Stephanie se despertó con una sensación de contento. Se puso boca arriba y sonrió. Cuando todos dormían se había deslizado a la habitación de Nash y había disfrutado de una noche increíble. Se estiró sin dejar de sonreír y puso un pie en el suelo. Al hacerlo miró el reloj. Y pegó un grito.
Eran las ocho y media de la mañana. Había puesto el despertador a las seis y media. ¿Qué había ocurrido? No tardó mucho en averiguarlo: al agarrar el reloj se dio cuenta de que se le había olvidado encender la alarma. Corrió como una exhalación al cuarto de baño y se lavó a toda prisa la cara y los dientes. La ducha tendría que esperar. Los huéspedes esperaban su desayuno.
En menos de seis minutos estaba relativamente arreglada y bajando por las escaleras. Los chicos ya se habían levantado. Lo supo porque las puertas de sus dormitorios estaban abiertas y podía escuchar sus voces.
Stephanie parpadeó varias veces al imaginarse qué pensarían de ella los padres de Nash. Se armó de valor y entró en la cocina.
– Hola, mamá -la saludó Brett desde la mesa.
– ¡Mami! -gritaron los gemelos al unísono.
Todos estaban desayunando. Al parecer se trataba de bollos y beicon. Stephanie miró a su alrededor y descubrió a Nash delante del horno. ¡El hombre estaba cocinando! No salía de su asombro.
– Buenos días -la saludó él con una sonrisa-. Mis padres están en el comedor. Les he servido el café y el periódico. Howard quería una tortilla y se la he hecho. Mi madre sigue quejándose de lo gorda que se va a poner por culpa de tus deliciosos bollos. He metido otra bandeja en el horno. Brett me indicó la temperatura que tenía que poner.
– Nash nos dijo que estabas cansada y que te dejáramos dormir -respondió el chico encogiéndose de hombros.
Stephanie tenía un nudo en la garganta y sentía deseos de llorar. Lo que había hecho Nash la conmovía como hacía años que nada la conmovía. Había cuidado de ella. Tal cual, sin esperar nada a cambio. Stephanie no sabía que existieran hombres así.
En aquel momento sonó el timbre de la puerta.
– Ya están aquí -murmuró Nash consultando su reloj-. Justo a tiempo.
– ¿A tiempo para qué? -preguntó ella entornando los ojos.
– Ahora lo verás -aseguró Nash dirigiéndose a la puerta.
Stephanie dudó un instante antes de decidirse a seguirla. Lo que vio la dejó casi tan impresionada como ver a Nash cocinando. Allí estaban la mayoría de los miembros del clan Haynes. Todos los hermanos estaban allí, y también algunas de las mujeres. Esta vez, en lugar de comida y bebida, llevaban botes de pintura, cajas de herramientas, escaleras y otros enseres de trabajo. Se reunieron en la casa del guarda, como si esperaran instrucciones.
– ¿Qué están haciendo aquí? -preguntó Stephanie con los ojos abiertos como platos.
– Han venido a ayudarte porque yo se lo he pedido. Sé que llevas mucho tiempo trabajando en la casa del guarda para trasladarte a vivir allí. Me voy dentro de unos días y quiero dejarla lista antes de marcharme. ¿Te parece mal que haya hecho esto?
– No -consiguió decir ella en un hilo de voz.
A media tarde la casa estaba casi terminada. Cuando el clan Haynes se marchó después de recibir el entusiasta agradecimiento de Stephanie, Nash fue de habitación en habitación, encantado con el resultado. Lo único que faltaba era la carpintería nueva. En cuando Stephanie se hubiera instalado podría trasladarse allí con los chicos. Tendrían su propio espacio independiente de los huéspedes. Estarían a salvo.
Se la imaginaba allí, con sus muebles, sus libros, los juguetes de los niños… Convertirían aquella casita en un hogar.
¿Se veía a sí mismo también allí?
Aquella pregunta lo pilló por sorpresa. ¿Quería estar allí? ¿Quería quedarse con Stephanie y con sus hijos? Eso significaría implicarse emocionalmente. Las emociones no eran seguras, se recordó. Las emociones eran confusas y difíciles de controlar. Y si perdía el control de su vida…
Sonó entonces su teléfono móvil. Lo sacó del bolsillo de su chaqueta y apretó el botón para hablar.
– Harmon.
– Soy Jack -le dijo su jefe-. Tenemos un problema.
Cinco minutos más tarde Nash apagó el teléfono y se dirigió a la casa principal. Encontró a Stephanie en la cocina con Brett. Ella lo miró y palideció al instante.
– ¿Qué ocurre? -le preguntó.
– Me ha llamado mi jefe. Ha tenido lugar un atraco en un banco de San Francisco y las cosas han salido bien. Se han escuchado tiros y hay rehenes. Viene de camino un helicóptero del ejército para recogerme -aseguró consultando el reloj-. Estará aquí dentro de unos seis minutos.
– ¿Quieres que haga algo? -preguntó Stephanie tratando de controlar sus emociones-. Tus padres se han ido al parque con los gemelos. Les contaré lo que pasa cuando regresen.
– Te lo agradezco. No sé cuánto tiempo estaré fuera. Estas cosas llevan su tiempo. Después tendré que hacer todo el papeleo.
– No te preocupes por nada -aseguró ella haciendo un gesto con la mano-. Yo te haré la maleta y luego puedes llamarme para decirme dónde enviártela.
Nash se quedó sorprendido. Stephanie estaba dando por hecho que no iba a regresar. Cierto que sólo le quedaban un par de días de vacaciones, pero aun así…
– Me alegro de que te vayas -dijo Brett con rabia.
Nash giró la vista hacia el niño y lo vio limpiarse los ojos con el dorso de la mano.
– Lamento tener que irme -le dijo poniéndose de rodillas delante de él-. Pero esto es importante.
– No me importa.
– Pero a mí si. Me importa mi trabajo y me importáis tu madre, tus hermanos y tú. Pero tengo que irme porque hay unos hombres malos reteniendo a unos rehenes. Si no voy alguien podría morir.
– Entonces promete que regresarás.
Stephanie colocó las manos sobre los hombros de su hijo.
– Cariño, ¿recuerdas lo que hablamos? Nash tiene su propia vida -aseguró alzando la vista para mirar a Nash-. Sabíamos que esto era algo temporal, ¿recuerdas? Lo único que ocurre es que ha terminado un poco antes de lo que pensábamos. Al menos nos ahorraremos una despedida larga y dolorosa.
Nash quiso decirle que regresaría. Quiso decirle que no deseaba marcharse. Pero antes de que pudiera encontrar las palabras adecuadas escuchó un sonido familiar.
– El helicóptero está aquí.
Se inclinó para abrazar a Brett. Luego se puso de pie y estrechó a Stephanie entre sus brazos.
– Cuídate -le dijo ella dando un paso atrás.
Tenía los ojos llenos de lágrimas.
Nash se sentía como si lo hubiera golpeado con un mazo. Tenía cientos de cosas que decir y no había tiempo. Se dirigió al helicóptero sintiendo el corazón pesado y el pecho tirante. Una vez dentro miró por la ventana hasta que Stephanie y Brett no fueron más que un par de puntos. Cuando ya no pudo verlos más siguió mirando de todas formas, sabiendo que seguían allí.
Los gemelos estaban sentados en la cama y miraban a su madre mientras ella hacía la maleta de Nash. Según habían dicho las noticias, los rehenes habían sido liberados por la mañana. Stephanie había estado esperando una llamada telefónica pero al mediodía, al ver que nada sucedía, aceptó el hecho de que Nash se había ido para siempre.
Saber que ella había sido la que le dijo que no hacía falta que regresara no la hacía sentirse mejor. Ni tampoco ayudaban las caras de los niños.
«No más relaciones», se prometió en silencio. Ni los niños ni ella podrían soportarlo. Se había enamorado del primer tipo con el que se acostaba desde la muerte de Marty. Y sus hijos también echaban de menos a Nash. Si un hombre podía poner su vida patas abajo en un par de semanas, ¿qué ocurriría si empezara a tener citas?
Pero Stephanie sabía que no sería lo mismo. Se había enamorado de Nash, y daba igual con quién saliera. Le había entregado a él su corazón y pasaría mucho tiempo antes de que pudiera ofrecérselo a otra persona.
Dobló las camisas antes de meterlas en la maleta y luego se giró hacia los gemelos.
– No puedo creer que tengáis unas caras tan largas la primera semana de vacaciones -les dijo.
– Brett dice que no quiere salir de su habitación -la informó Jason.
– Lo sé. Pero tengo una idea estupenda que nos hará a todos sentimos mucho mejor. ¿Por qué no vamos a la piscina? -exclamó esperando oír gritos de júbilo.
– Vale -se limitó a responder Adam mientras Jason salía en silencio de la habitación.
Stephanie avanzó hasta el pasillo y se acercó hasta las escaleras.
– Brett, ponte el bañador -gritó-. Vamos a la piscina. Y es obligatorio ir.
– ¿Va todo bien? -preguntó Vivian con amabilidad abriendo la puerta de su cuarto-. Los chicos están hoy demasiado tranquilos…
– Echan de menos a Nash -admitió Stephanie-. Creo que les vendrá bien ir a la piscina con sus amigos.
Esperó a que Vivian le hiciera alguna pregunta, pero la madre de Nash se limitó a sonreír.
– ¿Te importa si Howard y yo vamos con vosotros? Nos gusta estar con los niños.
Stephanie vaciló un instante. Lo único que le faltaba era que sus hijos se encariñaran con más gente que acabaría marchándose. Pero sería de mala educación decirle a Vivian que no. Además, desde un punto de vista egoísta, le gustaba estar con los padres de Nash. No sólo le recordaban a él, sino que además eran buenas personas.
– Nos encantará disfrutar de vuestra compañía -aseguró Stephanie-. Pero os advierto que es un sitio muy ruidoso.
– No hay problema. Danos cinco minutos y estaremos listos.
La piscina municipal de Glenwood estaba tan llena de gente y de ruido como ella había imaginado. Stephanie guió el grupo hasta una esquina con sombra y los dejó allí situados. Luego se dirigió al socorrista para darle los nombres de sus hijos e informarlo de que los tres eran buenos nadadores. Cuando estaba a punto de regresar al lado de los padres de Nash alguien le dio un golpecito en el hombro. Se dio la vuelta y vio a Rebecca Haynes.
– No sabía que ibas a venir hoy a la piscina -le dijo con una sonrisa-. Nosotros hemos venido en grupo, como casi siempre. ¿Has sabido algo de Nash?
– He visto en las noticias que todo ha terminado felizmente, pero aparte de eso no he sabido nada.
– Estoy segura de que volverá pronto -aseguró Rebecca.
Stephanie asintió con la cabeza aunque tenía muy claro que no volvería a verlo nunca más.
– Voy a decirle a los demás que estás aquí -dijo la joven-. Nos pondremos contigo.
Stephanie no podía protestar. Sería una grosería. Y además, no se trataba de que los Haynes le cayeran mal. Pero le recordaban demasiado a Nash.
Sólo era una tarde, se dijo mientras regresaba al lado de Vivian a Howard para hacer sitio. Podría soportarlo. Por la noche, cuando estuviera sola, podría soltar las lágrimas que tenía a punto de desbordarse en las compuertas de sus ojos. Y con el tiempo, aquel dolor casi insoportable se convertiría en algo llevadero.
En cuestión de minutos Rebecca y compañía se habían reunido con ellos. Stephanie trató de concentrarse en la conversación, pero Kevin y su prometida también estaban allí, igual que Kyle. Y cada vez que miraba a aquel hombre alto y de pelo oscuro se acordaba de Nash. Entonces le latía a toda prisa el corazón y tenía que recordarse que se había marchado. Stephanie se descubrió a sí misma deseando lo imposible, imaginando cómo hubiera sido la vida si Nash hubiera querido quedarse. Si se hubiera enamorado de ella como ella de él, si…
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó Rebecca en voz baja.
Stephanie asintió con la cabeza y se vio obligada a limpiarse las lágrimas de las mejillas. No podía hablar, sólo podía sollozar. «Contrólate», se dijo a sí misma. Tenía que controlarse.
Rebecca le dijo algo más pero ella no pudo oírlo. Tardó menos de un segundo en comprender de dónde provenía aquel ruido que inundaba el cielo. Miró hacia arriba y vio un helicóptero aproximándose.
– ¡Es Nash! -exclamó Jason poniéndose de pie y corriendo a abrir la valla que separaba la piscina del césped.
Stephanie salió detrás de él. Nash no aparecería en Glenwood subido en un helicóptero, y aunque se tratara de él, su regreso no significaba que nada hubiera cambiado. Aquella noche tendría que hablar con sus hijos y recordarles que Nash había sido un huésped y nada más, y que…
Stephanie se quedó congelada en la puerta. Dos coches de policía taponaron la calle mientras el helicóptero tomaba tierra. A ella le latió a toda prisa el corazón cuando vio bajarse a un hombre alto y de cabello oscuro.
Sus hijos se lanzaron a los brazos de Nash. Ella no podía escuchar lo que decían pero él estaba inclinado abrazándolos a todos. Los ojos de Stephanie se llenaron de lágrimas. No podía hacer aquello, pensó. No podía fingir que no le importaba, lo que significaba que estaba a punto de hacer el ridículo más absoluto delante de todo el mundo.
Pero ni siquiera aquella amenaza de humillación pública le impidió salir corriendo hacia él.
Nash se estiró y abrió los brazos. Ella se lanzó a ellos y se quedó allí, consciente de que no quería dejarlo marchar nunca. Quería que fuera su hombre para siempre. ¿Tendría el valor de decírselo a él?
– Te he echado de menos -susurró él abrazándola con tanta fuerza que a punto estuvo de dejarla sin respiración-. Cada minuto.
La intensidad de sus palabras alentó la esperanza de Stephanie.
– Yo también -le confesó.
Nash la besó con fuerza y luego se apartó un poco para mirarla a la cara. Sus ojos oscuros desprendían un brillo que ella no le había visto nunca antes.
– Quiero cambiar las reglas -dijo Nash-. No quiero ser un huésped temporal. No quiero marcharme. Quiero que las cosas se compliquen y sean para siempre. Te amo, Stephanie. Te amo de un modo como nunca antes había amado a nadie. Quiero casarme contigo y envejecer a tu lado. Quiero que seamos una de esas parejas que provoca entre los jóvenes suspiros de envidia. Quiero tener un hijo contigo. A ser posible una niña.
Stephanie no podía hacer otra cosa más que escuchar la melodía de aquellas maravillosas palabras. ¿La quería? ¿De verdad?
– ¿Me amas?
– Sí. ¿Te sorprende?
Ella sintió una oleada de alivio, de felicidad y de esperanza que le hizo sentir que podría flotar por el aire.
– Estoy impresionada -aseguró besándolo-.
Yo también te amo. Sé que no debería, pero no puedo evitarlo.
– No pienso protestar por ello. ¿Quieres casarte conmigo, Stephanie? Sé que tenemos que ultimar muchos detalles, pero son sólo cuestiones logísticas. Yo puedo pedir el traslado. Qué demonios, puedo incluso cambiar de trabajo. Sólo quiero estar contigo y con los niños.
Alguien le tiró a Stephanie de la manga de la camiseta. Ella se dio la vuelta y vio a sus hijos a su lado.
– Di que sí, mamá -dijo Brett.
– Muy bien, chicos -intervino Nash sonriendo-. Necesitamos un poco de intimidad.
Los niños protestaron pero dieron unos cuantos pasos hacia atrás. Nash se giró de nuevo para mirarla.
– Ya sé que la última vez que te liaste la manta a la cabeza con alguien que conocías desde hacía poco tiempo fue un desastre. Así que si quieres tomarte las cosas con calma, lo entenderé. Quiero ser un compañero en este matrimonio. Quiero que nos cuidemos el uno al otro. No va a ser sólo cosa de uno. Pero será mejor que te lo demuestre en lugar de que tengas que tomarme la palabra.
– ¡Oh, Nash! -dijo Stephanie apoyándose sobre él con un suspiro-. Ya me lo has demostrado cientos de veces. Te amo y quiero estar contigo para siempre. Sí, me casaré contigo -aseguró mirándolo a los ojos-. No hay nada que desee más.
– Muy bien -dijo Nash tomándola en brazos y levantándola del suelo-. ¡Me ha dicho que sí! -exclamó.
Hubo un grito de júbilo colectivo. Entonces Stephanie se dio cuenta de que todo el clan familiar se había reunido a su alrededor.
– Tenemos público -murmuró.
– Lo sé. Es mi familia. Y ahora es la tuya. Tal vez deberíamos darles un poco de espectáculo.
Nash la inclinó hacia el suelo y apretó la boca contra la suya. Fue un beso de amor. De pasión y de promesa de futuro. Stephanie lo correspondió mientras las palabras de felicitación sonaban a su alrededor.
«Mi familia», pensó Nash con orgullo. Ya no era un hombre solitario y apartado que contemplaba la vida desde fuera, reflexionó con alegría. Ahora era uno más, formaba parte de Stephanie. Había llegado a casa.