– Lo siento mucho, pero esta noche no puedo -suspiró Annie, frustrada y preocupada. En realidad, disfrutaba de la compañía de Duncan, pero empezaba a preocuparle el acuerdo-. Espero que lo entiendas, es una emergencia.
– Una contingencia que, al parecer, hemos olvidado en nuestro acuerdo.
Annie no sabía si estaba enfadado o no y no quería preguntar.
– Es que la semana pasada han faltado muchos padres que deberían ayudar con los decorados de la obra de teatro…
– ¿La obra de Navidad?
– Es el festival de invierno, Duncan. Nosotros no promovemos una celebración en particular. En el colegio hay niños de todas las religiones.
– ¿Y llamarlo «festival de invierno» engaña a alguien?
– Es lo más sensato -rió Annie-. Pero hay que construir muchos decorados, pintar… tengo que quedarme para ayudar. Además, estoy enseñando a los niños a cantar un villancico en el lenguaje de signos.
– Ah, muy impresionante. Muy bien, señorita McCoy. Llámame cuando hayas terminado. Si tienes tiempo, te llevaré al cóctel.
– Siento mucho tener que perdérmelo -insistió ella.
– Pero aún no sabemos si te lo vas a perder, ¿no?
– No somos muy habilidosos cuando se trata de construir decorados, Duncan. Me temo que tendremos que estar aquí toda la noche.
– Llámame de todas formas.
Después de colgar, Annie se dirigió al salón de actos, donde los demás profesores y un par de voluntarios estaban dividiéndose el trabajo. Como lo más parecido a construir decorados que había hecho en su vida eran las clases de costura a las que había asistido el verano anterior, le asignaron la tarea de pintar.
Media hora después, todo el mundo estaba pintando, lijando y levantando decorados de madera. Pero quince minutos más tarde, cuatro tipos enormes con botas de trabajo entraron en el salón de actos. Todos con impresionantes cajas de herramientas.
La directora apagó la sierra mecánica y se quitó los guantes.
– ¿Querían algo?
– Hemos venido apara ayudar con el montaje -contestó uno de ellos-. Nos envía Duncan Patrick.
Los profesores se miraron unos a otros, desconcertados y Annie se aclaró la garganta.
– Duncan es un amigo mío. Le dije que andábamos cortos de personal y… -intentaba parecer absolutamente tranquila, pero seguramente no estaba funcionando porque no podía dejar de sonreír.
La directora suspiró, agradecida.
– Estamos desesperados. ¿Han hecho alguna vez decorados para una obra escolar?
Los hombres se miraron.
– Dos de nosotros tenemos una empresa de construcción y los otros dos son pintores, señora. Si nos dicen lo que hay que hacer, nosotros nos encargaremos de todo.
Annie sacó el móvil del bolsillo para llamar a Duncan.
– Gracias -le dijo-. Qué sorpresa.
– Te necesito esta noche. Iré a buscarte a las cinco, pero hoy no terminaremos muy tarde.
Annie quería decir algo más, quería que Duncan admitiese que deseaba ayudarla. Pero algo le decía que no iba a reconocerlo. La cuestión era por qué. ¿Qué había en el pasado de Duncan que lo hacía creer que ser amable y considerado con los demás era algo malo?
Tal vez era hora de descubrirlo.
– No lo entiendo -dijo Annie mientras metía la llave en la cerradura-. Es un banquero, tiene muchísimo dinero. ¿Por qué le importa tanto el tuyo?
– Los bancos ganan dinero con el de los demás -contestó Duncan-. Prestándolo, invirtiéndolo. Cuanto mayor es la cuenta, más dinero ganan.
– Sí, bueno, eso ya lo sé.
Habían pasado las últimas dos horas soportando un aburrido cóctel. En teoría, era una reunión de trabajo para hacer contactos, pero pronto quedó claro que Duncan había sido invitado para presentarle a un conocido banquero. Normalmente a él no le importaban esas cosas porque, en general, se aprovechaba de ellas, pero aquella noche no estaba de humor.
En lugar de estar atento a la conversación, había estado mirando el reloj y la pantalla del móvil.
Annie tiró sobre el sofá el echarpe negro que llevaba y se inclinó para quitarse los zapatos, haciendo una mueca de dolor.
– No lo dicen de broma -murmuró-. Para estar guapa hay que sufrir.
En circunstancias normales Duncan habría respondido al comentario, pero estaba demasiado ocupado mirando el escote del vestido, que dejaba al descubierto el nacimiento de sus pechos. Las curvas parecían lo bastante grandes como para que le cupieran en las manos…
Se preguntaba si serían suaves y cómo sabrían. Imaginaba su lengua haciendo círculos en sus pezones, chupándolos suavemente mientras ella gemía…
La imagen fue lo bastante vivida como para provocar una reacción en su entrepierna y tuvo que moverse, incómodo.
Annie se irguió, dio un paso adelante y volvió a hacer una mueca de dolor.
– Creo que la lesión es permanente. ¿Cómo es posible que las mujeres lleven estos zapatos todos los días? Yo no podría soportarlo -suspirando, señaló una esquina del salón-. ¿A que es precioso?
Duncan miró el árbol de Navidad al lado de la ventana. Prácticamente ocupaba la mitad de la habitación, con cientos de adornos cubriendo cada centímetro. Annie encendió las luces, que centelleaban a toda velocidad. No era algo que le hubiera gustado nunca y, sin embargo, había algo especial en ese árbol.
– Muy bonito.
– ¿Has puesto uno en tu casa?
No, claro que no, pero no quería herir sus sentimientos. En lugar de contestar, Duncan señaló la mesita de café, donde había un libro forrado con plástico.
– ¿Qué es eso? -le preguntó.
Annie tomó el libro, que parecía un manual de instrucciones.
– No lo sé… es de un congelador. Pero nosotras no tenemos ningún… -no terminó la frase, atónita-. No me lo puedo creer.
Annie corrió al cuarto de la plancha, donde guardaba la lavadora y la secadora, y Duncan la siguió. Cuando llegó a su lado, estaba abriendo la puerta de un resplandeciente congelador con los estantes llenos de alimentos.
Había paquetes de carne, pollo y pescado, un montón de pizzas congeladas, bolsas de verduras, contenedores de zumo y helado…
Lo miró todo durante un minuto, con la boca abierta. Luego cerró la puerta y se volvió hacia él con lágrimas en los ojos.
Duncan había conocido a muchas mujeres bellas en su vida. Se había acostado con varias, había salido con algunas, había sido seducido por las mejores, incluso se había casado una vez. Pero ninguna de ellas lo había mirado como Annie McCoy, con una expresión de total felicidad.
– No tenías que hacerlo -le dijo.
– Lo sé, pero quería hacerlo. Se pueden comprar al por mayor, es más barato. Y sé lo que te gusta a ti una ganga.
– Es el mejor regalo que me han hecho nunca. Gracias -Annie apretó su mano-. En serio, es maravilloso.
Duncan apartó la mano porque no quería emocionarse. Él no se emocionaba, sencillamente.
– Sólo es un congelador.
– Para ti, para mí es otra cosa. Es algo de lo que ya no tengo que preocuparme, es una oportunidad de respirar tranquila.
Él había hecho muchos regalos en su vida: joyas, coches, vacaciones. Pero ahora se daba cuenta de que ninguno de esos regalos tenía la menor importancia. Nadie se había emocionado de verdad por algo que él le hubiese regalado. Tal vez porque Annie era una de las pocas mujeres que le había gustado de verdad.
Desear y gustar eran dos cosas completamente diferentes. Había decidido llegar a un acuerdo con Annie para mejorar su reputación de cara a los medios y conseguir que el consejo de administración lo dejase en paz. Pero Annie había empezado a gustarle de verdad. Y no sabía si eso era bueno o malo.
– Es mi buena acción para estas fiestas -le dijo-. Nada más que eso.
– Ya, claro -sonrió ella-. Porque no eres una buena persona.
– No lo soy.
– Eso me han dicho -Annie abrió el congelador para sacar una pizza-. Esta tiene de todo, creo.
– ¿Vas a hacer una pizza ahora?
– En el cóctel sólo han servido sushi y estoy muerta de hambre -rió ella, arrugando la nariz-. El pescado crudo no es mi comida favorita.
– Bueno, entonces vamos a tomar una pizza.
– ¿Quieres que veamos una película navideña mientras se calienta? -le preguntó Annie, después de encender el horno.
– No.
– Venga, dejo que tú elijas la película.
– Sigo diciendo que no.
Las lágrimas habían desaparecido y Annie lo miraba con los ojos brillantes.
– No te gustan las cosas domésticas, ¿verdad?
– Nunca he encontrado una razón para que me gustasen.
– Pero estuviste casado. ¿La antigua señora Patrick no consiguió domesticarte?
– ¿Te parezco domesticado? -le preguntó él, dando un paso adelante.
– Hummm… creo que en tus mejillas veo la marca de donde estaban las riendas.
Duncan iba a tomarla por la cintura y, cuando ella intentó apartarse, resbaló en el suelo de linóleo, la sujetó, apretándola contra su torso. La necesidad de abrazarla era tremenda, el deseo instantáneo. Pero el recuerdo de su ex hizo que la soltara.
– Valentina no estaba interesada en domesticarme.
– ¿Cómo era tu ex mujer? -Annie se aclaró la garganta, nerviosa-. Cameron me dijo que era… interesante.
– Lo dudo. Más bien te diría que era una mala bruja.
– Eso también.
Duncan no pensaba en su ex mujer más de lo necesario.
– Fue hace mucho tiempo -le dijo-. Ella estudiaba Periodismo y yo acababa de comprar mi primera empresa importante. Fue a entrevistarme para un artículo universitario… o eso me dijo. En realidad, creo que fue para conocerme.
Valentina tenía cuatro años menos que él, pero era una chica muy sofisticada y segura de sí misma. Él era un antiguo boxeador, musculoso y acostumbrado a usar la fuerza para conseguir lo que quería, mientras Valentina era de las que siempre se salía con la suya de la manera más sutil.
– ¿Era muy guapa?
– Sí, rubia, de ojos azules -Duncan estudió a la mujer que tenía delante. Físicamente se parecían, pero no tenían nada en común. Annie era dulce, amable. Confiaba en todo el mundo y creía lo mejor de todos. Valentina jugaba para ganar y le daba igual a quién hiciese daño en el proceso.
Ella le había enseñado a moverse en sociedad, a portarse como un hombre de mundo. Con ella había aprendido sobre vinos, sobre la ropa que debía llevar y qué temas de conversación eran adecuados en una reunión social. Valentina era la viva imagen de la afectación, de la clase… hasta que se cerraba la puerta del dormitorio. Allí lo prefería lo menos civilizado posible.
– ¿Cuánto tiempo estuvisteis casados?
– Tres años.
– Y… bueno, supongo que estuviste enamorado de ella. No era un acuerdo ni un matrimonio de conveniencia, ¿verdad?
– No, claro que no. Yo la quería -admitió él. Tanto como un hombre podía querer a una mujer con el corazón de hielo-. Hasta que la encontré en la cama con uno de mis socios.
Ni siquiera en la cama, pensó, aún más furioso que dolido. Encima de su escritorio.
– Qué horror.
– La eché de casa y pedí dinero prestado para comprarle la empresa a mis socios -siguió Duncan, mirando a Annie, pero sin verla. En lugar de eso veía a una Valentina desnuda, el largo cabello rubio cayendo sobre sus hombros…
– No serías tan tonto como para pensar que te quería de verdad -le había dicho ella.
Pero sí había sido tan tonto. Desde pequeño había aprendido que había que ser fuerte para triunfar. Con Valentina había olvidado las dolorosas lecciones de su niñez y no volvería a hacerlo.
Annie tocó su brazo.
– Lo siento. No entiendo por qué haría algo así.
– ¿Por qué? ¿Porque en tu mundo los matrimonios duran para siempre?
– Claro que sí -Annie parecía sorprendida-. Mi padre murió cuando yo era muy joven y mi madre hablaba de él todo el tiempo. Hizo que fuese real para Tim y para mí. Era como si no hubiera muerto… como si se hubiera ido de viaje. Y cuando enfermó nos dijo que no nos pusiéramos tristes porque iba a volver con mi padre, que era lo que quería de verdad.
– Ese tipo de amor no existe.
– No todas las mujeres son como Valentina.
– ¿Tú has encontrado al hombre de tus sueños?
– No -Annie se encogió de hombros-. Siempre me enamoro del hombre equivocado. Aún no sé por qué, pero ya lo averiguaré.
Era exageradamente optimista, pensó él.
– ¿Cuántas veces te han roto el corazón?
– Dos.
– ¿Y por qué crees que la próxima vez será diferente?
– ¿Y por qué no va a serlo?
Porque estar enamorado significaba ser vulnerable.
– ¿Le darías todo a un hombre, sólo para que él se aprovechara y luego te dejase plantada? La vida es una pelea… mejor ganar que perder.
– ¿Son las únicas opciones? ¿Qué tal si ganan los dos? ¿Es que no enseñan eso en la escuela de negocios?
– Tal vez. Pero no en la escuela de la vida -contesto Duncan, apretando los puños sin darse cuenta.
Annie tomó su mano entonces e intentó abrir el puño.
– Debe ser muy frustrante saber que no puedes usar esto para salir de todas las situaciones.
– Lo es, sí.
Ella no sabía mucho sobre la ex mujer de Duncan, aparte de lo que Cameron le había contado, pero ahora lo entendía todo. Valentina le había hecho más daño del que quería admitir. Había destrozado su confianza en el amor, en los demás. Para un hombre acostumbrado a usar la fuerza física cuando se le acorralaba, la situación debió ser devastadora. Duncan le había entregado el corazón, tal vez por primera vez en su vida, sólo para que esa mujer se lo rompiera.
– ¿No ha habido nadie importante en tu vida después de Valentina?
– Ha habido alguna que lo ha intentado -contestó él.
– Pues tarde o temprano tendrás que volver a confiar en alguien. ¿No quieres formar una familia?
– Aún no lo he decidido.
Annie sacudió la cabeza.
– Ironías de la vida. A mí me encantaría encontrar a alguien, casarme y tener hijos. La cuestión es que no he encontrado a nadie a quien le parezca atractiva en ese sentido. Tú, por otro lado, tienes mujeres pegándose por ti, pero no estás interesado -le dijo, mirando sus ojos grises-. Pero no deberías rendirte, Duncan.
– No creo que necesite tus consejos.
– Te debo algo por el congelador.
– La pizza es suficiente.
– Muy bien. ¿Quieres buscar una película violenta en televisión mientras yo la meto en el horno?
– De acuerdo -tuvo que sonreír él.
Annie lo vio salir de la cocina y contuvo un suspiro.
Conocer su pasado explicaba muchas cosas. Pero de lo que Duncan no parecía darse cuenta era de que bajo ese duro exterior había una buena persona. Él no querría ni oírlo, claro. Pero lo era.
¿Cómo habría sido antes de Valentina? Un hombre fuerte, dispuesto a confiar en los demás y a entregar su corazón, imaginó. ¿Podía haber algo mejor?
Sus pensamientos fueron interrumpidos por el timbre del horno y Annie colocó la pizza en una bandeja.
¿La ex de Duncan lamentaría haberlo dejado?, se preguntó. ¿Se habría dado cuenta de lo que había perdido? No la conocía, de modo que no podía saberlo. Sólo sabía que si ella tuviera la oportunidad de estar con Duncan se agarraría a ella con las dos manos y no la dejaría escapar.
La fiesta de Navidad de los empleados de Industrias Patrick fue un completo desastre. Annie odiaba ser crítica, pero era imposible no darse cuenta de los incómodos silencios, las miradas entre unos y otros y las risas falsas de los nerviosos empleados.
Era evidente el miedo que le tenían a Duncan. Nadie comía o bebía y casi todos miraban el reloj, desesperados por marcharse.
– Una fiesta interesante -murmuró, en la puerta del salón del hotel. Aunque le parecía bien que Duncan quisiera saludar a todo el mundo, su presencia no estaba ayudando nada. Era un muy poderoso y relajarse con él era difícil.
– Estas cosas son siempre aburridas.
– Tal vez si hubiera música…
– Tal vez -Duncan miró por encima de su cabeza-. Ahí está Tom, de contabilidad. Tengo que hablar con él, vuelvo enseguida.
Annie se escondió tras una enorme planta y sacó el móvil para llamar a su casa. Jenny contestó de inmediato.
– ¿Podrías traerme la máquina de karaoke? Pídele a Kami que te ayude.
– ¿Para qué la quieres?
– Estoy en una fiesta que necesita ayuda urgente.
Annie le dio el nombre del hotel.
– Ah, qué elegante -dijo Jenny.
– Sí, pero la fiesta es un desastre. Daos prisa.
– Muy bien, tú toma una copa de vino.
– No sé si eso me ayudará -suspiró Annie, guardando el móvil en el bolso.
Al otro lado del salón, Duncan estaba charlando con un grupo de hombres. Probablemente ejecutivos, pensó.
Tres noches atrás, se había marchado antes de que la pizza se calentase, arguyendo que tenía que trabajar. Y seguramente era cierto. El trabajo era un escape para él y lo entendía. Aunque ella no trabajaba tantas horas, era una experta en no examinar sus problemas. Sus primas y Kami la mantenían ocupada, por no hablar de los proyectos del colegio. Si estaba todo el día corriendo, no tenía que pensar que hacía seis meses que no salía con nadie, por ejemplo. Sin contar a Duncan, claro.
Después de las navidades, se prometió a sí misma. Entonces empezaría a salir otra vez y buscaría a alguien que la viese como algo más que una hermana o una amiga.
Tim había dicho que iba a presentarle a un par de amigos… aunque eso había sido antes de que ingresara en la clínica. Se preguntó entonces si seguiría enfadado con ella. Como no podía hablar por teléfono con él o ir a visitarlo durante las primeras semanas, no tenía forma de saberlo.
Durante los primeros veinte minutos, Annie tomó su copa de vino e intentó hablar con la gente, pero todos estaban demasiado tensos como para contestar con algo más que monosílabos. Hasta que, por fin, aparecieron Jenny y Kami con la máquina de karaoke.
– He traído canciones de los ochenta -dijo Jenny mientras la ayudaba a enchufarla-. Me imaginaba que la gente de la fiesta sería muy mayor.
– Qué bonito. No lo dirás en serio, ¿verdad?
– Tú te lo tomas todo en serio. Claro que estoy de broma, tonta. He puesto música navideña -Jenny miró alrededor-. ¿Pero cómo vas a hacer que canten?
– He decidido sacrificarme a mí misma.
Kami hizo una mueca.
– Tim no te merece.
– Dímelo a mí.
Cuando la música empezó a sonar, todos se volvieron para mirarlas. Habían elegido Jingle Bell Rock. Tal vez esa canción lograría hacer que entrasen en el espíritu navideño.
– Buena suerte -dijo Kami.
Annie tomó el micrófono y empezó a cantar. Tenía una voz modesta, por decir algo. Suave, sin muchos registros, pero alguien tenía que salvar aquella fiesta. De modo que intentó no pensar en el temblor de su voz o en el calor que sentía en la cara.
Jenny y Kami se unieron valientemente a ella y luego una pareja que estaba al fondo del salón se apuntó también. Unos cuantos más se atrevieron entonces con el estribillo y en la tercera ronda la mayoría de la gente estaba cantando.
Un par de chicas decidieron tomar el micrófono y cuando terminaron de cantar había una cola esperando. Annie suspiró, agradecida, y se terminó la copa de vino de un solo trago.
Aún estaba temblando. La buena noticia era que los empleados de Duncan habían empezado a charlar y a pasarlo bien.
– Has cantado -dijo él.
– Lo sé.
– ¿Por qué?
– ¿Tan mal lo he hecho?
– No, pero era evidente que estabas incómoda.
– La fiesta era un desastre y había que hacer algo.
Duncan miró alrededor y luego volvió a mirarla a ella.
– No era tu responsabilidad.
– La gente debería pasarlo bien en una fiesta de Navidad. ¿No es para eso para lo que se hacen?
Él la miró como si no la entendiera.
– Ve a hablar con ellos -sugirió Annie-. Pregúntales cosas sobre sus vidas, finge que tienes interés.
– ¿Y luego qué?
– Sonríe. Eso los dejará desconcertados.
Duncan la miró con cara de sorpresa, pero luego hizo lo que le pedía. Annie lo vio acercarse a un grupo de hombres que estaban bebiendo cerveza y tirándose de las corbatas.
Sus empleados no eran los únicos que estaban desconcertados, pensó. También lo estaba ella. Salía con Duncan por razones que no tenían nada que ver con el amor o con la amistad siquiera. Básicamente, la había chantajeado para que lo acompañase a ciertos eventos con objeto de demostrar que era una persona agradable. ¿Por qué entonces quería estar con él, ayudarlo? ¿Por qué cuando lo veía sonreír tenía que sonreír también?
Era una complicación que no podía permitirse, pensó. Ella quería una historia de amor y Duncan quería estar solo. Él era multimillonario y ella una simple profesora de primaria. Había un millón de razones por las que una relación no podría funcionar.
Y ninguna de ellas podía evitar que deseara precisamente aquello que no podía tener.