Mientras Duncan esperaba la respuesta, Annie tomó una silla y la colocó frente a la nevera. Luego se subió a ella para sacar un paquete de cereales con fibra del armario y de él sacó una bolsa llena de bolitas de color naranja.
– ¿Qué estás haciendo? -le preguntó él, pensando que el estrés le había hecho perder la cabeza.
– Sacando mi chocolate de emergencia. Vivo con tres mujeres y si cree que algo de chocolate duraría más de cinco minutos en esta casa, está muy equivocado -Annie se echó un puñado de bolitas en la mano y volvió a cerrar la bolsa.
– ¿Por qué son de color naranja?
Ella lo miró como si tuviera dos cabezas.
– Son M &M de Halloween. Los compré a primeros de noviembre, cuando estaban a mitad de precio -contestó metiéndose una bolita en la boca.
Muy bien, aquello era muy extraño, pensó Duncan.
– Antes estabas tomando una copa de vino. ¿Ya no la quieres?
– ¿En lugar del chocolate? No.
Llevaba un jersey ancho de color azul, a juego con sus ojos, y una falda que le llegaba por la rodilla. Iba descalza y… tenía unas margaritas diminutas pintadas en cada uña. Aparte de eso, Annie McCoy no llevaba ni gota de maquillaje, ni joyas, sólo un reloj barato en la muñeca. Tenía el pelo rizado, de un bonito tono dorado, que caía sobre sus hombros. No parecía una mujer muy preocupada por su aspecto.
Y le parecía muy bien. El exterior se podía arreglar, lo que a él le preocupaba era el carácter. Por lo que había visto, era una persona compasiva y generosa. En otras palabras, una ingenua. Mejor para él. En aquel momento necesitaba una persona así para que los del consejo de administración lo dejasen en paz hasta que pudiese retomar el control.
– No has respondido a mi pregunta.
Annie suspiró.
– Lo sé, pero no he respondido porque sigo sin saber qué quiere de mí.
Él señaló las sillas que rodeaban la mesa de la cocina.
– ¿Por qué no nos sentamos?
Era su casa, debería ser ella quien lo invitase a sentarse. Aun así, Annie se encontró apartando la silla. Debería ofrecerle también un caramelo de chocolate, pero tenía la impresión de que iba a necesitarlos todos.
Duncan Patrick se sentó frente a ella y apoyó los codos en la mesa.
– Soy el propietario de una empresa… Industrias Patrick.
– Dígame que es un negocio familiar -suspiró Annie-. Lo ha heredado, ¿verdad? No será tan egocéntrico como para haberle puesto su nombre, ¿no?
Él tuvo que disimular una sonrisa.
– Veo que el chocolate te da valor.
– Un poco, sí.
– Heredé la empresa cuando estaba en la universidad. Era una empresa pequeña y la convertí en una corporación multimillonaria en quince años.
Pues qué suerte, pensó ella. Pertenecer al dos por ciento de la población que había sacado un sobresaliente alto en la reválida no era precisamente impresionante comparado con sus millones.
– Para llegar tan lejos y tan rápido he tenido que ser despiadado -siguió él-. He comprado empresas y las he fusionado con la mía para modernizarlas y conseguir beneficios.
Annie contó los caramelos que le quedaban. Ocho bolitas de cielo.
– ¿Esa es una manera amable de decir que se dedica a despedir gente?
Él asintió con la cabeza.
– Al mundo empresarial le encantan las historias de éxito, pero sólo hasta un punto. Ahora todos me consideran un monstruo y estoy teniendo mala prensa últimamente, así que necesito contraatacar.
– ¿Y por qué le importa lo que la gente diga de usted?
– A mí no me importa, pero al consejo de administración sí. Tengo que convencer a todo el mundo de que soy… una buena persona.
Annie tuvo que sonreír.
– Y no lo es, ¿eh?
– No.
Tenía unos ojos inusuales, pensó ella. El gris daba un poquito de miedo, pero resultaba atractivo. Si no fuesen tan fríos…
– Tú eres exactamente lo que pareces, una profesora joven y guapa con más compasión que sentido común. A la gente le gusta eso y a la prensa también.
– ¿A la prensa, qué prensa?
– Me refiero a la prensa económica, no a los programas de cotilleo. Desde hoy hasta el día de Navidad tengo que acudir a una docena de eventos y quiero que vayas conmigo.
– ¿Para qué?
– Quiero que todo el mundo crea que estamos saliendo juntos. Por supuesto, todos pensarán que eres encantadora y, por asociación, cambiarán de opinión sobre mí.
Sonaba relativamente fácil, pensó ella.
– ¿Y no sería más fácil ser una buena persona? Esto me recuerda al instituto, cuando la gente se esforzaba al máximo para hacer trampas. Podrían haber pasado todo ese tiempo estudiando y habrían conseguido sacar mejores notas, pero preferían copiar.
Duncan frunció el ceño.
– Mis razones no están a debate.
– Bueno, lo decía por decir -sonrió Annie, tomando otra bolita de chocolate.
– Si estás de acuerdo, tu hermano ingresará en una clínica inmediatamente, en las condiciones que hemos hablado antes, y tendrá la segunda oportunidad que tú pareces creer que merece. Pero si le cuentas a alguien que nuestra relación es falsa, si dices algo malo de mí, Tim irá a la cárcel.
Un trato con el diablo, pensó Annie, preguntándose cómo era posible que una buena chica como ella se hubiera metido en un apuro como aquél. Claro que ser «una buena chica» era lo único importante, por lo visto.
La sensación de estar atrapada era real. Como lo era que, aunque todo el mundo parecía creer que su obligación era cuidar de los demás, nadie, ni su hermano Tim ni, aparentemente, Duncan Patrick, se molestaban en pensar en ella.
– No pienso mentirle a mi familia -le dijo-. Mis primas y Kami tienen que saber la verdad.
Duncan pareció considerarlo un momento.
– Sólo ellas. Pero si se lo cuentas a alguien más…
– Ya, lo sé, lo sé, que me corten la cabeza. ¿Ha hecho algún seminario sobre comunicación o Relaciones Públicas? Yo creo que si se esforzase un poco podría…
Los ojos grises se volvieron de hielo, de modo que Annie decidió cerrar la boca.
– ¿Estás de acuerdo?
¿Qué otra cosa podía hacer?, se preguntó ella. Tim necesitaba ayuda. Había intentado convencerlo muchas veces de que lo suyo era una enfermedad, pero su hermano no le hacía caso. Tal vez si le obligaban a ingresar en un hospital y hablar con un psicólogo podría cambiar.
Y como la alternativa era que acabase en la cárcel, ella no podía hacer nada.
– Muy bien, de acuerdo -dijo por fin-. Me haré pasar por su novia hasta Navidad. Le diré a todo el mundo que es amable, dulce y tiene el corazón blandito como una nube de algodón -Annie frunció el ceño-. Pero no sé nada sobre usted. ¿Cómo voy a hacerme pasar por su novia?
– Yo te daré el material que necesites.
– No creo que sea una lectura muy emocionante.
Duncan decidió pasar por alto el comentario.
– A cambio, Tim conseguirá la ayuda que necesita, cincuenta por ciento de la deuda será perdonada y haremos un plan de pagos razonable para el resto. ¿Tienes un vestuario apropiado?
– ¿Qué quiere decir con lo de «apropiado»?
Duncan la miró fijamente y luego miró la cocina y el gastado suelo de linóleo.
– Será mejor preparar una cita con un estilista. Y cuando termine el mes podrás quedarte con la ropa -dijo luego, levantándose de la silla.
Annie se levantó tras él.
– ¿Qué clase de ropa?
– Vestidos de cóctel y de noche -Duncan se detuvo frente a la puerta.
– Tengo el vestido que llevé el día de mi graduación…
– No creo que te sintieras cómoda llevándolo a todas las fiestas.
– ¿Esto está pasando de verdad? -exclamó ella entonces-. ¿Estamos teniendo esta conversación?
– La primera fiesta tendrá lugar el sábado por la noche -siguió Duncan, como si no la hubiera oído-. Mi ayudante te llamará con toda la información. Por favor, intenta estar lista a tiempo.
Duncan Patrick hacía que su casa pareciese diminuta, tan masculino en contraste con el sofá y las cortinas de flores. Nunca habría imaginado a un hombre como él en su vida, aunque sólo fuera temporalmente.
– Siento mucho que mi hermano le haya robado dinero.
– No es tu responsabilidad.
– Pues claro que lo es, es mi familia.
Por un segundo, Duncan pareció a punto de decir algo, pero al final se limitó a salir de la casa.
Annie cerró la puerta y se preguntó cómo iba a contarle a sus primas y a Kami lo que estaba a punto de hacer.
El sábado por la mañana, Jenny y Julie miraban a Annie con idénticas expresiones de asombro. Kami, en cambio, sólo parecía medianamente sorprendida.
– ¿Que? -exclamó Julie-. ¿Qué has hecho qué?
Annie había decidido esperar todo lo posible antes de contárselo. Había escondido la carpeta que llegó el jueves metiéndola bajo la cama y haciendo todo lo posible para olvidarse de ella. Pero aquella noche tendría su primera «cita» con Duncan, de modo que iba a tener que echarle un vistazo tarde o temprano.
– He aceptado salir con el jefe de Tim durante un mes -empezó a decir-. En realidad, no estamos saliendo -añadió luego a toda prisa-. Sólo estamos fingiendo hasta Navidad. Se supone que eso ayudará a limpiar su imagen.
Aunque seguía sin entender cómo iba a ocurrir eso. ¿Duncan esperaba que diese entrevistas? A ella no se le daría bien hablar en público. Podía hacerlo delante de niños de cinco años, pero delante de adultos se pondría nerviosa.
– No lo entiendo -dijo Kami-. ¿Por qué?
Jenny y Julie intercambiaron una mirada.
– Esto es por culpa ele Tim, ¿a que sí? Ha vuelto a hacer alguna de las suyas -dijo Jenny.
– Sí, bueno… se ha quedado con un dinero que no es suyo, pero Duncan Patrick va a llevarlo a una clínica especializada y, con un poco de suerte, allí lo ayudarán.
– A él, no a ti -Julie se apartó el pelo de la cara-. A ver si lo adivino: Tim te ha involucrado a ti. ¿Qué le ha contado a su jefe?
– No le ha dicho nada sobre mí… -Annie se aclaró la garganta. Aunque no quería contarles toda la verdad, se le daba mal mentir. Bueno, salvo cuando se trataba de esconder chocolate.
Les explicó rápidamente lo de los doscientos cincuenta mil dólares y que Duncan Patrick perdonaría la mitad de esa cantidad si Tim accedía a ingresar en una clínica especializada y pagar el resto cuando volviese a trabajar.
Julie se levantó de un salto.
– Te lo juro, Annie, eres imposible.
– ¿Yo? ¿Qué he hecho yo?
– Rendirte. Dejar que Tim vuelva a hacerte una faena. Siempre estás solucionando sus problemas, desde pequeño. Cuando tenía siete años y robó en el supermercado de la esquina, fuiste tú quien tuvo que pagar ese dinero. Cuando estaba en el instituto y hacía novillos, tú convenciste al director para que no lo expulsara. Tim tiene que enfrentarse con las consecuencias de sus actos de una vez.
– Pero no quiero que vaya a la cárcel. ¿De qué serviría eso?
– A lo mejor así aprende la lección.
– Necesita ayuda -insistió Annie-. Y es mi hermano.
– Más razón para que quieras que crezca y se haga adulto de una vez.
– Pero hice una promesa -suspiró ella.
Cuando su madre estaba enferma la había hecho prometer que cuidaría de Tim, pasara lo que pasara.
Las mellizas volvieron a intercambiar una mirada.
– Ya sabéis cómo es Annie -intervino Kami-. Siempre ve la parte buena de todo el mundo.
– No es tan horrible. Voy a salir con un millonario durante un mes, iré a fiestas elegantes… no es nada más que eso.
Las tres chicas la miraron y Annie notó que se ponía colorada.
– No, nada de sexo. No os lo hubiera contado, pero imagino que tendré que salir muchas noches y, al final, os habríais dado cuenta. Además, necesito vuestra ayuda. Un estilista va a llevarme de compras… tengo que comprar vestidos de cóctel y de noche. No me harán falta después de Navidad, pero puedo quedármelos y he pensado que, a lo mejor, querríais venir y darme vuestra opinión. Como vais a poder ponéroslos después…
Como esperaba, la noticia animó considerablemente a las chicas.
– ¿En serio? -exclamó Jenny.
– Sí, claro. El estilista llegará en cualquier momento. ¿Queréis venir con nosotros?
Apenas tuvieron tiempo para decir que sí antes de que sonara el timbre. Jenny y Julie corrieron a abrir.
– ¡Dios mío! -exclamó el hombre que esperaba en el porche-. Decidme que Duncan no está saliendo con dos mellizas. Aunque sois guapísimas. ¿Nunca habéis pensado trabajar como modelos?
Las mellizas rieron, encantadas.
Cuando Annie llegó al salón, un hombre alto y rubio estaba mirando a sus primas de arriba abajo.
– Me encanta el pelo -estaba diciendo, mientras tocaba las puntas de Julie-. Pero tendrías que cortártelo a capas para darle más volumen. Y prueba con una sombra de ojos oscura, te dará un aspecto más sexy.
– Hola -dijo Annie.
Él levantó las dos cejas.
– Ah, tú pareces la típica profesora de primaria, así que debes ser Annie. ¿Cómo se te ha ocurrido decirle que sí a Duncan? Ese hombre es un canalla. Muy sexy, lo admito -sonrió-. Soy Cameron, por cierto. Y sí, ya sé que es un nombre de chica. Siempre le digo a mi madre que ésa es la razón por la que soy gay -Cameron miró a Kami, que acababa de entrar en el salón-. No sé quién eres, cariño, pero eres una auténtica preciosidad. Qué exótica.
Kami rió, encantada.
– Venga ya.
– Lo digo en serio.
Annie presentó a las chicas mientras Cameron se sentaba en el sofá y sacaba unas carpetas del maletín.
– Siéntate aquí, guapa -le dijo, tocando el asiento-. Tenemos que revisar los horarios. Duncan tiene que acudir a quince eventos de aquí a Navidad y tú tendrás que acompañarlo en todos. Tienes la información necesaria, ¿verdad?
Ella asintió, aunque sólo había leído la biografía básica.
– Impresionante. Se pagó la carrera con una beca de boxeo.
Cameron sonrió.
– ¿Y eso te sorprende?
– La verdad es que sí. No es muy normal pagarse la carrera con una beca de boxeo.
– Su tío es Lawrence Patrick, el boxeador.
– Yo he oído hablar de él -dijo Julie-. Ahora es mayor, pero fue muy famoso.
Annie también había oído hablar de él.
– Una familia muy interesante.
– Duncan fue educado por su tío. Es una historia fascinante, pero ya te la contará él mismo. Vais a pasar mucho tiempo juntos.
No era algo que Annie quisiera recordar precisamente, pensó mientras tomaba una carpeta con un cuestionario. Duncan quería que lo rellenase para fingir que lo sabía todo sobre ella…
¿Cómo se le había ocurrido decir que sí? Aquello era una locura.
Pero antes de que pudiera pensar en echarse atrás, Cameron las había llevado a las cuatro hasta la limusina. Y cinco horas después, Annie estaba agotada. Se había probado docenas de vestidos, blusas, pantalones, faldas, chaquetas y zapatos. Había fruncido el ceño ante bolsitos diminutos de todas las formas posibles y soportado que una señora muy seria le tomase las medidas para el sujetador.
Ahora estaba en la peluquería, con el pelo envuelto en papel de plata, esperando que se le secasen las uñas.
Cuando por fin terminaron con las compras había sido un alivio llegar al salón de belleza porque al menos allí podía sentarse.
Cameron apareció con un vaso de agua mineral y un plato de fruta y queso.
– ¿Cansada? -le preguntó.
– Más que cansada. No había comprado tantas cosas en toda mi vida.
– La gente subestima la energía que hace falta para ir de compras -sonrió él, sentándose a su lado-. Hacerlo bien requiere mucho esfuerzo.
– Aparentemente.
Aunque a ella le había parecido que todos los vestidos le quedaban bien, Cameron había insistido en que las costureras los metieran de aquí y allá para que quedasen «perfectos».
Y también le dio un papel con la lista de los vestidos y trajes, seguida de la de los zapatos y bolsos que combinaban con cada uno. Annie soltó una carcajada.
– Debes pensar que soy tonta. Aunque la verdad es que no sé si podría recordar todo esto.
– Estar estupenda no es fácil. Por eso los estilistas ganamos tanto dinero.
– ¿Eres famoso?
Cameron sonrió modestamente.
– En mi mundo, sí. Tengo algunos clientes muy conocidos y varios empresarios como Duncan, que quieren que mantenga sus vestidores a la moda sin ser demasiado llamativos. Aunque a Duncan le da igual la ropa, es un hombre muy normal.
– ¿Cómo os conocisteis?
– Éramos compañeros de facultad. Dormíamos en la misma habitación.
Si Annie hubiera estado bebiendo agua en ese momento se habría atragantado.
– ¿En serio?
– Sí, lo sé, resulta un poco raro. Pero por lo menos nunca queríamos ligar con la misma persona -rió Cameron-. Entonces yo estudiaba Historia del Arte, pero un año después me di cuenta de que lo mío era la moda, así que me marché a Nueva York e intenté ganarme la vida como diseñador -añadió, con un suspiro-. Pero no tengo paciencia para crear y hay que coser tanto… no, definitivamente no es lo mío. Empecé a trabajar como comprador personal en unos grandes almacenes y poco después me dedicaba sólo a los clientes más exclusivos. El resto, como suele decirse, es historia.
Annie intentó imaginar a Duncan y Cameron compartiendo habitación en la universidad, pero le resultaba imposible.
– Ya veo.
– ¿Y tú? ¿Cómo has acabado saliendo con el lobo feroz?
– ¿Es así como lo llamas?
– No a la cara, me daría una paliza -respondió Cameron.
Pero lo decía sonriendo y en sus ojos veía un brillo de afecto, de modo que le contó el problema de su hermano.
– No podía dejar que Tim fuese a la cárcel cuando tenía una posibilidad de salvarlo.
– Cariño, eres demasiado buena. Ten cuidado con Duncan, de verdad es un ogro.
– No te preocupes por mí, no estoy interesada en él.
– Eso lo dices ahora, pero Duncan es muy carismático -insistió Cameron-. Deja que te dé un consejo: no te dejes engañar por ese amable exterior. Duncan es un luchador, tú no. Si hay una batalla, ganará él.
– Aunque me enamorase daría igual. En serio, no es mi tipo.
– Tú no eres Valentina.
– ¿Quién?
– Valentina, su ex mujer. Era guapísima, pero mala como una serpiente. Y fría como un témpano. ¿Te acuerdas de esa frase de Pretty Woman? Lo de ser capaz de hacer cubitos de hielo en el trasero de alguien. Pues ésa era Valentina.
Le sorprendió saber que Duncan había estado casado, aunque seguramente no debería sorprenderla porque era un hombre muy atractivo, en la treintena y multimillonario… era normal que hubiese encontrado a alguien con quien compartir su vida.
– ¿Desde cuándo está divorciado?
– Desde hace un par de años. Y a mí Valentina me daba pánico -Cameron fingió un escalofrío-. Bueno, pero olvidémonos de Duncan. ¿Y tú qué? ¿Por qué una chica tan estupenda como tú no está casada?
Annie tomó una fresa del plato. Buena pregunta, pensó.
– He tenido dos relaciones serias. Las dos veces me dejaron y los dos dijeron que me veían más como una amiga que como el amor de su vida.
Lo había dicho con una sonrisa, como si no importara, como si no le hubiera dolido. Aunque no los echaba de menos, ya no. Pero empezaba a preguntarse si había algo raro en ella, si le faltaría algo.
Las dos relaciones habían durado un total de cuatro años y medio y ella había estado enamorada… o eso quiso creer. Desde luego, había sido capaz de imaginar un futuro, una familia. Sólo se había acostado con esos dos hombres y para ella el sexo estaba bien. Tal vez no era tan mágico como lo que contaban sus amigas o lo que leía en las novelas, pero estaba bien.
Sin embargo, no había sido suficiente porque los dos la habían dejado. Y que los dos hubieran dicho prácticamente lo mismo había hecho que empezase a dudar de sí misma.
– Yo no quiero ser «la mejor amiga» -murmuró. Cameron le dio una palmadita en la mano.
– Dímelo a mí, cariño.
Annie estaba muy agradecida de que Héctor, el genio de la peluquería, la hubiese peinado para esa noche. Le había secado el pelo, normalmente rizado, con un secador de mano, convirtiéndolo en una cascada de ondas que llegaban por debajo de los hombros. Y el ayudante de Héctor la había maquillado, de modo que lo único que tenía que hacer era ponerse el vestido y elegir los zapatos adecuados.
Cameron había sugerido un vestido de cóctel, pero Annie lo miraba preguntándose si tendría valor para ponérselo.
El vestido era muy sencillo, sin mangas y con cuello redondo. Ajustado, aunque no estrecho, pero muy por encima de la rodilla. Era esto último lo que la tenía nerviosa mientras se miraba al espejo. Enseñaba demasiada pierna.
Y decirse a sí misma que la mayoría de las chicas de su edad llevaban vestidos mucho más cortos no ayudaba nada. Ella estaba acostumbrada a las faldas por debajo de la rodilla…
Desgraciadamente, las chicas no estaban en casa, de modo que no podía pedirles opinión. Se habían ido al cine, dejándola sola. Claro que podría ponerse otro vestido, pero no sabía qué iría bien para la ocasión.
Antes de que pudiera decidirse sonó el timbre y Annie miró el reloj de la mesilla. Duncan llegaba con diez minutos de adelanto, de modo que ya no había tiempo de cambiarse.
A toda prisa, se puso los zapatos de tacón e, intentando mantener el equilibrio, fue a abrir la puerta.
Pero el hombre que estaba en el porche no era Duncan y no parecía contento.
– ¿Se puede saber qué has hecho? -le espetó Tim, entrando en la casa-. Maldita sea, Annie, no tienes ningún derecho a obligarme a ingresar en una clínica de rehabilitación.
– Ah, veo que por fin te has decidido a hablar conmigo. Llevo tres días dejándote mensajes en el contestador.
Desde que Duncan y ella habían llegado a «un acuerdo».
Tim la miró, sus ojos azules brillantes de furia.
– No tenías ningún derecho…
– ¿No tengo derecho a ayudarte? Tú te has metido en este aprieto, Tim. Le has robado dinero a tu jefe. ¿Cómo has podido hacer algo así?
Él bajó la mirada.
– Tú no lo entenderías.
– No, desde luego que no lo entendería. Lo que entiendo es que tienes un serio problema. Es esto o la cárcel, Tim.
– Gracias a ti.
Annie se puso en jarras, furiosa.
– Yo no soy quien va a Las Vegas a jugarse un dinero que no es suyo. Y no soy yo quien le dijo a Duncan Patrick que esta casa era tuya. Has robado y has mentido, Tim. Lo has arriesgado todo como un irresponsable…
– Tú eres mi hermana. Se supone que debes ayudarme, no meterme en una institución. ¿Qué diría mamá?
Un golpe bajo, pensó ella, más resignada que furiosa.
– Mamá estaría muy decepcionada contigo. Te diría que es hora de crecer y aceptar tus responsabilidades de una vez.
Tim no parecía afectado en absoluto.
– No tiene por qué ser así. Podrías hipotecar la casa… de todas formas, la mitad es mía.
– La mitad era tuya -le recordó Annie-. Yo compré tu parte, ¿o es que no te acuerdas? Mira, estoy cansada de discutir contigo. Siempre he cuidado de ti y tú nunca me lo has agradecido ni has intentando cambiar.
– Tienes que hipotecar la casa -insistió él, dando un paso adelante-. Tienes que hacerlo quieras o no. ¿Me oyes?
Annie lo miró, sorprendida. Pero antes de que pudiese decir nada, Duncan entró en el salón.
– ¡McCoy!
Tim se volvió para mirar a su jefe.
– ¿Qué hace aquí? -exclamó, perplejo.
– Tengo una cita con tu hermana.
– ¿Vas a salir con él, Annie?
Ella asintió con la cabeza y Tim sonrió, con expresión amarga.
– Ah, claro, ahora lo entiendo todo. A mí me encierras en una clínica mientras tú lo pasas bien. Qué bonito. Y luego dices que lo haces por mí…
Esa acusación le dolió como una bofetada.
– No sabes lo que estas diciendo. Estoy intentando salvar a mi familia, algo que a ti te importa un bledo.
Duncan tomó a Tim del brazo.
– Tu hermana tiene razón. Debes ingresar en la clínica mañana a las nueve o la policía irá a buscarte.
Él miró de uno a otro, colérico.
– Os habéis puesto de acuerdo. ¿Me has vendido a este canalla? Maldita sea, Annie…
– Ya está bien, McCoy. Es hora de que te marches. Y recuerda, te esperan mañana a las nueve en la clínica.
– ¿Para qué esperar? -replicó Tim, soltándose de un tirón-. Ingresaré ahora mismo.
– Seguramente será lo mejor.
– ¿Es que no te importo nada, Annie?
Ella se negó a contestar. Su hermano intentaba manipularla como había hecho tantas veces y, hasta aquel día, había sido incapaz de ponerse firme. Pero tal vez había llegado el momento de hacerlo.
– Buena suerte, Tim. Espero que puedan ayudarte en la clínica.
Su hermano la fulminó con la mirada.
– Da igual. En cualquier caso, no te perdonaré nunca.