Capítulo 1

Sergei Antonovich, magnate del petróleo, viajaba en un todoterreno negro de ventanillas ahumadas, entre dos coches llenos de guardaespaldas que abrían y cerraban respectivamente el convoy. Era un espectáculo poco habitual en la carretera que llevaba la remota localidad rusa de Tsokhrai, pero todos los testigos supieron a quien se debía; la abuela de Sergei era muy conocida y su nieto siempre iba a visitarla el Domingo de Resurrección.

Sergei iba mirando la carretera que había transformado en una autovía para facilitar las necesidades de transporte de su fábrica de automóviles, que daba empleo a trabajadores de la zona. En los viejos tiempos, cuando él vivía allí, había sido un simple camino de tierra que en invierno se embarraba y por donde apenas podían circular los carros; de hecho, bastaba una nevada importante para que Tsokhrai quedara incomunicada durante semanas.

Cuando pensaba en ello, a Sergei le costaba creer que hubiera pasado varios años de su adolescencia en aquel lugar. Mudarse de la ciudad al campo había sido toda una pesadilla para él. Entonces era un ladronzuelo de trece años y un metro ochenta de altura que se había acostumbrado a romper la ley para sobrevivir. De la noche a la mañana, se encontró viviendo con su abuela Yelena, una mujer analfabeta, pobre y pequeña, de sólo metro cincuenta; pero todo lo que había conseguido en su vida se lo debía a sus esfuerzos por convertirlo en un hombre de bien.

El convoy se detuvo frente a una casucha destartalada que se encontraba semioculta tras un seto. Los guardaespaldas, diez hombres fornidos que no sonreían nunca y que llevaban gafas de sol hasta en los días grises, salieron de los dos coches y comprobaron la zona. Sergei bajó del todoterreno poco después, perfectamente elegante en su traje de seda hecho a la medida.

Su ex esposa, Rozalina, siempre se había negado a acompañarlo; siempre decía que los viajes de Sergei a Tsokhrai venían a ser una especie de peregrinación por sentimiento de culpa.

Sin embargo, su visita anual era recompensa más que suficiente para la anciana, que ni siquiera le había permitido que le comprara una casa nueva.

De todas las mujeres que había conocido a lo largo de su vida, Yelena era la única que no estaba ansiosa por vaciarle los bolsillos. Sergei era tan consciente de ello, que había llegado a la conclusión de que la avaricia extrema y el deseo obsesivo de aparentar eran defectos esencialmente femeninos.

Caminó hacia la entrada de la casucha; los vecinos que se habían congregado junto a la puerta, se apartaron de su camino y se hizo un silencio reverencial. Yelena era una mujer regordeta, de setenta y tantos años, ojos brillantes y carácter serio que no se andaba nunca con tonterías. Lo saludó sin más aspavientos sentimentales que su voz ronca y el uso del diminutivo de Sergei, Seryozh, para demostrarle cuánto quería a su único nieto.

Lo invitó a entrar y lo llevó a la mesa del salón, llena de comida para satisfacer el apetito de los que habían ayunado durante las fiestas.

– Siempre vienes solo -protestó la mujer-. Anda, siéntate y come algo.

Sergei frunció el ceño.

– Pero yo no he ayunado…

Su abuela le sirvió un plato enorme.

– ¿Y crees que no lo sé?

El cura ortodoxo que estaba sentado a la mesa, un hombre barbudo, dedicó una sonrisa amistosa al recién llegado. A fin de cuentas, Sergei también había financiado la reconstrucción de la torre de la iglesia local.

– Come, come -le instó.

Sergei se había saltado el desayuno porque sabía lo que le estaría esperando, de modo que comió con apetito y probó el pan especial y la tarta que siempre preparaban en Pascuas. Mientras comía, tuvo que escuchar pacientemente a las visitas de su abuela, que se acercaron para pedir consejo, dinero y apoyo al mayor filántropo de la comunidad,

Yelena permaneció al margen, intentando contener su sentimiento de orgullo. Era consciente del interés que Sergei despertaba entre las jovencitas que estaban en el salón, pero le parecía natural: además de ser un hombre enormemente atractivo y carismático, medía un metro ochenta y nueve de altura y tenía el cuerpo de un atleta. Sin embargo, su nieto estaba acostumbrado a gozar del favor de las mujeres y se mostró aparentemente indiferente al respecto.

Sin embargo, había tantas mujeres jóvenes y hermosas que a él le irritó un poco: incluso se preguntó si Yelena no habría tenido algo que ver. Pero toda su atención estuvo en ella. Cada año estaba más vieja y parecía más cansada.

Sergei sabía que Yelena se llevaba una decepción cada vez que aparecía solo en su casa; le habría gustado que se presentara con compañía femenina, pero las mujeres que satisfacían su libido no eran precisamente adecuadas para eso. Yelena quería verlo casado y con familia. Muchas personas se habrían llevado una sorpresa de haber sabido que él, un hombre de negocios frío y con pocos escrúpulos, un hombre famoso por su arrogancia, se sentía en deuda con su abuela porque no le había dado lo que ella quería.

– Veo que Yelena te preocupa -dijo el sacerdote en ese instante-. Tráele una esposa y un bisnieto y será feliz.

Sergei apartó la mirada del generoso escote de la jovencita que se inclinó para servirle un café y dijo:

– Como si eso fuera tan fácil.

El cura, un hombre felizmente casado, con seis niños saludables y bastante sentido del humor, replicó:

– Si encuentras a la mujer adecuada, será muy fácil.

Sin embargo, Sergei había desarrollado una animadversión intensa por el matrimonio. Rozalina le había demostrado que casarse era un error que salía muy caro; y aunque se habían divorciado diez años antes, todavía no había podido olvidar que su ex esposa se había negado a tener hijos porque no quería estropear su precioso cuerpo.

Naturalmente, Sergei le había ahorrado ese detalle a su abuela; pero el tiempo pasaba. Yelena se hacía vieja, y algún día no quedaría nadie que le recriminara su actitud por aterrizar con su helicóptero cerca de la casa, lo cual traumatizaba a su cerdo y a sus gallinas, que dejaban de poner huevos. En consecuencia, se sentía culpable. Yelena Antonova merecía que le diera un bisnieto. Nadie había hecho tanto por él y le había pedido tan poco.

Aún estaba pensando en ello cuando su abuela le preguntó si alguna vez veía a Rozalina. Sergei tuvo que hacer un esfuerzo para no estremecerse. Siempre había sido un nombre solitario y las relaciones personales le resultaban incómodas. Él estaba hecho para los negocios, para la emoción de una absorción o un contrato nuevo, para el desafío de hacer ajustes y aumentar los beneficios, para la satisfacción de tener éxitos financieros. Por desgracia para él, el matrimonio era un tipo de contrato legal que dejaba demasiado espacio para los errores y los malentendidos.

Un segundo después, tuvo una revelación. Pensándolo bien, nada impedía que eligiera una esposa y tuviera un hijo con ella sin más emoción de por medio que un acuerdo entre las partes. Al fin y al cabo, su intento de conseguirlo de forma tradicional había resultado catastrófico.

– ¿Has oído lo que te he preguntado? -insistió su abuela.

Sergei respondió sin dejar de dar vueltas al asunto que le preocupaba.

– Sí, por supuesto.

En ese mismo instante, empezó a trazar un plan. Esa vez se enfrentaría al matrimonio desde un punto de vista profesional; establecería los requisitos, dejaría el asunto en manos de sus abogados y les instaría a utilizar un médico y un psicólogo para realizar la elección de candidatas. Por supuesto, el matrimonio sería breve y él se quedaría con la custodia del niño.

Al mismo tiempo, empezó a determinar sus preferencias. No quería una esposa capaz de hacer lo que fuera por dinero, sino solamente una que estuviera dispuesta a darle un niño y a marcharse después, cuando él se hubiera cansado de jugar a las familias felices para contentar a Yelena.

Estaba seguro de que en alguna parte había una mujer perfecta para el caso. Y si era lo suficientemente específico con sus preferencias, ni siquiera tendría que conocerla en persona antes de la boda.

Al cabo de un rato, cuando ya estaba de vuelta en su vehículo negro de cristales ahumados, empezó a tomar notas en el ordenador.


Cuando Alissa vio que su hermana gemela, Alexa, bajaba de un deportivo rojo completamente desconocido, se sintió dominada por una mezcla de impaciencia, desesperación y asombro. Sin embargo, la esbelta mujer de ojos azul turquesa y cabello rubio plateado consiguió controlarse y bajar por la escalera.

En cuanto salió de la casa, bombardeó a Alexa con preguntas.

– ¿Dónde has estado todas estas semanas? ¡Me prometiste que llamarías por teléfono y no lo has hecho! ¡Estaba preocupadísima! ¿De dónde ha salido ese deportivo rojo?

Alexa la miró con humor y caminó hacia su hermana.

– Hola, hermanita, yo también me alegro de verte.

Alissa la abrazó.

– Has estado a punto de matarme de un disgusto. ¿Por qué no me has llamado? ¿Qué le ha pasado a tu teléfono móvil?

– Se estropeó. Ahora tengo un número nuevo -respondió, arrugando la nariz-. Mira, las cosas se complicaron un poco y decidí esperar hasta tener algo concreto que ofrecerte… y cuando por fin lo he encontrado, me ha parecido que sería mejor que viniera a casa y te lo dijera en persona.

Alissa miró a Alexa sin entender nada ni pretender entenderlo. Aunque las dos eran físicamente idénticas, no podían tener personalidades más distintas. Alexa siempre había sido fuerte y ambiciosa; tomaba lo que quería y se hacía enemigos con más facilidad que amigos. En cambio, Alissa era más tranquila, más estable y más reflexiva, aunque a veces se dejaba llevar por su temperamento excesivamente cauteloso.

A sus veintitrés años de edad, su estilo tampoco podía ser más diferente: Alexa llevaba el pelo por los hombros, con un corte desenfadado, y Alissa lo llevaba más largo y solía recogérselo en una coleta. Alexa llevaba ropa provocadora y moderna, que llamaba la atención de los hombres, y Alissa llevaba prendas conservadoras y se asustaba como un conejo ante los faros de un coche cuando algún hombre se fijaba en ella.

– ¿Dónde está mamá?

Alexa colgó su abrigo en el vestíbulo y se dirigió a la cocina.

– Está en la tienda -contestó Alissa-. Yo he venido esta tarde para poner la contabilidad al día… Por cierto, ¿has conseguido un trabajo en Londres?

Su hermana la miró con una sonrisa de satisfacción y se apoyó en la encimera.

– Por supuesto que sí. Ahora trabajo en un concesionario de coches de lujo y me llevo una comisión francamente interesante. ¿Qué tal está mamá?

Alissa apretó los labios.

– Tan bien como puede estar. Por lo menos, ya no la oigo llorar por las noches… -respondió.

– ¿Lo ha superado por fin? Ya era hora -afirmó Alexa.

Alissa suspiró.

– No creo que lo vaya a superar nunca; sobre todo mientras papá se dedique a pasear con su mujercita nueva por todo el pueblo -declaró-. Además, recuerda que todavía está ahogada en deudas y que va a tener que vender su casa.

Alexa le dedicó una amplia sonrisa.

– Ahora que mencionas lo de la casa, me estaba preguntando si querrías saber primero las buenas noticias o las malas… He pasado por el despacho del abogado para ofrecer un acuerdo sobre la casa -le informó.

– Pero…

– Prepárate para una sorpresa, Alissa. ¡Tengo el dinero para pagar al canalla de nuestro padre!

– No hables de papá en esos términos -protestó su hermana-. Aunque esté de acuerdo contigo, no está bien.

– Oh, vamos, no seas tan pacata… Primero, mamá se lleva el disgusto de la muerte de nuestro hermano y de mi novio en un accidente de tráfico; después, tiene que enfrentarse al cáncer de papá y dedicarse a cuidarlo: y ahora, cuando él se recupera, no se le ocurre nada mejor que separarse de ella y marcharse a vivir con una peluquera que podría ser su hija.

– No necesito que me lo recuerdes -dijo Alissa, frunciendo el ceño-. Pero, ¿qué es eso de que has conseguido el dinero? No es posible: sólo has estado fuera tres meses.

Alissa quería creer que era posible, pero a pesar de confiar plenamente en las habilidades profesionales de su hermana, dudaba que hubiera conseguido tanto dinero vendiendo coches.

– Digamos que he conseguido un empleo muy bien pagado. Y como ya he dicho, tengo suficiente para pagar las deudas de mamá y lo que se le debe a papá.

Alissa la miró con incredulidad.

– Para eso y para comprarte un deportivo y ropa de diseño, según veo…

La sonrisa de Alexa se evaporó.

– ¿Has visto la etiqueta de mi abrigo?

– No, no he visto la etiqueta, pero cualquiera se daría cuenta de que no es un abrigo normal y corriente -declaró su hermana-. Venga, dime la verdad. ¿En qué clase de trabajo pagan tanto dinero?

– ¿Es que no has oído nada? ¿Qué importa eso? He salvado la situación… tengo dinero para acabar con todos los problemas de mamá y para devolverle su confianza en sí misma.

– Para eso haría falta un milagro -ironizó Alissa.

– Pero los milagros son posibles, hermana. Sólo hace falta trabajar mucho y tener capacidad de sacrificio.

Alissa se quedó más perpleja todavía. Su hermana era una buena trabajadora, pero nunca había demostrado ninguna capacidad de sacrificio.

– No te comprendo…

– Como he dicho antes, es complicado. Para empezar, he tenido que tomar prestada tu identidad, por así decirlo.

Alissa se quedó de piedra.

– ¿Qué? ¿Mi identidad?

Alexa respondió con expresión desafiante a la mirada fija de su hermana,

– Tú eres la que tiene título universitario, y necesitaba uno para reunir los criterios de la instancia… pero naturalmente, también tuve que poner tu nombre: si hubiera puesto el mío y lo hubieran comprobado, habrían sabido que lo del título era mentira.

Alissa no salía de su asombro.

– Pero es un fraude…

– Llámalo como quieras -comentó con indiferencia-. Pensé que merecía la pena y decidí probar, pero luego he empezado a salir con una persona.

– ¿Estás saliendo con alguien?

Alissa lo preguntó con tanta sorpresa como alegría. La muerte de Peter, su novio, que había fallecido en el mismo accidente que su hermano, la había amargado hasta el extremo de que no había vuelto a salir con ningún hombre. Alissa comprendió perfectamente su reacción porque ella también lo quería mucho; Peter era el hijo de sus vecinos y había llegado a ser un miembro más de la familia.

– ¿Que si estoy saliendo con alguien? Si no te hubieras fijado tanto en mi abrigo, habrías notado lo que llevo en el dedo.

Su hermana estiró un brazo y le enseñó un anillo con un rubí y un diamante. Por lo visto, se había comprometido.

– ¿Te vas a casar?

– Y estoy embarazada,

– ¿Embarazada?

Alissa miró el vientre de su hermana, pero no mostraba ningún síntoma de embarazo. Seguía tan liso como siempre.

– ¿Y me lo dices ahora? -continuó.

Alexa hizo una mueca.

– Ya te he dicho que es complicado -se defendió-. Eché la instancia para ese trabajo y no quería que Harry lo supiera…

– ¿Harry?

– Sí, así se llama. Y es un buen partido… un hacendado -contestó-. Les caigo muy bien a todos sus familiares, pero ninguno de ellos entendería que haya aceptado ese trabajo… ni que haya aceptado todo ese dinero con esas condiciones.

Alissa frunció el ceño.

– ¿De qué diablos me estás hablando, Alexa? ¿Qué trabajo es ése? ¿Qué has hecho? ¿De qué dinero hablas?

Alexa se sentó a la mesa de la cocina.

– Nunca pensé que lo conseguiría. Presenté la instancia por simple curiosidad… y bien pensado, ni siquiera se puede decir que sea un trabajo.

Alissa se sentó en la silla opuesta.

– Pues si no es un trabajo, ¿qué es? No me digas que has hecho algo… inmoral -declaró, asustada.

– Antes de que te conteste, piensa la importancia que tiene ese dinero para mamá. Era su única esperanza, la única solución.

– Dímelo de una vez -ordenó.

– Acepté casarme con un multimillonario ruso.

– ¿Cómo?¿Por qué pagaría un hombre por eso? Además, un multimillonario ruso no ofrecería el matrimonio a una don nadie.

– Ese tipo estableció todo como en un negocio, con un contrato, pago por adelantado y un acuerdo de divorcio tras la conclusión del servicio. Buscaba una inglesa atractiva con carrera, así que me ofrecí. Hasta estuve a punto de decirle a sus abogados que conmigo podían tener dos por el precio de una -bromeó.

A Alissa no le hizo ninguna gracia.

– Veamos si lo he entendido bien… has aceptado casarte con un hombre por dinero -afirmó.

– ¿Por dinero? No. Alissa, lo he hecho por mamá -puntualizó-. Si no fuera por ella, jamás lo habría aceptado.

Alissa, tensa, pensó en la explicación de su hermana. Todo lo que Alexa había hecho últimamente, desde dejar su trabajo de bibliotecaria en Londres hasta ir a casa para ayudar, lo había hecho por su madre, Jenny Barlett. Las dos la adoraban, pero había caído en una depresión profunda y sólo era una sombra de la mujer encantadora, atenta y enérgica del pasado.

Desgraciadamente, las buenas intenciones de las gemelas se habían visto frustradas durante dos años por una serie de acontecimientos desastrosos. Primero, la muerte de Stephen, su hermano, y del novio de Alexa, Peter, en un accidente de tráfico: después, cuando empezaban a superarlo a duras penas, el diagnóstico de cáncer de su padre.

Jenny había sido una roca para toda la familia. El tratamiento del cáncer era difícil y problemático, pero no había permitido que ni sus hijas ni su esposo cayeran en la desesperación. No podía imaginar que unos meses después, el hombre con quien había estado casada treinta años se marcharía con una mujer mucho más joven.

Había sido una experiencia muy traumática, incluso para la propia Alissa. Siempre había creído que su padre era un hombre honrado, pero a pesar de ser contable y de tener un buen sueldo, reclamó a Jenny su parte de la casa y de la tienda que llevaba su madre. Una actitud difícilmente excusable, porque la casa la había heredado ella de sus padres y la tienda la llevaba ella sola.

Ahora, sus padres no se hablaban y ellas estaban atrapadas entre dos fuegos.

– Devuelve el dinero -declaró con vehemencia-. No puedes casarte con un hombre al que ni siquiera conoces.

– No, claro que ya no puedo casarme con él. ¡Estoy embarazada de Harry! Y por si fuera poco, quiere que nos casemos antes de dos semanas.

Alissa no se llevó ninguna sorpresa con la declaración de su hermana. Alexa siempre hacía las cosas así, deprisa y corriendo: que se hubiera enamorado, se hubiera quedado embarazada y tuviera intención de casarse de inmediato entraba dentro de lo normal No tenía paciencia. Y si el sentido común se interponía entre sus objetivos y ella, lo desestimaba.

– Sólo hay una solución. Tienes que casarte con el ruso, Alissa: porque si no te casas, no tendré más remedio que abortar.

Alissa se levantó de la silla, espantada.

– ¿Pero qué estás diciendo? ¿Que yo me case con ese hombre? Eso no tiene ni pies ni cabeza… ¿Y qué es eso de abortar? ¿Es que no quieres tener el niño?

Alexa miró a su hermana con cierta exasperación.

– Por supuesto que quiero tenerlo -respondió-, pero no tengo elección… firmé un contrato legal y acepté una cantidad enorme de dinero. Me lo he gastado casi todo y ya no lo puedo devolver. ¿Qué quieres que haga?

Alissa se quedó anonadada.

– ¿Que te lo has gastado?

– La mayor parle, en mamá. Bueno, es verdad que también me compré el coche y unas cuantas cosas, pero pensé que me lo merecía por hacer el sacrificio de casarme con un desconocido. Y no me mires de esa forma… ¡Soy yo quien se ha sacrificado por ella! ¡No tú!

– Alexa…

– No, no, déjame hablar. ¿Qué has estado haciendo tú durante todos estos meses? ¿Lamentarte y comprobar los resguardos del banco? Teníamos que hacer algo, así que no te atrevas a echarme en cara que quisiera casarme con ese hombre para solventar el problema. ¡Necesitábamos dinero! ¡Un montón de dinero!

Cuánto más levantaba la voz Alexa, más pálida se quedaba Alissa, que dijo:

– No te lo estoy echando en cara. Tienes razón. Necesitábamos mucho dinero… has sido muy valiente al aceptar ese trato. Yo no habría podido. No tengo tanto valor como tú.

– Entonces, ¿a qué viene esto? ¿Es por Harry? ¿Crees que no merezco ser feliz? -preguntó.

– Claro que lo mereces,

– Cuando Peter murió, pensé que no volvería a encontrar la felicidad. Deseaba haber muerto con ellos en ese coche, Alissa… -le confesó, con voz quebrada por la emoción-. Pero he conocido a Harry y todo ha cambiado de repente. Lo amo, quiero casarme con él y quiero tener ese niño. He recuperado mi vida y quiero disfrutar de ella.

Emocionada por las palabras de su hermana, Alissa la tomó de la mano y se la apretó con afecto.

– Claro que sí. Claro que sí…

– Sin embargo, Harry no querrá saber nada de mí si descubre que firmé ese contrato -continuó Alexa, al borde de las lágrimas-. No lo entendería nunca. Pensaría que soy una especie de ramera… Es un hombre maravilloso, pero también muy conservador.

De repente, Alissa se sintió como si hubieran vuelto al pasado. De niñas, Alexa se metía constantemente en líos y ella siempre tenía que sacarla de ellos. Más de una vez había cargado con sus culpas, y aunque fuera la menos atrevida de las dos, también era la más fuerte y la menos propensa a desesperarse cuando las cosas iban mal. Alexa podía resultar sorprendentemente frágil.

– Bueno, Harry no tiene por qué enterarse… -comentó.

Alexa suspiró, aliviada.

– Mira, Allie, si no te presentas y te casas con ese ruso, tendré que devolver el dinero y no lo tengo. ¿Crees que un hombre como Sergei Antonovich va a permitir que le engañe?

– ¿Sergei Antonovich? ¿El multimillonario ruso? -preguntó Alissa, consternada-. Por Dios, pero si siempre está rodeado de actrices y supermodelos… ¿Por qué querría pagar a una desconocida para que se case con él?

– Porque estuvo casado y no salió bien. Esta vez quiere un matrimonio de conveniencia, con todo atado y bien atado -explicó-. Pero no sé nada más… sólo sé lo que me dijo el abogado. Comentó que no deja de ser una simple oferta de empleo; tal vez extraña, pero una oferta de trabajo en cualquier caso.

– ¿Un trabajo? -dijo Alissa, mirándola con desaprobación.

– Si te casas con Antonovich, yo podré casarme con Harry, nos quedaremos el dinero y mamá volverá a ser la de ames. El ruso no me ha visto todavía, de modo que no puede saber que no eres la mujer que eligió…

– Eso no importa, Alexa. Esto es una locura. Por muchas razones que me des, no puedo aceptar.

– Presenté la instancia con tu nombre -le recordó-. Si incumples el contrato, los abogados de Antonovich no me denunciarán a mí, sino a ti.

Alissa no perdía la calma con facilidad, pero estalló.

– ¡Me da igual lo que hicieras! ¡Yo no firmé ningún contrato!

– Es lo mismo, porque puse tu firma -le informó-. Lo siento, pero estás metida en esto hasta el cuello. Además, puedes tomártelo como si te hubiera tocado la lotería… nunca devolverías el premio. Y no hay otra forma de salvar la casa de mamá. Ningún banco nos concedería un crédito.

– Y aunque nos lo concediera, mamá no podría pagarlo -puntualizó-. Ya no queda nada que podamos vender.

Los pocos muebles y joyas valiosas de la familia se habían vendido para intentar sostener las finanzas de su madre. En cuanto a la casa, estaba hipotecada desde que Jenny la utilizó para conseguir la suma necesaria para abrir una tienda en el pueblo: ahora la casa estaba en venta, pero los tiempos eran difíciles y nadie la compraba.

En el silencio incómodo que siguió. Alissa se levantó del asiento.

– Está lloviendo. Le prometí a mamá que iría a buscarla si empezaba a llover -declaró.

Salió de la casa, se subió al coche destartalado de su madre y arrancó. Cuando aparcó el vehículo delante de la tienda, vio que una morena muy atractiva salía del establecimiento con un paraguas amarillo. Al reconocerla, le saltaron todas las alarmas. Era Maggie Lines, la novia de su padre.

Caminó a toda prisa hasta la puerta y entró.

– ¿Qué estaba haciendo esa mujer aquí?

Su madre tenía los ojos llorosos. Le temblaban las manos y estaba muy tensa.

– Ha venido a hablar conmigo. Me ha dicho que no se atrevía a pasar por casa… pero al menos ha tenido la delicadeza de esperar a la hora de cierre.

Alissa maldijo para sus adentros la cortesía de Jenny. Le parecía increíble que fuera tan amable con Maggie.

– No tienes por qué hablar con ella. Es asunto de papá, no tuyo, y debería mantenerse bien lejos de lo que no le concierne.

– Ha dicho que nuestra disputa legal sólo servirá para que los abogados nos cobren más a todos -murmuró.

– ¿Eso ha dicho? ¿Y qué quería exactamente?

– Dinero. Lo que todavía lo debo a tu padre -respondió-. Y me temo que tiene razón… el tiene derecho a una parte de la tienda y de la casa. Pero, ¿qué puedo hacer? No me queda nada.

– No tenía que venir a verte. No has debido hablar con ella.

– No te preocupes; es una joven muy decidida, pero no me asusta. Sin embargo, preferiría que no te involucraras en esto. Es posible que tu padre se case con Maggie y que funde una familia con ella… si tomas partido ahora, te complicarás la vida más tarde.

Alissa la tomó de la mano.

– Mamá, yo te adoro. Odio verte en esta situación.

Jenny Barlett le dedicó una sonrisa.

– Ya lo superaré: seguiré adelante con mi vida, como Maggie dice. Pero ahora no puedo, Alissa. Sigo enamorada de él, y eso es lo peor de todo, que no puedo cambiar mis sentimientos.

Alissa abrazó a su madre. Aquella situación era profundamente injusta para todos. Añoraba los tiempos felices, cuando estaban juntos.

– Tengo buenas noticias, mamá.

– ¿Buenas noticias?

– Alexa ha vuelto a casa y me ha dicho que se va a casar.

Jenny la miró con asombro.

– ¿En serio?

– Sí. Además, se nos ha ocurrido una forma de conseguir el dinero que necesitamos. Ya no tendrás que vender la casa.

– No es posible…

– Lo es. A veces se producen milagros, mamá.

Alissa se quedó perpleja ante su propio atrevimiento. Siempre había sido la hermana sensata, la que nunca se arriesgaba ni hacía cosas impulsivas, y ahora estaba mintiendo a su madre; pero la familia era lo primero y debía hacer algo por ayudar. Todavía no estaba convencida de que Sergei Antonovich fuera la solución, pero empezaba a considerar seriamente la posibilidad.

Minutos después de que saliera de la tienda, su hermana la ayudó a tomar una decisión. Alissa estaba preparando la cena en la cocina cuando se acercó a ella y le susurró al oído:

– He recibido una llamada del abogado del ruso mientras estabas fuera. Antonovich ha decidido conocerme antes de la boda… ¿Qué vas a hacer, Alissa? No podemos esperar más.

Alissa pensó en el niño que Alexa llevaba en su vientre y supo que, si ella no aceptaba el trato, tendría que abortar.

No podía causarle ese dolor a su propia hermana, ni complicar o tal vez arruinar su relación con Harry. Aún recordaba lo mal que lo había pasado ella misma cuando se enamoró en secreto de Peter, uno de los novios de Alexa. Desde entonces, todas sus relaciones amorosas habían sido un desastre; no sabía tratar a los hombres y se pasaba la vida sola.

Debía tomar una decisión: aceptar el matrimonio con Sergei Antonovich, que atentaba contra todos sus principios, o dejar en la estacada a Alexa y renunciar a la única posibilidad de salvar a Jenny; porque el dinero no le devolvería a su marido, pero la ayudaría a superar la pérdida y a mantener la casa y el negocio, tan necesarios para su futuro.

No tenía más remedio que aceptar. Casarse con un desconocido seria todo un reto, pero el sacrificio merecía la pena.

Por fin, tomó la decisión y le dio a Alexa la respuesta que quería escuchar.

– Me casaré con él.

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