Capítulo 7

Sintiendo que la conmoción había hecho desaparecer el deseo de forma momentánea, Devon hizo un esfuerzo para sentarse, como le había ordenado Grant.

Vio cómo observaba con fijeza no sólo las cicatrices sino el resto de la piel satinada y se sintió aliviada cuando no protestó al tomar las sábanas y cubrirlo a él parcialmente y el frente de su propio cuerpo. Ver que él no se sentía avergonzado de estar desnudo, la ayudó a soportar la vista de su ancho pecho desnudo tan cerca de ella.

– Una de estas cicatrices es reciente.

– Ya… te lo había dicho -le recordó ella.

– ¿Qué tan reciente? -le insistió él.

– Tenía un… un problema en la cadera. Me operaron en Suecia, hace dos meses.

Le dirigió una rápida mirada y vio que tenía el ceño fruncido, comprendiendo que estaba analizando todo lo que le había dicho.

– Yo te había dicho la verdad -le dijo sonrojándose al ver que sus ojos se apartaban del rostro para contemplar el hombro desnudo.

Le pareció ver cómo se asomaba de nuevo el deseo en sus ojos y supo que aún la deseaba, que todavía quería cobrarse que su padre se hubiera quedado con aquel dinero.

Se quedó sin aliento, al ver cómo se acercaba su mano y por instinto, sujetó la sábana en el momento en que se le caía. Logró tomarla de nuevo, pero la mano de Grant cubrió la suya deteniéndola y después, aún sujetando la suya, descansó sobre su pecho.

Temblorosa y sintiendo que el corazón le latía acelerado, Devon comprendió que llegaba al límite de sus fuerzas. Su padre aún estaba en peligro, por lo que era necesario terminar eso de una vez.

– Estoy dispuesta… a cooperar -le dijo con voz ronca y, reuniendo todo el valor que pudo, lo miró a los ojos. Estaba sonrojada y añadió-: Siento lo que… acaba de suceder. No quise romper mi promesa… sólo que… sólo que… bueno… No debí haber gritado, sólo que…

Aspiró con fuerza, tratando de recuperar el control, dándose cuenta de que estaba tartamudeando.

– Bésame, Grant -le pidió, casi sintiéndose morir de vergüenza ante el descaro de su petición y durante un instante pareció que él la iba a complacer, pues acercó su rostro al de ella. Pero no la besó y se separó bruscamente y, aunque sus ojos mostraban el deseo que sentía, la tomó con fuerza por los hombros mientras le preguntaba airado.

– ¿Por qué gritaste?

Se dio cuenta de que no tenía objeto mentirle.

– Sentí un ligero dolor en la cadera cuando…

– ¿Cuando te traté con brusquedad y no permití que te apartaras?

– Sólo fue una molestia -repitió, aún nerviosa-. Es que… hoy no he descansado mucho.

La miró con fijeza, recordando todo lo que había sucedido.

– Antes estabas cojeando. ¿Te dolía entonces?

– Sólo fue porque hice un movimiento brusco -le contestó-. Yo…

– En una ocasión me dijiste que el médico te había ordenado no abusar… ¿de qué? ¿De la cadera?

Abrumada por todas las emociones de esa noche, Devon de repente comenzó a sentirse cansada de la situación. Se había hecho a la idea de que tenía que aceptar aquello de lo que no podía escapar, pero ahora Grant Harrington quería analizar cada una de las palabras que le había dicho.

– ¿Qué importancia tiene? -le preguntó.

En ese instante comprendió, por la forma en que la miraba, que él pensaba que tenía razón, que estaban perdiendo el tiempo y que nada tenía importancia, tan sólo el deseo que sentía de su cuerpo.

– Entonces… coopera -le dijo con dureza. La acercó contra él, moviéndola con brusquedad y aunque esta vez Devon no gritó ante el dolor en la cadera, la forma en que se apretó contra él lo dijo todo.

Grant Harrington pareció tan cansado como ella lo había estado antes y después, con una exclamación de frustración la apartó de él, murmurando:

– ¡Esto es ridículo! -y, sin importarle que ella lo viera totalmente desnudo, se levantó de la cama.

Ella apartó la vista, pero cuando lo miró dirigirse con enfado hacia la puerta, se dio cuenta de que se había puesto una bata. Por la forma en que golpeó la puerta al cerrar, se dio cuenta de que estaba furioso consigo mismo por no haber aprovechado lo que ella le había ofrecido en bandeja de plata, o que estaba furioso con ella por haber mostrado dolor, provocando en él un sentimiento de culpabilidad que no deseaba.

Mucho tiempo después de su salida, Devon se quedó acostada, preguntándose si él lo pensaría mejor y regresaría. Aún no se sentía segura de qué era lo que deseaba. Recordó lo que había sentido cuando la acariciaba, pensando que cómo era posible que un hombre que odiaba tanto, pudiera hacerle sentir ese placer sensual.

Al pasar los minutos y no regresar él, se fue relajando. Agotada, cedió el cansancio y se quedó dormida.

Cuando se despertó ya era pleno día y durante un momento no supo en dónde estaba. Después, al sentarse en la cama y mirar a su alrededor, recordó todo lo que había pasado.

¡Dios mío! pensó, al recordar que realmente había sentido las primeras sensaciones de deseo, cuando aquel hombre odioso la había acariciado con tanta ternura.

Con rapidez se levantó y fue cuando se encontraba en el cuarto de baño que se dio cuenta de que no sentía la menor molestia en la cadera.

Mientras se daba una ducha y después se vestía con un ligero vestido de verano, Devon había repasado en su mente todo lo que había sucedido la noche anterior. Al mismo tiempo que se acordaba de cómo la habilidad de Grant Harrington la había excitado; también recordaba que, aunque ella había querido cooperar, su padre todavía seguía en peligro, ¡hasta que Grant Harrington también decidiera cooperar!

Cuando bajó, lo encontró en la cocina, friendo tocino y huevos pero por la mirada que le dirigió al verla entrar, comprendió que aunque el día era hermoso, aún no había salido el sol para ella.

– Este… buenos días -le dijo, completamente sonrojada, aunque él estaba tan ocupado con la comida que no se dio cuenta.

Se ruborizó aún más al ver que no le prestaba atención y, sintiendo que no deseaba su presencia ahí, Devon se dio vuelta y se dirigió a la puerta, para salir.

– El desayuno estará listo en un minuto -replicó Grant antes de que llegara a salir.

Se dio vuelta, comprendiendo que lo que acababa de decir era una orden para que no saliera de la cocina.

– ¿Puedo ayudarte en algo?

Esperaba recibir alguna respuesta sarcástica, pero se sintió sorprendida cuando él le preguntó:

– ¿Cómo están los dolores de tu cadera esta mañana?

– Anoche no te mentí para evitar que… -las mejillas se le ruborizaron con intensidad-. Yo… deseaba… tanto como tú… -de nuevo no encontró las palabras-. ¿En dónde guardas los cubiertos? Voy a poner la mesa.

Estuvo casi segura de que vio algo parecido a una sonrisa en sus labios, mientras le señalaba el cajón de los cubiertos y le preguntaba:

– ¿Quieres desempeñar el papel de ama de casa?

– Yo atendía la casa de mi padre -le replicó con tono seco y, por si tenía alguna duda, añadió-: Y de forma muy eficiente -en ese momento dejó caer un cuchillo al suelo, demostrando su falta de eficiencia.

– Eso quiere decir que tendremos visitantes -predijo él, haciendo que de repente desapareciera el malhumor. Le sonrió al ver que él también conocía el viejo dicho de que dejar caer un cuchillo significaba visitantes.

Cuando Grant colocó dos platos con tocino y huevos sobre la mesa, se dio cuenta de que estaba muerta de hambre y no necesitó una segunda invitación para obedecerle.

– Siéntate a comer.

Sabía cocinar bien, pensó, reconociéndole ese mérito. Una vez que terminó, se levantó y extendió la mano para tomar el plato varío de Grant, pero en ese momento se dio cuenta de que, a pesar de que ella no tenía deseo alguno de conversar tan temprano, él quería hacerle varias preguntas.

– ¿Por qué tú también "lo deseabas" tanto como yo?

El deseo que había sentido de una tostada de pan con mermelada, desapareció. Habría preferido que él hubiera escogido cualquier otro tema que no fuera ése.

Al pensar que él, con toda seguridad, se había dado cuenta de la forma en que le había respondido anoche, enrojeció y se dijo que tenía que quitarle de la mente la idea de que la había logrado excitar.

– Claro que por mi padre -le replicó.

Lo miró y se dio cuenta de que no le había afectado mucho su afirmación.

– Mientras todavía sea -le costó trabajo decir la palabra-… virgen, mi padre está a tu merced -le explico, con una nota inconsciente de súplica en la voz.

– ¡Que eres virgen! -su exclamación hizo que lo mirara y, al ver la expresión asombrada en su rostro, se dio cuenta de que él no la había creído antes-. ¡Cielos! ¡Con esa apariencia! ¡Es increíble!

No por primera vez pensó que era un canalla y se hizo la promesa de no decirle nada más.

– Así es, ¿qué te parece? -le respondió con frialdad y concentró toda su atención en untar mantequilla en una rebanada de pan que no deseaba.

Al no escuchar respuesta alguna de su parte, lo miró y, por la expresión de sus ojos, comprendió que estaba recordando cómo había reaccionado ella hacia él en aquella cama, la noche anterior. Su mirada iba de los ojos a la boca y, sin poder evitarlo, comenzó a temblar, igual como lo había hecho la noche pasada. Durante un instante dejó de odiarlo y casi le sonrió al comprobar que, después de todo, él era un caballero, un hombre que no le robaría su virginidad a una joven inocente.

– No tienes por qué temer por tu padre, Devon -le dijo sonriendo.

Quiso pensar que le decía que su padre estaba a salvo sin que fuera necesario para ella dormir de nuevo en aquella enorme cama. Pero… había algo en la expresión de sus ojos que le hizo recordar que, en una ocasión, estuvo a punto de besarlo llena de alegría por su bondad… sólo para descubrir poco después que tenía más de demonio que de santo.

– ¿Quieres decir que?…

– Quiero decir, mi querida Devon -añadió sonriendo-, que puesto que tú misma has confesado que estás tan deseosa de… cooperar… no tienes necesidad alguna de preocuparte por la suerte de tu padre -mientras comenzaba a desaparecer toda esperanza. Grant Harrington le explicó con claridad lo que quería decir, sin dejar de sonreír-. Dicho de forma más directa, señorita Johnston, puede ser que ahora seas virgen… pero no lo serás durante mucho más tiempo.

Sintiéndose totalmente deprimida, se sonrojó con violencia.

Grant Harrington la había dejado tranquila la noche anterior debido al dolor en la cadera, pero eso no quería decir que hubiera cancelado lo que habían convenido. Además, el que ella fuera o no virgen no le importaba… ese hecho no cambiaba nada.

– Eso… -tosió para aclararse la garganta, molesta de que él se diera cuenta de su nerviosismo-. Eso, lo doy por descontado.

En medio de un silencio incómodo, los dos compartieron el trabajo de lavar los platos. Después, para alivio de Devon, él pareció sentir la necesidad de quemar algunas de las energías que le sobraban y salió al exterior a cortar el césped, mientras ella subía a su habitación.

Aprovechó el tiempo para arreglar el dormitorio y el cuarto de baño, cuando se dio cuenta de repente de que la cortadora de césped se había detenido. No perdió tiempo en salir del dormitorio, encontrándose con Grant en la escalera.

Aunque se dio cuenta de su mirada irónica, trató de pasar junto a él sin hablarle, pero él murmuró con voz baja:

– ¡Has estado en malas compañías! -indicándole que sabía muy bien por qué había salido del dormitorio. Ella le replicó con tono cortante.

– Sólo recientemente.

Mientras terminaba de bajar la escalera, escuchó lo que pareció ser su risa ahogada y él le gritó:

– ¡Quiero el mío negro… y sin azúcar!

Cuando había terminado de preparar el café, él entró en la cocina y fue quien buscó la bandeja y la preparó, diciéndole:

– Lo tomaremos en la sala -y fue Grant quien llevó la bandeja, mientras pensaba de qué podrían hablar, si no tenían nada en común.

Vio el periódico en el brazo de un sillón y confió en que él se animaría a leerlo.

– Ya llegó el periódico -le dijo mientras los dos se sentaban.

– Cuéntame más.

– ¿Más?-le preguntó sin saber a qué se refería-. ¿Más… de qué?

– De ti, Devon Johnston, que tienes mucho de qué… -sus ojos la recorrieron por completo-, de todo. Si el expediente de tu padre está bien, debes tener casi veintidós años -así que había estado investigando sobre ella, se dijo-. Y, sin embargo, te las has arreglado para mantenerte alejada de todos los hombres deseosos de Marchworth.

Pensó que sólo se podría estar refiriendo al hecho de que le había dicho que era virgen y no deseó continuar esa conversación, pensando que si no le contestaba se cansaría. Sin embargo, él insistió en tratar asuntos aún más personales.

– ¡Puede ser que estés asustada, pero desde luego que no eres frígida!

El darse cuenta de que lo decía por la forma en que la había logrado excitar, le hizo desear contestarle con violencia, pero comprendió que se daría cuenta de que estaba mintiendo.

– No soy aficionada… a tener… novios -se vio obligada a reconocer. Sintió que lo odiaba aún más al ver, por la expresión de su rostro, que no creía que no hubiera tenido novios-. Como sabes tenía una… cojera muy desagradable… antes de mi última operación, por lo que siempre prefería quedarme en casa.

– ¿Te ocasiona algún dolor la cadera? -le preguntó con tono tranquilo e indiferente.

– En algunas ocasiones -murmuró ella.

– Tenías dolor la primera noche que fui a tu casa. ¿Era ese el motivo por el que estabas reclinada en el sofá?

– Yo… -trató de recordar si había tenido dolor en aquel momento. Con frecuencia lo tenía, así que lo más probable era que fuera cierto-. Es probable -le dijo y recordando lo descortés que con seguridad le pareció, añadió-: No quise ser descortés aquella noche… sólo que no estaba caminando muy bien y… cada vez que me ponía de pie, necesitaba un par de segundos para recuperar el equilibrio.

Continuó el silencio y ella procuró no mirarlo. Se preguntó si no había hablado mucho. No era posible que él estuviera interesado en cómo había sido su vida en aquellos meses, pero pronto se dio cuenta de que estaba equivocada.

– ¿No deseabas que ningún desconocido te viera en la forma en que estabas?

– Odiaba que cualquiera me viera así -reconoció-. Odiaba encontrarme con desconocidos. Mi… padre lo comprendía y normalmente no te habría hecho pasar a la sala en dónde yo estaba, pero… se sintió tan sorprendido al verte en la puerta que, a pesar de lo mucho que me protegía, en esa ocasión se olvidó de mí y de mi problema.

– Era un verdadero problema, ¿no es cierto, Devon?

Le dirigió una rápida mirada y vio que seguía reclinado en el sillón, descansando, pero no había dureza en su rostro. Aunque no deseaba hablar sobre ello, pensó que quizá si le contaba un poco más podría comprender, al menos en parte, por qué su padre se había visto obligado a hacer lo que hizo.

– El médico dijo que la herida estaba muy relacionada con el hecho de que mi madre muriera en el accidente automovilístico -le dijo, y después le confesó-: Aunque pensaba que me aliviaría por completo cuando cumpliera dieciocho años.

– Pero no fue así -comentó él y, sin esperar por su respuesta, añadió-: ¿Qué edad tenías cuando ocurrió el accidente?

– Quince años y medio.

– ¿Iba conduciendo tu madre?

Devon hizo un gesto negativo con la cabeza.

– Era mi padre -le dijo, añadiendo enseguida-; Pero no fue su culpa, aunque ha sufrido mucho por ello.

– ¿También resultó herido él?

– Físicamente no, pero perdió a mi madre y la amaba mucho -de repente sintió un intenso deseo de que comprendiera que su padre ya había sufrido demasiado-. Además de perder a mi madre, cada día recordaba el accidente al verme, al observar la forma en que caminaba, que no me podía levantar de la silla y moverme a causa de la cadera fracturada.

Lo miró y se detuvo. Le había dicho la verdad de forma sincera… llena de esperanza, pero al ver su rostro, la expresión seria en el mismo, de nuevo se sintió deprimida.

– Mi padre tomó el dinero porque… -intentó decirle, pero la interrumpió bruscamente con una pregunta que ponía en duda su honradez y la de su padre.

– ¿Nunca te preguntaste cómo había conseguido ese dinero… o lo sabías?

– Por supuesto que no lo sabía -le contestó, molesta tanto por el tono de su voz como por la pregunta-. Él me dijo… -se detuvo, no deseando continuar, pero ante su silencio añadió-: Él me comentó que había vencido… una póliza de seguro dotal al cumplir los veintiún años… Pero sólo lo hizo por mí. El pobre había estado pagando todos los tratamientos, pero en esta ocasión sabía lo que podría representar para mí esa operación… si tenía éxito. Él nunca hubiera…

– Si tenía éxito -la interrumpió-. ¿Hay algunas dudas sobre eso?

– No -lo negó enseguida-. Lo que quiero decir es que en ocasiones me dejo dominar por el pánico. Aquella primera noche en que regresé a casa, esperaba encontrarme a mi padre en la sala. Cuando me sujeté de ti fue porque quería que él me viera con mi primer par de zapatos de tacones altos… sólo que al entrar de manera brusca… me lastimé y perdí el equilibrio -recordó entristecida aquel momento-. Durante un instante me dejé dominar por el miedo y pensé que la operación había sido un fracaso. Sin embargo, después de estar visitando consultorios durante años, sólo me queda una última cita un lunes, dentro de cuatro semanas. ¡Después me aseguraron que podré hacer todo lo que siempre he deseado!

Seguía mirándola con fijeza, pero de pronto le dijo con frialdad e ironía y, según le pareció, con incredulidad.

– Mientras tanto… ¿Te han aconsejado no forzar demasiado esa cadera?

– En realidad, así es -le contestó Devon con frialdad y alzando la cabeza.

Vio cómo se entrecerraban sus ojos ante el tono frío de su voz y no la sorprendió su comentario.

– ¿No es eso una lástima?

– No lo es… Al mismo tiempo que me aconsejó que descansara con frecuencia, el doctor Henekssen me dijo que me sería de mucha ayuda hacer ejercicio para ir fortaleciendo la cadera.

De nuevo sentía deseos de golpearlo, cuando lo vio levantarse y al dirigirse hacia la puerta para reanudar el trabajo en el jardín, le recordó con voz suave:

– Pero ayer hiciste demasiado ejercicio y, como consecuencia, los dos sufrimos por ello.


Al caer la noche, Devon pensó que darle una bofetada no era nada, ¡en comparación con todo lo que le gustaría hacerle a Grant Harrington!

Fue él quien preparó la comida y también la cena que acababan de terminar. Devon se sentía cansada y aburrida de que él la estuviera dirigiendo.

Comprendía que el nerviosismo tenía mucho que ver con la forma en que se estaba sintiendo. Del mismo modo en que se había negado a permitirle que hiciera cualquier actividad ese día, diciéndole con tono de burla que no quería que se cansara haciendo ejercicios inadecuados, tampoco le había permitido lavar los platos, sugiriéndole que lo dejarían para la mañana.

Cuando la llevó a la sala y le dijo que se sentara, Devon ya estaba furiosa, mientras lo observaba dirigirse hacia el tocacintas y buscar la cinta que deseaba.

El enfado comenzó a desaparecer cuando vio que disminuía la intensidad de la luz y se comenzó a escuchar una música suave. Había oído hablar de las luces suaves y la música dulce y, al darse cuenta de que estaba por presentarse una escena de seducción, se preparó para ello.

– ¿Bailamos?

Alzó la vista y vio a Grant de pie a su lado. Aquí empezamos, se dijo, nerviosa, pero no pudo moverse.

– No bailo -le contestó con voz ronca.

– Ya lo sé -le comentó, creyéndole en esa ocasión, además le sonrió-. Te prometo que no haré ningún giro rápido o violento.

Lo que la hizo levantar no fue su inesperado encanto; sabía muy bien que era la música, el deseo de conocer qué era bailar.

– Es fácil -le aseguró él con voz baja, extendiéndole los brazos-. Sólo sígueme.

Y fue fácil. En lo que le parecieron sólo unos breves minutos, se sintió en el cielo, mientras Grant la hacía girar por el salón en su primer baile. El que él la sujetara con firmeza, pero no cerca de él, le hizo olvidar los temores que había sentido la última vez cuando le había pedido bailar.

– Fue… me gustó -le dijo, tratando de tranquilizarse, una vez que se detuvo la música.

– ¿Quieres probar de nuevo? -le preguntó, adivinando por su mirada lo mucho que lo había disfrutado.

– Por favor -fue lo único que le contestó y pronto se encontró de nuevo en sus brazos, sintiendo la misma sensación maravillosa.

Estaba bailando. ¡Bailando, ella, con esa cadera que en una ocasión estuvo enferma!

La expresión de su rostro cuando terminó la segunda pieza le dijo que no protestaría si ponía una tercera, pero en esa ocasión él no le preguntó si deseaba bailar de nuevo, sólo la miró con fijeza al rostro, de una forma que hizo desaparecer toda sensación de felicidad. El corazón le latía furioso cuando, pasándole un brazo sobre los hombros la hizo dirigir hacia la puerta, diciéndole:

– Creo que ya es hora de que te acuestes.

Con rapidez apartó la mirada, para que no pudiera ver el temor en sus ojos y se fuera a enfadar por ello. No quería que se molestara, quería que permaneciera así, cariñoso, pues de esa forma ella podría…

– Sí, claro -le contestó.

No le sorprendió que la acompañara, apagando las luces, aparentando no tener prisa alguna, conservando el brazo alrededor de sus hombros mientras subían con lentitud la escalera.

Pero lo que en realidad la sorprendió y que hizo que se quedara mirándolo con los ojos muy abiertos, fue que, cuando al llegar a la puerta de su habitación, ella se quedó quieta, esperando que le abriera para entrar, pero en vez de ello se detuvo, sin hacer el menor movimiento para abrirla. De repente, le dijo con el habitual tono de burla.

– ¿Estás segura de que ese doctor aún no te ha dicho que ya puedes hacer todo lo que desees?

– Estoy… completamente… segura -tartamudeó, comenzando a comprender lo que sucedía.

– ¡Maldición! -se sonrojó, pues comprendió que con esa exclamación había tomado una decisión relacionada respecto a hacerle el amor, tomó su rostro sonrojado y le dijo-: ¡Te juro que eres la primera mujer a quien hago sonrojar!

Con ternura la tomó en sus brazos y la besó; sintiéndose sumamente extrañada de que no le molestaran en nada sus besos le comentó con voz trémula.

– Siempre hay… hay una primera vez para… todo, Grant.

Vio un resplandor en sus ojos al escuchar el tono ronco con el cual lo había llamado por su nombre de pila, pero, a pesar de ello, no abrió la puerta. Retrocedió un paso y le contestó:

– No, para ti no la hay; al menos no esta noche.

Asombrada, pues estaba segura de que todo lo que la había hecho descansar ese día había sido con el fin de que estuviera en su mejor forma para ese momento, lo miró con los ojos muy abiertos.

La llevó hasta la puerta de la habitación que el día anterior había seleccionado para ella y, con voz tensa, en la cual ya no había burla, le dijo:

– Llévate ese cuerpo y esos ojos azules de niña a otra habitación, Devon; quiero estar solo en mi cama esta noche.

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