– No queda más que cancelar el viaje -concluyó Constance Thorneloe ante la mirada incrédula y consternada de Ella. Su padre sabía muy bien la ilusión con que su madre había esperado hacer el viaje a Sudamérica y ahora, a sólo cinco semanas de la fecha fijada, llamó por teléfono para cancelarlo, bajo la excusa de no poder ausentarse de la oficina por tanto tiempo.
A pesar de todo, su madre insistía en defenderlo.
– Supongo que no es buena idea dejar solo el negocio por tanto tiempo -añadió Constance, haciendo a un lado su frustración.
– ¡Ni siquiera se dignó decírtelo personalmente a la hora del desayuno! -protestó Ella, molesta ante la siempre resignada actitud de su madre-. ¡Tú y papá no han salido de vacaciones en años!
– Lo sé, querida, pero…
– ¡Nada! -exclamó Ella furiosa. No había excusa posible. Su padre siempre ponía pretextos para no ir a ningún lado. De hecho, Ella dudaba que él hubiera tenido la intención de hacer el viaje a Sudamérica. En realidad, tal parecía que su padre se deleitaba frustrando siempre lo planeado por ambas, pero ahora tendría que pasar sobre su cadáver para cancelar el viaje que su madre tanto había anhelado. ¡Ya era tiempo de que alguien se enfrentara al dueño y señor de Thorneloe Hall!-. ¿Qué te parece si voy yo en su lugar? -preguntó, tratando de controlar su rabia.
– ¿Lo harías? -el rostro de su madre se iluminó al escuchar la proposición de la joven-. ¿No crees que tu padre se opondrá?
– ¡Por supuesto que no! -replicó Ella con voz firme, aunque dudando en secreto.
– Pero, ¿y la tienda? -tal parecía que Constance Thorneloe tenía que pensar de inmediato en un obstáculo.
Ella era la principal organizadora de una tienda de beneficencia de la ciudad. Y puesto que su marido no le permitía a su hija trabajar por un salario, ésta le ayudaba en la tienda dos días a la semana, así como en las otras muchas obras de caridad que Constance promovía.
Sin embargo, al llegar la noche todos los posibles obstáculos habían sido hechos a un lado. Dos buenos amigos de Ella, Hatty Anvers y Mimi Orchard, aceptaron ayudar en la tienda mientras las dos salían de vacaciones. Lo único que faltaba era informarle a Rolf Thorneloe acerca de los nuevos planes.
Para no irritar a su padre antes de darle la noticia, Ella se propuso no llegar tarde a la cena. Su hermano David, dos años más grande que la joven y de carácter dulce y apacible como el de su madre, ya estaba presente cuando la chica arribó.
“Mi querido hermano”, pensó la joven al verlo. Aunque Ella y su padre podían enfrascarse en furiosas riñas, no así David, quien prefería callar sus opiniones para evitar altercados. Un año antes, sin embargo, los había sorprendido al protestar con energía, después de ser regañado por su padre.
– ¡Serás tratado como un adulto cuando actúes como tal! -exclamó el señor en esa ocasión. Y debido a su mal humor, continuó haciéndoles la vida imposible a todos durante el resto de la semana.
– ¿Ninguna cita esta noche, David? -preguntó Ella, orando para que no hubiera razón alguna para contrariar a su padre.
– Aún está en el salón de belleza -bromeó David, y Ella tuvo el presentimiento de que si se atrevía a preguntar sobre la relación de su hermano con Viola Edmonds, una ex compañera de la universidad con la cual había estado saliendo, él se encerraría en su acostumbrado mutismo-. El viejo ha estado de buen humor hoy -comentó David, cambiando de tema.
“Por supuesto que está de buen humor”, pensó Ella, tratando de no enfurecerse. Después de cancelar el viaje por teléfono, él tenía razón para estarlo, pero no sabía lo que le esperaba.
En ese momento la puerta del comedor se abrió para dar paso a sus padres. Un vistazo al adusto rostro de Rolf Thorneloe la convenció de que cualquier indicio de buen humor que David hubiera visto en la oficina, había desaparecido. Con seguridad se enteró de que su madre decidió viajar sin él.
Ella miró a su hermano y pensó: “David, prepárate porque esta noche va a ser una cena poco cordial”. Entonces la joven se sentó a la mesa. Su padre, conservador hasta la exageración, guardó silencio mientras que Gwendoline Gilbert, el ama de llaves, sirvió la sopa y se retiró. Entonces habló:
– Supongo que fue tuya la ridícula idea de ir con tu madre a Sudamérica a pesar de todo, ¿no es verdad, Arabella? -preguntó de improviso, dirigiéndose a la chica por su nombre completo como era su costumbre, lo cual Ella aborrecía.
– Así es -contestó la joven sin mirar a su madre, quien con seguridad le imploraría no hacer enfurecer más a su padre-, aunque yo no veo qué hay de ridículo en eso -continuó, mirándolo desafiante.
– Ni siquiera ha pasado por tu mente -replicó él furioso-, que mientras ustedes se divierten de lo lindo, tu hermano y yo no tendremos a nadie para que nos atienda, ¿verdad?
¡Nadie que los atienda! Indignada, Ella miró a su hermano, pero al verlo con los ojos clavados en su plato, se dio cuenta de que él prefería vivir de pan y agua con tal de evitar un altercado.
En lugar de informarle a su padre que no vivían en la Edad Media y muchos hombres podían prepararse algo de comer sin ayuda, Ella decidió emplear otras tácticas.
– Estoy segura de que Gwennie podrá cuidarlos de una manera espléndida, como siempre lo ha hecho.
Rolf Thorneloe la miró enfadado. No sería tan fácil convencerlo de abandonar sus anticuadas ideas acerca del lugar que deben ocupar las mujeres en la casa.
– Como puedes ver -continuó Ella con valentía-. No hay ninguna razón por la cual mamá y yo…
– Ya le dije a tu madre que no es mi intención estropear sus ansiadas vacaciones -la interrumpió él-. Pero tengo otro proyecto para ti, Arabella.
A Ella no le agradó su tono de voz. Era evidente que él tenía otros planes, pero la chica estaba dispuesta a luchar por las vacaciones, aunque su madre tuviera que viajar sola, si era necesario.
– ¿Cómo dices? -inquirió, aunque tuvo que esperar a que Gwennie terminara de retirar los platos de la mesa para recibir alguna respuesta.
– Debes recordar -continuo su padre después de que el ama de llaves desapareció por la puerta de la cocina-, que es una tradición dentro de la familia Thorneloe que las mujeres manden pintar su retrato al cumplir los veintiún años. Pensé que ya lo había mencionado -añadió después con sarcasmo.
¡Y vaya si lo hizo! Al acercarse su cumpleaños número veintidós, a Ella le parecía que todo el tiempo la había estado forzando a posar para el consabido retrato tradicional.
– El solo hecho de ser una tradición, no lo hace indispensable -replicó, decidida a no tener que añadir su retrato a la larga hilera de pinturas de las jóvenes hijas de la familia Thorneloe que colgaban a un lado de la escalera. El porqué de su oposición no era muy claro pues belleza no le faltaba. En realidad, en más de una ocasión habían elogiado su largo y cobrizo cabello, su blanca piel y sus grandes ojos azules. Tal vez sólo era su obstinación por no dejarse vencer por su padre, tal como lo había hecho al renunciar a conseguir un trabajo cuando terminó sus estudios-. De cualquier manera -continuó- tengo cosas más importantes que hacer, que sentarme a posar durante horas.
– ¡Si el irte de vacaciones con tu madre es una de esas cosas “importantes”, mejor olvídalo! -y mientras Ella pensaba decirle a su padre que estaba equivocado pues lo que había planeado hacer era ir a arreglar la casa del anciano señor Wadcombe para cuando saliera del hospital, Rolf Thorneloe anunció-: Por medio de un viejo amigo, hoy me presentaron al señor Zoltán Fazekas.
– ¿Zoltán Fazekas, el famoso pintor? -inquirió ella boquiabierta, esa era una razón más, para negarse a posar.
– El mismo -afirmó su padre-. Él está en Londres de viaje de negocios. Tuve suerte de conocerlo ahora, porque mañana regresará a su hogar en Hungría.
“¡Qué alivio!”, pensó Ella, sintiéndose más relajada. Por ningún motivo permitiría que un artista de la calidad de Zoltán Fazekas la pintara. De cualquier manera, ¿acaso no se dedicaba a pintar paisajes?
– Me tomé la libertad de pedirle que hiciera tu retrato -anunció su padre de improviso.
– ¿Qué? -exclamó Ella, sorprendida-. Pensé que no aceptaba esa clase de trabajos. ¿No se dedica a la pintura de paisajes o algo por el estilo?
– Es verdad que goza de suficiente prestigio como para pintar lo que le gusta -aseguró su padre-. Pero inició su carrera haciendo retratos, así que…
– ¿Lo ves? -Ella interrumpió-. No creo que acepte el trabajo. Aún no lo ha hecho, ¿verdad? -inquirió sin mucha convicción-. No es que me importe mucho; de cualquier manera, me niego a posar.
– No digas tonterías -la interrumpió él para decirle que Zoltán era un hombre muy ocupado. Entonces le ordenó que estuviera lista en caso de que el artista pudiera tener tiempo para pintar su retrato y con ello dio por terminado el asunto.
El resto de la cena continuó en silencio, lo cual no era nada raro. La joven no se explicaba cómo su madre podía soportar a su padre. Eso le parecía un misterio. Si ella fuera su esposa, lo habría estrangulado hace años, lo cual le recordó que su abnegada madre debía hacer su viaje a como diera lugar, pues era algo que deseó por mucho tiempo y no había excusa para que no pudiera hacerlo sola.
– ¿Crees que sería buena idea? -le preguntó Constance Thorneloe una vez que su esposo se retiró a su estudio a fumar su puro.
– ¿Te gustaría ir sola? -inquirió Ella.
– Sería emocionante, ¿no crees? -contestó su madre con un repentino brillo en los ojos.
– Te lo mereces -dijo la joven en voz baja, dándole un abrazo y un beso.
Al día siguiente, Ella limpió y enceró el piso de la casa del viejo señor Wadcombe y se propuso ser una hija modelo. Por ningún motivo deseaba darle una excusa a su padre para estropear el viaje de su madre. Además, casi estaba segura de que Zoltán Fazekas no aceptaría pintar su retrato. Y por otro lado, si Ella le dio a su padre la impresión de que con gusto posaría para el pintor, no había razón para sacarlo de su error.
Esa noche, durante la cena, Rolf Thorneloe no hizo mención alguna del cuadro. Y convencido de que su hija al fin estaba de acuerdo en dejarse pintar, ¡hasta le preguntó cómo había pasado el día!
– Estuve aseando la casa del señor Wadcombe -contestó ella, sorprendida, al ver a su padre sonreír como si aprobara su trabajo de voluntaria.
A la mañana siguiente, Ella se sentía con energía y como tenía tiempo libre, condujo hasta la aldea cercana para ayudar a Jeremy Craven a ejercitar los caballos de la familia. Jeremy era -un año mayor que Ella y siempre fueron buenos amigos, pero nada más. Hatty Anvers, otra amiga del grupo, llegó cuando cepillaban a los animales. Y poco tiempo después, los tres charlaban acerca de la fiesta que Hatty estaba organizando para su cumpleaños número veintiuno.
– Me parece recordar que hiciste una enorme fiesta cuando cumpliste los dieciocho -comentó Jeremy.
– ¿Qué tiene eso que ver ahora? -exclamó Hatty, desafiante.
– Nada -respondió él de inmediato… y todos empezaron a reír.
Más tarde, Ella regresó a su casa de muy buen humor.
Un mes después, a Ella le parecía increíble que no hubiera habido ninguna riña familiar durante todo ese tiempo. Por lo general no pasaba ni una semana antes que su padre encontrara defectos en algún miembro de la familia. Aunque tenía que admitir que ella se había portado lo mejor que podía. Y también que hubo momentos tensos cuando tuvo que permanecer callada ante algún comentario hiriente de su padre. Mas si ese era el precio para que su madre hiciera el viaje a Sudamérica el domingo próximo, estaba dispuesta a pagarlo.
Ese día, sintió la tensión que invadía la casa cuando su padre estaba presente. Era como si la calma que había imperado hasta entonces, pudiera explotar igual que una carga de dinamita en cualquier instante. Pero ella no sería quien encendiera la mecha.
A la hora de la cena, su madre tomó su acostumbrado lugar a la mesa, pero Ella pudo observar que parecía casi tan tensa como ella.
– ¿Tuviste un buen día en la oficina? -le preguntó a su padre, con una gran sonrisa.
– Excelente -contestó él tan complacido que ella pensó que había hecho una buena transacción en la bolsa… o que planeaba algo.
– ¿Quieres decir que tuviste un día… afortunado?
– Sí, muy especial, Arabella -afirmó él radiante-. Logré contactar por teléfono a Zoltán Fazekas y está de acuerdo en pintar tu retrato.
Ella lo miró azorada sin saber qué decir.
– ¿Lo está? -preguntó después de un rato. No sabía por qué se oponía tanto; era como si el hacerlo fuera una forma de luchar por sus derechos y los de su madre. Y tal vez, también por los de David.
– Como lo oyes. Aunque al principio se resistió -le informó Rolf.
– Bueno, si tuviste que persuadirlo… -comenzó a decir, sintiéndose indignada, aun cuando no tuviera la intención de permitir que el gran Zoltán Fazekas la pintara…
– Fui yo quien tuvo que buscar la manera de acoplarte a su horario.
Ella permaneció en silencio. Su padre no hablaba húngaro, así que el pintor debía de hablar inglés. Al menos lo suficiente como para darse a entender.
– ¿Y cuándo llegará aquí? -inquirió ella.
– Él no vendrá -contestó su padre-. ¡Tú irás a su estudio en Hungría!
– ¿Hungría? -preguntó Ella, casi atónita.
– Eso es lo que dije. Te alojarás en su casa hasta que el retrato esté terminado. De esa manera podrá plasmar mejor tu carácter en el cuadro.
– Pero… -Ella intentó protestar, mas la sorpresa no le permitía encontrar las palabras-. A su esposa no le agradará mucho tenerme como invitada.
– Zoltán Fazekas no es casado.
– Entonces es menos recomendable que me quede sola con él en su casa.
– No seas ridícula -replicó su padre, molesto-. Aparte de que habrá muchos sirvientes que te servirán de acompañantes, sé que siempre podremos confiar en tu buena educación y moral. Además, el señor Fazekas tiene cosas más importantes que tratar de seducirte.
– ¿Qué pasará -inquirió Ella, consciente que su actitud provocaría la ira de su padre-, si decido no hacerlo?
– Es muy simple -contestó él, furioso, aunque sin levantar la voz-. O haces lo que te ordeno, o cancelo tu cuenta de banco.
– ¡Entonces conseguiré un empleo! -replicó Ella, consciente de que sólo incrementaría la furia de su padre. David, sentado a la mesa frente a ella, reflejaba en el rostro su deseo de estar en otra parte, a muchos kilómetros de distancia.
– Me parece que ya sabes, Arabella -dijo Rolf Thorneloe con voz grave-, que ni tu madre ni yo permitiremos tal cosa.
La chica se volvió a mirar a su madre y se percató de la alarma y preocupación en sus ojos. Ella podía enfrentarse a su padre, pero no a costa de su madre, De alguna manera, ésta siempre terminaba sufriendo por sus enfrentamientos.
Entonces la joven decidió no luchar más. El que su padre cancelara su cuenta bancaria no le importaba en lo más mínimo, pero el viaje de su madre a Sudamérica estaba de por medio.
– ¿No sería posible -balbuceó, resistiéndose hasta el último momento-, mandarle una foto mía? Tal vez podría usarla para pintar…
– ¡Ya le mandé tu foto! -interrumpió su padre-. Irás a Budapest y es mi última palabra.
Esa noche, Ella se fue a la cama rabiando de impotencia. Debió haber sabido que el hecho de que su padre no mencionara la pintura durante todo el mes, no quería decir que lo hubiera olvidado.
La enfurecía aún más el pensar en la fotografía que él con seguridad había mandado a Fazekas. Cuánto deseó entonces no haber dado su brazo a torcer cuando su padre le pidió una fotografía de ella y su madre para ponerla en su escritorio.
Esa noche le fue difícil conciliar el sueño y antes de hacerlo, hasta el pintor había despertado hostilidad en su corazón. ¿Por qué diablos había Fazekas aceptado el trabajo? De seguro rio porque necesitara el dinero. ¿No tendría nada mejor en que ocupar su tiempo?
A la mañana siguiente, Ella llevó a su madre al aeropuerto sin dar muestras de la furia que sentía.
– Ahora olvídate de todos nosotros y concéntrate en gozar de tu viaje. No te molestes en escribir o en mandar postales si no tienes ganas o si te estás divirtiendo mucho. -Por supuesto que les enviaré algunas postales -le aseguró su madre. Ella la miró y sonrió, dándole un afectuoso abrazo para despedirse de ella pues no la vena en seis semanas.
El domingo transcurrió con Ella tratando de evitar a su padre tanto como le fuera posible. La joven no tenía ningún deseo de enfrascarse en otra discusión con él.
Mas el esquivar a su padre, no evitaría lo irremediable. El lunes por la noche, al terminar la cena, él le indicó que deseaba verla a solas en el estudio.
– Esta es la dirección de Zoltán Fazekas y su número telefónico -le indicó, dándole una tarjeta que sacó de su escritorio-. He puesto algo más de dinero en tu cuenta.
– No necesito más dinero -contestó ella.
– Claro que lo necesitarás. Puedes partir cuando quieras.
– ¿No que querías que mamá y yo nos quedáramos a atenderte?
– Creo que sobreviviré -replicó él, serio.
Ella salió del estudio pensando que era muy tarde como para reservar un boleto de avión. Además, nadie podía partir así como así. El martes ella había decidido que era por completo ridículo viajar hasta Hungría.
El miércoles, sin embargo, al acercarse la hora de la cena, algo ocurrió que la hizo pensar que tal vez no fuera tan ridículo después de todo. Ella bajaba por la escalera cuando vio a su hermano David.
– ¿Qué tal? -preguntó mientras él la esperaba en la puerta del comedor. Sin embargo, la respuesta no llegó porque en ese momento, la grande y pesada puerta del estudio se abrió para dar paso a su padre, quien, con cara de pocos amigos, se acercó a ellos.
– ¿Pasa algo malo, papá? -preguntó David, temeroso.
– No lo sé -replicó Rolf Thorneloe-. Pero parece que voy a tener que aplazar mi cena -Ella y David lo miraron sin comprender-. Acabo de hablar con Patrick Edmonds. Él vendrá esta noche a hablar de algo muy delicado que en apariencia no puede esperar… -de improviso, David emitió un extraño sonido y Ella y su padre se volvieron hacia él.
– ¿Qué te pasa, David? -inquirió la chica consternada. ¡Su hermano estaba pálido como un cadáver!
– Yo… -balbuceó el joven, tratando de recobrar el control-. Viola, la hija del señor, Edmonds… -David hizo una pausa-. Está… embarazada.
– ¿Qué? -vociferó su padre furioso-. ¿La embarazaste tú?
David tragó saliva, intentando reunir todo el valor que podía para enfrentarse a su padre.
– Sí -respondió al fin, palideciendo aún más al escuchar a su padre.
– ¡Tendrá que abortar! -exclamó Rolf Thorneloe con firmeza.
– ¡Por supuesto que no! -replicó David, mostrando una fuerza de carácter que ni Ella ni su padre habían conocido.
Entonces tendrás que negar que tú eres el padre -le ordenó el señor Thorneloe.
– ¡No haré nada de eso! -exclamó David, furioso-. Viola es una muchacha decente y…
– ¡No lo parece!
– ¡Lo es!
– No estarás pensando en casarte con ella.
– Lo haría si ella estuviera dispuesta -replicó David, levantando la voz-. ¡Pero no lo está!
– ¡Estás loco! -Rolf Thorneloe estaba lívido de rabia. En ese momento, Gwennie apareció en el comedor. Un vistazo a la escena la convenció de darse media vuelta y regresar por donde había entrado-. ¡Al estudio! -vociferó Rolf Thorneloe. Y ahí se dirigió con David. Ella también caminó hacia el estudio, pero su padre le cerró la puerta en la nariz, indicándole que su presencia no era requerida.
Si su hermano hubiera permanecido sumiso y temeroso como antes, Ella hubiera abierto la puerta para entrar a defenderlo. Pero al darse cuenta de que los gritos en el estudio eran de los dos hombres, decidió que David no necesitaría su ayuda. Él había demostrado poseer el carácter necesario cuando la situación lo ameritaba y cuando él se sentía afectado.
La joven se dio la media vuelta y, decidiendo que después de todo no tenía apetito, se encaminó por la escalera sin notar los cuadros de las mujeres de la familia Thorneloe que parecían mirarla ascender hasta el primer piso.
“Patrick Edmonds debe de estar furioso con su hija”, pensó Ella, haciendo una pausa para aspirar hondo al llegar al último escalón. “Pero a juzgar por los gritos que se escuchan en el estudio, no puede estar más molesto que mi padre”.
Entonces recordó situaciones en las que su padre había estado irritado por varias semanas y comprendió con tristeza que la vida en casa de la familia Thorneloe sería un infierno durante un largo tiempo. “Lo que necesito”, se dijo la chica, “es una excusa para irme”.
En ese preciso instante, se dio cuenta de los cuadros que había visto sin observarlos en realidad. Tal vez era una buena idea, después de todo…
Al llegar a la puerta de su habitación, ya se había empezado a formar en su mente un plan definitivo. Así que, dándose media vuelta, se dirigió al dormitorio de su madre. Una vez ahí, abrió el cajón de su escritorio y sacó todos los papeles concernientes al viaje de Sudamérica. Su padre podría pensar que el mundo giraba a su alrededor, lo cual era verdad hasta cierto punto, pero en tiempos de crisis, era Constance Thorneloe a quien todos acudían, incluyendo su esposo. Ella no permitiría que su padre la llamara y la hiciera volver a casa.
Del dormitorio de su madre, la chica se dirigió a la biblioteca, donde localizó una guía turística de la Europa del este, la cual incluía precios de avión y hoteles. De regreso a su habitación, dio gracias al cielo de tener ahí una línea privada de teléfono.
Después de hablar a las oficinas de la línea aérea húngara y de haber reservado una habitación en un hotel para la noche siguiente, comenzó a hacer el equipaje. Con renuencia, sacó otra maleta para llevar el tradicional vestido de noche con que todas las jovencitas de la prestigiada familia Thorneloe debían posar para el retrato al óleo.
Sin embargo, en la mañana aún tenía que hacer algunas llamadas telefónicas y soportar el tormento del desayuno. Si cualquiera de los dos, su hermano o su padre, hubieran sido más comunicativos, tal vez Ella les hubiera informado sus planes. Pero ninguno de los miembros de la familia Thorneloe rompió el silencio.
“¡David!” Ella sintió el impulso de gritar al ver a su hermano partir, pero él debía de estar sumido en sus propios pensamientos, así que lo dejó ir y sé digirió sombría a hacer su reservación en la línea aérea para el mediodía. Ahora sólo tenía que llamar a Hatty y Mimi para decirles que aceptaba su ofrecimiento de ayudar en la tienda.
Aún no muy convencida de lo apropiado de su decisión, abordó el avión y se registró en el hotel al llegar a Budapest. “¿Será este, el menor de los males?”, se preguntó. Y al recordar el frío clima de Inglaterra, pensó que tal vez estaba bien… pero aún no deseaba posar para el cuadro.
– ¿Dónde? -preguntó su padre al recibir la llamada de Ella, poco antes de la cena.
– Estoy en Hungría. Pensé que eso era lo que querías que hiciera -añadió la joven en caso de que lo hubiera olvidado.
– ¡Espero que le avises al señor Fazekas con mayor anticipación que a mí! -exclamó Rolf Thorneloe después de una breve pausa-. No me estás llamando de ahí, ¿verdad?-inquirió para después soltar la consabida letanía, cuando la chica le informó que se había hospedado en un hotel-. ¡Te dije muy claro que te hospedarías en su casa! Llámalo ahora mismo y discúlpate.
¿Disculparse? ¿Por qué razón?, se preguntó Ella.
– Sí papá -murmuró, no queriendo alargar la conversación.
– ¿Dónde diablos está hospedada tu madre? Tú debes de saberlo. Estoy cansado de buscar su itinerario y no lo encuentro por ningún lado.
– Hay mucha interferencia -contestó ella y colgó el auricular.
Poco tiempo después se decía a sí misma que había estado bien lo que hizo. Sin embargo, un leve sentimiento de culpa la invadió por haber tomado el itinerario de su madre, así como por el amor que sentía hacia su padre a pesar de ser el tirano que era. Eso le hizo sacar el papel con el número de teléfono del pintor y llamarlo de inmediato.
– Hola -saludó cuando una voz en extremo masculina, contestó algo en húngaro-. Deseo hablar con el señor Zoltán Fazekas, por favor -agregó ella en inglés, hablando despacio.
– Está usted hablando con él -le aseguró el hombre en perfecto inglés, con un leve acento extranjero.
– ¡Que bueno! -exclamó ella, hablando normal-. Mi nombre es Arabella Thorneloe. Estoy en Budapest… creo que me estaba usted esperando, ¿no es así? -el silencio que siguió la hizo dudar que Fazekas hablara bien el inglés después de todo. Mas, como él no contestaba ni en inglés ni en húngaro, Ella trató de decirle que se había hospedado en el hotel y al no recibir respuesta, intentó de nuevo con una pregunta-: ¿Se supone que debía alojarme en su casa?
– No te pasará nada donde estás -contestó él, dejándola con la boca abierta de sorpresa al colgar el auricular.