Capítulo 3

CASEY se despertó al escuchar el ruido de una taza colocada sobre la mesita de noche junto a la cama. Abrió los ojos sorprendida. Charlotte jamás llegaba a la cocina antes que ella.

– ¿Charlie…?-el rostro de Gil se veía pálido.

– ¿Quién es Charlie? -le preguntó, con una tensión peligrosa que llamó la atención de Casey.

– Charlie… -ella hizo una pausa, y un diablillo la aconsejó-: Charlie es sólo un amigo -notó que sé le tensaban los músculos de tacara.

– ¿Un amigo que te trae el té en las mañanas a la cama?

– A veces -ella sonrió dulcemente y en lo que dijo había algo de verdad. Gil ya estaba vestido con un traje sastre azul marino, una camisa blanca y corbata oscura. Quitó la vista de ella y observó su reloj.

– Ya me contarás acerca de él, después. Tengo una cita muy temprano

– Iré contigo -Casey se levantó rápido de la cama-. Necesito el auto.

– Lo siento, Casey, hoy no. Puedo mandar a que recojan los regalos de boda y que te los traigan esta tarde, si quieres.

– Pero… -una nube de ternura se reflejó en sus ojos.

– Si estabas soñando con tomar un baño en casa de tus padres, siento desilusionarte -se acercó a la puerta-. Tendrás que adaptarte a usar la hojalata -ella lo siguió.

– No he visto que tú tengas prisa por entrenarte a usar la regadera para bañarte -le espetó.

– Esta noche, querida esposa. Te prometo que esta noche tendrás el placer de lavar mi espalda frente a la chimenea -sonrió-. Y si te portas bien, yo te ofreceré el mismo servicio -sacó unos billetes de su cartera y los puso sobre la mesa-. Para la casa. No te lo gastes todo de una vez -Casey ignoró el dinero.

– Me gasto eso sólo en el salón de belleza -le gritó sin importarle decir mentiras. El miró su cabello despeinado y comentó:

– Pues te robaron. Y si quieres comer, sugiero que aprendas a peinarte sola -ella se quedó muda mientras él bajaba rápido por la escalera y salía de la casa.

– ¡Maldito! -ella se vistió y contempló el montón de ropa sucia acumulado en la canasta de lavar, con sumo desagrado. Con profunda decepción comprendió que tendría que acomodarse a la antigua tina doble que estaba en el anexo de la cocina, y muy pronto.

Una hora después estaba parada esperando el autobús que iba al pueblo. No tenía idea de cuánto costaba el boleto y le tomó un rato percatarse de que el chofer rehusaba aceptar el billete que sacó.

– Tiene que poner el pasaje exacto -la informó con severidad una mujer que estaba en el primer asiento, y le incomodó que la gente detrás de ella, refunfuñaba mientras buscaba el cambio. Al fin logró acomodarse en un asiento cercano a la escalera, sólo para enterarse de que allí era la sección de fumadores. Para no llamar de nuevo la atención se aguantó.

El camión la dejó en las afueras de Manchester y emprendió de ahí la larga caminata hasta la colina donde estaba el departamento que había compartido con Charlotte. Gil Blake podía creerse muy vivo, pero no iba a privarla de usar un baño civilizado. Charlotte estaría trabajando, y en todo caso no le importaría. Claro que no tenía intenciones de que la descubriera. Si alguien la veía, diría que iba a recoger su correspondencia.

Subió corriendo por la escalera, abrió su bolso y sacó el enorme llavero que contenía todas las llaves, excepto las de su auto. Las revisó una vez, luego, extrañada, lo hizo de nuevo y confirmó lo que no había querido creer. No tenía la llave del apartamento. Y no tenía duda alguna del motivo de que le faltara. Gil estaba decidido a que no pudiera escaparse de esa horrible tina de hojalata. Bueno, eso estaba por verse.

Regresó indignada hasta el centro de la ciudad, no se percató de la distancia y en poco tiempo llegó a la recepción del Hotel Manchester.

– ¿En qué puedo servirla, madame? -Casey notó la mirada extrañada del recepcionista. Vio su reflejo en el espejo tras él y se percató de que estaba desaliñada después de toda aquella carrera y fuera de lugar en tan elegante ambiente.

– Quiero una habitación, por favor. Con baño.

– ¿Sencilla o doble?

– Da lo mismo.

– ¿Cuánto tiempo piensa quedarse, madame? -preguntó el recepcionista asomándose sobre el mostrador.

– Como una hora -declaró ella sin pensar. El hombre arqueó las cejas y Casey comprendió que había cometido un error-. Mi baño está en compostura -explicó, cruzando los dedos-. Sólo quiero tomar un baño.

– Comprendo. Entonces, tendría que pedirle que pague por adelantado -dijo con toda corrección el hombre.

– Claro -respondió ella ya sin importarle lo que pensara aquél.

El sacó una tarjeta y señaló:

– Quiere hacer el favor de llenarla -dijo y le entregó una pluma. Cuando ella levantó la vista para tomarla, lo que vio en el espejo la dejó pasmada. Esta vez no era su propia apariencia el objeto de su sorpresa.

Casi sin dar crédito a lo que estaba viendo, giró a tiempo para ver a Gil abrazado de la cintura de una trigueña, entrando al ascensor. El no la pudo ver; sólo tenía ojos para la belleza de cabello oscuro que le sonreía con coquetería.

– Ha sido un infierno sin ti, querida -lo escuchó decirle-. No sé cómo he podido soportarlo -la mujer rió y murmuró algo que Casey no logró escuchar. Luego Gil presionó el botón y la puerta del ascensor se cerró.

Casey soltó la pluma como si le quemara los dedos, salió corriendo del hotel y cruzó la acera de enfrente sin reparar en los autos, para sentarse en la banca de un pequeño parque.

Sabía que necesitaba llorar, eso la ayudaría. Le dolían los ojos y la garganta por la necesidad de las lágrimas, pero estaba demasiado dolida para llorar. Se quedó allí sentada, sin percatarse de los niños que jugaban alrededor. Trató de analizar el dolor que la agobiaba desde que vio a Gil acompañado de la mujer a quien llamó "querida". Sólo había una palabra para describirlo: Celos.

.-¿Casey? -se sobresaltó cuando oyó una voz masculina junto a ella, y le tomó un minuto darse cuenta de quién era. Luego la figura redonda y un poco cómica quedo enfocada.

– ¿Philip? Perdóname, no te vi. ¿Cómo estás? -preguntó con ai temática cortesía.

– Muy bien -él la contempló extrañado-. Tú eres la que se ve un poco mal. Hace mucho que estás sentada aquí. ¿No gustas acompañarme a tomar un café? -y sin esperar respuesta la tomó del brazo y atravesó la calle hasta el interior de la cueva del tesoro que era su tienda, el sitio favorito de Casey para escogértelas y accesorios de decoración.

– No sabes qué gusto me dio encontrarte, cariño. He estado tratan do de localizarte.

– Pudiste hablarme por teléfono… -no, claro que no podía.

– Tengo una oferta de comisión para ti. Nada menos que de un arquitecto de Londres. Tu fama está creciendo. Es un sitio encantador. Al final de tu calle.

– ¿Por qué recurrieron a ti? -preguntó ella frunciendo el ceño.

– Ya trabajé con ellos antes… -sonrió maliciosamente-, pero tuve que decirles que estarías fuera del juego por una o dos semanas en algún soleado nidito de amor. Y ni siquiera estaba seguro de que volverías a trabajar.

– Si -exclamó ella ansiosa-. Sí, Philip -repitió con más gentileza-. Estoy buscando trabajo.

El se percató de que ella quería llorar y la llevó a conocer su nueva mercancía y trató de distraerla al mismo tiempo con escandalosos chismes de sus clientes anteriores hasta que estuvo seguro de que había logrado controlarse. Después de un rato ella empezó a prestar atención a lo que él le decía y enseñaba.

– Esta es preciosa. Justo el tipo de tela que necesito para forrar dos sillones. ¿Tienes algo que haga juego para las cortinas?

– Sí, aquí. Y te lo puedo dar a buen precio -le advirtió moviendo sus cejas de manera cómica-. Si te gastas el dinero de tu nuevo cliente aquí-ella se rió.

– Claro, Philip. No tienes que sobornarme. ¿A dónde habría de ir si no aquí? Cuéntame del nuevo trabajo.

– ¿Entonces sí andas buscando trabajo en serio?

– Me acabo de mudar al chalet de un antiguo artesano. Creo que la última vez que lo arreglaron fue para la Coronación. Necesita todo -incluyendo un cuarto de baño, pero no iba a compartir con é! ese jugoso chisme.

– Yo creí que… -él se calló cuando notó el desánimo en el rostro de Casey y cambió de tema-. No vas a tener tiempo que perder en mandar a hacer forros si te encargas de esta casa. ¿Sabes qué?, te las voy a mandar a hacer como regalo de bodas. Y también las cortinas.

Ella trató de agradecérselo. En vez de eso empezó a llorar. Philip le ofreció un pañuelo y corrió a traer café. Era mejor que terminara con el llanto, decidió, antes de que él le mostrara la jugosa comisión que le habían ofrecido. Cuando extendió los planos frente a ella sintió un escalofrío recorrer todo su cuerpo y se quedó muda por un momento. Era Annisgarth.

Después de aquel desolador almuerzo con Gil, cuando él le había informado de que su padre estaba en serios problemas, había ido a la oficina de éste a preguntarle, con la esperanza de que lo negara todo. Pero él había respirado de alivio, agradecido de tener con quién descargar su angustia.

– No sé cómo logró enterarse tu amigo de que tengo problemas, pero es inútil tratar de seguir con el engaño, Casey. Fue por el terreno abajo de Hillside -abrió la pequeña cantina y se sirvió un whisky, que obviamente no era el primero-. A decir verdad, he sido un imbécil. Sabía que estaban compitiendo por ese terreno, me arriesgué y cerré el contrato antes de que las pruebas estuvieran completas. Lo hubiera perdido si me hubiera esperado a los resultados-bebió un trago-. Y Jim "el afortunado" nunca pierde. Soy una víctima de mi propio mito -miró por la ventana hacia el elegante prado georgiano donde estaba su oficina-. El precio de las casas subió muchísimo; creí que las podría vender caras -ella extendió la mano para consolarlo-. Estaba equivocado; y ahora los cimientos me costarán diez mil extra por sección. Luego empezaron a subir los intereses -se volvió a ver a su hija-. No tengo el dinero para construir, Casey, y nadie quiere comprarme el terreno a ningún precio.

– Pero tienes otras propiedades. La compañía tiene muchos terrenos. Está la nueva finca.

– Lo retrasé demasiado, Casey. Veía que el mercado estaba subiendo y creí que podría sacar mejor precio por las casas si me esperaba. Fui ambicioso; eso es algo que acaba con todos algún día -Casey sentía que su mundo estaba desmoronándose.

– ¿Ya lo sabe mamá? -preguntó.

– Todavía no. He tratado de decírselo toda la semana -tenía el rostro pálido-. Debes saber que hipotequé nuestra casa. Lo he hecho docenas de veces, jamás imaginé que el afortunado Jim podría desmoronarse… Santo cielo, Casey, le voy a romper el corazón. No se merece esto -se limpió el rostro con la mano esperando que ella no notara que estaba húmedo-. Soy un fracaso, soy una desilusión para ella.

– ¡No! -ella se puso de pie y empezó a pasear por la habitación-. Debe haber algo que podamos hacer -se detuvo y lo miró de frente-. ¿Mi casa? ¿La hipotecaste? -James O'Connor parecía aturdido, sin comprender lo que ella decía.

– No digas tonterías, Casey. Está a tu nombre. No podría tocarla.

– Entonces esa es la solución. Véndela.

– Pero Casey…

– Véndela, papá.

Un rayo de esperanza iluminó los ojos de su padre.

– Tengo un cliente. Un hombre que ha tratado de comprármela desde hace dos o tres años. Incluso cuando la tenía rentada, la quería. Me ha ofrecido un buen precio también -luego sus ojos se apagaron y movió la cabeza-. No te puedo hacer eso. ¿Qué diría Michael?

– Papá, vende la casa. Ni siquiera lo dudes -ella titubeó. Quizá era el momento indicado para decírselo-. No me pienso casar con Michael.

– ¿El ya lo sabe? -entrecerró los ojos-. Si su madre se enterara…

– No, papá. Michael quería que fijara fecha para la boda cuando almorzamos juntos la semana pasada en el Bell. Será un magnífico marido para alguien, no para mí -qué ironía, pensó. Cuando Michael había insistido en la fecha para la boda, había sido tan claro para ella que no podía casarse con él. Todavía estaba, después de tanto tiempo, perdidamente enamorada de Gil Blake. Sonrió y le dio ánimo a su padre-. De manera que no necesitaré la casa, después de todo.

Le parecía muy importante convencerlo, porque lo único que le importaba en ese momento era quitarle ese aire de absoluta seguridad al rostro de Gil Blake. Y no le importaba qué tuviera que hacer. Pero antes de abandonar la oficina subió por la escalera curva hasta la oficina de dibujo. Abrió el cajón donde tenía los planos marcados como "pendientes" y sacó las copias fotostáticas detallando las alteraciones estructurales, todavía olorosas a amoníaco de la máquina copiadora. Las extendió en la mesa para darles una última mirada, mirando los detalles, los cambios que tantas hojas de trabajo le habían llevado. Les dijo adiós.

Una hora después estaba sentada en su roca. El sol del atardecer iluminaba un racimo de rosas a sus pies.

Trataba de consolarse de aquel sueño que se esfumó; contemplaba los planos. Luego encendió un cerillo y prendió fuego a la pequeña pira funeraria de sus sueños infantiles y esperó a que desaparecieran en el humo acre que se llevaba la brisa. El fuego era fuerte, pero en unos minutos se terminó.

Sin embargo, aún con la venta de la casa no pudieron salvar Construcciones O'Connor.

– ¿Dónde conseguiste esto? -preguntó Casey a Philip mirándolo.

– Lo enviaron los arquitectos. Era necesario hacer algunos cambios estructurales -le mostró el plano, pero ella no tuvo necesidad de mirar. El sonrió con aire triunfal-. Lo mejores que tendrás toda la libertad, Casey. Nada de interferencias. Quienquiera que sea el cliente ha visto tu trabajo y le gustó. Quiere que lo hagas para él -rió y se frotó las manos antes de repetir con alegría-: ¡Ninguna interferencia!

Casey mordió su labio inferior. Sería fácil. Los diseños estaban listos y en el cajón de su escritorio. Si jamás iba a vivir allí, sería algo muy especial ver cómo sus ideas cobraban vida; hacer de Annisgarth lo que soñó que sería.

Le demostraría a Gil que él no era el único que sabía de los negocios. Además, en sus circunstancias actuales no podía darse el lujo de ser sentimental.

– ¿Cuál es el precio? -preguntó.

– Generoso -le dijo la suma y ella estuvo de acuerdo.

– Tengo que ira mi oficina, Philip. Vendré mañana temprano para mostrarte mis diseños.

– ¿No quieres ver primero la casa? -preguntó él asombrado.

– La conozco de memoria. Nos veremos mañana.

– No se te olviden las medidas de tus cortinas y los forros.

(Efe hizo un ademán de adiós con la mano, e hizo el esfuerzo de caminar hasta la plaza georgiana donde estaba Construcciones O'connor, oficinas que ahora pertenecían a Gil Blake. Como era la hora del almuerzo, con suerte podría entrar y salir sin encontrar a alguien, incluyendo a su marido; suponiendo que no estaría todavía ocupado en otros asuntos.

– Hola señorita… lo siento, señora Blake -la saludó y le sonrió la recepcionista-. Aquí tengo su correspondencia.

– Gracias Jane. Podías haberla dejado en mi oficina.

– No. Ya… -pero Casey ya iba camino a la escalera revisando los sobres del correo. No había ninguno importante y abrió la puerta de su oficina para dejarlo en su escritorio. Sólo que no había lugar allí; estaba escondido bajo los montones de expedientes recién desempacados de las cajas de cartón que cubrían el suelo. Su mesa de dibujo estaba doblada y recargada contra la pared, y el armario para los planos había desaparecido. La recepcionista llegó corriendo tras ella-. Traté de advertírselo, señora Blake.

– ¿Advertirme? -vio alrededor-. Sí. Será mejor que alguien me explique todo esto. ¿Qué demonios está pasando aquí?

– La asistente personal del señor Blake ocupará esta suite de oficinas desde ahora en adelante. Quiero decir, usted ya no va a trabajar, ¿verdad? -¡La asistente personal!-exclamó.

– ¿Tienes alguna objeción? -era Gil quien preguntaba con frescura-. El timbre del teléfono sonó; será mejor que vaya a contestar -le ordenó a la recepcionista. La chica desapareció con rapidez, dejándolos frente a frente.

– Está es mi oficina, Gil -dijo Casey, tratando de mantener controlado el tono de su voz.

– Esta era tu oficina, Casey. Tu padre podía dejar que utilizaras una de las oficinas más caras de todo Melchester gratis, pero claro, ya ambos sabemos lo que fue. Yo, por el contrario, no intento actuar como sociedad de beneficencia. Soy un hombre de negocios.

Ella se enfureció. Era verdad que no pagaba renta por su oficina pero lo recompensaba trabajando en la de dibujo cuando no estaba ocupada en decoración. Sin embargo, se contuvo de emitir la furiosa respuesta que pensó. Necesitaba su oficina y un enfrentamiento con Gil no era la mejor manera de conseguirla.

– Me acaban de ofrecer un trabajo a comisión muy bien pagado y necesito donde laborar ahora mismo -añadió con toda la calma que pudo. Una desganada aprobación arrugó los ojos de Gil en una sonrisa.

– Estás aprendiendo rápido, Casey. La primera regla en los negocios… jamás permitir que el otro adivine lo que estás pensando -luego se encogió de hombros-. De todas maneras, no puedo ayudarte. A menos que estés dispuesta a pagar el espacio a su precio en el mercado -ella abrió la boca y la volvió a cerrar-. ¿No? Bueno, tan pronto como encuentres algo que te acomode avísame para enviarte los muebles de tu oficina -la sonrisa se amplió en un gesto-. No te cobraré por ese servicio.

– ¡Qué generoso! -los ojos de Casey parecían lanzar chispas-. ¿Estás absolutamente seguro de que te puedes dar el lujo? ¡Me apenaría que dispusieras de un escritorio de veinte años de viejo que tu asistente personal pudiera necesitar!

– No estaban los objetos dentro de la oficina incluidos en el inventario cuando lo adquirí. Supuse que serían propiedades tuyas -se recargó en el marco de la puerta-. Además, pienso remodelar toda la suite de oficinas. La señora Foster está acostumbrada a mejores instalaciones.

– ¡Qué suerte de la señora Foster! ¡Obviamente eres mejor patrón que marido! -él dejó de sonreír y se marcaron las líneas blancas en sus mejillas cuando se acercó a ella.

– Quizá la señora Foster es mejor asistente personal que tú como esposa -en ese momento un empleado de dibujo pasó por la oficina y se asomó.

– ¡Hola, Casey! Qué gusto que ya estés aquí de nuevo -se detuvo como para charlar; pero una mirada al rostro de Gil lo desanimó y siguió su camino.

Casey estaba en un dilema. Ansiaba con toda su alma decirle a Gil que se podía ir al diablo con su oficina, los muebles y todo lo demás.

Pero necesitaba un sitio donde trabajar, de modo que se contuvo y cambió de táctica. Trató de sonreír.

– Gil, necesito dónde trabajar ahora mismo. No será por mucho tiempo -él le devolvió la sonrisa, interesado, y casi con la misma sinceridad.

– ¿Por qué no transformas la buhardilla en un despacho? Tienes suficiente lugar allá arriba.

– Es que yo…

– ¿Dime? -tenía un brillo amenazador en los ojos.

– Nada -de pronto tuvo la fuerte impresión de que él ya había adivinado cuáles eran sus planes para la buhardilla. Acondicionar su habitación privada con su propia cama.

– Me alegro. Te enviaré los muebles, ¿de acuerdo?

– Gracias -la joven hizo una media caravana-. Pero espera un poco, porque no sé con qué frecuencia pasan los camiones a estas horas del día -si esperaba avergonzarlo, se desilusionó.

– Recoge un horario en la estación de camiones. Te aseguro que te servirá -el miró su reloj-.Ahora, si me permites, tengo una cita en cinco minutos.

– Con mucho gusto -exclamó ella, cuando se volvió. El se detuvo y luego siguió hasta que ella escuchó que cerraba la puerta de su oficina de un portazo.

– ¿Todo en orden? -preguntó y sonrió la recepcionista cuando Casey se iba.

– Sí, todo en orden -respondió la chica forzando una sonrisa-. Adiós.

Regresó caminando al pueblo y dos horas más tarde llegó a Lady-Smith Terrace cargada de pinturas, brochas y bolsas llenas de comida. Abrió la puerta, jurándose que, a como diera lugar, le iba a quitar el Metro a Gil. Aunque sabía, se dijo mientras preparaba la taza de té que tanto ansiaba, que no le iba a servir de gran cosa su auto para cargar todas las cosas que iba a necesitar, tanto para Annisgarth como para Ladysmith Terrace.

Desempacó las compras y pensó en lo que prepararía para la cena. Un asado sería lo más indicado, ya que no sabía a qué hora llegaría Gil, si es que llegaba. Mondo, enardecida, una zanahoria, casi cortándose el pulgar, contó hasta diez, y siguió mondando las verduras un poco más calmada.

En vez de concederse el indudable placer de imaginar que la zanahoria era Gil, caviló sobre el escabroso problema del transporte. Estaba segura de qué necesitaría algún medio para trabajar y decidió que quizás una camioneta sería más práctica que el Metro. Gil podía quedarse con el auto si ella encontraba algo barato; le pediría un consejo a Philip, pues tenía la impresión de que Gil no la iba a ayudar.

Ya había aventajado bastante pintando el techo de la buhardilla cuando tocaron a la puerta y recordó que estaba esperando una entrega- El chofer y su ayudante cargaron el escritorio y la mesa de dibujo por la estrecha escalera, pero el armario de planos no pasó. Vació los cajones y lo envió de regreso a la oficina.

Estaba oscureciendo y ella ya estaba agotada, cuando escuchó que cerraban la puerta principal. El aroma de la comida se esparcía, recordándole que casi no había comido en todo el día.

– ¿Casey? -Gil subió por la escalera y se detuvo asombrado ante el cambio que ya había hecho en la buhardilla-. ¿Muy ocupada, eh?

– Extremadamente -respondió ella bajando el aplicador con cuidado y sin despegar la vista de su trabajo-. No necesito preguntarte lo mismo. Tú si que tuviste un día agitado, ¿no es cierto, Gil?

– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó él entrecerrando los ojos.

– Nada. ¿Qué habría de querer decir? Es verdad, ¿o no?

– Es cierto -señaló los rollos de planos amontonados en un rincón-. ¿Por qué mandaste de regreso el armario?

– Pensé que lo necesitarías más que yo. Considéralo una donación al "negocio" -declaró ella concentrándose en una esquina. Lo miró con disimulo-. En realidad, no pasa por la escalera, y pensé que no le haría ningún favor a la decoración de la sala.

– Tienes razón. ¡Mmm! La cena huele bien.

– Ten cuidado con lo que dices, Gil Blake.

– ¿Es una amenaza? -preguntó él bromeando y acercándose a ella.

– No. Una promesa -ella se puso de pie. Había terminado al fin el segundo muro y dio unos pasos hacia atrás para examinar su trabajo-. Déjame lavar el aplicador y luego comemos.

Sostuvo el objeto con el brazo extendido frente a ella, y su mirada sugería que, si le importaba a él su traje, la discreción era la conducta indicada. El levantó las manos pretendiendo rendirse y bajó por la escalera antes que ella, mientras la joven se metía en la habitación.

Casey se lavó y envolvió en una toalla. Se detuvo en la puerta sorprendida al ver que Gil aún estaba allí.

– Encenderé la chimenea. Hace frío -sugirió él mirando la toalla con interés-. Te faltó un poco -le dijo.

– ¿Me faltó un poco? -le tocó él el cuello con las puntas de los dedos, desrizándolos hacia sus senos, sonriendo al ver que ella retrocedía nerviosa.

– Una gota de pintura -murmuró él y la siguió. Ella estaba de espaldas contra el lecho y sin poder escapar; se mantuvo rígida ante su decidido avance.

– Dijiste que ibas a encender la chimenea -logró recordarle con voz ronca, su corazón latía agriadamente, inmóvil por la atracción magnética de sus profundos ojos grises.

– Una gota de pintura -replicó él y se inclinó rápidamente a besar su pecho justo encima de la toalla. Irguió la cabeza y le sonrió-. Justo allí -ella abrió la boca para protestar, pero no supo qué decir-. ¿Ya sientes más calor? -bromeó él. Ella pasó saliva, consciente de que se estaba ruborizando-. Qué bueno. Voy a encender la chimenea. ¿O a lo mejor ya encendí el fuego?-no esperó su respuesta y ella se dejó caer en el lecho, sintiendo que no la sostenían las piernas.

¿Por qué no podía hacerlo? Dejar caer la toalla simplemente y permitir que Gil la tomara en sus brazos para satisfacer ese impulso pasional que despertaba en ella. Recordó la sensación de su cuerpo presionándola y reconoció que quería que la abrazara, que le dijera cuánto la deseaba.

¡Basta!, se regañó, y suspirando se forzó a recordar la escena en el hotel Melchester. No, por Dios. La había obligado a casarse con él y le rogaría que lo dejara en libertad. Quizá entonces ella cedería.

Los leños ardían echando chispas en la chimenea cuando ella bajó y Gil estaba recostado frente al fuego.

– ¿Un día muy pesado? -le preguntó ella con cargada ironía mientras él la seguía a la cocina; la chica sentía que le dolían todos los músculos.

– Demasiado-asintió él-. Tuve juntas toda la mañana. Un almuerzo de trabajo con el director del banco esta tarde.

Ella sirvió dos cucharones del asado de carnero con verduras en dos platos, y estuvo a punto de derramarlos recordando que ella había presenciado su almuerzo de trabajo.

– ¿Estás seguro de que podrás cenar? -preguntó ella con agresiva cal"13-• ^sos a,muerzos de trabajo pueden ser muy… copiosos.

– Este no. Sólo tomé una taza de café y un emparedado -ella lo miró por debajo de sus largas pestañas.

– Me imagino que no tuviste tiempo para más.

– Así es -replicó él elevando el tono de voz. Por un momento ella soportó su insistente escrutinio, consciente de que las mariposas habían invadido su abdomen. Luego él sonrió.

– Cuéntame acerca de ese trabajo que tanto te entusiasmó esta tarde -y la escuchó con atención mientras ella le explicó con poco detalle.

– ¿Así que conseguiste que te lo encargaran, ¿eh? Nosotros hemos estado haciendo las modificaciones en tus planos. Casi hemos terminado.

– ¿Usaron mis planos? -eso la había estado mortificando toda la tarde; sabía que algo andaba mal. Philip también tuvo sus planos. Miro a Gil-. Pero yo… -y mejor calló.

– ¿Dime?-la animó él.

– No, nada -ella movió la cabeza.

– No pudimos encontrar las copias fotostáticas -señaló él encogiéndose de hombros-. Fue un trastorno, pero las tenían en microfilm. Todo está copiado, ya lo sabes.

– Sí, claro. No lo había pensado.

– Debe ser herencia de familia. ¿Qué les hiciste a los planos?

– Yo… encendí una pequeña hoguera.

– ¿Una hoguera? -exclamó él con incredulidad. ¿Para qué?

– Fue algo simbólico. Un final. Eso es todo -y se concentró en la comida, rehusándose a mirarlo a los ojos. Gil bajó el tenedor al plato y se recargó en la silla mostrando amplia satisfacción.

– Será pesado trabajar en la casa que ibas a compartir con Hetherington. Tener que decorarla para que otras personas la habiten.

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