Capítulo Seis

Duncan tomó a Annie del brazo para llevarla hasta su coche. Una de las primeras reglas del boxeo era no pelear nunca enfadado porque eso le daba ventaja a tu oponente. Él había aprendido la lección y no pensaba decir nada hasta que estuviera más calmado. Algo difícil de imaginar en aquel momento.

Estaba mas que cabreado y el deseo de ponerse a gritar, algo que no hacía nunca, lo superaba.

– Suéltalo de una vez -dijo Annie cuando llegaron al coche.

– No tengo nada que decir.

Ella puso los ojos en blanco.

– Por favor, si prácticamente echas espuma por la boca. Dilo de una vez.

– Estoy bien -insistió Duncan, esperando hasta que entró en el coche para cerrar la puerta y sentarse tras el volante.

– Venga, te sentirás mejor.

– Muy bien, no tenías derecho a hacerlo.

– O sea, que estás enfadado.

– ¿Cómo se te ha ocurrido?

– Ah, ya veo que las palabras amables se han terminado.

– ¿Qué quieres decir?

– Antes, cuanto he tenido que ponerme a cantar muerta de vergüenza para animar la fiesta, has sido muy amable conmigo. Pero ahora, por una simple sugerencia, estás enfadado.

– ¿Una simple sugerencia? ¿Es así como lo llamas? No tenías derecho, Annie. Yo llevo un negocio y nuestro acuerdo no te da autoridad sobre mí o sobre mis decisiones. No sabías de lo que hablabas y tendré que solucionarlo como pueda…

– ¿Te sientes mejor ahora?

– No soy un niño, no tienes que aplacarme.

– Entiendo que eso es un no.

Annie no le tenía miedo y, en el fondo, Duncan agradecía que así fuera.

– Mira, vamos a dejarlo.

– Pues yo sigo pensando que no es mala idea.

– Tú no eres la que tendría que pagar por ello.

– Pero si tú ya estás pagando -dijo Annie tranquilamente-. Los padres tienen que faltar al trabajo porque no hay suficientes guarderías o tienen que irse antes porque sus hijos se ponen enfermos. Es algo que no se puede controlar y la gente se preocupa, Duncan. Y la gente preocupada no puede trabajar al cien por cien.

– No pienso construir una guardería en la empresa, es ridículo.

– ¿Por qué?

– Para empezar, es caro e innecesario.

– ¿Lo sabes con total seguridad?

– ¿Y tú sabes si serviría de algo?

– No, pero estaría dispuesta a probar. ¿Y tú?

– Yo no voy a tu colegio para decirte cómo debes dar las clases y te agradecería que no me dijeras cómo llevar mi empresa -replicó Duncan, furioso.

– No te estoy diciendo cómo llevar tu empresa. He hablado con un grupo de empleados y todos estaban de acuerdo en que es un problema. Yo sólo dije que sería una idea interesante y algo que tú podrías estudiar.

– No debes hablar por mí.

– ¿Y qué querías que hiciera? -le preguntó ella entonces-. Todo el mundo cree que soy tu novia. Hemos llegado a este acuerdo para que la gente crea que eres una persona decente. Y las personas decentes tienen buenas ideas.

– No es una buena idea. Yo escucho cuando alguien me ofrece algo interesante, esto no lo es.

– ¿Y por qué no? ¿Necesito un máster en Economía para darte una idea? Ahora entiendo que todo el mundo estuviera tan asustado. No dejas que nadie diga nada sin tu permiso -protestó Annie-. Pues si no escuchas a nadie, imagino que las reuniones contigo deben ser cortísimas. Además, ¿para qué tienes reuniones? Eres tan engreído… das una orden y todo el mundo se pone firme. Qué absurdo.

Estaba seriamente enfadada. Tan enfadada que se inclinó hacia delante y clavó un dedo en su brazo.

– No seas tonto, tú sabes que la idea podría ser interesante. Otras compañías lo han hecho y nadie se ha arrepentido. O también podrías hablar con un par de guarderías cercanas para que permaneciesen abiertas más horas, llegar a algún tipo de acuerdo, ofrecer un precio especial para tus empleados… yo qué sé. Lo que digo es que si es un problema para tus empleados, es un problema y punto.

Duncan se apoyó en la puerta del coche.

– ¿Has terminado?

– No, la gente de la fiesta te tenía miedo y eso no es bueno.

Duncan sabía que tenía razón en ese punto. Unos empleados asustados ponían más energía en protegerse que en luchar por la empresa.

– No quiero que me tengan miedo -admitió-. Quiero que trabajen.

– A la mayoría de la gente se la puede motivar con un objetivo común. Mucho mejor que con intimidaciones.

– ¿Qué intimidaciones? Tú no me tienes miedo.

– Porque yo no trabajo para ti. Bueno, se podría considerar que me has contratado, pero yo te conozco, ellos no. Tú puedes dar mucho miedo y lo utilizas cuando quieres. Tal vez esa estrategia te dé resultado algunas veces, pero ahora mismo es un obstáculo.

– No pienso volverme blando, es ridículo.

– Tal vez no, pero tampoco tienes que ser un ogro. Y sabes que tengo razón sobre el asunto de la guardería, deberías pensarlo.

Tenía razón, maldita fuera. Y lo más frustrante era que ya no estaba enfadado. ¿Cómo había hecho eso?

– Eres una mujer extraña, Annie McCoy.

– Es parte de mi encanto -sonrió ella.

Era algo más que encanto, pensó Duncan, tirando de su mano para besarla.

Y ella le devolvió el beso sin protestar.

No sabía lo que era hacer las paces con un hombre después de una discusión porque ella no tenía por costumbre discutir, pero había oído que era magnífico. Y, a juzgar por el incendio que recorría todo su cuerpo en ese momento, era algo que habría que estudiar.

Se sentía llena de energía después de la discusión. Le gustaba pelearse con él sabiendo que podía ser firme. Aunque Duncan podría ganarle físicamente, emocionalmente estaban a la misma altura. Y seguiría siendo así porque algo le decía que Duncan era una persona justa.

Annie inclinó a un lado la cabeza y él enredó los dedos en su pelo, mientras abría sus labios con la lengua. Sabía a whisky a menta y se apretó contra él un poco más, echándole los brazos al cuello.

Sentía que sus pechos se hinchaban y una extraña presión entre las piernas. Si la palanca de marchas no hubiera estado entre los dos, seguramente le habría arrancado la chaqueta y la camisa.

Pero, en lugar de sugerir que siguieran en otro sitio, Duncan se apartó un poco.

En la oscuridad no podía ver sus ojos y no sabía lo que estaba pensando.

– Eres una complicación, Annie -dijo él entonces.

¿Eso era bueno o malo?, se preguntó.

– También soy Piscis y me gusta viajar y dar largos paseos por la playa.

Duncan rió. Y, como siempre, el sonido hizo que se le encogiera el estómago.

– Maldita sea -murmuró él-. Voy a llevarte a casa antes de que hagamos algo que lamentemos más tarde.

¿Lamentar? Ella no pensaba lamentar nada. Pero como no estaba segura de su respuesta, decidió callarse. Desear a Duncan era una cosa. Desear a Duncan y que él dijera que no estaba interesado era más de lo que estaba dispuesta a soportar.

El valor era una cosa curiosa, pensó mientras se ponía el cinturón de seguridad. Y, aparentemente, ella iba a tener que encontrar el suyo.


Annie sobrevivió a las dos siguientes fiestas. Estaba empezando a acostumbrarse a charlar con hombres de negocios y, sobre todo, a confirmarles que era profesora de primaria y le encantaba su trabajo.

Había conocido a muchos periodistas y el mundo de los ricos le daba menos miedo que al principio. Y tampoco Duncan le parecía tan imponente. Lo único que lamentaba era que no hubiese vuelto a besarla.

Se decía a sí misma que seguramente era lo mejor y en algunos momentos incluso llegaba a creerlo. Duncan había dejado claro que la suya era sólo una relación de conveniencia y si todo acababa mal sería culpa suya porque había sido advertida.

– ¿Qué hay en la caja? -le preguntó cuando salían del hotel para volver a su casa.

Annie le había dicho que no pensaba contarle qué era hasta que terminase la fiesta.

– Adornos de Navidad para tu casa. Una forma de agradecerte todo lo que has hecho por mí.

– ¿Qué clase de adornos? -preguntó él, con expresión suspicaz.

– Nada que vaya a comerte mientras duermes. Son bonitos, te gustarán.

– ¿Es una opinión o una orden?

– Tal vez las dos cosas -sonrió Annie.

– Muy bien -suspiró Duncan-. Venga, vamos. Incluso dejaré que los coloques donde quieras.

Antes de que se diera cuenta de lo que estaba haciendo, Duncan tomaba la autopista hacia el norte en lugar del sur y, quince minutos después, detenía el coche en el garaje de un lujoso edificio.

Annie se dijo a sí misma que debía tranquilizarse. La había llevado a su casa, pero eso no significaba que hubieran pasado de ser una pareja falsa a ser una pareja real. Eran amigos, nada más. Amigos que fingían salir juntos. Ocurría todo el tiempo.

Unos minutos después estaban en un lujoso dúplex. Y no debería sorprenderla, claro.

El salón era espacioso, como los lofts que había visto en las revistas y los programas de decoración, con preciosos suelos de madera. En el centro había dos sofás de piel, varios sillones, una pantalla plana de televisión del tamaño de un jumbo y ventanales desde los que se veía todo Los Ángeles. Toda su casa, incluido el jardín, cabría en aquel sitio.

Y, sin duda, aquel apartamento tendría más de un cuarto de baño. Tal vez podría enviar allí a sus primas para que se arreglasen los viernes por la noche. Así no tendrían que pelearse.

– Es muy bonito -le dijo, mirando las paredes pintadas de color beige y los sofás de un tono marrón claro-. Pero no hay mucho contraste de colores.

– Me gustan las cosas sencillas.

– El beige es el color de los hombres. O eso he oído.

Annie se dejó caer en uno de los sofás y puso la caja sobre la mesita de café.

– ¿Quieres una copa de vino?

– Sí, muy bien.

Mientras Duncan servía el vino, ella sacó los adornos de la caja. Había tres bolas de cristal con nieve, dos velas, varias tiras de espumillón y un belén dentro de una caja, las figuritas de porcelana envueltas en papel celofán.

Annie miró alrededor. Las velas y el espumillón podrían ir sobre la mesa, las bolas de cristal frente a la ventana. Y el belén en la mesa de la televisión. Cuando terminó, Duncan le dio su copa de vino.

– Muy bonito, muy hogareño.

– ¿Lo dices de verdad?

– Sí.

– Me habría gustado traer un árbol, pero no sabía si te gustaría.

– A mi ama de llaves le habría divertido.

Eso no la sorprendió.

– ¿Quieres ver el resto de la casa? -preguntó Duncan.

Annie asintió con la cabeza.

El aseo era más grande que cualquiera de los dormitorios de su casa, pero eso ya no la sorprendía. Al final del pasillo había un estudio con las paredes forradas de madera y un enorme escritorio en el centro, pero lo que llamó su atención fueron las estanterías llenas de trofeos. Había docenas de ellos, algunos grandes, otros pequeños, algunos guardados en urnas de cristal. También había guantes de boxeo, pero sobre todo figuras de boxeadores.

– ¿Tú has ganado todo esto?

Duncan asintió con la cabeza mientras ella se acercaba para mirar los trofeos. En todos ellos estaba inscrito su nombre, con fechas y ciudades. Y también había algunas medallas.

– No lo entiendo. ¿Por qué una persona querría pegarse con otra?

Duncan sonrió.

– No es sólo eso, es una forma de arte. Un talento especial. Hace falta fuerza, pero también inteligencia, saber cuándo golpear y cómo. Uno tiene que ser más listo que el oponente, no todo depende del tamaño. La determinación y la experiencia son muy importantes.

– Como en los negocios.

– Sí, algo así.

Annie arrugó la nariz.

– ¿No te dolía cuando te golpeaban?

– Sí, claro que me dolía, pero me educó mi tío y eso era lo suyo. Sin él, hubiera sido un gamberro más.

– ¿Estás diciendo que golpear a la gente evitó que acabaras siendo un chico de la calle?

– Algo así -sonrió Duncan-. Deja tu copa.

– ¿Para qué?

– Dame un puñetazo.

– ¿Qué?

– Que me des un puñetazo.

Ella lo miró, atónita.

– No puedo hacer eso.

– ¿Crees que me harías daño?

– Probablemente no, pero me rompería la mano.

Duncan se quitó la chaqueta y la corbata y las dejó sobre una silla.

– Levanta las manos y cierra los puños, con los pulgares hacia dentro.

Annie hizo lo que le pedía, sintiéndose como una tonta.

– ¿Así?

– Golpéame y no te preocupes, no me harás daño.

– ¿Me estás retando?

Duncan sonrió.

– ¿Crees que puedes conmigo?

No, imposible, pero estaba dispuesta a intentarlo. Annie lo golpeó en el brazo sin mucha fuerza, pero tampoco con suavidad.

– Venga, dame fuerte. No me he enterado siquiera.

– Muy gracioso.

– Inténtalo y esta vez dame con todas tus fuerzas, no como una chica.

– Soy una chica.

Annie lo golpeó con más fuerza esta vez y sintió el impacto en su propio hombro. Pero Duncan ni siquiera parpadeó.

– A lo mejor lo mío es el tenis.

– Dobla las rodillas y mantén la barbilla siempre bajada -le indicó él-. Cuando lances el golpe piensa en un sacacorchos -le dijo, demostrándolo como a cámara lenta-. Así tendrá más fuerza. Apoya el peso de todo tu cuerpo en el brazo.

Seguro que lo que decía tenía sentido, pero Annie no podía concentrarse teniéndolo tan cerca. Había tantas responsabilidades en su vida, tanta gente dependía de ella… tal vez por eso la necesidad de relajarse, de jugar, era muy poderosa.

De modo que lanzó el puño hacia delante… y esta vez sintió el impacto por todo el brazo.

– ¿Te he hecho daño?

– No, pero ha estado mucho mejor. ¿Has notado la diferencia?

– Sí, pero no me gustaría nada ser boxeadora.

– Probablemente sea lo mejor. Te romperían la nariz.

Annie bajó los brazos.

– ¿A ti no te han roto la nariz?

– Un par de veces.

– Pues no se nota.

– He tenido suerte.

Annie puso un dedo en su barbilla para mirar su perfil. Tenía un bulto en el puente de la nariz, pero no era algo que se viera a simple vista.

– ¿Y no podías haber jugado al tenis en lugar de boxear?

Duncan rió. Estaban muy cerca y las rodillas que le había dicho que doblase se doblaron por voluntad propia. Temblaba ligeramente, pero no de frío.

Los ojos de Duncan se oscurecieron y, por primera vez en su vida, Annie entendió la expresión «perderse en los ojos de alguien».

Y cuando miró sus labios tuvo que tragar saliva.

– Annie…

No era más que un suspiro, pero el deseo en su voz era innegable. Había mil razones para salir corriendo y ni una sola para quedarse. Sabía que era ella quien arriesgaba el corazón, sabía que Duncan no estaba buscando nada permanente, pero la tentación era demasiado grande. Estar con él era la mejor parte del día.

Tal vez por eso cuando la tomó por la cintura, Annie lo dejó hacer. Duncan la besó profunda, apasionadamente, y ella respondió abriendo los labios, deseando lo que él le ofrecía, sintiendo un escalofrío al notar sus manos por todas partes; en su espalda, en sus caderas, en sus nalgas.

Duncan Patrick era un hombre muy seguro de sí mismo y le gustaría rendirse, dejar de pensar, porque estando con él se sentía segura.

Annie acarició su cuello, enredando tímidamente los dedos en su pelo. Pero cuando él deslizó las manos por sus costados, rozando sus pechos, de repente se puso tensa.

Duncan movió el pulgar para rozar sus pezones y Annie empezó a temblar. Le costaba trabajo respirar, pero seguía besándolo, acariciándolo. Al tocar su espalda notó que había músculos por todas partes. Tal vez debería tener miedo, pero no era así. No podía tener miedo de Duncan.

Él tiró de la cremallera del vestido y Annie se apartó lo suficiente como para que pudiera quitárselo. La prenda cayó al suelo y quedó frente a él con las braguitas y el sujetador, mirándolo a los ojos.

Ella siempre había sido una amante tímida que prefería las luces apagadas y hablar poco. En realidad, el sexo nunca le había parecido algo más que… agradable.

Pero el deseo que veía en los ojos de Duncan le daba un valor que no creía poseer. De modo que echó los brazos hacia atrás para quitarse el sujetador. Cuando cayó al suelo vio que Duncan apretaba los dientes pero, sin dudar un segundo, tomó sus manos y las puso sobre sus pechos.

El roce de las manos masculinas sobre su piel hizo que contuviera un gemido. Duncan se inclinó para tomar un pezón entre los labios, chupando y tirando de él hasta que Annie sintió un río de lava entre las piernas.

Cada centímetro de su piel estaba ardiendo. Quería hacer el amor con él, en el salón, en el sofá, en la encimera de la cocina. En aquel momento le daba igual. Cualquier sitio serviría.

Como si hubiera leído sus pensamientos, Duncan tiró hacia abajo del elástico de las braguitas. La pieza de tela se deslizó por sus muslos y Annie levantó los pies para librarse de ella.

Desnuda, salvo por los zapatos, esperaba que la llevase al dormitorio, pero en lugar de hacerlo Duncan la sorprendió poniéndose de rodillas para besarla íntimamente.

Era un beso que no se parecía a ningún otro, pensó, cerrando los ojos. La ardiente fricción de su lengua en una zona tan sensible la hacía temblar y tenía que sujetarse a sus hombros para no caer al suelo. Pasaba la lengua por el mismo sitio una y otra vez hasta que un gemido ahogado escapó de su garganta. Parecía saber exactamente dónde y cómo acariciarla, con la presión justa.

Annie tenía problemas para respirar. Quería abrir las piernas y apretarse contra su cara, pero se dijo a sí misma que debía mantener el control. Aunque le parecía imposible.

Y, por fin, se dejó llevar, agarrándose a su pelo cuando él deslizó un dedo entre sus piernas, moviéndolo al ritmo de su lengua.

El orgasmo explotó sin previo aviso y Annie abrió las piernas un poco más, deseando sentirlo todo. El placer era tan abrumador que apenas podía mantenerse en pie y murmuró su nombre, agarrándose a él mientras volvía a la tierra.

Apenas lo había hecho cuando Duncan la tomó en brazos. Nadie la había llevado en brazos antes, pero estaba demasiado trémula como para hacer algo más que sujetarse.

La llevó al otro lado del dúplex, al dormitorio principal. No encendió la luz, pero gracias a la del pasillo Annie pudo ver una cama, una chimenea y un ventanal tapado por una cortina.

Duncan la dejó sobre la cama. Annie había perdido los zapatos por el camino y se sentó para verlo desnudarse, para admirar los músculos que sólo había sentido hasta entonces bajo los dedos. Aunque su erección era impresionante y daba un poco de miedo.

Duncan sacó una caja de preservativos de la mesilla y se tumbó a su lado. Pero, en lugar de abrazarlo, Annie deslizó una mano por su torso, por su estómago, por sus muslos… sonriendo cuando su miembro se movió un poco sin que ella lo tocara.

Mirándolo a los ojos, acarició su erección de arriba abajo y Duncan sonrió, una sonrisa de masculina satisfacción.

– ¿Quieres ponerte encima?

– La próxima vez.

Lo que de verdad quería era sentirlo moviéndose dentro de ella. Quería pasar los dedos por sus hombros, por sus bíceps…

Duncan sacó un preservativo de la caja y, después de ponérselo, se colocó de rodillas sobre ella. Annie bajó la mano para guiarlo, despacio, sintiendo cómo la ensanchaba, cómo la llenaba hasta que la presión era exquisita.

Y se entregó por completo, envolviendo las piernas en su cintura, suspirando. Quería ver su cara mientras se acercaba al orgasmo, pero sus ojos se cerraron cuando el placer de hacer el amor con Duncan la envolvió, llevándola a un sitio en el que no había estado nunca.

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