Capítulo 6

Nash perdió la cuenta del número de pizzas que consumió la familia Haynes. No paraban de traer más y más. Los camareros estaban constantemente rellenando los vasos con bebida. Cuando los niños pidieron por fin permiso para ir a la sala de juegos y los adultos empezaron a mover las sillas para hacer grupos pequeños, incluso los camareros parecían agotados.

Nash se había pasado la mayor parte de la velada hablando con Stephanie y con Jill, la esposa de Craig, el mayor de todos. Pero después de cenar se encontró sin darse cuenta en compañía de sus hermanos.

Hermanos. La palabra todavía lo sorprendía. ¿Cómo era posible que Kevin y él fueran parte de aquella familia y hubieran estado tantos años sin saberlo? ¿Por qué un hombre como Earl Haynes dejaba embarazada a una joven inocente de diecisiete años, la abandonaba para regresar con su familia y tuviera después unos descendientes tan sinceros, honrados y cariñosos?

Nash se acercó a la mesa de las bebidas y se sirvió otro vaso de té helado. Tras tomarse dos cervezas había decidido pasarse a la bebida sin alcohol. No lo preocupaba la conducción. Habían venido en el monovolumen de Stephanie con ella al volante. Pero tenía la impresión de que demasiada cerveza convertiría a la dueña de la posada en una tentación mayor de la que ya de por sí era. Estando sobrio la encontraba deliciosamente intrigante. Bebido tal vez la considerara irresistible. Y aquello no sería bueno para ninguno de los dos.

Le dio un sorbo a su té y miró alrededor. Sabía casi con seguridad cómo se llamaban todos los hombres pero le seguía resultando complicado emparejarlos con sus esposas y ponerles nombre a éstas. Lo de Hannah era más fácil. Era la única chica del clan Haynes y se parecía mucho físicamente a sus hermanos. Era alta, de cabello oscuro y muy atractiva. Su marido era el único hombre rubio que había en la sala. Pero a partir de ahí todo lo demás era muy complicado. ¿La esposa de Kyle era la morena gordita con los ojos marrones o la gordita de cabello castaño y ojos verdes?

– ¿Te importa si recojo a los niños y nos vamos? -preguntó Stephanie apareciendo a su lado como por arte de magia-. Mañana tienen colegio y si quiero que se acuesten a una hora decente necesito marcharme ya.

– Muy bien. ¿Te ayudo?

– Sí, por favor. ¿Por qué no vas a buscar a los gemelos? Estarán juntos y obedecerán mejor. Yo iré a buscar a Brett y traeré el coche a la puerta.

Se despidieron de la familia Haynes y atravesaron el restaurante. La sala de juegos estaba al lado de la puerta. Nash vio a Jason y a Adam sentados en un banco. Adam se puso de pie al verlo pero Jason se limitó a parpadear con gesto cansado.

– Es hora de volver a casa -dijo Nash.

– Muy bien -contestó Adam.

– Estoy cansado -aseguró Jason poniéndose en pie y tendiéndole los brazos.

Nash se lo quedó mirando fijamente. Un niño pequeño alzando los brazos era un signo universal. Aunque Nash vivía en un mundo sin niños lo entendió al instante. Jason quería que lo llevara en brazos.

Nash vaciló un instante. No porque pensara que Jason pesaría mucho ni porque temiera que a Stephanie le importara. Se detuvo porque algo en su interior le advirtió que aquello podía ser un problema. No quería tener relaciones con nadie: ni con amigos, ni con las mujeres ni con niños. Las relaciones implicaban un grado de relajación que no estaba dispuesto a permitirse. El control era lo único que se interponía entre el caos él.

La confianza implícita en el gesto de Jason lo hizo sentirse incómodo. Sólo conocía a los niños desde hacía dos días. Entonces, ¿por qué Jason estaba tan cómodo a su lado?

– Quiere que lo lleves -señaló Adam por si Nash no lo había entendido.

– Lo sé.

No parecía haber ninguna salida digna a la situación y Nash no quería montar una escena por nada. Así que se inclinó hacia delante y estrechó al niño contra su pecho. Jason le echó los brazos alrededor del cuello al instante y apoyó la cabeza en su hombro. Luego le enredó las piernecitas alrededor de la cintura.

Nash rodeó al niño con una mano para mantenerlo firme y le hizo un gesto a Adam para que echara a andar. Pero en lugar de hacerlo el pequeño de ocho años lo agarró de la mano y se apoyó contra él.

– ¿Va a traer mamá el coche? -preguntó con voz somnolienta.

– Sí. Vamos.

Nash abrió camino para salir del restaurante. Brett ya los estaba esperando en la acera. Miró detenidamente a los tres y luego apartó la vista. Pero no antes de que Nash viera la hostilidad dibujada en sus ojos.

Aquel chispazo de rabia y dolor que atisbó a distinguir en el chico despertó en Nash un sentimiento conocido.

Stephanie apareció en aquel momento y lo arrancó de sus pensamientos. Luego se entretuvo acomodando a los gemelos. Cuando estaba a punto de subirse al asiento del copiloto su hermano Kevin salió del restaurante.

– ¿Qué te han parecido? -le preguntó.

– Buena gente -respondió Nash mirando en dirección a la pizzería.

– Estoy de acuerdo -dijo su hermano golpeándolo cariñosamente en la espalda-. Ya nos veremos. Encantado de conocerte, Stephanie -dijo asomando la cabeza al interior del coche-. Si este tipo te da algún problema házmelo saber.

– Hasta ahora ha sido estupendo, pero si cambia de actitud te llamaré -respondió ella con una sonrisa.

– Hecho. Buenas noches.

Kevin volvió a entrar en el restaurante. Stephanie lo vio marcharse.

– Tienes una familia maravillosa -dijo-. Eres afortunado.

Nash nunca se había visto a sí mismo como un hombre de suerte, pero tal vez en aquel aspecto lo fuera.


Stephanie suspiró e hizo todo lo posible por mantener la calma.

– Brett, es muy tarde. Mañana hay colegio y te estás portando fatal. Si lo que quieres es convencerme de que no eres lo suficientemente maduro como para salir una noche entre semana, estás haciendo un trabajo excelente.

Su hijo mayor se dejó caer en la cama y se quedó mirando al techo. Desde que llegaron a casa tras cenar con Nash y su familia había permanecido callado y con gesto malhumorado. Stephanie no comprendía cuál era el problema. Por mucho que se estuviera acercando a la adolescencia, las hormonas no se alteraban en cuestión de dos horas.

– Sé que te lo has pasado bien -aseguró sentándose a su lado y colocándole una mano sobre el vientre-. He visto cómo te reías.

– No ha estado mal.

– ¿Sólo eso? Pensé que había sido muy divertido.

Brett se encogió de hombros.

Stephanie empezó a masajearle la tripa, como solía hacerle cuando era pequeño y no se encontraba bien.

– No pienso marcharme hasta que me digas qué te pasa. Me quedaré aquí sentada, y puede que dentro de un rato empiece a cantar.

Brett siguió mirando al techo pero ella observó cómo sonreía ligeramente. Sus hijos pensaban que tenía una voz horrible y siempre le suplicaban que no cantara.

– ¿Y si me quedo mirándote fijamente? -insistió abriendo mucho los ojos.

Brett apretó los labios pero era demasiado tarde. Primero sonrió, luego hizo una mueca y después soltó una pequeña carcajada.

– ¡Deja de mirarla! -exclamó dándosela vuelta.

– Lo haré si hablas -respondió Stephanie relajándose.

El chico se giró hacia ella pero en lugar de mirarla clavó los ojos en las sábanas.

– ¿Sigues queriendo a papá?

No estaba preparada para aquella pregunta. Brett no solía sacar aquel asunto con frecuencia, pero cuando lo hacía ella se sentía incómoda. Siempre optaba por una respuesta rápida en lugar de decirle la verdad, porque eso era lo que su hijo quería oír. Porque quería que su hijo recordara a sus padres como una pareja feliz.

– Por supuesto que lo sigo queriendo -respondió con dulzura-. ¿Por qué lo preguntas?

Brett se encogió de hombros.

– ¿Se trata de Nash? ¿Te preocupa que haya algo entre nosotros?

El chico volvió a encogerse de hombros.

– Es un hombre amable -contestó ella-, pero eso no significa nada. Está de vacaciones. Cuando se le terminen regresará a Chicago.

Donde aquel viudo guapo tendría seguramente docenas de mujeres elegantes y sofisticadas esperándolo. Donde no se acordaría de una madre sola con tres hijos que sentía por él una vergonzosa atracción.

– ¿Te gustaría, ya sabes… salir con él?

Para ser sinceros lo que más le gustaría hacer con Nash sería quedarse, pero no era eso lo que su hijo quería saber. Dos semanas atrás le habría dicho a Brett que no tenía intención de volver a salir con ningún hombre jamás. Pero la llegada de Nash le había demostrado que su vida tenía grietas. No iba a ser tan estúpida como para arriesgarse a otro matrimonio, pero no le importaría disfrutar de vez en cuando de un poco de compañía masculina.

– No me imagino teniendo una cita con Nash -dijo con sinceridad-. Ya hace tres años que murió papá. Mis sentimientos hacia él no han cambiado pero llegará un momento en que tenga ganas de volver a salir con alguien.

– ¿Por qué? -preguntó Brett con sus ojos azules llenos de lágrimas-. ¿Por qué no puedes querer sólo a papá?

– Porque ya no está -respondió Stephanie abrazándolo-. Cuando seas un poco mayor te empezarán a gustar las chicas. Te lo prometo. Así que saldrás con ellas. Puede que incluso tengas novia. Y la querrás. ¿Seguirás queriendo entonces a tus hermanos?

– ¿Qué tiene eso que ver con lo que estamos hablando? -preguntó el chico mirándola con asombro.

– Contesta a mi pregunta. ¿Los seguirás queriendo?

– Supongo que sí. Si no se ponen muy pesados…

– ¿Me seguirás queriendo a mí?

– Eso seguro.

– Ahí quería llegar. El corazón humano tiene capacidad para amar a tanta gente como queramos tener en nuestras vidas. Si yo empezara a salir con alguien, mis sentimientos hacia ti, hacia los gemelos o incluso hacia papá no cambiarían. Hay sitio más que de sobra para todos.

– Pero me gusta pensar en ti al lado de papá.

– Puedes seguir pensándolo. Yo no lo dejé, cariño. Se murió. Lloramos su pérdida y seguimos queriéndolo. Eso es lo que tenemos que hacer. Pero también tenemos que vivir nuestra vida y ser felices. ¿No crees que eso es lo que le hubiera gustado a papá?

Stephanie sabía que a Marty le hubiera encantado que su esposa y sus hijos le guardaran luto eternamente, pero no tenía intención de hacer partícipe de aquel convencimiento a un chico de doce años.

– Pero no vas a salir con Nash… -aventuró Brett asintiendo levemente con la cabeza.

– No.

– ¿Me lo prometes?

– Nash y yo no tendremos una cita fuera de esta casa -aseguró Stephanie haciéndose una cruz sobre el pecho-. Pero es lo único que voy a permitirte entrar en mi vida, jovencito. Y si decido salir con alguien tendrás que aceptarlo, ¿de acuerdo?

– Sí. Sin problemas.

– Bien.

Ella lo besó en la frente antes de soltarlo. Luego lo metió en la cama y lo arropó, le dijo buenas noches y salió del dormitorio. Tras cerrar la puerta bajó lentamente por las escaleras.

Se preguntó cuándo había empezado Brett a considerar a Nash como una amenaza. ¿Había algo extraño en su comportamiento o era su hijo capaz de haber notado la poderosa atracción que ella sentía? No importaba. Se había sentido muy cómoda al aceptar que no saldría por ahí con Nash. No se lo imaginaba pidiéndole una cita para ir al cine o a cenar. No parecía de ese tipo de hombres. Nash era más de paseos por la orilla del río a medianoche y de besos apasionados contra los firmes muros de piedra del viejo castillo.

Stephanie sonrió. Al menos así lo veía ella en su imaginación. Teniendo en cuenta que no había cerca ni castillo ni río, estaba a salvo. Aunque no quisiera.

Cuando llegó al piso de abajo giró en dirección a la cocina. Un movimiento ligero le llamó la atención y se detuvo. Cuando se dio la vuelta se encontró con Nash recorriendo la alfombra del salón arriba y abajo. Al verla se detuvo y se encogió de hombros.

– He cenado demasiado -dijo-. No tengo ganas de acostarme. ¿Te molesto?

– Por supuesto que no. Tengo que hacer galletas para que los gemelos se lleven mañana al colegio. Hay pocas cosas menos interesantes que ver a alguien hornear. ¿Quieres venir a aburrirte un rato a la cocina? Seguro que te ayudará a dormir.

– Claro.

En cuanto él accedió Stephanie sintió deseos de golpearse la cabeza contra la pared más cercana. Verla a ella tal vez resultara aburrido para Nash, pero tenerlo cerca le resultaba a ella salvajemente excitante. No necesitaba pasar más tiempo a su lado. Pasar el rato con Nash sólo contribuía a avivar su calenturienta imaginación. Antes de la cena de aquella noche lo consideraba sensual y encantador. Pero después de la velada había comenzado a gustarle.

Le había gustado verlo relacionarse con su familia. Se había mostrado cariñoso y comprensivo con las docenas de niños que pululaban por allí y muy atento con sus hermanos. Stephanie se había quedado impresionada al saber cómo se ganaba la vida. No había acertado mucho al pensar que era profesor o vendía zapatos. Nash trabajaba en un mundo oscuro y peligroso, lo que contribuía a hacer de él un hombre todavía más atractivo.

Stephanie se dijo a sí misma que tenía que dejar de pensar en Nash como en un cavernícola de torso desnudo que la empujaba hacia el lado salvaje. El pobre sólo había firmado como huésped de su posada, no como estrella protagonista de sus fantasías eróticas. Si él supiera lo que estaba pensando, probablemente se vería obligado a salir corriendo en medio de la noche pegando gritos.

Stephanie sacó los ingredientes necesarios para hacer galletas de chocolate y los dejó sobre la encimera.

– ¿Te ayudo? -preguntó Nash haciendo amago de levantarse de la silla en la que se había sentado. Ella negó con la cabeza.

– Las he hecho tantas veces que ni siquiera tengo que mirar la receta. Pero si te portas bien te dejaré probar una recién sacada del horno.

– Trato hecho.

– Bueno, ¿qué te ha parecido esta noche? -preguntó Stephanie rompiendo un par de huevos y echándolos sobre la harina.

– Ha estado bien. Pero no sería capaz de recordar el nombre de casi nadie.

– Yo que tú ni lo intentaría -aseguró ella calculando la medida del azúcar moreno-. ¿En qué parte de Chicago vives?

– Tengo una casa al lado del lago. Puedo ir caminando a los mejores restaurantes y cerca hay un buen circuito para correr.

– Yo nunca he estado allí, pero me imagino que no podrás correr mucho en invierno.

– Es cierto. Entonces me machaco en el gimnasio.

Desde luego su cuerpo daba fe de ello. Aunque dudaba mucho de que Nash se entrenara para presumir. No había duda de que lo necesitaba por su trabajo. Stephanie trató de no suspirar al imaginárselo en camiseta sin mangas y pantalones cortos levantando pesas. Concentró todas sus energías en batir vigorosamente los huevos.

– Crecí sólo con mi hermano y con mi madre -dijo Nash con calma-. Hasta ahora no he sabido lo que es una familia numerosa.

– Tardarás un tiempo en acostumbrarte a los Haynes -aseguró ella-. Pero vale la pena el esfuerzo.

Nash asintió con la cabeza.

– ¿Y qué me dices de ti? ¿Eres la mediana de siete hermanos?

– No exactamente -contestó Stephanie abriendo el bote de la vainilla en polvo-. Soy hija única. Mis padres eran artistas. Estaban muy centrados en sí mismos -aseguró con una sonrisa-. No les interesaba el mundo exterior. Cosas como la factura de la luz o la nevera vacía no iban con ellos. Tuve que crecer muy deprisa. Alguien tenía que ser el responsable y me tocó a mí.

– ¿Fue muy duro? -le preguntó Nash mirándola a los ojos.

– A veces sí. Pero también aprendí muchas cosas. Cuando terminé la universidad estaba más que preparada para enfrentarme al mundo real.

– ¿Querías tener familia numerosa?

– Claro. Cuando era pequeña pensaba que eso sería fantástico. Lo tenía todo planeado: mi marido, cinco hijos y un buen surtido de perros, gatos y roedores.

Había seguido pensando lo mismo cuando se casó con Marty. Pero cuando se dio cuenta de que había cometido un terrible error y descubrió casi al mismo tiempo que estaba embarazada, cambió de planes. Se resignó a tener sólo un hijo. Los gemelos habían sido un accidente. Una bendición, pero no planeada.

Si al menos Marty hubiera estado dispuesto a ser un adulto en lugar de un niño grande… Si al menos ella hubiera descubierto antes la verdad… Pero entonces no tendría a sus hijos, y los quería más que a nada en el mundo.

– ¿Stephanie?

– ¿Sí? -preguntó ella alzando la vista y cruzándose con sus ojos.

– ¿Estás bien? Te has quedado muy callada.

– Lo siento. Estaba pensando.

– ¿En tu marido? -preguntó Nash poniéndose de pie.

– Sí, pero no en el modo en que tú crees.

– ¿Es por haber ido conmigo a ese circo familiar?

– No. Eso ha estado muy bien. Esta noche me he divertido mucho.

Stephanie trató de sonreír, pero Nash estaba a escasos centímetros de ella, y su mirada oscura y brillante clavada en sus ojos le impedía respirar con normalidad.

– Es que no salgo mucho -matizó aclarándose la garganta.

– Con tres hijos y tu propio negocio seguramente no tendrás demasiado tiempo para citas.

– ¿Citas? -preguntó ella riéndose-. No, nunca.

– ¿Por qué no?

– Buena pregunta.

Stephanie mezcló los ingredientes secos con la mantequilla y comenzó a batir. Cuando la mezcla se hizo más espesa comenzó a costarle trabajo mover la cuchara.

– Yo lo haré -se ofreció Nash rodeando la isla central de la cocina y acercándose a ella.

Antes de que Stephanie se diera cuenta de lo que estaba ocurriendo, él ya le había quitado la cuchara y removía la masa con rapidez. Ella parpadeó sorprendida.

– ¿Por qué has hecho eso? -le preguntó-. ¿Por qué estás siempre dispuesto a ayudar?

– ¿Y por qué no?

No quería compartir con él la respuesta que tenía en mente. No quería decirle que había aprendido hacía tiempo a no depender de nadie.

– ¿Ahora va esto? -preguntó Nash señalando con la cabeza la bolsa abierta que contenía los trocitos de chocolate.

– Sí -respondió ella vertiendo el contenido en la masa.

– ¿Y por qué no sales con nadie?

Stephanie clavó la vista en la mezcla que tenía entre manos en lugar de arriesgarse a mirarlo. Aquélla era una pregunta muy, muy peligrosa.

– Es que… no hay muchos hombres interesados y yo no conozco a muchos.

– ¿No conoces a muchos hombres interesados?

– No conozco a muchos hombres.

– Así que no es que tú no estés interesada…

– Yo…

Las preguntas estaban yendo de mal en peor. ¿Interesada? ¿Lo estaba? No en el amor, desde luego. Había aprendido la lección. Pero en un hombre bueno… Alguien que fuera divertido y cariñoso… Alguien que pudiera abrazarla y satisfacerla…

– Podría estar interesada -reconoció con suavidad.

– Bien.

Nash dejó la cuchara de madera en el recipiente y se giró hacia ella. Antes de que Stephanie se diera cuenta de lo que estaba pasando, antes de que pudiera respirar o pararse siquiera a considerar si aquello era tan absurdo como parecía, él la estrechó entre sus brazos. Tal cual. Ella notó al instante el contacto de su cuerpo duro y viril. Luego vio cómo su rostro se acercaba cada vez más y supo que iba a besarla.

El último pensamiento racional de Stephanie fue que habían pasado doce años desde que otro hombre que no fuera Marty la besara y que había muchas posibilidades de que hubiera olvidado lo que había que hacer.

Entonces Nash reclamó su boca con un beso cálido, tierno y erótico que le paralizó el corazón y le dejó el cerebro totalmente seco. No podía pensar en nada, sólo sentir. Sentir y actuar.

Él apretó los labios contra los suyos con la presión justa para hacerle desear más a Stephanie.

Sintió unas manos grandes sobre la espalda. Sintió sus dedos, el calor de sus palmas, el roce de sus muslos sobre los suyos. El aroma de Nash la envolvió, la hechizó, provocó que las piernas le flaquearan y se le derritieran los músculos. Tuvo que rodearle el cuello con los brazos para mantenerse en pie.

Entonces Nash le recorrió los labios con la boca. Lentamente, descubriendo, explorando. Le lamió el labio inferior con la lengua. Ella no tenía ya voluntad y abrió los labios. Sintió una oleada de deseo. El sonido de su propia respiración le latía en la cabeza. Lo deseaba con una desesperación tal que tendría que haberla asustado pero que sólo conseguía crear en ella más ansia. Quería abandonarse salvajemente y hundirse en sus tórridos besos. Quería sentir sus manos por todas partes. Quería tocar y ser tocada, sentirse húmeda, sentirse llena. Quería perderse en un orgasmo que sacudiera los cimientos de la galaxia entera.

Por eso, cuando Nash volvió a deslizar la lengua por su labio inferior ella gimió desde la garganta. Y cuando entró en su boca sin vacilar, permitiéndole que lo saboreara, que lo sintiera, que bailara a su mismo son, Stephanie respondió con una intensidad que resultó tan desconocida para ella misma como el furioso deseo que sentía en su interior.

Lo besó apasionadamente, acompasando cada embiste de su lengua con la suya propia. Cuando Nash deslizó las manos desde su espalda hasta el trasero ella se arqueó, acercando el vientre a su impresionante erección.

Ambos parecían luchar desesperadamente por acercarse todavía más. Ladeando las cabezas, uniendo las lenguas, deslizando las manos… Se besaron, gimieron y se acariciaron.

Stephanie le recorrió la espina dorsal y luego sintió la dureza de su trasero. Mientras sus dedos se hundían en su carne, la erección de Nash se estrechó contra su estómago. Él le deslizó las manos por las caderas y subió después hasta la cintura. Al mismo tiempo apartó la boca de la suya y comenzó a besarla en el cuello y después subió a la oreja. Saboreó aquella piel tan sensible y mientras se perdía en el placer de aquellas sensaciones le mordisqueó el lóbulo. Al mismo tiempo le cerró las manos sobre los senos.

Stephanie tuvo que morderse el labio para contener un grito. Los largos dedos de Nash se ajustaban a sus curvas mientras le acariciaba con las yemas de los pulgares los pezones, completamente sensibilizados. Se sintió atravesada por una nueva ola de placer. Necesitaba más. Quería quitarse la ropa y quitarle a él la suya. Quería que la hiciera suya allí mismo, en la encimera. Quería que la tomara rápido y con fuerza, que le abriera las piernas, se hundiera entre ellas y la embistiera una y otra vez hasta que ambos perdieran completamente el control en un escalofrío de placer.

– Nash… -susurró al tiempo que empezaba a desabrocharle los botones.

Él le estaba subiendo el jersey cuando escucharon un crujido en el piso de arriba.

Stephanie sabía que eran los ajustes de la casa, que gemía cuando la temperatura caía en el exterior. Pero aquello fue suficiente para recordarle que estaban en la cocina y que en el piso de arriba dormían sus tres hijos. Se puso tensa casi imperceptiblemente. Nash captó de inmediato la señal y dio un paso atrás al instante.

Tenía el rostro enrojecido, los ojos dilatados y la boca húmeda de sus besos. Tenía el aspecto de un hombre más que preparado para dar una vuelta por el lado salvaje. Stephanie tenía la impresión de que ella parecería igual de excitada.

Pero se dijo a sí misma que mejor sería no pensar en cuánto tiempo llevaba sin hacer el amor. La realidad sería demasiado deprimente.

En medio del silencio de la cocina sólo se escuchaba el sonido de sus respiraciones agitadas. Nash fue el primero en recobrarse lo suficiente como para poder hablar. O tal vez no estuviera tan nervioso como ella.

– Hacía mucho que no besaba a nadie -confesó con voz entrecortada por el deseo-. No lo recordaba así.

– Yo tampoco -dijo Stephanie tras aclararse la garganta.

– ¿Estás bien?

Ella asintió con la cabeza.

– ¿Quieres que me disculpe?

– No. A menos que estés arrepentido.

– En absoluto -aseguró Nash sonriendo levemente.

Entonces alzó la mano en dirección hacia ella pero volvió a dejarla caer.

– Será mejor que suba antes de que… Bueno, antes de que empecemos otra vez.

Stephanie no quería que se fuera, pero sabía que aquello era lo mejor. Cosas de la madurez. ¿Por qué no sería igual de divertido que actuar como una jovencita irresponsable?

– Que duermas bien -dijo Nash antes de darse la vuelta.

– Lo dudo mucho -respondió ella sin poder evitarlo.

Él la miró fijamente y sonrió.

– Qué me vas a decir a mí.

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