Por ley era el primogénito de un duque y el título era hereditario.

– La tensión física y mental no le sanará la herida de la cabeza- le dijo enérgica. -Métase debajo de las mantas ahora mismo.

Él se quedó quieto, sonriéndole desafiante. ¿La mujer creía que iba a mandarle?- ¿No escuchaste lo que acabo de decir? -le preguntó él.

– Es difícil no hacerlo cuando me está gruñendo a la cara -respondió ella con calma.

Súbitamente él se reclinó en la cama. No porque esta gentil mujer, que parecía engañosamente recatada, se lo ordenara, sino porque le venció una inesperada oleada de vértigo.

– ¿Gruñendo? -él le frunció el ceño amenazadoramente. -Apenas estoy hablando más alto que un susurro. Si realmente quisiera gruñir, podría echar abajo estas paredes.

– No me cabe la menor duda -dijo ella echándole la colcha sobre los hombros, aparentemente nada intimidada por su aseveración-. ¿Pero qué probaría con esa muestra de malas maneras? Solo conseguiría que le doliera más la cabeza. No es a mí a quién castigaría sino a sí mismo.

No estaba seguro de cómo había sucedido, pero de pronto se encontró de vuelta en la cama, con Emma a su lado con aspecto satisfecho y poco caritativo, y más irresistible por todo lo que había logrado. Lo más desconcertante, o humillante de la situación, era que disfrutaba de como se preocupaba por él. No era esa la atención habitual que conseguía de las mujeres, pero de todas maneras, le gustaba. Naturalmente eso también inducía a su mente a pensar qué otros placeres podría ofrecer para consolarle.

– ¿Por qué tú y tu hermano insistís en despertarme cada hora? -preguntó, estudiándola de cerca.

– El médico nos dio instrucciones de que te observáramos.

– ¿Por qué? -preguntó en tono hosco, curioso por ver si podía amedrentarla. Las pocas mujeres que había encontrado en Londres que no estaban asustadas por relacionarse con él, parecían intrigadas por su pasado, por no hablar de su herencia.

Emma era una mujer más difícil de descifrar. -Estamos vigilando si tiene signos de confusión. -respondió ella-. Cambios de temperamento y cosas así.

Él gruñó. -¿De verdad? ¿Puedo preguntar cómo diablos vas a saberlo?

Ella le arregló las almohadas detrás de los hombros. Después lo alimentaría con una cuchara y lo sacaría en silla de ruedas al jardín. -¿Cómo voy a saber qué?

– Si me cambia el temperamento o no. -Hundió los hombros más en las almohadas, forzándola a que continuara arreglándolas. Ella le miró, enojada, y se inclinó sobre su pecho para terminar. Él contuvo el aliento y sintió endurecerse al maldito pene con su cercanía. No había tenido sexo con una mujer, y ni hablar de haber encontrado una atractiva, desde hacía tanto tiempo que se había preguntado si algo le funcionaba mal. Emma Boscastle, bendita fuera, lo había liberado de esa perturbadora preocupación.

Ella forzó su voz a un tono paciente, pese a estar apretando los dientes. -Por una cosa: parecía perfectamente razonable hoy, antes de su temerario acto de bravura. Ahora espero que se arrepienta.

– Al contrario. Me hubiese gustado haber golpeado al otro hombre antes que se fuera.

– No tiene que ponerse así.

– Me pongo como me da la gana, y tú no vas a impedirlo.

Su bonita boca se apretó. -El médico dijo que había que atarle si no descansaba.

– Se necesita mucho más que esa bolsa de cebada barbuda para retenerme en la cama.

– Tengo hermanos -dijo ella estrechando los ojos.

Eso le interrumpió.

Pero no por mucho tiempo. No era un hombre que se quedara parado por los obstáculos, solo los superaba.

– ¿Has atado a un hombre alguna vez? -le preguntó, mirando dudoso la menuda figura.

– Sí. A esos hermanos que mencioné.

– ¿Recientemente?

– No seas ridículo. Ya son todos adultos, aunque no siempre actúen como tales. -Las miradas se encontraron. En realidad tenía un espíritu bastante despiadado, bajo su apariencia de dama. -¿Tu familia continúa en Inglaterra? -preguntó inesperadamente.

Él pensó en el diario que acababa de leer. Allí se decía que ella quería una familia propia. -Sí.

Ella esperó. -Bueno, ¿hay alguien a quién pueda contactar para informarle de tu estado?

– He estado a las puertas de la muerte más veces que una docena de hombres -dijo secamente-. Lo de hoy no es alarmante.

– Tu familia puede no estar de acuerdo.

– Tengo un hermano y una hermana en Berkshire -le dijo con una especie de sonrisa.

Ella esperó otra vez, consciente que él había evadido deliberadamente una respuesta clara. Lo poco que ella sabía por rumores, era que había sido rechazado por su padre, el Duque de Scarfield, que había creído erróneamente, que Adrian era el producto de un amorío adúltero de su joven esposa. Ahora, aparentemente el duque había admitido que había juzgado mal a su esposa ya fallecida, y le había pedido a su hijo que volviera a casa.

La vuelta de Adrian después de una temporada aventurera como oficial de la Compañía de las Indias Orientales y otras irregulares empresas privadas, había sido tomada por la sociedad como un signo de reconciliación.

Sus palabras sugerían otra cosa.

– Creo que tendría que dejarle para que pueda descansar, Su Señoría.

– No.-Su voz era imperiosa, pero sus ojos se oscurecieron, revelando su vulnerabilidad.

Ella negó con la cabeza, perpleja. -Perdió el sentido con el golpe hoy.

Él se quedó mirándola fijamente.

Nunca antes había querido tanto desvestir a una mujer, como quería desvestir a Emma Boscastle. Desnudarla desde su gracioso cuello blanco a sus pequeños pies. Darle una razón de verdad para que lamentara su falta de buenas maneras.

– Si crees que me voy a quedar en cama dos días, vete pensando otra cosa-agregó él.

– Rara vez sufren los caballeros sus indisposiciones de buen humor.

– ¿Tengo que sufrir solo? -preguntó con una voz baja y sensual.

– ¿Quiere que Devon y Drake duerman a su lado? -lo miró con expresión impávida. -Estoy segura que se puede arreglar si no quiere dormir solo.

Su boca se curvó en una encantadora sonrisa. -Tenía otro arreglo en mente. Dame un beso antes de irte.

– ¡Por Dios Santo!

– Estás tentada. Puedo verlo.

Ella bajó su cara a la suya. -Y usted delira. Al menos esa es la excusa que estoy usando por su conducta.

Él la miró calmadamente. -Soy un hombre muy tolerante, Emma.

Ella tomó aire con asombrosa confianza. -Entonces acéptelo, se queda en la cama. Solo.

– Es vergonzoso.

Sus miradas quedaron fijas en una silenciosa batalla de voluntades, hasta que Emma se dio cuenta lo absurdo que era permitir que la alterara. Él había nacido con la arrogancia de un duque, a pesar de los rumores, aceptase o no la responsabilidad de su título. Bueno, Emma era la hija de un no menos arrogante marqués. Si ella podía manejar a los Boscastle, podía mantenerse firme frente a su amigo.

Y también había que considerar la lesión de su cabeza. Tal vez la ayudaría pensar en Lord Wolverton como una de sus pupilas, una persona con potenciales no realizados que solo necesitaba pulirse rigurosamente para que brillara.

– Ahora -dijo ella, severa pero amable-, quiero que se quede en esta cama y tenga un buen descanso. Todo se verá mejor por la mañana

– No, no lo será.

Ella suspiró. -Entonces no lo será.

– ¿Y si necesito tu ayuda durante la noche?

– Parece bastante improbable, pero hay una campanilla en la mesita para pedir ayuda.

Él la agarró por los codos. -¿Y ahora qué está haciendo? -preguntó ella indignada.

– Pidiéndote ayuda.

Él la arrastró a su lado, en la cama, probando los límites de su paciencia. Por un intervalo humillante, se sintió demasiado abrumada con la inesperada intimidad de su duro cuerpo, musculoso y flexible contra el suyo, como para hacer otra cosa que respirar. -¿Qué está haciendo? -volvió a preguntarle.

Su boca presionó en su oído.

– Pensé que te ibas a caer -le dijo en voz baja, desplazando su cuerpo de acero, para acomodarla a su lado.

– Sí. Saltar de la olla al fuego.

Sus ojos resplandecían a la luz de la vela. ¿De fiebre? ¿De dolor? ¿O de algo que sería mejor que ella no identificase?

– Lord Wolverton -dijo suspirando-. Está haciendo esto muy difícil.

– Ese hombre estaba equivocado hoy -dijo él en voz baja.

El corazón de Emma reaccionó fieramente contra sus costillas. La emoción de sus ojos la desarmó. Con la excepción de sus hermanos, los hombres que conocía raramente se mostraban con tal candor. -No sé de qué estás hablando. No creo que quiera saberlo. Ese golpe en la cabeza…

– Tú no eres fría. -Su mirada conocedora la recorrió.- Tienes fuegos secretos dentro de ti, Emma.

Se sonrojó por la tontería. -No sea…

– ¿…Honesto? -Se inclinó y le tomó la cara entre las manos-. Bésame una vez y te lo probaré. Compláceme, aunque solo sea eso.

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