Annie iba sentada a su lado, en silencio, pero a Duncan le llegaba su perfume. Y de vez en cuando la oía suspirar.
– ¿Estás enfadada conmigo o con Tim?
– ¿Qué? -murmuró ella, distraída-. Con ninguno de los dos. Le agradezco mucho su ayuda, señor Patrick. Y Tim también se lo agradecerá algún día, estoy segura.
Él no estaba de acuerdo, pero se había equivocado antes. Tal vez la clínica de rehabilitación era lo que Tim McCoy necesitaba. Y si no, tarde o temprano acabaría en la cárcel.
– Le he estado llamando toda la semana -admitió Annie-. Intentando explicárselo, pero no lo había visto hasta hoy. Y está tan enfadado…
– Tú sabes que te ataca porque es lo más seguro, ¿no? No es capaz de admitir que tiene un problema, así que culpa a todo el mundo menos a sí mismo.
– Lo sé, pero no es fácil escuchar ciertas cosas.
Tim era muy afortunado por tener una hermana como ella, pensó Duncan. Aunque tampoco lo reconocería.
– Intenta animarte.
– Sí, claro no se preocupe, haré mi trabajo como habíamos quedado -Annie se mordió los labios-. De todas formas, a mí estas cosas no se me dan bien.
Mal momento para reconocer eso, pensó Duncan, divertido por su sinceridad.
– ¿Ir a fiestas? No hay mucho que hacer, estar guapa y mirarme con gesto embelesado. Tú has estado en la universidad, no creo que esto te resulte difícil.
– Es algo más. ¿O es que no se espera que hable con nadie?
– Tampoco creo que tengas ningún problema para hablar con nadie.
– Sí, bueno, usted da menos miedo que un salón lleno de gente, señor Patrick.
– Por cierto, deberías empezar a llamarme Duncan y no señor Patrick.
Annie suspiró de nuevo y el sonido le gustó. Era sexy. La clase de suspiro que una mujer podría dejar escapar mientras…
Duncan interrumpió tales pensamientos. Annie McCoy era muchas cosas, ¿pero sexy?
Entonces miró sus muslos bajo la falda corta. En fin, el adjetivo se le podía aplicar perfectamente, pero eso no era lo importante. La había contratado para hacer un papel, nada más. Además, no era su tipo.
– Duncan -repitió ella.
Él giró la cabeza y sus ojos se encontraron. Los de ella azules, grandes, rodeados de largas pestañas. Llevaba el pelo diferente, pensó, recordando sus rizos. Aquella noche caía en suaves ondas por debajo de los hombros. Muy elegante. Aunque él prefería los rizos. El vestido era apropiado y destacaba sus curvas… por no hablar de los muslos.
– Estás muy guapa.
Annie tiró del bajo del vestido.
– Fue idea de Cameron. Es estupendo, por cierto. Muy divertido y lo sabe todo sobre moda. Hizo una lista para que supiera con qué zapatos iba cada vestido.
– Cameron sabe mucho de estas cosas.
– Me dijo que habíais sido compañeros en la universidad.
Duncan rió.
– Eso fue hace mucho tiempo. Admito que fue el primer homosexual que había conocido y que al principio no me hizo mucha gracia tenerlo como compañero de habitación.
– ¿Demasiado macho para entenderlo? -preguntó Annie.
– En parte, supongo. Pensaba que me atacaría cuando estuviera dormido, lo cual fue una estupidez por mi parte. Tardamos algún tiempo, pero nos hicimos amigos. Luego, cuando regresó a Los Ángeles para abrir su negocio, volvió a ponerse en contacto conmigo y me convirtió en su cliente.
– Es un chico muy amable. Mis primas y Kami también lo pasaron estupendamente yendo de compras.
– ¿Fueron contigo?
– Sí, claro. Dijiste que podría quedarme con la ropa, pero no creo que yo vaya a ponerme estos vestidos nunca más. No es algo que pueda usar para ir al colegio -sonrió Annie-. Así que fueron conmigo para dar su opinión. Como todas tenemos más o menos la misma talla…
– ¿Vas a regalarles la ropa?
– Si no te importa, sí. Dijiste que no tenía que devolverla.
– No, yo no la quiero. Es tuya.
– Gracias.
Duncan se quedó pensativo. No imaginaba a ninguna otra mujer regalando un vestuario tan caro. Era lógico que no quisiera ponerse esos vestidos para ir a trabajar… ¿pero no salía con nadie? ¿No quería quedarse con la ropa por si acaso la necesitaba en alguna ocasión? Eso no tenía sentido para él y quería entenderla porque para ganar había que entender al contrario y explotar sus debilidades. Había comprado el tiempo de Annie, pero no confiaba en ella. Claro que era normal porque él no confiaba en nadie. Nunca.
Annie pasó las manos por la lujosa piel del asiento. El coche, un deportivo alemán, olía a nuevo. El motor era silencioso, el salpicadero lleno de botones y mandos. Daba la impresión de que para poner la radio habría que tener un título en ingeniería.
– Es un coche precioso.
– Gracias.
– La radio de mi coche hace un ruido rarísimo. El mecánico dice que no le pasa nada, pero suena fatal.
– ¿No la puedes arreglar?
Annie lo miró por el rabillo del ojo.
– Podría y lo haré en algún momento, cuando me toque la lotería. Pero antes necesito cambiar las ruedas. Con los coches viejos siempre pasa algo, ¿verdad? Pero no importa, tenemos un trato: él arranca todas las mañanas y yo no me compro otro.
Duncan sonrió.
– ¿Hablas con tu coche?
– Sí, claro. Aunque seguramente tú no lo harías.
– Tu coche y yo no nos conocemos.
– Puedo presentaros, si quieres -rió Annie.
– No, gracias -dijo él, girando a la izquierda después de un semáforo.
– He estado pensando… voy a conocer a mucha gente y me preguntarán cuándo nos conocimos.
– Hace tres meses.
– Ah, muy bien. ¿Qué tal si decimos que fue un fin de semana? Tú ibas a la playa, me viste parada a un lado de la carretera porque había pinchado y te detuviste para ayudarme.
– Nadie se creería eso.
– ¿No pararías para ayudar a alguien?
– No lo creo.
– Pues deberías hacerlo. Es buen karma.
– A lo mejor no creo en el karma.
– No tienes que creer, seguirá pasando de todas formas. Yo creo que el universo lleva la cuenta de las cosas que hacemos.
– Si eso fuera cierto yo no sería millonario.
– ¿Por qué no?
– ¿No has leído nada sobre mí? Soy un canalla sin corazón. Te he contratado para demostrar lo contrario.
– Si fueras un canalla sin corazón habrías hecho que detuvieran a Tim en cuanto descubriste el desfalco. Pero no lo has hecho.
– Sólo porque el resultado hubiera sido más prensa negativa -Duncan giró la cabeza para mirarla-. Ten cuidado, Annie. No cometas el error de creer que soy mejor de lo que soy.
Tal vez tenía razón. ¿Pero esa advertencia no demostraba que ella estaba en lo cierto?
El salón del hotel era enorme, lujoso y muy bien iluminado, con una orquesta tocando al fondo. Annie sujetaba su refresco intentando por todos los medios no parecer asustada. Los invitados, todos elegantemente vestidos, charlaban y se movían de un lado a otro con confianza…
El mundo de Duncan era un sitio interesante, tan diferente al suyo como era posible. Pero estaba allí para hacer su trabajo, de modo que permaneció a su lado, sonriendo y estrechando la mano de personas cuyos nombres sería incapaz de recordar más tarde.
– ¿Cuánto tiempo llevas saliendo con Duncan? -le preguntó una mujer.
– Tres meses -contestó ella.
– Eso es una eternidad para Duncan. Debes ser muy especial.
– Él es especial -dijo Annie.
– Y no eres su tipo, además.
Duncan debió oír eso porque le pasó un brazo por los hombros.
– Mi tipo es otro ahora.
– Eso veo.
Cuando la mujer se apartó, Duncan la llevó hacia otro grupo de invitados, entre los cuales había un hombre que trabajaba para una revista económica.
– ¿Te importa que te haga un par de preguntas?
– No, claro que no -contestó ella-. Mientras no te importe a ti que me ponga nerviosa.
– ¿No te gusta la prensa?
– La verdad es que no estoy muy acostumbrada.
– No puedes salir con alguien como Duncan Patrick y pasar desapercibida.
– Eso me han dicho.
El hombre, bajito y pálido, le preguntó:
– ¿Cómo os conocisteis?
Annie le contó la historia de la carretera, pero él no parecía muy convencido.
– Me han dicho que eres profesora.
– Sí, de primaria. Me encanta trabajar con niños pequeños porque les emociona la idea de ir al colegio y mi trabajo consiste en animarlos, en prepararlos para que aprendan a estudiar. Si podemos enseñar a los más pequeños que aprender es divertido, podremos asegurarnos de que terminan sus estudios.
El periodista parpadeó, sorprendido.
– Muy bien. ¿Y por qué Duncan Patrick?
Annie sonrió.
– Porque es una persona estupenda. Aunque lo primero que llamó mi atención fue su risa. Tiene una risa preciosa.
El periodista parpadeó de nuevo.
– Yo nunca lo he oído reír.
– Será porque no le ha contado nada gracioso.
Duncan se acercó a ellos entonces.
– Charles -lo saludó, estrechando su mano-. Me alegro de verte.
– Lo mismo digo.
– Vamos a bailar, Annie -sonrió Duncan entonces, tomando su vaso para dejarlo sobre una mesa-. Hasta luego, Charles.
Ella miró hacia atrás mientras se alejaban del periodista.
– Yo no estoy acostumbrada a bailar.
– No es difícil, yo te llevaré.
– ¿Crees que podríamos convencer a todo el mundo para jugar al corro de la patata? Porque eso se me da de maravilla.
Duncan soltó una carcajada y Annie se alegró de no haberle mentido al periodista: tenía una risa estupenda.
– Lo harás bien, no te preocupes.
– Muy bien, pero te pido disculpas de antemano por pisarte.
A pesar de que era más alto que ella, Duncan se movía con seguridad y resultaba fácil seguirlo mientras la guiaba, con una mano en la cintura. Después de unos pasos, Annie consiguió relajarse un poco.
Olía bien, pensó. Un olor limpio y masculino. La tela del traje era muy suave y, cuando puso la mano sobre su hombro, su calor la envolvió. Su calor y algo más, el susurro de un cosquilleo en el bajo vientre.
Annie seguía moviéndose por fuera, pero por dentro se había quedado inmóvil. ¿Un cosquilleo? No debería haber ningún cosquilleo. Aquello era un trabajo y no debería sentir nada por Duncan Patrick. No debería gustarle o sentirse atraída por él.
Tal vez era porque llevaba mucho tiempo sin salir con nadie, se dijo a sí misma. Era como si tuviese mucha hambre, cualquier tipo de comida bastaría porque le sonaban las tripas.
Duncan era un hombre muy guapo y era lógico que le gustase, pero era lo bastante lista como para tener cuidado.
Aquello era una especie de cuento de hadas. Ella era Cenicienta y el baile terminaría a las doce. O, en su caso, en Navidad. Pero ella no dejaría atrás un zapato de cristal y el príncipe azul no iría a buscarla para probárselo.
Annie aguantó mejor de lo que había esperado, pensaba Duncan dos horas después. Había contado la historia de que él se detuvo en la carretera para ayudarla unas doce veces y lo hacía de manera tan entusiasta y sincera que incluso él empezaba a creerlo. Y todo el mundo parecía igualmente encantado con ella. Aunque un poco desconcertados. Había visto a varias personas intercambiando miradas de extrañeza, como si se preguntaran qué hacia él con una chica tan encantadora.
Incluso a Charles Patterson, un conocido periodista experto en economía, le había caído bien Annie. Estupendo; lo único que necesitaba era un par de artículos favorables para equilibrar la prensa negativa.
Tomando las copas de la barra, volvió con Annie y le dio su refresco de lima. Por el momento no había tomado ni gota de alcohol.
– Le estaba diciendo a Charles que su información está equivocada. No vas a cerrar esa compañía, ¿verdad? Es prácticamente Navidad, tú no dejarías a toda esa gente sin trabajo cuando están a punto de empezar las fiestas. Pero, además, es la estación donde más se necesitan trabajadores.
Tenía razón a medias, pensó él. Era una época del año en la que había mucho trabajo, pero tenía intención de cerrar la empresa porque las rutas que servía no estaban dando beneficios.
Annie lo miraba, esperando una respuesta. Duncan tenía la impresión de que no estaba interpretando, que de verdad creía que no querría dejar a la gente sin trabajo en Navidad. Charles, en cambio, parecía satisfecho… sin duda pensando lo peor, algo que siempre le había funcionado en el pasado.
Y Duncan maldijo en silencio, recordándose a sí mismo que su reputación era más importante que todo lo demás.
– Annie tiene razón, las instalaciones seguirán abiertas hasta primeros de año.
Charles enarcó una ceja, sorprendido.
– ¿Puedo publicarlo entonces?
Él asintió con la cabeza.
– Ah, qué interesante -dijo el periodista antes de alejarse.
– ¿Por qué pensaría eso de ti? -le preguntó Annie cuando se quedaron solos-. Nadie sería tan malvado. Estamos casi en Navidad -añadió, tomando un sorbo de refresco-. Es mi época favorita del año, por cierto. En mi familia creemos que en las navidades, más es menos. Siempre compramos un árbol enorme que luego no podemos llevar a casa… el año pasado tuvimos que cortar las ramas de arriba porque no cabía por la puerta. Es que no parecen tan grandes en el almacén.
– Ya, claro -sonrió Duncan.
– Y luego lo adornamos, hacemos galletas especiales… a mí me encantan los villancicos. Jenny y Julie empiezan a quejarse después de un par de días, pero yo sigo poniéndolos. Y, por supuesto, también vemos películas navideñas… ¿en tu familia seguís las tradiciones?
– No, no tenemos ninguna.
Annie lo miró, sorprendida.
– ¿Por qué no?
– Porque es un día como otro cualquiera.
– Pero es Navidad, no es un día cualquiera. En esa época del año las familias se reúnen, piden deseos, se hacen regalos.
– Eres demasiado ingenua. Deberías ver la realidad.
– Y tú deberías pasar algún tiempo escuchando villancicos. ¿No decoras tu casa?
Duncan pensó en su lujoso dúplex y en la cara que pondría su ama de llaves si apareciese con un árbol de Navidad.
– Normalmente viajo en esa época del año. Me voy a esquiar o a alguna playa.
– ¿Y tu familia?
– Sólo tengo a mi tío y él lo pasa estupendamente sin mí.
Annie parecía desconcertada, como si estuviera hablando en un idioma extranjero.
– ¿Vas a decirme que no os hacéis regalos?
– No, no nos hacemos regalos.
– Pero las tradiciones son importantes. Y estar junto a tus seres queridos…
– ¿Has sido una romántica empedernida toda tu vida?
– Aparentemente, sí. ¿Y tú siempre has sido tan cínico?
– Desde hace décadas.
Annie lo sorprendió riendo.
– Al menos lo admites. Dicen que ése es el primer paso para curar.
– A mí no me pasa nada.
– ¿Quieres que hagamos una encuesta? Vamos a preguntar cuánta gente celebra las navidades de la manera tradicional y cuántos no y veremos quién de los dos tiene razón.
– Yo no necesito la opinión de nadie para saber que tengo razón.
– Tú no tienes que ir al gimnasio, ¿verdad? -sonrió Annie entonces-. Cargar con un ego tan pesado debe ser un ejercicio estupendo.
– Me mantiene en forma.
Ella rió de nuevo y el sonido lo hizo sonreír. Era más guapa de lo que había pensado al principio. Aunque también muy apasionada cuando olvidaba ser tímida y leal hasta el punto de ser tonta, como en el caso de su hermano. Pero en fin, todo el mundo tenía defectos. En el e-mail que le había enviado por la mañana le daba los datos sobre su vida, pero eso no le decía quién era Annie McCoy en realidad. En el sentido práctico, era la persona que necesitaba: una buena chica. Pero también era atractiva en muchos sentidos.
Sin pensar, Duncan se inclinó un poco hacia delante y rozó sus labios. Ella se puso tensa durante un segundo, pero después se relajó. Su boca era suave, dócil…
Percatándose de que había gente alrededor se echó hacia atrás, pero al hacerlo vio un brillo de sorpresa en sus ojos.
– No habíamos quedado en besarnos -dijo Annie con voz ronca-. Creo que hará falta una cláusula especial para eso.
– ¿La cláusula de los besos?
Ella asintió con la cabeza.
– Habrá que poner límites.
Duncan rió.
– Oye, que no soy uno de tus alumnos.
– Pero eso no significa que no pueda mandarte al pasillo.