Capítulo 4

– Si no te hubieras precipitado tanto todavía sería tuya. No con él, claro. El no hubiera podido adquirirla, a menos que su madre estuviera dispuesta a poner el dinero -se inclinó adelante-. ¿Cómo te vas a sentir?, ¿lo has pensado?, decorando esa casa y teniendo que regresar a ésta. Regresar a mí -añadió con dureza.

Casey lo miró atónita ante la amargura en su voz. Michael nunca había estado en Annisgarth. Jamás había visto los planos. Cuando se dio cuenta de qué Gil era el único hombre con quien deseaba compartirla, se convenció de que no podía casarse con Michael.

Lo miró resuelta. Por algún motivo estaba disgustado y trataba de alterarla, con éxito, pero no se lo iba a demostrar.

– Soy una mujer de negocios, Gil. Ya sabes que en ello no hay lugar a sentimentalismos -Casey se puso de pie y colocó los platos en el fregadero, aferrándose luego al borde y mordiéndose los labios para controlar la oleada de emociones que habían encendido sus palabras. Trataba de pensar en ello como un albur de negocios, pero la realidad le iba a exigir todo el autocontrol de que era capaz. "De postre hay queso y fruta -logró decir con calma.

– ¿No hay pudín?

– Si quieres pudines tendrás que traer el horno de microondas.

– Eso no suena muy prometedor -murmuró él haciendo un gesto.

– No desaires lo que no has probado, joven – bromeó ella fingiendo una alegría que estaba muy lejos de sentir-. Soy muy buena para los pudines si tengo el horno. ¿Cuál es tu favorito? ¿Créme caramel? ¿Mousse de chocolate? ¿Mousse de limón? -se volvió y sonrió decidida a fingir que no estaba alterada. El se había acercado y estaba parado detrás de ella. Estiró la mano y le acarició la mejilla.

– Si fueras una buena esposa ya sabrías qué es lo que me gusta, ¿o no?, señora Blake.

– No te preocupes. Preguntaré. Te aseguro que no tendré que buscar mucho para encontrar quien me lo diga -se hizo a un lado, ocupada con las tazas, evitando darle la satisfacción de notar las lágrimas de ira que brotaban de sus ojos, a pesar de los esfuerzos por contenerlas-. Lo siento y tendrá que ser café instantáneo hasta que tenga el filtro.

– Instantáneo está bien -replicó él. Ella lo miró, segura de que se estaba burlando.

– ¿De veras? -ella arqueó la ceja.

– Perdóname, no pude mandarte los regalos de boda esta tarde -se disculpó él moviendo la cabeza.

– No importa. Ya sé que estuviste sumamente ocupado.

– Ya me lo habías dicho -Gil la observó por un momento, luego cambió de tema-. Tuve una idea hoy.

– ¿Sólo una? Estás fallando -él ignoró la burla.

– Pensé que deberíamos hacer una fiesta por inauguración de la casa.

Casey sintió que el corazón le dejaba de latir. Lo decía en serio.

– ¿Una fiesta de inauguración?

– ¿Qué te parece?

– ¿De veras quieres que te diga lo que opino, Gil? -él ignoró sus palabras.

– Nada ostentoso. Sólo invitaremos a unos cuantos amigos a cenar. Ya es tiempo de que empiece a conocer a algunas personas -Casey se puso de pie muy pálida.

– Me parece que no te ha ido mal hasta ahora -declaró con intención, pero él ni se enteró, o quiso ignorarlo.

– No quiero aislarte de tus amistades. Todos son bienvenidos aquí. En todo momento. ¿Crees que debo inscribirme en el Club? O… -añadió agresivamente señalando alrededor-… quizá no permitan la entrada a personas tan plebeyas que residan en sitios como Ladysmith Terrace -ella colocó su mano en la boca para no estallar en carcajadas-. ¿De qué te ríes? -inquirió molesto.

– Ya tienen un miembro que vive en Ladysmith Terrace, Gil. Yo.

– Bueno vamos a contarle esa broma a los demás. Dame unos nombres y teléfonos y yo los invitaré -se notaba que estaba decidido.

– No, yo lo haré -declaró ella y empezó a limpiar la mesa.

– ¿Cómo? Si no tienes teléfono.

– Yo… -ella titubeó y sintió que se sonrojaba al recordar que decidió no mencionar el teléfono portátil que tenía bajo llave arriba en su escritorio, para evitar que desapareciera por el mismo camino que su auto y la llave de su apartamento-. Me imagino que tu asistente personal sabrá organizado todo de maravilla. ¿La invitarás también? ¿O hay alguien más que quisieras que venga? -lo retó.

– No, no lo creo -la observó mientras lavaba los trastos. Cuando terminó, Gil se puso de pie-. Vamos a ver. Te prometí una sorpresa para esta noche, ¿recuerdas?

– ¿Una sorpresa? -Casey estiró sus doloridos músculos.

El no respondió; desapareció por el anexo de la cocina y apareció de nuevo cargando en una mano la tina de hojalata. Le sonrió y salió hacia la sala donde la colocó con cuidado frente a la chimenea. Luego, con la cubeta comenzó a llenarla de agua caliente.

– ¿No sería más fácil con una manguera? -preguntó Casey al fin.

– Mancharía la alfombra. ¿Tienes jabón de burbujas? -Casey llevó una botella y vació un poco en el agua-. Ahora sí, te vas a ver como artista de cine-exclamó feliz.

– ¡Eso sí que no! -exclamó ella retrocediendo.

– Después de tanto pintar, tomar un baño es justo lo que necesitas.

– No…

– Las damas primero…-bromeó él.

– No, gracias -repitió ella frunciendo los labios. Gil vació otra cubeta y probó el agua.

– Perfecta. Adentro, vamos…

– Creo que ya te lo he dicho muchas veces, Gil. Tú puedes hacer lo que te plazca, pero yo… -gritó cuando él la levantó sosteniéndola encima del agua- ¡Suéltame!

– puedes hacerlo por las buenas o por las malas, Casey. Decídete -ella pateaba y gritaba.

– ¡Bájame! -le exigió.

– Si estás segura… -ella enmudeció cuando él la metió vestida a latina.

– ¿Cómo te atreves? -exclamó finalmente.

– Me dijiste que te bajara -sus ojos brillaron al protestar su inocencia.

– Pero no en el agua -gritó ella y se levantó; él la empujó otra vez dentro del agua y Casey se defendió nuevamente, furiosa, mientras el agua empapaba sus pantalones, incluyendo su ropa interior-. ¡Deja que me levante! -gritó, luchando contra él. Pero el agua había" empapado su suéter haciendo más pesada la lana y arrastrándola abajo con su peso-. ¿Cómo pudiste? -jadeó ella casi sin aliento.

– Fue muy fácil, cariño. Créeme.

– Se arruinará mi suéter -gimió la joven, y se recostó en el agua, vencida.

– Quítatelo entonces -sugirió Gil ofreciendo ayuda y se lo quitó por la cabeza, lo exprimió en la tina mientras ella lo observaba, furiosa-. Ahora, Casey, voy a traer un recipiente para que metas tu ropa. Puedes terminar de desvestirte mientras voy, o yo lo haré cuando regrese -su rostro se mostraba implacable-. De nuevo tienes la opción, por las buenas o por las malas. Tú decides -se puso de pie y llevó el suéter chorreando hasta la cocina.

La idea de sentir sus manos desvistiéndola le produjo pánico, de modo que comenzó a desabotonarse la ropa, desesperada por terminar antes de que él regresara. Tiró el bulto empapado dentro del recipiente y Gil la contempló con aire de aprobación.

– Muy inteligente -declaró, y luego añadió un poco arrepentido-. Pero no muy divertido -ella se sumió más dentro de las burbujas haciéndolo reír mientras la contemplaba-. ¿Gustas una bebida? ¿Ginebra con soda? -como ella no contestaba, decidió-. Bien, entonces, eso.

Desapareció llevándose la ropa mojada y regresó con una charola. Sirvió dos medidas de ginebra, añadió hielo, limón y luego terminó con la soda. Le entregó su vaso, y después de un momento de titubeo, ella lo bebió lentamente dejando que el agua caliente suavizara la tensión del duro día de trabajo.

– Es muy diferente -murmuró la chica, contemplando la chimenea.

– ¿Crees que te podrías acostumbrar a esto? -Casey lo miró de reojo.

– Uno puede acostumbrarse a todo, si quiere -él colocó su vaso en el piso y se sentó junto a ella en un sillón.

– ¿Sabes?, mi abuelo siempre disfrutaba de un emparedado y una cerveza cuando tomaba un baño. A mí nunca me gustó. Creo que puede causar indigestión… ¿o si se te cae el emparedado en el agua? -la idea era graciosa y ella ya no pudo contener la risa. Pero dejó de reír cuando él empezó a masajear sus hombros, con suavidad, con sus largos dedos y a eliminar la tensión y la rigidez de los músculos.

– ¿Te sientes mejor? -le susurró al oído. Ella no respondió, pero cerró los ojos cuando le masajeó el cuello. Experimentaba una sensación tan agradable.

Gil bajó sus manos por la espalda presionando con sus nudillos las vértebras, y las deslizó hasta la cintura. Ella contuvo el aliento.

Entonces sus dedos rozaron suavemente sus pechos en una tierna caricia. Pero fue sólo un instante, ya que inmediatamente quitó las manos y se puso de pie.

Casey no quería que terminara. Ansiaba que continuara con sus senos en las manos. Gimió desilusionada y abrió los ojos para descubrir que él la observaba divertido. Poco a poco su rostro se encendió al comprender que se traicionó a sí misma. Gil movió la cabeza a un lado.

– ¿Oíste? ¡Escucha!

– ¿Qué? -preguntó ella sin oír nada.

– Creo que le están castañeteando los dientes al diablo -murmuró Gil.

– Muy gracioso-dijo ella irritada.

Gil sonrió y sostuvo una bata para ella. Casey la miró nerviosa, pero se puso de pie comprendiendo que él no se movería de allí. Metió rápidamente los brazos en las mangas, Gil la envolvió e hizo con el cinto un nudo. La abrazó un instante, contemplándola con tris-a Luego la levantó y la depositó en el piso.

– Ahora es mi turno -se despojó de la sudadera y la aventó en la cilla. Se desabrochó el cinturón y el cierre. Casey miró hacia un lado cuando terminó de desvestirse y entró a la tina. El se hundió hasta la barbilla, cerró los ojos y suspiró.

– Más agua caliente, por favor -Casey contempló la cubeta.

– Si quieres más agua caliente, tendrás que traerla tú -dijo y contuvo el aliento mientras él la contemplaba intrigado, hundido entre las burbujas.

– Bueno, si eso es lo que quieres -se incorporó e hizo el intento de salir de la tina.

– Espérate -exclamó ella ruborizada-. Yo voy -el volvió a sumergirse y sonrió con aprobación.

– Buena chica. Estás aprendiendo rápido.

– ¿Ya es suficiente? -preguntó ella después de dos cubetas.

– Una más -ella trajo otra cubeta y la vació.

– ¿Algo más que pueda hacer por ti? -preguntó probándolo.

– ¿Tienes buena técnica para el masaje?

– No he practicado tanto como tú, es obvio -pero se arrodilló y empezó a darle masaje en los hombros-. ¿Así está bien?

– Un poco más fuerte -ella enterró los dedos y tuvo el placer de escucharlo respirar hondo. Poco a poco, la sensación de su cuerpo musculoso en sus dedos le cambió el humor.

– ¿Qué tal…?-aclaró su garganta y tragó saliva-. ¿Así está bien?

– Más abajo -murmuró él-. Sigue bajando por la espalda -ella intentó repetir lo mismo que él había hecho en su espalda y lo oyó suspirar.

– ¿Así está bien? -volvió a preguntar insegura.

– Más que bien -respondió él tomando su mano y llevándola entre sus piernas-. ¿Verdad? -preguntó. Ella quitó la mano y se puso de pie-. ¿No? Bueno, en ese caso tomaré otro trago -con las manos temblorosas ella llenó el vaso y se lo dio-. ¿Y el hielo? -preguntó él.

Casey miró la hielera donde se estaba derritiendo ya el hielo. Se lo llevó a Gil y él levantó su vaso.

– ¿Cuántos cubos quieres?

– Un par -respondió; ella los puso en el vaso.

– ¿Estás seguro?

– Quizá otro más -decidió él mirando el vaso.

– No escatimes, Gil. ¿No los quieres todos? -ella volteó la hielera y el congelado líquido rodó por su pecho. El se levantó violentamente, sofocado. Los ojos azules de Casey brillaron de felicidad.

– ¿Está mejor tu ardor, Gil? -le preguntó.

– Más fresco, querida -asintió recuperando el aliento-. Mucho más fresco.

Al día siguiente ella se despertó al amanecer, se vistió y desayunó antes que Gil apareciera. Casey lo miró, sentada a la mesa de la cocina.

– Ya preparé una lista de invitados para la cena. Me parece bien que sea el martes, pero no sé si tienes otros planes. Cualquier día después me da lo mismo.

– Buenos días, Casey -él ignoró la lista y se desplomó frente a ella. Tenía un aspecto desaliñado que sugería una noche sin dormir. Ella dejó la hoja de papel sobre la mesa y sonrió con alegría.

– Buenos días, Gil. ¿Sería mucha molestia que me dejaras cerca del centro comercial cuando te vayas? Es para economizar en los boletos del camión, ¿comprendes?

– Comprendo perfectamente. ¿Desayunamos?

– ¿Huevos con tocino? -ella sonrió con benevolencia-. ¿Y un par de salchichas? -él la contempló.

– Mejor jugo de naranja y pan tostado -ella obedeció sin replicar y media hora después la dejó cerca del centro del pueblo.

– ¿Llegarás tarde hoy? -preguntó Casey.

– Como a las seis -respondió él.

– Bueno, si no he regresado, ¿puedes empezar a preparar la cena? Hay unas piezas de pollo listas en el refrigerador, sólo tienes que meterlas en el horno -ya estaba casi fuera del auto cuando él la tomó del brazo para detenerla. Ella se volvió para mirarlo asustada.

– No, Casey. Será mejor que regreses -ordenó.

– ¿Y si no, qué, Gil? -preguntó ella en voz baja.

– Que puedes olvidarte de ser una esposa que trabaja. ¿Está claro?

– Como el cristal -replicó ella-. ¿Por qué no redactas un con¬loara mí sólo para estar seguro? Uno de esos que tienen muchas ¡etras Preñas. T©n90 fa certeza de que eres un genio en eso sus mejillas se ruborizaron-. De hecho, no comprendo cómo es ~^e no insististe en que firmara uno de esos asquerosos contratos orenupciales con una cláusula que garantice que nunca te pediré aue te bañes… -él enterró los dedos en su carne.

– Los contratos premaritales son una protección en caso de divor¬cio, Casey. Jamás te permitas el consuelo de creer que este matrimonio no es para siempre -lo dijo con tal seriedad que Casey, incómoda, tuvo que bajar la vista-. Así que siendo éste un lugar público, y debido a la intención de mostrar que somos una pareja de recién casados excepcional, me vas a dar un beso antes de irte.

– ¿Aquí? -exclamó ella sorprendida.

– Aquí y ahora.

Casey pasó saliva. Tenía tal arrogancia que no permitiría negativas. Lentamente ella se recargó hacia adelante hasta que sus ojos estuvieron muy cerca de los de Gil. El no se movió forzándola a acercarse hasta él. Ella rozó sus labios y luego retrocedió. El la apretó más fuerte.

– Intenta hacerlo mejor, cariño -le exigió. Ella cerró los ojos para no ver su cínica expresión y permitió que su boca lo besara como tanto lo ansiaba. Durante un breve y aterrador momento, él no respondió, pero luego su boca presionó la suya y, durante el tiempo que le tomó subir al cielo y regresar, el mundo se redujo hasta que no existió más que el cálido abrazo de Gil estrechándola.

– Así está mucho mejor, querida -musitó él cuando finalmente levantó la cabeza y la observó; se inclinó y abrió la portezuela. Casey titubeó un momento. Después, como él mostró impaciencia, salió a la calle y vio cómo él maniobraba el pequeño auto rojo entre el tráfico de la mañana sin mirar hacia atrás.

Respiró hondo antes de tocar en la puerta trasera de la tienda de Philip. Si él notó su apariencia distraída, no lo mencionó, sólo señaló la cafetera y comenzó a analizar sus diseños.

– Están divinos, Casey -comentó al fin-. Realmente preciosos -ella se estremeció cuando su voz la rescató del recuerdo de la boca de Gil en sus labios. Philip sonrió-. Estoy seguro de que te ha de resultar difícil no pensar más que en tu nuevo y flamante esposo, pero trata de concentrarte en tu trabajo, cariño.

– Lo siento -ella hizo un esfuerzo por concentrarse-. Necesit en qué transportarme, Philip. ¿Puedes sugerime algo?

– ¿Precio?

– Ese es el problema. Tenía la esperanza de que pudieras pres. tarme tu vieja minicamioneta. Casi nunca la usas -él la miró extra¬ñado.

– Tendrás que pagar el seguro.

– Eso sí puedo hacerlo -asintió ella.

– Si la necesitas puedes usarla mientras terminas este trabajo. Ahora vamos a ver cómo solucionamos todo el conjunto.

Ella trató de frenar sus emociones cuando se estacionaron frente a la casa, temerosa de que, a pesar de lo valiente que fue ante Gil la noche anterior, se hiciera pedazos.

Philip entró a la casa, pero Casey trepó la colina hasta su sitio favorito. Annisgarth aparecía inmóvil y en silencio anidada en su terreno. Estar arriba la hizo sentirse siempre como en su hogar.

"El acre de Casey", la llamaba su padre, aunque eran casi dos. Le tomó mucho tiempo y dinero para podérsela comprar. La casa soñada de su pequeñita.

Habían paseado por allí un domingo en la mañana cuando era niña y después del almuerzo ella hizo un dibujo del lugar. Trazó un columpio en el viejo roble, y a un gato sonriendo en la ventana de la recámara; su padre estaba admirado.

– ¿Piensas ser arquitecto, hijita? -ella no tenía idea de lo que era un arquitecto. Pero sabía lo que quería.

– Es donde voy a vivir cuando sea grande -respondió-. En la casa amarilla de la colina -y fue un pacto silencioso sólo entre los dos sin contar con su madre.

Ya no era una niña. Era una mujer casada y tenía que dejar atrás los sueños de la infancia. Quedó prendada demasiado tiempo en un enamoramiento de adolescente y unos cuantos besos, aunque en verdad no lo quería olvidar. Michael fue un amigo muy cómodo. Demasiado. Si hubiera exigido más como amante quizá ella podría haber olvidado a Gil. Aunque lo dudaba. Incluso después de seis años, su presencia aún le imponía.

– Maldito Gil -exclamó furiosa.

La brisa de abril era más fresca de lo que pensó, pues tenía las mejillas frías; levantó las manos para calentarlas y entonces descubrió que las tenía húmedas de lágrimas, sin siquiera saber que lloraba hacía tiempo:

– ¡Casey! -la voz de Philip la regresó a la realidad. Miró una vez más el maravilloso panorama antes de retornar a la casa y dedicarse a su trabajo.

Le tomó todo él día hacer los pedidos y conseguir el equipo de trabajadores, de modo que fue después de las seis de la tarde cuando estacionó la vieja camioneta detrás del Metro.

Gil estaba recostado en el sillón bebiendo una copa frente a la chimenea; el suelo de la sala estaba cubierto de cajas de cartón. Ella gritó de alegría y luego calló al contemplar su expresión.

– ¿Cómo llegaste a casa? -le preguntó mirándola fijamente. Casey levantó una ceja, sospechando que no era la primera copa. Levantó la mano y le mostró las llaves.

– Philip me prestó una camioneta -él se levantó tratando de mantener el equilibrio.

– ¿De veras? ¿Otro de tus admiradores? Deberías hacer una lista para saber quiénes y cuántos son.

– Con mucho gusto. Cuando tenga tiempo libre -respondió ella, aguantándose de reír ante la idea de que Philip fuese rival.

– Creí -exclamó él en tono agresivo-, que ibas a trabajar en esta casa.

– Así es. Y así lo haré -contestó ella-. Es que era más sencillo trabajar hoy con Philip. Teníamos que ir a la casa y los pedidos de las telas los hice a través de él. El tiene cuentas y descuentos especiales que yo no podría conseguir…

– Ya noté que no has mencionado la falta de teléfono -ella sintió un escalofrío en toda la espalda-. Contabilidad me envió la cuenta de tu teléfono portátil. Querían saber si se va a pagar como gasto de la compañía. ¿Qué teléfono portátil, Casey?

– ¿Este? -preguntó ella después de abrir su bolsa.

– ¿Tienes otros? -ella negó con la cabeza-. Entonces ese debe ser.

– ¿También quieres que te lo entregue? -se lo ofreció-. Igual que mi auto y las llaves de mi apartamento.

– ¿Tú apartamento? -ella se ruborizó desconcertada por la ira en su voz-. ¡Esta es tu casa! ¡Este es el hogar que yo te he dado y no importa qué le falte, te aguantas! -se inclinó hacia ella-. No te voy a permitir que aparezcas en ningún otro sitio para bañarte, o para lo que se te antoje -pasó el teléfono de una mano a otra antes de regresárselo a ella-. Puedes guardártelo. Si te lo quito conseguirás otro. ¿Verdad?

– Si me obligas -afirmó ella. El se enderezó con un esfuerzo.

– Eso Casey -le advirtió-, es un juego para dos. No se te olvide que ciertos juegos son más fáciles de iniciar que de acabar -Casey comprendió y recordó a la mujer que lo acompañaba en el elevador.

– No estoy interesada en ningún juego, Gil. Este lo iniciaste tú -le recordó; el gruñó y la contempló con el ceño fruncido, luego terminó su bebida.

– ¿No vas a preparar la cena? -le ordenó.

Casey dejó que Philip instruyera al equipo de decoración que iba a pintar el exterior de Annisgarth, y se concentró en su propio hogar por unos días. Pintó la buhardilla, suavizó lo blanco con una capa rosa en sus bordes y en las ventanas, haciendo juego con la alfombra que Philip le vendió muy barata. Dejó aquéllas descubiertas para tener más luz y colocó su mesa de dibujo frente a ellas.

Hecho eso, empezó a desocupar la pequeña recámara extra para convertirla en un baño. En el momento que quitaba el horrible tapiz de flores, llegó Gil la noche del viernes. Se paró en el umbral y la observó un momento.

– ¿Por qué estás decorando, arriba? Pensaba que comenzarías por abajo -ella hizo una pausa y lo miró.

– ¿Tienes prisa por que se vea respetable para la cena?

– No estaría mal -él se encogió de hombros; ella arrancó otro pedazo de papel y lo echó con el resto.

– No quedaría como me gusta en tan poco tiempo y no pienso estropearlo sólo para poder impresionar. Además, lo que me urge es un baño, y aquí lo haré.

– ¿Un baño? -él levantó la ceja-. Creí que planeabas mudarte aquí…

– ¿Mudarme aquí? -repitió ella enderezándose y notando el reto en los ojos de él-. ¿Por qué habría de hacer eso, Gil? Ya me prometiste que dejarías que decidiera cuando desee convertirme en tu… «esposa"…

– Ya eres mi esposa, Casey -musitó él con rudeza y apretando los puños-. Que no se te olvide.

– … y me aseguraste que eres un caballero -continuó ella como si él no la hubiera interrumpido-. ¿Por qué necesitaría una recámara separada para reforzar esa promesa? -lo miró esperando comprensión.

– Tú… -él dio uno pasos hacia adelante con el rostro rígido, luego se controló y movió la cabeza.

– Tienes toda la razón. No hay ninguna necesidad. Y si yo cambiara de opinión, esa puerta no sería ningún obstáculo -añadió como si fuese un hecho. Se asomó a la ventana para ver el patio-. Hay un gato en la entrada -comentó.

– Si, ella cree que vive aquí -explicó Casey, dejando escapar un suspiro-. Espera pronto dar a luz. La he estado alimentando.

– ¡Qué alivio! Pensé que ibas a servirme las latas de comida para gatos que vi en la alacena.

– No es mala idea -sonrió-. Si no estás ocupado, ¿por qué no te acercas y me ayudas? -por un momento creyó que él se iba a negar, pero se encogió de hombros y dijo:

– Claro. Voy a cambiarme.

Trabajaron un buen rato en silencio y acabaron las partes más complicadas.

– Gracias, Gil -Casey se quitó los guantes de hule y miró alrededor-. Ya casi quedó terminado.

– El hecho de que estés tan empeñada en un baño representa un problema -trató de recordarle-. Yo creí que ya disfrutábamos de nuestros baños frente a la chimenea -Casey ignoró sus palabras.

– Philip me avisó que ciertos aditamentos iban a estar a precios bajos en el salón de baños del parque de exhibiciones. Iré a verlos mañana.

– Vaya, un aplauso para Philip -entrecerró los ojos pensativo-. Creo que será mejor que te acompañe.

– A ver si puedes escaparte de la oficina -murmuró ella. Era la primera vez en muchos días que regresaba a casa antes de las nueve.

– Quizás si me esperara aquí algo más que la frialdad con la que me recibes tendría motivos para venir a casa -replicó él con aspereza-. ¿Qué preparaste para cenar?

– ¡Todavía nada! Yo también he estado trabajando -furiosa agarró la bolsa de plástico llena de basura y se encaminó a la puerta. El se interpuso en su camino y la estrechó en sus brazos.

– Puedo comprar comida china, si quieres -le ofreció.

– ¿No es un poco extravagante? ¿Podremos darnos el lujo de eso, además de un baño nuevo? -preguntó Casey mientras el corazón le daba brincos traicioneros, al tener cerca a Gil.

– Creo que podemos, siempre y cuando mañana sólo comamos huevos y papas fritas -él sonrió-. Y no recuerdo haberte dicho que podemos pagar un baño nuevo. Sólo dije que lo pensaría.

– En ese caso quiero el veintisiete, el treinta y dos y el sesenta y uno del menú chino.

– No es mucha novedad para ti la comida china, ¿verdad? -preguntó él soltándola.

– Ya sabes cómo es, Gil. Prueba uno cosas nuevas, y prefiere uno los favoritos de siempre.

– ¿De veras? -el arrojó las llaves del auto al aire, y los ojos le brillaron peligrosamente-. Me pregunto cuáles de tus favoritos has estado probando últimamente -no esperó que ella respondiera, pero dio un portazo con mayor fuerza que nunca al salir.

Casey se estremeció; hacía frío en la casa. Eran principios de mayo y el clima caluroso desapareció tan pronto como había llegado. Por impulso encendió la chimenea. Acercó el cerillo encendido al periódico, prendió por un momento, pero se apagó.

– ¡Maldición! Debe ser la humedad -lo intentó de nuevo y esta vez logró mantenerlo encendido. Se sentó en cuclillas y se quitó un mechón de cabello que le molestaba en el rostro, sin notar que se manchó la mejilla de hollín. La leña empezó a humear y a quemarse, y el carbón cayó amenazando apagar el pequeño fuego-. ¡Con un demonio! -su primer intento de encender la chimenea y era obvio que no sabía hacerlo. Desesperada acercó un trozo de periódico y las llamas comenzaron a prenderlo. El ruido de un auto afuera la distrajo y el papel se le resbaló animando el fuego en una llamarada brillante.

– ¡Casey! -gritó Gil desde afuera-. ¡Casey! ¿Estás bien? -ella se puso de pie y dio un paso atrás, tirando la cubeta, que se cayó sobre el suelo de la chimenea. Ella miró desencantada el daño Hecho a la alfombra, pero Gil golpeaba furiosamente la puerta y no tenía tiempo de limpiar-. Casey. Dios mío, por un instante pensé que.

– Quería encender la chimenea -explicó ella sin aliento-. Creí que no iba a poder, pero parece que sí encendió.

– ¡Encender el fuego! Creí que ibas a incendiar la casa. Acabo de ver salir llamas en el tiro de la chimenea, por amor de Dios!

– Ah, no -musitó ella despreocupada-. Era sólo una hoja de periódico. No pretendía y… -calló cuando él la tomó de los hombros.

– ¡Gil! -protestó ella.

– Jamás se te ocurra -respiró hondo-. ¡Jamás lo vuelvas a hacer! ¡Prométemelo!-le ordenó.

– Hacía frío -dijo ella sintiéndose como una tonta-. Y el papel estaba húmedo.

– ¿Sí?, pues incendiar la casa es un remedio bastante drástico para cuando uno siente frío. La próxima vez mejor te pones otro suéter. ¡Promételo! -exclamó y la sacudió.

– Te… te lo prometo -dijo ella con humildad, y se quedó inmóvil sintiendo la tensión entre ellos. El la miró sin parpadear, luego cayeron los carbones en el fuego y pasó la tensión. El quitó las manos de sus hombros.

– Gracias. Ahora, mientras limpias todo este desorden voy a rescatar nuestra cena que dejé en la puerta. Siempre y cuando no la haya devorado algún perro.

– ¿Qué perro sería tan valiente? -bromeó ella, pero en voz baja.

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