Capítulo 2

Se advertía una gran felicidad en la joven parada junto a sus maletas en el exterior de la estación de ferrocarril de Marchworth, esperando un taxi aquel jueves. Se encontraba casi al final de su viaje y le había costado trabajo no demostrar a todos la felicidad que sentía. Le había resultado difícil no sonreír a la gente, conteniéndose, pensando que se pudiera malinterpretar esa sonrisa.

Muchos la habían mirado con admiración, pero no estaba interesada en responder a sus insinuaciones. Más adelante, quizá se permitiera coquetear un poco. Recordó que era poca la experiencia que tenía en ese sentido, pero por ahora todo lo que quería era llegar a su casa; regresar con su padre.

Tuvo que contener la sonrisa cuando el conductor del taxi que se paró a su lado le preguntó.

– ¿Adonde la llevo querida?

Devon le dio la dirección y dejó escapar una carcajada por primera vez en años, al escuchar su respuesta.

– ¡Con una sonrisa así la llevaré gratis a donde quiera! Claro que no lo decía en serio, pero su comentario le hizo aumentar más la sensación de mareo que sentía; quizá el estar borracha fuera algo similar, pensó mientras abría la bolsa de mano que traía y sacaba los zapatos que significaban tanto para ella. ¡Sus primeros zapatos de tacón alto!

Recordó con claridad todo lo que había sucedido y que había dado como resultado esos momentos de suprema felicidad. Claro que después de la operación tuvo dolor… y temor. Este se había convertido en terror al pensar que tanto dolor tenía que significar que la operación no había tenido éxito.

Después, siguió un sentimiento de incredulidad cuando las amables enfermeras la levantaron de la cama tres días más tarde; pasó dos días levantándose y acostándose para acostumbrarse a la idea de que ya había terminado la etapa en que tenía que estar acostada. Entonces comenzó el arduo trabajo del fisioterapeuta. Devon también había trabajado intensamente, aprendiendo a caminar de nuevo, aprendiendo a subir escaleras. ¡Pero la recompensa que había recibido por tanto esfuerzo, fue darse cuenta, con incredulidad y alegría, de que estaba caminando de nuevo! ¡De que en realidad caminaba sin esa terrible y desagradable cojera!

Devon había llorado y recordaba que sus lágrimas también habían hecho llorar a Ingrid, la enfermera que la cuidaba. El doctor Henekssen había vigilado con cuidado sus progresos y fue él quien al fin la dio de alta de la clínica.

– ¿Que puedo irme la semana próxima? -exclamó sin poder creer que la dejaran ir sólo después de siete semanas.

– Si usted viviera en Suecia ya la habría dado de alta antes, indicándole sólo venir a visitarme cada cierto tiempo -le dijo en perfecto inglés-. Pero al no ser así, prefiero hacer yo la última revisión. Creo que la semana próxima la realizaré.

Cuando al fin llegó el día de la última revisión, se sintió muy preocupada cuando el doctor Henekssen le dijo que debería ir a ver a su médico en Inglaterra unas seis semanas después.

– ¡Algo salió mal! -exclamó consternada-. Algo…

– No, no -le dijo enseguida para tranquilizarla.

– Pero usted dijo que ésta sería mi última revisión…

– Debí decir que era su última revisión aquí. Esto es completamente normal e incluso si usted viviera en Estocolmo le diría que viniera a verme dentro de seis semanas. Ya camina sin cojear, ¿no es cierto? -le dijo con tono de burla.

– Sí -tuvo que reconocer y, sintiendo una enorme gratitud hacia él, se disculpó por sus temores. Él la tranquilizó diciéndole que si tenía cuidado no había nada que temer.

– ¿Tener cuidado? -le preguntó y después le juró tener cuidado durante el poco tiempo que él le había indicado. Después de eso, añadió él, podría hacer todo lo que quisiera. Pero durante un corto tiempo debería tener cuidado de no ejercitar o cansar demasiado la cadera. Debería hacer ejercicios, pero no exagerarlos; si tenía el cuidado de descansar con frecuencia y hacer los ejercicios indicados, la visita que le haría al doctor McAllen seis semanas después, no sería más que una pura formalidad.

Se había sentido feliz y decidió no llamar por teléfono a su padre para que la fuera a esperar al aeropuerto, como habían acordado, disfrutando de la sorpresa que le daría al entrar en la casa sin previo aviso, caminando, sin cojear, mostrándole a la nueva Devon Johnston.

Había pasado dos noches en un hotel y le dio tiempo de comprarse el vestido y los zapatos y cuando el taxi se detuvo frente a la casa, pensó que no había una joven más feliz que ella en toda Inglaterra.

Se sentía tan contenta, que no se dio cuenta del hecho de que el taxi se había detenido más allá de su casa, pues frente a ella estaba estacionado un elegante coche.

– Ya llegamos, querida, me da vergüenza cobrarle -le comentó él, mientras colocaba las maletas en la acera.

Ella se rió junto con él y le dio una buena propina. Pronto tendría un trabajo y además, sintiéndose así, ¿qué importancia tenía el dinero? Al ver la propina, él se ofreció a llevarle las maletas y recordando el consejo del médico de tener cuidado, casi se lo permitió, pero después pensó que ya era hora de que hiciera las cosas por sí misma y rechazó su ofrecimiento.

Estaba segura de que su padre no la había oído llegar y dudó si tocar el timbre y darle la sorpresa cuando abriera, pero ya estaba oscuro y quería observar la sorpresa en su rostro al verla.

Buscó la llave de la puerta en su bolso y, dejando las maletas en el portal, entró sin hacer ruido. Vio la luz que salía por debajo de la puerta de la sala y se sintió llena de emoción.

Cuando iba a abrir la puerta sonrió con malicia y pensó que debería sorprenderlo. Abrió la puerta de golpe y entró en la sala, dando un salto, gritando: "¡Hola!" Se detuvo al sentir un intenso dolor en la cadera y al perder el equilibrio chocó contra la figura inmóvil frente a ella.

El dolor en la cadera la asustó y se sujetó con fuerza a su padre quien, extrañamente, parecía haber aumentado de estatura durante su ausencia, mientras trataba de dominar el pánico que sentía.

En ese instante la figura de la que se sujetaba se puso en movimiento y la apartó con rudeza. Devon dejó escapar una exclamación, esta vez no de dolor, sino de sorpresa. Ahora se daba cuenta de que el hombre de quien se había sujetado no era su padre.

La sorpresa al darse cuenta de que se trataba del mismo hombre que había visitado la casa, la última noche que permaneció en ella, la dejó aturdida durante varios segundos. Sin embargo eso no sucedió con el hombre, que con tono seco le dijo:

– Ya está de regreso en Inglaterra en donde su padre puede cuidarla… no intente poner en práctica conmigo los trucos de amor libre que aprendió en Estocolmo.

¡Amor libre! ¿Cielos, era eso lo que él pensaba que ella había ido a hacer a Suecia… a hacer lo que quisiera sin que su padre pudiera impedirlo? Sin poder hablar lo miró durante un momento.

Observó cómo sus ojos le recorrían todo el cuerpo, mirando el traje nuevo, los tobillos esbeltos, el rostro pálido. De repente se sintió cansada y, por la mirada y sonrisa cínica que le dirigió Grant Harrington, comprendió cómo había interpretado él, el que llegara cansada de lo que él suponía era la capital mundial del amor libre.

Furiosa de que alguien pudiera pensar así de ella, Devon le preguntó:

– ¿En don… en dónde está mi padre?

– Me extraña que recuerde que tiene padre. Ha regresado de sus vacaciones una semana antes de lo esperado… ¿No le resultó Suecia lo que esperaba?

Se sentía tan enfadada que olvidó por completo que era el jefe de su padre.

– Nunca sabrá lo que puede hacer Suecia por una joven -le dijo con voz cortante.

– Me lo puedo imaginar bastante bien -de nuevo observó atentamente su vestido y se dio cuenta de que pensaba que, con toda seguridad, algún pobre y tonto sueco se lo había regalado.

Estuvo a punto de replicarle con violencia, pero se controló justo a tiempo, recordando que la única razón posible de que se encontrara allí, era que tenía que tratar con su padre algo relacionado con el trabajo. En ese momento recordó que el hombre más detestable que había tenido la desgracia de conocer era el jefe de su padre.

– Discúlpeme, señor Harring… -comenzó a decirle, pero se detuvo al escuchar pasos.

Se volvió de espaldas a Grant Harrington, observando al hombre que acababa de entrar y que la miraba como si no pudiera creer lo que veían sus ojos. Era su padre… pero, al mismo tiempo, era distinto. El hombre que se había detenido al verla, el hombre que la miraba parpadeando, como si pensara que se trataba de algún espejismo… ¡había envejecido diez años en el poco tiempo que había estado fuera de la ciudad!

– ¡Papá! -gritó.

Como por arte de magia desaparecieron esos diez años adicionales. Fue imposible dejar de observar la alegría que sentía al ver a Devon caminar hacia él, sin la menor señal de cojera.

Se olvidó por completo de la presencia de Grant Harrington. Olvidó que él estaba observando cómo su padre la envolvía en sus brazos y la abrazaba con fuerza, como si hubiera estado lejos un año entero. Charles Johnston, también durante un instante, se olvidó del otro hombre.

– ¿Por qué no me avisaste que venías? Hubiera ido al aeropuerto a esperarte -le dijo mientras sus ojos, al igual que los de Devon, brillaban por las lágrimas.

Cuando se iban a abrazar de nuevo los interrumpió una voz cortante.

– ¿Tienes las llaves, Charles?

En ese momento Devon sintió que odiaba a Grant Harrington por haber interrumpido esa reunión feliz. Sin embargo, al apartar la vista de su padre y mirar los rasgos fríos y duros del otro hombre… sintió que el miedo la invadía. Era un temor que no tenía relación alguna con el éxito o el fracaso de la operación, pues de nuevo vio cómo su padre envejecía de repente. Desapareció de sus ojos todo el brillo, mientras se dirigía hacia su jefe y comprendió que algo muy terrible, había sucedido durante su ausencia.

Conteniendo un comentario observó con los ojos muy abiertos, cómo su padre le entregaba las llaves de la oficina; sabía que eran esas llaves por el llavero en que las tenía. Un llavero que ella misma le había regalado en una ocasión, en la cual se había quejado de que las llaves de la oficina se le mezclaban con las de la casa.

Ninguno de los hombres habló. Grant Harrington tomó las llaves sin darle las gracias, mientras Devon trataba de imaginar alguna razón por la cual su padre le devolvía las llaves de su oficina, la llave de la caja de seguridad y otras que siempre tenía bajo su cuidado.

– Estaré en contacto -dijo Grant Harrington con tono cortante y haciendo un gesto que indicaba que ya no tenía nada más de que hablar y que se iba.

– Está bien -contestó Charles Johnston, casi sin voz.

Aturdida, al ver la cabeza orgullosa de su padre inclinada mientras salía de la habitación, se dio cuenta de repente de que él no había seguido a su padre.

– ¿Qué sucede? -le preguntó.

Él pareció decidido a ignorar su pregunta, pero ella no estaba dispuesta a permitírselo. Lo tomó del brazo en el momento en que iba a salir.

Él se dio vuelta, mirando con desagrado la mano sobre la manga de la chaqueta de su traje.

– ¿Qué sucede?… -comenzó a decir antes de que la mirada arrogante fija en su mano se la hiciera retirar.

– ¿Está usted fingiendo no saberlo, señorita Johnston? -le contestó con tono cínico.

– Yo no sé…

– ¿No hay nada que su padre no estuviera dispuesto hacer por usted, no es cierto? -interrumpió su negativa y pudo darse cuenta, por el tono de su voz, de que estaba furioso-. Con mis ojos he visto que él adora el suelo que usted pisa. El problema con las mujeres como usted es que siempre alguien tiene que pagar el precio. ¡Ha sido usted, mujer vagabunda, quien ha provocado la vergüenza de su padre!

– ¿Ver… güenza? -exclamó con voz ronca.

– Puede tirar su pasaporte -le recriminó con violencia-, sus días de diversión se han terminado.

– ¿Diver?… -aún no podía comprender lo que le decía.

– El cuerno de la abundancia se acaba de secar -fue lo único que le contestó.

Dejándola sin comprender, se dirigió hacia la puerta principal. Haciéndole sólo un leve ademán de cabeza a su padre, abandonó la casa:

Se quedó parada en el mismo lugar, observando cómo su padre metía las maletas. Sólo cuando vio cómo sus ojos evitaban encontrarse con los suyos, comprendió el significado de las palabras "cuerno de la abundancia" y "vergüenza". Se le acercó y, pasándole un brazo por los hombros, le preguntó.

– ¿Realmente… pagaste mi operación… con un seguro?

Quince minutos más tarde, después de haber entrado apoyándose el uno en el otro en la sala, Devon aún no podía creer lo que le había confesado su padre como respuesta a la pregunta que le había hecho.

No había la menor duda sobre el honor de su padre. Lo sabía bien ella, al igual que todos los demás. Su jefe también, estaba segura de ello, de lo contrario, ¿cómo le hubiera dado ese puesto de confianza?

– Tendrás que saberlo, pequeña. De todas formas, lo habrías adivinado pronto, al ver que por la mañana no sacaba el coche para ir a la oficina. Fue Grant Harrington, más bien su compañía, quien te pagó la operación.

Devon no supo cuánto tiempo permaneció sentada allí, aturdida. En varias ocasiones abrió la boca para hablarle, pero la cerró de nuevo. No podía pensar en nada que no se oyera como una acusación.

Ella valoraba la honradez tanto como su padre, pero comprendía que cualquier cosa que él hubiera hecho no había sido para beneficio suyo. Claro que había culpa, pero en realidad no le correspondía a él, sino a ella. Sólo ahora comprendía su comportamiento. ¿Cómo no había aprendido a aceptar su destino?

– Oh, papá -le dijo con tono cariñoso, deseando, necesitando ayudarlo en estos momentos tan terribles para él. Había olvidado por completo la existencia de Harrington; en lo único que podía pensar era en su padre, en cómo debería estar sufriendo en ese instante su orgullo, su respeto de sí mismo-. ¿No… creías que se darían cuenca?

– Pensé… pensé que lo había hecho de forma muy inteligente. Sabía el riesgo que corría, pero…

– Pero pensaste que por mí valía la pena correrlo -terminó por él, haciendo todo lo posible para no llorar, para no hacerlo sentir peor.

– Pensé que tenía muy buena posibilidad de que el… -Devon se estremeció al ver el esfuerzo que le costaba a ese hombre de tantos principios decir la palabra-, robo no se descubriera.

Devon se sobresaltó.

– ¿Pero fue descubierto?

– Mucho antes de lo que imaginé -le contestó él.

Al escuchar sus palabras, recordó aquella primera vez que vio a Grant Harrington, la primera vez que había estado en su casa.

– ¿Confiabas en que yo hubiera salido del país antes de que lo descubrieran?

– Recibí la mayor sorpresa de mi vida cuando abrí la puerta aquella noche y vi a Grant Harrington parado allí -le confesó-. Durante un momento no supe qué pensar, más bien no pude hacerlo, pues de lo contrario nunca lo habría hecho pasar a la sala en donde tú estabas.

– ¿Vino a decirte que sabía que habías tomado dinero de la empresa?

Él hizo un ademán negativo con la cabeza.

– Yo había sido un poco más inteligente -le contestó, bastante deprimido-. Las… las irregularidades… en la sección financiera habían sido descubiertas, aunque en ningún momento me señalaban como culpable. Sin embargo, al ver que era Grant en persona el que venía a verme, supe que él sospechaba de mí. Pudo haber enviado a otras personas para discutir esas irregularidades que habían aparecido sólo porque, para mi desdicha, se había tomado una decisión repentina de cambiar a un sistema más sofisticado de trabajo.

– ¿Cómo supiste que Grant Harrington sospechaba de ti cuando lo viste en la puerta?

– Tú no puedes recordarlo, pero el padre de Grant y yo fuimos muy buenos amigos en los viejos tiempos. Yo respetaba a su padre -le dijo y no pudo dejar de adivinar el dolor que sentía él, mientras callaba un instante, antes de añadir con voz muy baja-, y él a mí; Grant lo sabía. De vez en cuando, él y yo charlábamos y la mayor parte del tiempo hablábamos de su padre. Creo que me consideraba como una especie de vínculo con el recuerdo de su padre a quien amaba mucho -se aclaró la garganta de nuevo y añadió-: Grant Harrington vino personalmente esa noche no por el respeto que sintiera por mí, sino por su padre muerto. Sabía que era lo que su padre hubiera esperado que hiciera, a pesar de lo que le desagradaba.

Cuando terminó de hablar se produjo un largo silencio, durante el cual Devon recordó aquella noche. Sólo ahora comenzaba a tener significado para ella la forma dura y descortés con la cual la había tratado Grant Harrington. Él había venido aquí por la sospecha de que su padre era un ladrón y ella le había confirmado lo que pensaba. Había visto las maletas en el vestíbulo, y seguramente eso había aumentado sus sospechas, antes de que ella le dijera que se iba de viaje y, sin darle importancia, que quizá se quedara un par de meses en Estocolmo. Con toda seguridad se había imaginado que pensaba hospedarse sólo en los mejores hoteles. El sueldo de su padre era alto, pero no lo suficiente para que estuviera divirtiéndose por ahí durante un par de meses, hospedándose en los mejores hoteles cuando lo deseara… y él lo sabía muy bien.

Ahora comprendía que Grant Harrington, conociendo la honradez de su padre había pensado que ella, por su afición a divertirse, era quien lo había convertido en un ladrón. ¡Por eso la había tratado con tanta brusquedad! El respeto que había sentido hacia su padre quedó manchado… y por culpa de ella.

Al verlo hundir la cabeza entre las manos, regresó a la realidad. Contuvo el deseo de ir hacia él y abrazarlo, comprendiendo que no resolvería nada con ello, sólo asegurarle que seguía pensando que era el padre más maravilloso del mundo, pero ese cariño que le profesaba se lo demostraría después. Lo más importante por ahora era buscar la manera de ayudarlo a salir del problema.

– Dijiste que al ver a Grant Harrington en la puerta supiste que sospechaba de ti -le dijo, haciendo un esfuerzo para volver al tema-. ¿Tenía algún motivo en particular para pensar que fueras tú el culpable?

– Él no es ningún tonto, Devon -le contestó-. Grant sabía que si alguno de sus empleados podía realizar un desfalco manipulando cifras, del tipo que acababa de descubrirse, lo más probable era que fuera yo, pues no había ninguno que tuviera mi capacidad.

– ¿Vino a acusarte?

Él hizo un movimiento negativo.

– Sólo me presentó los hechos y me preguntó si yo podía darle alguna explicación.

– ¿Le dijiste que no podías?

– Traté… de irme por la tangente, pero él lo sabía. Yo sabía que él sospechaba de mí, aunque no me suspendió de inmediato.

– ¿Suspenderte?

– No podía hacer otra cosa. Vino a verme hace dos semanas, un sábado por la noche, para decirme que no fuera más a la oficina hasta que me avisara.

Devon nunca se había sentido tan mal en su vida. Todo el tiempo que había estado en Suecia, su padre había estado aquí, haciendo frente solo al problema… ¡y todo por ella!

– Tú has servido muchos años a la empresa -le comentó, tratando de no ver lo injusto de su posición, buscando hacerlo salir de su desesperación.

– Y me pagaron por ello -le contestó él, aún leal a la compañía a la que había robado-. Además, tengo mucho que agradecer a Grant Harrington.

– ¡Agradecido… a él!

– Sí, agradecido. Le habría sido mucho más fácil enviar a otro a suspenderme… y habría estado justificado ese procedimiento. Esta noche pudo haber enviado a alguno de los jefes con los que trabajo para despedirme y recoger las llaves de la oficina.

– ¿Es eso lo que hizo… te despidió? -le preguntó, a punto de llorar ante lo que había tenido que sufrir por su culpa.

– No podía hacer otra cosa -le contestó-. La evidencia en mi contra es irrefutable.

– Oh, querido -gimió y, quitándose los zapatos, corrió a su lado, sentándose sobre el brazo del sillón y pasándole un brazo por los hombros, mientras le preguntaba-: ¿Qué va a suceder ahora?

– No me lo dijo -le contestó suspirando-. Sólo me pidió las llaves y me dijo que se había terminado la suspensión… junto con mi trabajo.

Devon se secó las lágrimas con el dorso de la mano, alegrándose de que al estar inclinado no pudiera verla. Oh, cuánto tenía que quererla para ponerla por encima del honor que valuaba tanto, pensó, sintiendo de nuevo deseos de llorar.

– ¿Él no… no te denunciará?

– Tendrá que hacerlo -fue su única respuesta.

– Pero… su padre te respetaba.

– En los negocios no hay sentimientos, Devon -le dijo con serenidad-, Grant se ha comportado mucho mejor de lo que yo hubiera podido esperar, al venir a verme personalmente en varias ocasiones, cuando desde la primera visita, estoy seguro de que sabía que era culpable.

Se quedaron callados de nuevo, mientras Devon pensaba si Grant Harrington dejaría libre a su padre, si alguien, si ellos pudieran devolver el dinero. ¿Pero cómo? Sabía que se trataba de varios miles. Ignoraba la cifra exacta, pero estaba segura de que su tratamiento no había sido barato. ¿Pero en dónde podrían conseguir siquiera mil libras? Sólo era una esperanza…

– ¡La casa! -dijo de repente, excitada-. Podríamos vender la casa, le daríamos el dinero a Harrington y nos cambiaríamos a un…

– El banco tiene prioridad sobre la casa, pequeña -la interrumpió, revelándole algo que no sabía. En ese instante fue cuando se dio cuenta con exactitud de cómo se había agotado él y sus recursos. Al ver la expresión en su rostro, él le dijo-: Valió la pena, nunca pienses que no lo valió. Era necesario que tuvieras el mejor tratamiento que pudiera conseguirte para la cadera -le apretó la mano con fuerza-. Lo recibiste y nunca nadie sabrá que tuviste un problema.

– ¿No le dijiste… a Grant Harrington por qué te viste en la necesidad de tomar su dinero? ¿Que fue para que pudiera operarme?

– El dinero había desaparecido y no tenía importancia decirle para qué fue utilizado -le contestó-. Perdí la confianza de la compañía y en los negocios eso es lo único que importa.

Como había dicho su padre, el dinero había desaparecido, se había roto la confianza, y el resto… no tenía importancia. Al recordar su encuentro de esa noche con Grant Harrington, se dio cuenta de que él pensaba que ella se había gastado de forma irresponsable cada centavo del suelo de su padre… y más aún. Al ignorar lo de su operación, se había sentido seguro, y además tenía todo el derecho de pensarlo así… que ella se lo había gastado.

La felicidad que sintió al entrar en la casa había desaparecido para siempre e incluso tuvo más deseos de llorar, al escuchar lo que él le decía.

– Siento mucho que tu regreso a casa haya tenido que ser de esta forma -dándole a entender que si no hubiera llegado precisamente en el peor momento, él habría seguido ocultándoselo mientras hubiera podido-. Cualquier cosa que suceda, si tengo o no que ir a prisión -la palabra "prisión" le heló la sangre-, habrá valido la pena -sintió como si se le destrozara el corazón cuando, a pesar de todos los problemas que tenía, intentó aparentar alegría, diciéndole-: Bien, ¿no es hora ya de que me cuentes cómo te fue? Vamos a abrir la botella de jerez para celebrarlo y cuéntamelo todo.

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