Capítulo Cuatro

Duncan llegó a tiempo al almuerzo semanal con su tío. Una tradición, pensó, mientras entraba en el restaurante. Annie se sentiría orgullosa de él.

Lawrence ya estaba allí, en la mesa de siempre, con un whisky en la mano.

– No te he pedido uno -le dijo, mientras estrechaba su mano-. No sé qué bebes en horas de trabajo.

Duncan no se molestó en mirar la carta porque tomaba lo mismo cada semana y los camareros lo sabían.

– Buen trabajo -dijo Lawrence, señalando la carpeta que había sobre la mesa-. El artículo es muy positivo. Pero has dicho que no cerrarías las instalaciones de Indiana hasta después de las navidades y ahora no puedes cambiar de opinión.

– No lo haré.

– Esa chica parece interesante. ¿Cómo se llama?

– Annie McCoy.

– ¿De verdad es profesora de primaria?

– Sí -suspiró Duncan-. Es exactamente lo que tú me pediste que buscase: buena chica, guapa, preocupada por su familia, inteligente.

– El periodista parece haberse quedado enamorado -Lawrence volvió a tomar su vaso de whisky-. ¿Cuánto tiempo vas a salir con ella?

– Hasta Navidad.

– ¿Y es sólo una relación… profesional?

Duncan pensó en el beso e hizo todo lo posible para convencerse a sí mismo de que sólo lo había hecho para que lo vieran los demás.

– No estamos saliendo, si eso es lo que quieres saber. La he contratado para hacer un trabajo, nada más.

– Me gustaría conocerla.

– Eres demasiado viejo para ella.

Su tío sonrió.

– Bueno, dejemos que eso lo decida Annie McCoy.

Pidieron el almuerzo y charlaron de trabajo mientras comían, como era su costumbre. De camino a su coche, el móvil de Duncan empezó a sonar, pero cuando miró la pantalla no reconoció el número.

– ¿Sí?

– Hola, soy Annie.

– ¿Algún problema? -le preguntó él. Tenían que acudir a una cena al día siguiente…

– No, pero es que vamos a comprar un árbol de Navidad esta tarde y he pensado que a lo mejor querrías venir con nosotras.

Duncan miró el teléfono durante un segundo antes de volver a ponerlo en su oreja.

– ¿Por qué?

– Porque es divertido y porque necesitas un poco de Navidad en tu vida. Pero si no quieres, no importa.

No quería. Y sin embargo, se encontró preguntando:

– ¿A qué hora?

– A las cuatro, en mi casa. Supongo que no tendrás una camioneta que me puedas prestar. El árbol nunca cabe en mi coche.

– Tengo una flota de camiones, Annie. Me dedico a eso.

– Ah, es verdad. ¿Podrías prestarme uno? No tiene que ser muy grande.

Duncan se cambió el teléfono de oreja.

– Ah, entonces eso es lo que querías, que te prestase una camioneta. Yo no te intereso nada.

– No, bueno, debo reconocer que la camioneta es parte del interés, pero me gustaría que vinieras aunque no me la prestases.

– No sé si creerte.

– Yo no miento nunca.

– Bueno, está bien, nos vemos a las cuatro.

Duncan guardó el móvil en el bolsillo de la chaqueta, sacudiendo la cabeza.

Las mujeres le habían mentido muchas veces. Mentían para conseguir lo que querían. Incluso juraría que a veces mentían por costumbre. Valentina había sido la más mentirosa de todas. Le había dicho que lo quería y después lo había abandonado.


Annie entró en su dormitorio para cambiarse de ropa. Normalmente se ponía unos vaqueros cuando volvía del colegio, pero aquel día no iba a quedarse en casa, iba a ver a Duncan. Y, aunque se decía a sí misma que no tenía tanta importancia, aún no estaba del todo convencida.

En realidad, Duncan Patrick la desconcertaba. La había contratado como acompañante para mejorar su reputación y eso no era algo que ocurriera todos los días.

Después de entrar en Internet para leer cosas sobre él había comprobado que de verdad estaba considerado uno de los empresarios más odiados del país. Pero también le había dado a Tim una segunda oportunidad… y la había besado.

El beso había sido absolutamente inesperado, pero no quería pensar en ello. Seguramente lo había hecho para que la gente lo viese, no significaba nada. Bueno, nada para él. Para ella había significado… otro cosquilleo.

No como cuando bailaban juntos. Ese cosquilleo había sido como de alegría, de sentirse a salvo. Pero cuando la besó fue como si la recorriese de arriba abajo, haciéndola sentir un calor inesperado en la entrepierna. Y ese cosquilleo había hecho que se preguntara cómo sería Duncan en la cama.

«Déjate de tonterías», pensó mientras se ponía los vaqueros.

Claro que todos los artículos que había leído decían que era un hombre que cuidaba los detalles. Y ésa era una excelente cualidad en la cama.

Annie suspiró, resignada.

Normalmente, ella no soñaba con hacer el amor con un hombre después de una sola cita. Especialmente una cita que, en realidad, no lo había sido. Pero algo había ocurrido cuando rozó sus labios. Algo maravilloso.

Annie sacó del armario un jersey rojo con un dibujo de patos, pero antes de ponérselo se preguntó si debería elegir algo menos ancho y que le quedase mejor. Algo que hiciera que Duncan la viese como…

¿Qué, como una mujer? Ya la veía como una mujer. ¿Como una novia? No, imposible. Sólo estaban fingiendo y no debía olvidarlo. Además, dos hombres le habían roto el corazón. ¿Quería hacer marca personal aumentando a tres el número?

Decidida, se puso el jersey. No, eso no iba a pasar. La cuestión era recordarlo.


– No vamos a adornar el árbol todavía -dijo Annie, sentándose al lado de Duncan en la camioneta-. Las chicas tienen cosas que hacer. Además, se supone que hay que dejar el árbol en el garaje un par de días antes de meterlo en la casa.

– ¿Por qué? No es un cachorro. No tiene que acostumbrase a ir al baño.

Annie soltó una carcajada.

– Creo que es por las ramas, tienen que recolocarse o algo así. He dejado un balde de agua en el garaje, lo pondremos allí en cuanto volvamos.

Duncan había llegado a las cuatro en punto y llevaba un traje de chaqueta, de modo que había ido directamente desde la oficina.

– ¿Estabas haciendo algo importante?

– Nada que no pueda esperar -sonrió él-. Mi ayudante se quedó sorprendida cuando dije que me iba.

– Imagina lo que pensaría si supiera dónde ibas.

Duncan rió y Annie estudió su perfil mientras lo hacía. Le gustaba que tuviera unos rasgos fuertes; la mandíbula cuadrada, la forma de su boca. ¿Volvería a besarla?, se preguntó. Si la besara a solas sabría que a él le había gustado tanto como le gustó a ella.

Pero era una locura. No podía pensar en Duncan como un hombre con el que mantener una relación, era absurdo.

Lo malo era que ella quería un marido y una familia, pero lo único que tenía era un corazón roto y el miedo a que ningún hombre quisiera ser algo más que su amigo.

Duncan detuvo la camioneta en el almacén, donde Jenny, Julie y Kami ya estaban esperando.

– Prepárate -le advirtió Annie-. Estás a punto de encontrarte con la horma de tu zapato.

– No te preocupes, sé que puedo con ellas.

– Eso es lo que creen todos los hombres… antes de conocerlas. Pero ya estás advertido.

Annie vio a Duncan bajar de la camioneta y presentarse con una sonrisa.

– Ese artículo sobre ti en la revista Time en marzo era interesante -le estaba diciendo Julie, tan directa como siempre, cuando llegó a su lado-. La prensa te odia, ¿verdad?

– Son gajes de oficio -contestó él.

– Pero hay muchos empresarios en el mundo y no todos son tan odiados -señaló Jenny-. Aunque es verdad que la cobertura de la compra del camping de caravanas no fue justa. Le ofreciste a los residentes un trato digno.

– La cuestión es -intervino Julie- que si alguien piensa que no eres tan malo, seguramente son ellos. Pero la prensa sigue diciendo que eres un ogro.

– Soy un incomprendido -sonrió Duncan.

– Ya, claro.

– ¿Esto qué es, la Inquisición? -bromeó Annie, intentando aliviar la tirantez del encuentro.

– Creo que tus primas tienen futuro como fiscales.

– Yo no estudio Derecho, sólo intento cuidar de Annie. Todas lo hacemos, te lo advierto -dijo Jenny.

Duncan tuvo que hacer un esfuerzo para ponerse serio. ¿De verdad aquellas dos universitarias estaban amenazándolo? No tenían ni dinero ni recursos. Y si se trataba de una guerra de voluntades, las dejaría mordiendo el polvo.

Pero no dijo nada de eso, claro.

– No necesito que me defendáis -suspiró Annie, incómoda-. Duncan, lo siento. No sabía que las mellizas se iban a abalanzar sobre ti.

– No se han abalanzado, no te preocupes -Duncan se volvió hacia las chicas-. Annie y yo hemos llegado a un acuerdo, no tenéis nada que temer.

– Tienes que prometerlo -dijo una de ellas.

– Os doy mi palabra.

Aunque Annie y él tuvieran un acuerdo no había ningún riesgo porque él nunca se quedaba el tiempo suficiente con una mujer como para hacerle daño. La vida era más fácil de esa manera.

Cuando entraron en el almacén, las chicas se desperdigaron para buscar árboles, pero ella se quedó a su lado.

– Lo siento si te han ofendido.

– No, no. Las respeto por creer que pueden conmigo.

Annie inclinó a un lado la cabeza, dejando que los rizos cayeran sobre sus hombros.

– No, no es verdad. Crees que son unas ingenuas.

– Eso también.

– Es una cosa de familia. Somos un equipo, como tu tío y tú.

Lawrence y él eran muchas cosas, pero no eran un equipo. Sin embargo, Duncan asintió porque era más fácil que explicárselo.

El aire del almacén olía a resina de pino y había varios clientes, algunos hablando en voz alta para hacerse oír por encima de los villancicos que sonaban por los altavoces.

Mientras Annie miraba los árboles, él vio a las chicas comprobando el precio de uno en particular. Pero Kami negó con la cabeza y las mellizas suspiraron, disgustadas.

– Los techos de tu casa miden sólo tres metros. Aprende de errores pasados -le dijo a Annie, al ver que miraba un árbol de cuatro o cinco metros.

– Pero es precioso -dijo ella, comprobando la etiqueta del precio-. Y carísimo.

– ¿Cuánto querías gastarte?

– Menos de cuarenta dólares. Cuanto menos, mejor, la verdad. Hay almacenes más baratos, pero aquí traen los árboles ellos mismos. Además, para nosotros es una tradición venir aquí.

– Te gustan mucho las tradiciones, ¿verdad?

– Sí, me gustan. Es algo que hacemos todos los años.

Duncan se sentía como Scrooge, el mezquino personaje de Cuento de Navidad. Lo único que él hacía año tras año era contar su dinero.

Annie se detuvo delante de otro árbol, más pequeño.

– ¿No es demasiado alto?

– No, yo creo que tiene la altura perfecta -murmuró ella. Pero valía sesenta y cinco dólares.

A Duncan le hubiera gustado preguntar si veinticinco dólares eran tan importantes, pero debían serlo o Annie, portavoz de las bondades de la Navidad, soltaría el dinero.

De modo que se excusó un momento para hablar con el propietario del almacén y, después de una conversación en voz baja y un intercambio de billetes, volvió con Annie.

– Vamos a preguntarle al dueño si tiene algún árbol más barato.

– Los árboles de Navidad no están rebajados en esta época del año.

– ¿Cómo lo sabes? A lo mejor les han devuelto alguno.

– Nadie devuelve un árbol en diciembre -dijo ella, mirándolo como si estuviera loco.

– ¿Y si te equivocases? -sonrió Duncan.

Annie suspiró.

– Muy bien, vamos a preguntarle. Pero ya te lo digo: no hay devoluciones ni gangas en el negocio de árboles de Navidad.

Annie se acercó al propietario del almacén y el hombre, que llevaba una camiseta con la cara de Santa Claus, señaló tres árboles, uno de los cuales era el que las chicas habían elegido.

– ¿En serio? ¿Los han devuelto? -estaba diciendo cuando Duncan se acercó.

– Sí, es algo que ocurre todos los años. ¿Cuánto mide el techo de su casa?

– Pues… tres metros -Annie se volvió hacia sus primas, que acababan de llegar a su lado-. ¿Habéis oído? Estos árboles sólo valen treinta dólares. Están rebajados.

Por fin, eligieron uno de ellos y, con la ayuda del propietario del almacén, lo colocaron en la camioneta.

– Gracias, Duncan -le dijo después, sentada a su lado-. No sé cuánto le habrás pagado, pero sé que lo has hecho.

– No, yo…

– En otra situación no hubiese aceptado el regalo, pero es Navidad y a las chicas les encantaba ese árbol, así que gracias.

Duncan iba a decir que él no tenía nada que ver, pero decidió encogerse de hombros.

– Tengo que volver a la oficina y estabas tardando mucho en elegir.

– ¿Sabes una cosa? No eres tan mala persona -rió Annie entonces-. ¿Por que todo el mundo cree que lo eres?

– No tiene nada que ver con ser buena o mala persona sino con ser firme, enérgico. Y eso significa tomar decisiones difíciles.

También significaba depender sólo de uno mismo.

– No hace falta ser malo para ser fuerte.

– A veces sí -dijo él, mientras arrancaba la camioneta.


Annie nunca había prestado atención a los libros sobre relajación o meditación. Su vida era muy ajetreada y no tenía tiempo para «fusionarse con el planeta». En los mejores días, sólo iba ligeramente retrasada en todo. En los días peores, la lista de cosas que hacer era interminable.

Pero ahora, sentada en el restaurante del puerto con los socios de Duncan, mirando los nueve cubiertos que había alrededor de su plato, con la mayoría de los cuales no sabría qué hacer, deseó al menos haber leído algo sobre cómo respirar para evitar un ataque de pánico.

Sabía que había que empezar de fuera adentro y también existía la posibilidad de que los tres cubiertos que había sobre el plato fuesen para el postre. O tal vez para el queso y el café. El tenedor raro podría ser para el marisco… ¿pero para qué servían los otros tres?

La carta daba aún más miedo. Aunque estaba en su idioma y no en francés, todo lo que ofrecía eran productos de lujo: langosta, caviar y buey de Kobe, Annie sabía que era el más caro del mundo. Pero no pensaba pedir nada de eso, de modo que miró la lista de pastas.

– ¿Estás bien? -le preguntó Duncan-. Pareces nerviosa.

– No, no. Pero podríamos haber cenado una hamburguesa, este sitio debe ser carísimo -bromeó ella.

– No te preocupes por eso -rió Duncan.

Su risa le gustaba cada día más, debía reconocerlo. Y estaba muy guapo con el traje de chaqueta oscuro. Duncan podía ser el empresario más odiado del país, pero sabía llevar un traje de chaqueta.

– Es una cena de negocios y este restaurante es muy tranquilo, por eso hemos venido.

– También McDonald's está muy tranquilo a esta hora -dijo ella.

Uno de los tres camareros que los atendían se acercó a Annie entonces.

– ¿Le apetece tomar un cóctel, señorita?

Ella vaciló, sin saber qué decir. ¿No sería más apropiado esperar el vino?

– Pues…

– ¿Has probado el Cosmopolitan? -le preguntó Duncan.

– ¿Como las chicas de Sexo en Nueva York? No, pero me encantaría probarlo. ¿De verdad son de color rosa?

– Desgraciadamente -sonrió Duncan, antes de pedir un Cosmopolitan para ella y un whisky para él.

Un hombre mayor se sentó entonces al otro lado de Annie y ella sonrió durante las presentaciones. Will Preston era el presidente de la mayor empresa de instalación de tuberías de la Costa Oeste, por lo visto.

– Encantado de conocerla -dijo el hombre-. ¿En qué trabaja, señorita McCoy?

– Soy profesora de primaria.

– Ah, entonces tal vez pueda contestarme a una pregunta: a mi mujer le encanta que los nietos se queden a dormir en casa y yo suelo leerles cuentos. Y no me importa hacerlo, pero es que siempre quieren que les lea el mismo cuento. Se lo leo y quieren que vuelva a hacerlo. ¿Puede usted explicarme por qué?

– El cerebro de un niño no está tan desarrollado como el de un adulto y no tiene una vida entera de experiencias, así que todo es nuevo para él -respondió Annie-. Un cuento le ofrece la seguridad de algo que le es familiar y eso le gusta. Se siente conectado con algo que conoce y, además, seguramente escucha algo nuevo cada vez. Es una forma de aprendizaje y, además, con toda seguridad le gusta escuchar su voz porque pronuncia las palabras de forma diferente a como lo hace él. Todo eso lo asocia con usted, de modo que está creando recuerdos.

El hombre frunció el ceño.

– No tenía ni idea. Gracias, Annie. A partir de ahora me gustará más leerles el mismo cuento.

– Espero que lo haga, es muy bueno para ellos. Dentro de treinta años, cuando estén leyéndoles cuentos a sus hijos, se acordarán de usted. Siempre será algo que han compartido con su abuelo.

– ¿Ya sabes lo que vas a pedir? -le preguntó Duncan, reclamando su atención.

– Estaba pensando tomar estos ravioli caseros… a las mellizas les encantaría que se los llevase en una bolsita. Les entusiasma la pasta.

Iba a seguir hablando cuando vio que Duncan la miraba de forma extraña. ¿Por qué? Sólo era una broma, no iba a pedir que le diesen una bolsa con las sobras.

– Annie me ha dado unos consejos estupendos -estaba diciéndole Will al hombre que se sentaba al otro lado y que lo miraba con cara de aburrido.

Y, aunque llevaba uno de los vestidos que había elegido Cameron, Annie se sentía fuera de lugar. Todo el mundo era mayor que ella y parecían conocerse unos a otros. Las mujeres reían y charlaban entre ellas…

En realidad, le gustaría estar en cualquier otro sitio. ¿Y si Duncan decidía que no estaba haciendo bien su trabajo? ¿Cambiaría de opinión sobre el trato? ¿Sacaría a Tim de la clínica?

Pero no debía pensar esas cosas, se dijo. ¿Qué le importaba que todos fueran ricos y supieran cómo usar cada cubierto? Ella era inteligente. Tenía una carrera y un trabajo que le encantaba. Además, Duncan Patrick la necesitaba para quedar bien. Si alguien debería estar preocupado por cambiar era él. En realidad, había tenido suerte de que aceptase acompañarlo.

– ¿Por qué sonríes? -le preguntó Duncan entonces-. ¿Estás borracha?

– ¿Yo? Pero si apenas he probado el cóctel.

– No parece gustarte demasiado el alcohol.

– No, pero hasta yo puedo tomar un cóctel sin emborracharme.

– ¿Me estás poniendo en mi sitio?

– ¿Necesitas que lo haga? Te advierto que soy más fuerte de lo que crees.

Duncan rió.

– Seguro que sí.


Aunque no había sido una cena demasiado agradable, Annie consiguió terminar sin tirar su copa, sin decir nada que lamentase después y sin quedarse callada. Había participado en una conversación sobre colegios concertados y había dado su opinión sobre el último estreno de cine, pero cuando todo el mundo se levantó para marcharse el camarero apareció a su lado con una bolsa.

– Para esas hambrientas universitarias que tienes en casa -dijo Duncan cuando los demás invitados habían salido del restaurante-. Tres primeros platos y los postres. Así no intentarán encontrar tus bolitas de chocolate.

Annie se quedó sorprendida y conmovida a la vez. Era un gesto muy considerado por su parte.

– Eres un fraude -le dijo, poniéndose de puntillas para darle un beso en la mejilla-. No eres malo en absoluto.

Duncan le pasó un brazo por la cintura, pero cuando la besó no fue en la cara. No, buscó sus labios con una fuerza que la dejó sin aliento. Y no había la menor duda de lo que quería.

Estaba apretada contra él, no había forma de escapar, pero no sentía ningún miedo. No quería apartarse, al contrario. Sabía por instinto que Duncan esperaría que intentase hacerlo y pensó que rendirse era la mejor manera de ganar.

En cuanto se relajó, él aflojó la presión de su brazo y, aunque siguió besándola, el beso era más burlón que otra cosa.

Pero cuando sintió la presión de su lengua abrió los labios y Duncan la besó con una pasión que la dejó temblando. Echándole los brazos al cuello, se apretó contra su torso, disfrutando de su calor, de su fuerza. Le gustaba que fuese tan fuerte. Si Duncan algún día se comprometía con una mujer, esa mujer estaría protegida para siempre.

Siguieron besándose, explorándose el uno al otro, excitándose. Y ella contestaba a cada caricia, a cada roce. Cuando Duncan deslizó las manos por su espalda para sujetar sus caderas Annie sintió como si un incendio la recorriese de arriba abajo. El deseo era inesperadamente poderoso. Había besado a otros hombres, claro, pero ninguna de esas experiencias la había preparado para aquello.

Lentamente, casi con desgana, Duncan se apartó.

– Annie…

No sabía si iba a recordarle que su acuerdo no incluía el sexo o a decirle que estaba jugando con fuego. En cualquier caso, sacudiendo la cabeza, tomó la bolsa y se dirigió a la puerta del restaurante.

No quería escuchar que no estaba interesado en ella. Esa noche no. En cuanto al peligro de jugar con fuego… sencillamente, era algo a lo que tendría que arriesgarse.

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