Capítulo 3

Aquel hombre era tan alto que Stephanie tuvo que echar la cabeza ligeramente hacia atrás para mirarlo a los ojos. Cuando sus miradas se cruzaron se convenció de que ni un terremoto bastaría para romper aquella conexión entre ellos.

¿En qué se basaba aquella atracción? ¿En su inmejorable aspecto físico? ¿En la sombra de tristeza que cruzaba por su rostro cuando sonreía? ¿En aquel cuerpo ligeramente musculado? ¿En la falta de sexo? ¿En aquella voz?

«Yo no estaba jugando». Stephanie sabía a qué se refería con aquellas palabras. No estaba jugando al técnico en reparaciones. Sólo quería ayudar. Pero ella deseó que hubiera querido decir otra cosa. Deseó que hubiera querido decir que la encontraba sexy, misteriosa y que para él era una fantasía irresistible. Deseó que hubiera querido decir que no estaba jugando con ella.

Sí, claro. Y con ayuda del genio de la lámpara conseguiría también que toda la pila de ropa sucia se lavara y se planchara sola.

– Dime qué es exactamente lo que has hecho -le pidió a Nash-. Así podré decírselo al técnico cuando venga.

– Hay un modo mejor de demostrártelo -aseguró él acercándose a la lavadora.

Stephanie y Brett observaron cómo cerraba la tapa y giraba la rueda del programa. Tras un segundo de silencio sonó un clic. Y luego, asombrosamente la vieja máquina cobró vida y se escuchó el sonido de agua deslizándose por las tuberías.

– No puedo creerlo -musitó Stephanie entre dientes-. Funciona.

– Tengo hambre, mamá -dijo Adam, uno de los gemelos, tirándole de la camisa-. Quiero merendar.

– Yo también -lo secundó su hermano Jason.

– Esperadme en la cocina -les pidió ella girándose hacia Nash-. No sé cómo agradecértelo. Por supuesto, te lo descontaré del precio de la habitación. La última vez que vino el técnico me cobró cien dólares.

– Olvídalo -contestó Nash agachándose a recoger las herramientas-. Si quieres agradecérmelo invítame a merendar.

– Por supuesto. ¿Te apetecen unas galletas caseras y una taza de café?

– Suena estupendo -aseguró él cerrando la caja de las herramientas.

– Te lo llevaré al comedor en cinco minutos.

Stephanie se metió en la cocina. Todas y cada una de las células de su cuerpo estaban alerta tras aquel encuentro. ¿Quemaría calorías la atracción sexual? Eso sería estupendo.

Puso una cafetera al fuego y tras ponerles a los niños unos vasos de leche con galletas y fruta llevó una bandeja con el café y las galletas recién hechas al comedor.

Nash estaba sentado frente a la ventana mirando a la calle. Cuando la oyó entrar giró muy despacio la cabeza y alzó las cejas.

Stephanie se aclaró la garganta y pensó en algo que decir. Pero no se le ocurrió nada.

– Debes de echar de menos a tu familia de Chicago -dijo finalmente.

– No tengo a nadie allí. No estoy casado.

«Un cero a favor de mis hormonas», pensó Stephanie tratando de disimular el alivio que sentía.

– Muy bien -dijo aspirando con fuerza el aire-. Puedes decirme que no. Es una locura completa y no debería ni preguntártelo. ¿Por qué ibas a querer? -preguntó negando con la cabeza-. Olvídalo.

– ¿Me has preguntado algo y yo no me he enterado? -dijo Nash parpadeando.

– Creo que no -reconoció ella yendo hacia la cocina-. Estoy con los niños en la cocina y… y eres bienvenido si quieres reunirte con nosotros.

Nash pareció sorprendido y desde luego nada cómodo con la idea. Por supuesto. Era un hombre de éxito, sensual y soltero. Los hombres así no se mezclaban con madres solteras con tres hijos.

Stephanie sintió cómo se le subían los colores.

– No importa -dijo con firmeza-. Ha sido una estupidez sugerírtelo.

Se giró para dirigirse a la puerta de la cocina pero antes de que hubiera dado dos pasos Nash la llamó.

– Me gustaría estar con vosotros -le dijo con una sonrisa-. Será divertido.

Ella sintió cómo sus órganos internos hacían un movimiento sincronizado. Ahora que había aceptado sentía que era una estupidez de invitación pero era demasiado tarde para echarse atrás.

– Adelante -dijo haciéndole un gesto con la cabeza en dirección a la cocina mientras le llevaba la bandeja.

– Las galletas estaban muy buenas -aseguró Nash después de merendar y que los chicos hubieran salido de la cocina.

– Gracias. No te diré toda la mantequilla que tienen.

– Te lo agradezco.

Nash agarró su plato y lo llevó al fregadero, lo que fue para ella toda una sorpresa. Y luego, antes de que pudiera decir nada, abrió el grifo y empezó a enjuagarlo.

Stephanie estuvo a punto de frotarse los ojos. Seguro que estaba siendo víctima de una alucinación. ¿Un hombre trabajando? Aquello era algo desconocido para ella.

– No tienes por qué hacerlo -dijo tratando de no aparentar demasiada sorpresa.

– No me importa ayudar.

Mientras hablaba recogió los platos de los chicos, los enjuagó y los metió en el lavavajillas. Stephanie seguía sin dar crédito. Marty ni siquiera sabía dónde estaba aquel electrodoméstico, ni mucho menos para qué se utilizaba. Stephanie sólo volvió en sí cuando vio que Nash iba en busca de los vasos.

– Oye, yo soy la que cobra por hacer este trabajo, no tú -dijo dando un paso adelante para quitarle el vaso.

Sus dedos se rozaron. Sólo durante un segundo, pero aquello fue suficiente. Stephanie no sólo escuchó campanillas sino que además habría jurado que vio saltar las chispas entre ellos. Cielo santo. Chispas. No pensaba que ese tipo de cosas ocurrían después de cumplir los treinta.

Nash la miró. Sus ojos oscuros brillaban con lo que a ella le hubiera gusta que fuera el fuego de la pasión, aunque seguramente se trataría del reflejo de la lámpara. Sintió un escalofrío de deseo que le puso la piel de gallina y provocó en ella las ganas de lanzarse a sus brazos y besarlo durante al menos seis horas antes de hacer el amor con él hasta la extenuación. Allí mismo, en la cocina.

Stephanie tragó saliva y dio un paso atrás. Algo no iba bien en su interior ¿Se trataría de la alergia? ¿Demasiada televisión? ¿Demasiado poca? Se sentía húmeda y suave. Se sentía inquieta. Todo aquello le resultaba tan poco habitual, tan inesperado y tan intenso… que sería gracioso si no estuviera tan aterrorizada.

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