Capítulo 4

Nash se quedó a cenar con ellos. Stephanie no tenía la menor idea de por qué, ni tampoco fue capaz de decidir si aquello era algo malo o algo bueno. Era un hombre agradable, los gemelos parecían adorarlo y a Brett también le caía bien aunque procurara disimularlo. Ella agradecía la oportunidad de conversar con un adulto para variar. Así que tendría que estar contenta con la situación.

Pero no entendía qué buscaba Nash. ¿Por qué un hombre inteligente y atractivo querría pasar el rato con ella y con sus hijos? ¿Por qué no se había retirada a la tranquilidad y la intimidad de su habitación o por qué no había salido a cenar?

– Ya hemos terminado -dijo Brett.

Stephanie se dio la vuelta y vio que la mesa estaba totalmente recogida y los platos descansaban en el fregadero.

– Buen trabajo -aseguró su madre-. ¿Habéis hecho los deberes?

Tres cabezas asintieron firmemente.

– Entonces supongo que esta noche podéis ver un poco la televisión -concluyó ella con una sonrisa.

– ¡Bien!

Brett golpeó el aire con el puño. Los gemelos salieron corriendo de la cocina. Stephanie escuchó sus pasos en el suelo de madera y supo hacia dónde se dirigían.

– Quietos -les gritó-. Tenemos un huésped. Ved la televisión de arriba.

– ¿Por qué? -preguntó Nash desde el rincón de la encimera en que se había apoyado.

Stephanie se giró hacia él tratando de ignorar el constante impacto sexual que le suponía su presencia. No sólo no quería hacer el ridículo, sino que además su hijo mayor seguía en la cocina.

– La televisión de abajo es para los clientes.

Nash le dedicó una sonrisa lenta y sensual capaz de derretir todo el hielo del Polo Norte.

– No soy muy de televisión. A mi no me importa, si no te importa a ti.

Stephanie decidió no discutir aquel punto. Si el hombre quería ser generoso, sus hijos estarían encantados.

– Al parecer hoy es vuestro día de suerte -dijo sonriendo a Brett-. Ve a decírselo a tus hermanos. Pero no la pongáis muy alta.

Brett compuso una mueca y salió corriendo por el pasillo.

– ¡Podemos verla aquí! -gritó.

– Los placeres sencillos -dijo Stephanie girándose hacia el fregadero-. Si la vida siguiera siendo tan fácil después…

– Las complicaciones vienen con la edad adulta -aseguró él acercándose también al fregadero y agarrando los platos.

– ¿Quién te ha entrenado para esto? -preguntó Stephanie al verlo utilizar el estropajo para limpiar las manchas más arraigadas-. La mayoría de los hombres no se manejan con tanta desenvoltura en la cocina.

– Estuve casado durante algún tiempo -respondió él abriendo el lavaplatos-, pero la mayor parte de mi entrenamiento, como tú lo llamas, lo recibí de pequeño. Mi madre trabajaba muchas horas y llegaba a casa agotada, así que aprendí a echarle una mano.

– Perdona que te lo pregunte, pero… ¿qué ocurrió con tu matrimonio? -preguntó Stephanie tras aclararse la garganta.

– Tina falleció hace un par de años -respondió él colocando los tres últimos vasos en el lavaplatos.

– Lo siento.

Las palabras le salieron solas. Nash debía de tener unos treinta y pocos años, lo que significaba que su mujer sería más o menos de la misma edad. ¿Qué podría haberse llevado a una mujer tan joven? ¿Un cáncer? ¿Un conductor borracho?

– ¿Qué te trajo a Glenwood? -le preguntó Nash-. ¿O eres de aquí?

Aquel cambio de tema tan mal disimulado disipó de un plumazo sus dudas sobre preguntarle algo al respecto.

– La suerte -contestó Stephanie-. Siempre estábamos de aquí para allá. Marty, mi marido, quería vivir en todos lo sitios divertidos que pudieran existir.

Aquello no era exactamente verdad, pensó con tristeza. Aquélla era la versión edulcorada de su matrimonio, la que le contaba a la gente, especialmente a sus hijos.

– Pasamos ocho meses viviendo en el bosque y casi un año trabajando en una granja. También pasamos un verano entero en un banco de pesca y un invierno en un faro.

– ¿Con los niños? -preguntó Nash cruzándose de brazos y apoyándose contra la encimera.

– Para ellos fue una experiencia inolvidable -aseguró ella tratando de aparentar entusiasmo-. Guardan muy buenos recuerdos.

Todos buenos. Stephanie había hecho lo imposible para que así fuera. Ella tenía su propia opinión respecto a su marido, pero quería que los niños recordaran a su padre con amor y con alegría.

– Yo les daba clases en casa. Brett aprobó el tercer curso porque es muy inteligente. Pero Marty y yo estábamos preocupados por la socialización. Sabíamos que había llegado el momento de instalarse.

Las cosas no habían sido exactamente así, recordó. Marty quería seguir viajando pero ella deseaba instalarse. Incluso lo amenazó con abandonarlo si no lo hacían. El invierno anterior Adam tuvo una fiebre de más de cuarenta grados mientras estaban atrapados en aquel dichoso faro en medio de una tormenta y sin modo alguno de llegar a tierra para buscar un médico. Stephanie vivió un infierno durante treinta y seis horas, preguntándose si su hijo moriría. En las oscuras horas anteriores al alba, justo antes de que la fiebre remitiera, prometió que ya no seguiría viviendo de aquel modo.

– El día que llegamos a Glenwood nos enteramos de que habíamos heredado. Nos enamoramos de la ciudad al mismo tiempo que supimos que teníamos dinero suficiente para comprar una casa e instalarnos -aseguró con una sonrisa algo forzada-. Este lugar estaba en venta y no pudimos resistirnos. Era la oportunidad perfecta para tener un hogar que fuera al mismo tiempo un negocio.

– Has hecho un buen trabajo aquí -dijo Nash echándole un vistazo a la cocina reformada.

– Gracias.

Lo que no le contó fue que la antigua mansión victoriana estaba hipotecada. Tampoco le mencionó las peleas que tuvo con Marty. Tenían dinero suficiente como para comprar una casa normal a las afueras en lugar de aquélla, pero a él le pareció demasiado aburrido. Y como la herencia provenía de la familia de su marido no se vio con la fuerza moral de insistir.

– Todo llegó junto -continuó explicando Stephanie-. Comenzamos las obras para llevar a cabo la reforma y los niños empezaron el colegio. Estábamos integrándonos en la comunidad cuando Marty murió.

– Así que ha pasado bastante tiempo -comentó Nash mirándola con intensidad.

– Casi tres años. Marty murió en un accidente de tráfico.

– Y te dejó sola con tres hijos. Debió de ser muy duro.

Ella asintió lentamente porque aquello era lo que se suponía que debía hacer. Por supuesto que no le deseaba la muerte a su marido, pero para cuando murió ya hacía mucho tiempo que no sentía amor hacia él. Sólo le quedaba un sentimiento de responsabilidad.

– Brett fue el que más lo lamentó -continuó diciendo-. Los gemelos tenían sólo cinco años. Les queda algún recuerdo vago y Brett les cuenta historias pero no es mucho. Ojalá tuvieran algo más.

– Lo estás haciendo muy bien con ellos -aseguró Nash dando un paso hacia ella-. Son unos chicos estupendos.

Fue sólo un paso, pero Stephanie se quedó momentáneamente sin respiración, como si acabara de subir una montaña. Ahora él estaba más cerca. Mucho más cerca. De pronto el ambiente se hizo más denso y tuvo la sensación de que el aire se negaba a entrar en sus pulmones. Tenía calor, estaba temblando y sentía que la situación se le iba de las manos.

Los ojos de Nash se oscurecieron y ella se dijo que se trataba de un efecto de la luz, nada más. Tenía que ser eso, porque pensar que Nash sintiera la misma atracción sexual hacia ella era más de lo que podía desear. También era algo imposible.

Stephanie quería arrojarse a sus brazos y rogarle que la besara. Quería quitarse la camisa y el sujetador, desnudar sus pechos. Eso lo dejaría mudo de asombro, y entonces…

– No quiero entretenerte más -dijo finalmente.

Aquello era lo más sensato que podía decir. Lo más adecuado. Y lo que más la decepcionó cuando él asintió con la cabeza.

– Te veré por la mañana -se despidió Nash sonriéndole.

Y salió de la cocina. Stephanie se permitió el lujo de echarle una última mirada a su trasero. Luego agarró una silla y se dejó caer encima de ella.

Tenía que controlarse. Sí, era muy agradable sentir aquella atracción. Los escalofríos le recordaban que no estaba muerta todavía. Pero esos mensajes deliciosos y aparentemente inofensivos no escondían el hecho de que los hombres no traían más que problemas. Por supuesto, había oído rumores de que existían machos de la especie humana que ayudaban, eran responsables e incluso se comportaban como compañeros en ocasiones. Pero ella no había conocido nunca a ninguno. ¿Y qué posibilidades tenía de encontrar uno así a aquellas alturas de su vida?

– ¿Ya se ha ido?

Stephanie se dio la vuelta y vio a Brett entrando en la cocina.

– Supongo que te refieres a Nash -dijo-. Se ha ido a su habitación.

– ¿Qué hace este tipo por aquí? -preguntó su hijo sentándose a su lado.

¿Por qué le preguntaba Brett aquello? ¿Sentiría que Nash era una amenaza? Stephanie no había salido nunca con nadie desde que Marty murió. Tal vez tener a un hombre alrededor lo hiciera sentirse como si alguien intentara remplazar a su padre.

– Nash es sólo un huésped -aseguró tratando de restarle importancia-. Lo que significa que vive en otro sitio y que se marchará dentro de un par de semanas. Y mientras tanto es una persona agradable, recoge sus cosas y a mí me gusta tener una persona adulta con la que poder hablar. Nada más. ¿De acuerdo?

– ¿Sigues echando de menos a papá? -le preguntó el chico mirándola a los ojos.

Stephanie observó los ojos azules de su hijo y la forma de su boca, que era idéntica a la de Marty,

– Por supuesto. Claro que sí. Yo lo quería mucho.

Brett asintió con la cabeza, como si se sintiera aliviado.

Stephanie se dijo a sí misma que mentir en aquellas circunstancias no estaba mal. Su primera responsabilidad era que sus hijos vivieran en un mundo lo más estable y seguro posible. Una pequeña mancha en su conciencia era un precio muy pequeño.

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