– ¡Batea! -gritó Brett mientras lanzaba la bola al aire y la volvía a recoger-. Te toca, Adam. Adam se metió en el campo trazado sobre el césped que había delante de la casa y agarró el bate. Por lo que Nash sabía, Adam era el más tranquilo de los gemelos pero era mejor atleta. Había sido el mejor con diferencia en golpear la bola cada vez que Brett la había lanzado.
Brett lanzó con suavidad y Adam se giró. Se escuchó un ruido sordo cuando el bate golpeó la bola y ésta fue a parar directamente a Brett, que tuvo que saltar para hacerse con ella.
– Buen golpe -le dijo a su hermano.
Nash estaba en el porche, apoyado contra la fachada de la casa.
Los chicos estaban jugando en una esquina para, según palabras de Stephanie, «evitar todas las ventanas posibles».
Era una mañana cálida y limpia, el tiempo perfecto para las vacaciones de verano. Los chicos se habían levantado sorprendentemente pronto, al parecer debido a la emoción de no tener colegio. Stephanie lo tenía previsto y por eso había salido de su cama alrededor de las cuatro de la mañana. Nash durmió hasta que escuchó el sonido de unos pasos algo precipitados a eso de las siete menos cuarto. Estaba cansado y le picaban un poco los ojos, pero la falta de sueño era un precio muy pequeño por pasar la noche con una mujer que era la esencia misma de la sexualidad y la feminidad.
Nash ordenó a toda prisa sus pensamientos, sabiendo que si se deleitaba en todo lo que habían hecho juntos en la cama acabaría en un estado de lo más comprometido. No importaba cuántas veces hicieran el amor, él siempre quería más. Y la noche anterior no había sido una excepción.
Escuchó el sonido de la puerta principal al abrirse y el ruido de unos pasos en el porche.
– Estarán aquí en cualquier momento -dijo Stephanie deteniéndose a su lado y apoyándose en la barandilla-. ¿Seguro que para ti no supone un problema que tu madre y tu padrastro se alojen aquí?
– Estoy perfectamente -la tranquilizó Nash sonriendo-. De hecho estoy deseando que lleguen.
– Me lo creería más fácilmente si no me hubieras dicho que no te llevabas bien con tu padrastro -aseguró ella con expresión de no estar del todo convencida.
– El problema lo tengo sólo yo -confesó Nash sintiéndose por primera vez a gusto con aquella verdad-. No te preocupes.
– Lo intentaré -dijo Stephanie girando la vista hacia la calle-. Si van a quedarse aquí tendremos que tener más cuidado con nuestras idas y venidas.
– Es verdad -reconoció él, que no se había parado a considerar esa posibilidad.
Stephanie se giró y lo miró sonriente.
– Eso hará las cosas más excitantes.
– No creo que eso sea posible. Y si lo es uno de los dos sufrirá un ataque al corazón por los nervios.
– ¿Me estás diciendo que lo nuestro te estresa? -preguntó Stephanie sonriéndole todavía más abiertamente.
– Estoy diciendo que ya es más excitante de lo que creí posible. Más excitación podría ser peligrosa.
– Pero tú eres un tipo duro. ¿No te gusta el peligro?
Las palabras de Stephanie provocaron en él la reacción predecible. Nash trató de no pensar en la sensación de calor y pesadez que notó en la parte inferior de su cuerpo. Por suerte, porque ocho segundos más tarde un sedán de cuatro puertas se detuvo detrás de su coche de alquiler.
– Ya están aquí -dijo.
Stephanie se puso rígida. El buen humor desapareció de la expresión de sus ojos y fue sustituido por la preocupación.
– ¿Qué tal estoy?
– Perfecta -aseguró Nash inclinándose para besarla en los labios.
– Ésa es una respuesta excelente -contestó ella alegrando la cara.
Ambos avanzaron por las escaleras del porche y luego llegaron al sendero de la entrada. Cuando se acercaron se abrieron las puertas del coche. La madre de Nash, Vivian, puso un pie en la acera y sonrió.
– Qué ciudad tan bonita. Es un sitio encantador. Nash podría jurar que sigues creciendo.
El hizo una mueca al escuchar aquella broma familiar y luego la abrazó.
– Hola, mamá. ¿Qué tal el viaje?
– Estupendo -respondió ella besándolo en la mejilla-. ¿Y tú cómo estás? -le preguntó mientras le acariciaba el cabello.
La pregunta no se refería únicamente a su estado de ánimo aquel día en concreto. Nash sabía que su madre quería que continuara con su vida, que dejara atrás el pasado. Que encontrara a alguien y se asentara.
– Estoy bien.
– ¿De verdad? -insistió su madre escudriñándole el rostro-. Eso espero.
La puerta del coche se cerró y Vivian se giró hacia su marido.
– ¿Verdad que Nash ha crecido, Howard?
– Vivian, lamento tener que decirte que nuestro chico dejó de crecer hace algunos años -dijo Howard afectuosamente dando la vuelta al coche para estrechar la mano de Nash-. Me alegro de verte. ¿Cómo te trata la vida?
– Estupendamente, como siempre.
Nash dio un paso atrás y les presentó a Stephanie.
– Es la dueña del Hogar de la Serenidad -dijo-. Ya veréis qué maravilla de desayunos.
– Encantado de conocerlos, señor y señora Harmon -dijo ella-. Espero que disfruten de su estancia.
– Por favor, llámanos Vivian y Howard -le pidió la madre de Nash.
– De acuerdo.
Se escucharon un par de gritos desde el otro lado de la casa. Stephanie miró hacia aquella dirección.
– Tengo tres hijos. Ya os los presentaré después. Vivimos en la planta de arriba de vuestra habitación pero no os preocupéis. No estamos justo encima.
– Lo vamos a pasar de maravilla -aseguró Vivian recogiéndose un mechón de cabello oscuro detrás de la oreja-. ¿Desde cuando tienes la posada?
– Va a hacer cuatro años. ¿Te gustaría ver tu habitación?
– Me encantaría. ¿Quieres que lleve algo? -preguntó Vivian girándose hacia su esposo-. No quiero que cargues tú con todo.
– Me gusta cuidar de ti -respondió Howard sonriéndole-. Entra y regístrate. Estoy seguro de que Nash insistirá en llevar la maleta más pesada. Nos arreglaremos bien.
Vivian asintió con la cabeza y apretó suavemente el brazo de su esposo. No fue una caricia especial, sólo un tenue roce, algo que Nash había visto hacer a su madre cientos de veces. Pero por primera vez se fijó en el afecto que transmitía la pareja, en la expresión de alegría y felicidad dibujada en el rostro de su madre. Ella amaba a aquel hombre. Lo había amado durante casi veinte años.
Las dos mujeres se encaminaron hacia la casa. Howard abrió el maletero y soltó una carcajada cuando vio el equipaje.
– Ahora comprenderás por qué tuve que alquilar un coche grande en el aeropuerto. Tu madre no es de las que viajan ligeras de equipaje. Siempre trae cosas de más por si acaso. En mi opinión ha traído ropa suficiente como para dar la vuelta al mundo, pero ella lo negará. Supongo que si algún día hacemos ese viaje se llevará la casa entera, sólo por si acaso.
Howard sacudió la cabeza y empezó a sacar maletas. Le empezó a hablar del vuelo y de quién se había quedado al cuidado de su casa mientras estaban fuera. Mientras lo escuchaba, Nash se dio cuenta de que no había ninguna tensión entre ellos, al menos por parte de su padrastro.
Metieron dentro el equipaje y se encontraron con Vivian y Stephanie en el mostrador de recepción.
– Le estaba diciendo a tu madre que los niños se portan bastante bien -dijo Stephanie-. No harán demasiado ruido.
– Y yo le estaba diciendo a Stephanie que echo de menos el ruido que hacían mis hijos cuando estaban en casa -reconoció Vivian sacudiendo la cabeza.
– Lo dudo -dijo Nash-. Siempre nos estabas gritando para que bajáramos la música o el volumen de la televisión.
– ¿En serio? -preguntó Vivian con extrañeza soltando una carcajada-. Yo no recuerdo nada de eso.
– ¿Os gustaría comer algo cuando hayáis deshecho el equipaje? -preguntó Stephanie-. No tenemos restaurante, pero estaré encantada de hacer unos bocadillos y hay varios tipos de ensalada.
– Suena maravillosamente, querida -aseguró Vivian agarrando las manos de Stephanie-. Dime dónde está la cocina y te echaré una mano mientras Howard y Nash suben las cosas.
Stephanie se quedó algo desconcertada con aquella sugerencia.
– Pero tú eres un huésped.
– Tonterías. Quiero ayudar. O por lo menos hacerte compañía. Podrías hablarme de tus hijos.
Stephanie miró de reojo a Nash, que estaba sonriendo.
– No pasará nada.
– Por supuesto que no pasará nada -intervino su madre-. Y ahora dime, ¿dónde está la cocina?
– Yo quiero extra de queso en mi bocadillo -exclamó Howard a sus espaldas.
Vivian movió los dedos en su dirección y se rió.
– Siempre me lo recuerda -dijo cuando las dos mujeres llegaron al pasillo-. Como si alguna vez se me hubiera olvidado.
Nash agarró la llave que Stephanie había dejado en recepción y cargó con dos maletas. Subieron al segundo piso y se dio cuenta al instante de que la habitación no estaba cerca de la suya, lo que significaba que Stephanie y él no tendrían que andar de puntillas cuando todo el mundo se hubiera acostado. Bien pensado por parte de ella, se dijo sonriendo.
– No tengo suficientes platos -dijo Stephanie tratando de no entrar en pánico-. Ni vasos.
– Utiliza los de plástico -exclamó Nash saliendo del cuarto de las herramientas en dirección al garaje, donde había varias sillas plegables.
– Utiliza los de plástico -murmuró ella entre dientes-. Para él es fácil decirlo.
Aunque era una buena idea. ¿Tenía platos y vasos de plástico?
Stephanie se detuvo en medio de la cocina y trató de recordar si había guardado los que sobraron tras el último cumpleaños de los gemelos. Entonces abrió uno de los armarios. En la estantería superior, a la que ella no llegaba, había tres paquetes sin abrir de platos.
– Fuera quedan todavía un par de ellas -dijo Nash entrando con cuatro sillas.
– Ya hemos bajado las de arriba y las del comedor -recordó Stephanie con expresión de disgusto-. No hay suficientes.
– Vamos, deja de preocuparte por detalles nimios.
– ¿Te parece un detalle nimio que la gente no tenga dónde sentarse?
– Por supuesto. Los niños estarán encantados de sentarse en el suelo.
Nash dejó las sillas en el suelo y se acercó a ella. Le rodeó la cintura con los brazos y la besó.
– Gracias por ofrecerte como anfitriona para la cena.
Con sólo sentirlo cerca, Stephanie ya se sentía más tranquila.
– Estoy encantada de que venga toda tu familia. De verdad. Pero necesito que me bajes esos platos de ahí arriba.
Cuando Nash se los bajó a Stephanie se le ocurrió mirar el reloj. Se quedó helada al ver la hora que era.
– Estarán aquí en cualquier momento. Coloca las sillas. Yo empezaré a poner los cubiertos.
Nash hizo lo que le decía y ella se apresuró a recolectar cucharas y tenedores.
Kevin había llamado un poco antes para sugerir otra cena familiar improvisada. Para que nadie tuviera que cocinar, propuso traer comida china. Stephanie ofreció su casa para la ocasión. Vivian y Howard se habían llevado a los chicos al restaurante chino y habían traído comida suficiente como para alimentar a un batallón.
– Vasos -murmuró Stephanie-. Las sodas se están enfriando. Tengo leche y zumo para los niños. He hecho té. Hay…
El sonido de un timbre interrumpió sus pensamientos.
– Nash, está sonando tu teléfono móvil.
– ¿Puedes atenderlo tú? -exclamó él desde el cuarto de las herramientas-. Está en la entrada, al lado de mis llaves.
Stephanie corrió hacia la parte delantera de la casa. El sonido se hizo más intenso a medida que se acercaba. Cuando vio el teléfono lo agarró y apretó el botón para hablar.
– ¿Diga?
Se hizo un momento de silencio.
– ¿Podría hablar con Nash Harmon, por favor? -preguntó finalmente una voz masculina.
– Claro. Un momento.
Stephanie recorrió el pasillo y se encontró con Nash llevando más sillas.
– Es para ti -dijo ella-. Yo me encargo de esto.
– No, las dejaré aquí mientras -aseguró él apoyándolas contra la pared y agarrando el teléfono.
Ella hizo ademán de retirarse discretamente a la cocina pero Nash la rodeó con el brazo que tenía libre y la atrajo hacia sí.
– Harmon -dijo él.
Stephanie no podía escuchar lo que decía el hombre, así que se conformó con relajarse sobre el pecho amplio y fuerte de Nash. Cerró los ojos y aspiró con fuerza el aire.
– Pensé que no querías que me ocupara de más misiones -dijo entonces.
Tras escuchar un rato más lo que el hombre decía, Nash volvió a hablar.
– Pensaré en ello y te llamaré -contestó antes de sonreír-. No es asunto tuyo. Sí, es muy guapa. He tenido suerte. Sí, te lo haré saber dentro de unos días -concluyó tras una breve pausa.
Nash colgó el teléfono.
– ¿Era tu jefe? -preguntó Stephanie ignorando conscientemente el comentario de «sí, es muy guapa».
Nash asintió con la cabeza.
– Quería hablarme de un trabajo que pensó que podría interesarme. En una ciudad nueva, un cambio de escenario. Pensó que me vendría bien.
– ¿Por qué cree que lo necesitas? -preguntó Stephanie mirándolo fijamente.
Nash se metió el teléfono en el bolsillo de la camisa y la abrazó.
– No tuve opción para estas vacaciones. Mi jefe insistió en que me las tomara. Estaba preocupado por mí.
– ¿Porqué? -preguntó ella sorprendida.
– No me había tomado nunca vacaciones desde la muerte de Tina.
Stephanie se apartó de él instintivamente. Antes de que supiera lo que estaba haciendo se retiró lo bastante como para apoyarse en la otra pared del pasillo. No le gustaba nada que Nash ya no sonriera.
– ¿Te estás escondiendo en el trabajo? -preguntó sabiendo que era una pregunta obvia.
– Sí, pero no por las razones que tú piensas.
Stephanie no sabía en qué razones pensar. Sólo sabía que no quería que él siguiera enamorado de su mujer.
– ¿Y cuáles son esas razones? -insistió tratando de mantener la voz en un tono neutro.
Nash aspiró con fuerza el aire y clavó la vista en un punto indefinido del techo.
– Ya te conté que Tina murió estando de servicio, en la explosión de una bomba. Lo que no te dije fue que yo también estaba allí. Me habían llamado para negociar en una situación en la que había rehenes. Convencí a los tipos para que se rindieran. Cuando salieron supe que algo no iba bien pero no pude concretar el qué. Luego me di cuenta de que las cosas habían resultado demasiado fáciles. Le dije a mi equipo que esperara pero Tina no me escuchó. Era muy impulsiva. Diez segundos después entró corriendo en el edificio para liberar a los rehenes y yo comprendí por qué los secuestradores se habían rendido.
Stephanie no quería pensar en ello, no quería ni imaginárselo, pero sabía lo que había ocurrido.
– La bomba hizo explosión.
Nash asintió con la cabeza sin variar un ápice su expresión.
– Tina, otro agente y todos los rehenes murieron.
Él se sentía culpable. Stephanie lo sabía porque conocía a Nash y porque ella también se habría echado la culpa en las mismas circunstancias. Absurdo, pero así era.
– Nadie más piensa que fuera culpa tuya.
– Eso tú no lo sabes -respondió Nash mirándola.
– ¿Me equivoco?
– No.
– Así que tú te culpas y te refugias en el trabajo. Y ahora tu jefe te ofrece un trabajo distinto pensando que así reaccionarás.
– Algo parecido.
– ¿Necesitas que te hagan reaccionar?
– Ahora mismo no -respondió Nash relajando los músculos-. Tú me haces mucho bien, Stephanie.
Sus palabras la enternecieron de un modo que nada tenía que ver con el deseo y sí con el corazón. También él le hacía bien. Le hacía desear creer en el amor y en el futuro. Le hacía desear que…
Stephanie parpadeó mentalmente. «No vayas por ahí», se dijo a sí misma. Nash era algo temporal y no debía olvidarlo. No tenía ningún sentido desear la luna. Terminaría desilusionada y triste.
– Estoy contratada para proporcionarle un servicio completo -dijo tratando de bromear-. No olvide mencionarlo en sus comentarios. Eso me dará puntos de cara a la dirección.
– Estoy hablando en serio -aseguró Nash avanzando hacia ella-. Desde que te conozco, yo…
Fuera lo que fuera lo que iba a decir, se perdió bajo el sonido de las puertas de un coche cerrándose bruscamente. Stephanie se moría por saber qué iba a decirle pero estaban a punto de ser invadidos por las hordas de la familia Haynes.
– Guarda ese pensamiento -le dijo aunque supiera que no volverían nunca a tocar aquel tema.
Lo sabía porque ella se aseguraría de que así fuera. Fuera lo fuera lo que Nash iba a decirle no era algo que Stephanie quisiera oír.
– Yo nunca podría hacer lo que tú haces -le dijo Howard a la mañana siguiente.
– La mayor parte de mi trabajo consiste en hacer papeleo -le recordó Nash mientras ambos trotaban por el tranquilo vecindario.
– Pero cuando no es así, hay vidas en juego. Admiro tu capacidad para manejar esas situaciones.
Había algo de orgullo en el tono de voz de Howard. Un orgullo de padre. Nash se dio cuenta de que lo había escuchado docenas de veces antes. Tal vez desde la primera vez que conoció a Howard. Se sintió como un imbécil. Había estado tan ocupado alimentando su resentimiento hacia su padrastro que no se había dado cuenta de que aquel hombre se preocupaba por él. Que lo quería.
– Pasaste muy malos momentos cuando empezaste a salir con mamá -dijo Nash-. Recuerdo que Kevin y yo no te pusimos las cosas fáciles.
– Me hicisteis luchar por conseguir la plaza -contestó Howard sonriendo mientras respiraba con cierta dificultad-. Pero valió la pena. Además, yo estaba loco por tu madre. Algunos amigos míos temían que sólo estuviera interesada en encontrar un padre para vosotros, pero yo la quería demasiado como para que eso me importara. Y por supuesto, estaban equivocados. Supongo que veinte años de matrimonio son una buena prueba de ello.
Cuando llegaron a la esquina se detuvieron un instante en el semáforo antes de seguir corriendo por la calle. La mañana estaba clara y todavía algo fresca, aunque más tarde se calentaría.
– Teníamos doce años cuando empezasteis a salir juntos -dijo Nash-. Si mamá hubiera querido buscar un padre para nosotros habría empezado a buscar antes.
Howard lo miró de reojo y luego se secó el sudor de la frente.
– Estabais a punto de entrar en la adolescencia. Ése es el momento en que los chicos necesitan que haya un hombre cerca. Tu madre estaba preocupada por ti.
– ¿Por qué por mí? Yo era el bueno.
– Es cierto. Como Kevin era el malo, él recibía toda la atención. Vivian tenía miedo de que tú te sintieras olvidado. Hablamos mucho de ello antes de casarnos.
Howard se calló durante un instante y le palmeó la espalda.
– Para mí los dos sois como mis hijos. Habría querido a Vivian exactamente igual aunque vosotros no vinierais en el mismo saco, pero aquí entre nosotros, saber que formabais parte del trato lo hacía irresistible.
Nash no supo qué decir. Se sentía extraño y estúpido. Como si todos aquellos años hubiera estado actuando bajo unas reglas que no tenían nada que ver con el partido que se estaba jugando.
– Howard -comenzó a decir muy despacio-, yo…
Su padrastro sonrió.
– Ya lo sé, ya lo sé, Nash. Lo he sabido siempre. Yo también te quiero.
Para celebrar que los chicos no tenían colegio, la familia Haynes, acompañada de los Harmon y los Reynolds, ocupó la gran mesa en forma de «u» situada al fondo del restaurante.
Nash ocupó su asiento y escuchó las conversaciones que flotaban a su alrededor. En medio de semejante multitud su primer instinto era retirarse, observar mejor que participar. Pero tras haber salido a correr aquella mañana con su padrastro, pensó que lo mejor sería dejar de dar por hecho las cosas que lo incumbían. Al parecer, nada era como él pensaba que había sido.
«Tantos años perdidos», pensó con tristeza. Howard había estado allí para él y no se había dado cuenta. ¿Cuántas cosas más de la vida se había perdido?
El sonido de una risa interrumpió sus pensamientos. Miró al otro lado de la mesa y vio a Stephanie y a Rebecca riéndose juntas. Menuda, rubia, con el pelo corto y una boca diseñada especialmente para volverlo loco, Stephanie era una fantasía hecha realidad. Le gustaba el modo en que había encajado con su familia. En menos de veinticuatro horas su madre y ella se habían hecho amigas.
La deseaba. Eso no era ninguna novedad. Pero aquella mañana se trataba de un sentimiento diferente. Quería algo más que sexo. Quería…
Nada que pudiera conseguir, se recordó desviando la mirada. Miró en otra dirección y descubrió a Brett observándolo. Sonrió al chico, que comenzó a devolverle la sonrisa, pero enseguida giró la cabeza. Era una ironía, pero Nash sabía exactamente lo que pensaba el chico. Seguía viéndolo como una amenaza.
Pensó en la posibilidad de volver a tranquilizar a Brett, pero se dio cuenta de que no tenía sentido. Qué demonios, él no había escuchado a Howard años atrás. ¿Por qué habría de escucharlo Brett a él? Y sin embargo le gustaría encontrar las palabras adecuadas. La vida sería mucho más fácil para el chico si lo entendiera, del mismo modo que para Nash también lo hubiera sido de haber comprendido que Howard no era un problema. Todos aquellos años perdidos cuando podrían haber estado muy unidos.
Nash odiaba los arrepentimientos, los «podría haber sido». Y no quería tenerlos con Howard. ¿Y con Tina? Su matrimonio nunca había sido perfecto. Tal vez si él se hubiera esforzado más por mejorarlo, entonces tal vez no se sentiría tan culpable todo el tiempo, tal vez…
Se encendió una luz en su cerebro. Parecía como si hubiera estado caminando entre nieblas durante los últimos dos años, desde el día en que su mujer murió.
Impresionado, casi asustado de lo que pudiera ver, Nash miró a sus hermanos con sus esposas y sus prometidas. Los miró a la cara, a los ojos, y observó el modo en que constantemente se tocaban. Hombres y mujeres enamorados.
El amor. Eso era lo que había fallado en su matrimonio. Había vivido por inercia, pero nada más. Nunca debió haberse casado con Tina porque no la amaba. Y había tardado dos años en descubrirlo.