Capítulo Cuatro

Julie sabía que tenía que decir algo, pero su cerebro no parecía funcionar. La falta de sueño y el exceso de sorpresa hacían que pensar resultase imposible.

– ¿No eres Todd? -preguntó, más para ella misma que para él.

– Julie, mira… -comenzó a decir él, pero ella levantó la mano para interrumpirlo.

– No eres Todd -repitió, mirando al hombre desnudo en su cama. El hombre con el que había hecho el amor varias veces-. ¿No eres Todd? -en esa ocasión, las palabras salieron de su boca como un grito que daba paso a la furia y el horror que crecían en su interior. Salió de la cama y se ató la bata-. ¿Qué diablos quieres decir con que no eres Todd?

– Soy su primo, Ryan Bennett. Todd y yo sabíamos lo que Ruth había hecho, y pensamos que cualquiera que hubiera aceptado las condiciones estaría metida en esto sólo por dinero. Fui a la cita pensando que iba a enseñarte una lección. Ya sabes, fingir que era Todd y luego marcharme.

– ¿Su primo? ¿Esto era un juego para ti? ¿Es tu idea de pasar un buen rato?

Todd o Ryan o como diablos se llamase salió de la cama y se colocó frente a ella. Desnudo. Maravilloso. Pero eso no debía ser una sorpresa. ¿Por qué los bastardos mentirosos no podían ser guapos también?

– Julie, espera. No es lo que piensas.

– Ni lo intentes -dijo ella-. No pienses que puedes salir de ésta con palabras bonitas.

– No quiero salir de esto. Quiero explicarme. No era mi intención que esto ocurriese.

¿Esto? ¿El sexo? La rabia iba creciendo en su interior y de pronto se sintió aterrorizada porque le entraron ganas de llorar. Se negaba a derrumbarse delante de esa sabandija.

– ¿El qué no era tu intención? -preguntó con la voz cargada de odio-. ¿Cenar conmigo? ¿Decirme que eras Todd?

– Pensamos que…

– ¿Pensasteis qué? ¿Que sería divertido? No, espera. ¿Qué es lo que has dicho? Que ibas a enseñarme una lección. ¿Quién diablos te crees que eres para ser juez y jurado? ¿Qué te he hecho yo?

– No me has hecho nada -dijo él-. Nada en absoluto. Tú eres la parte inocente en esto. Lo siento.

– Sentirlo no sirve de nada.

– Lo sé. Cuando la tía Ruth le dijo a Todd lo que había hecho, lo que os había prometido a tus hermanas y a ti, se puso furioso. El siempre tiene mujeres codiciosas detrás de él y no necesitaba tres más yendo detrás de su riqueza.

– Todd tiene que superarlo -dijo ella amargamente-. No se trataba del dinero, ya lo sabes. Se trataba de descubrir que tenía una abuela y de mantener una buena relación con ella. Nadie pensó que su oferta fuese real. ¿Pero qué pasa con vostros?

– No tienes ni idea de cómo es -dijo él.

– Oh, pobre niño rico. Qué mal lo debes de pasar.

El seguía desnudo, y Julie maldijo la parte de su cerebro que fue capaz de detenerse y apreciar la perfección de su cuerpo. Sus entrañas se revolvieron al recordar los tórridos momentos que habían compartido.

Tomó aliento y señaló hacia la puerta.

– Lárgate. Vete.

– Julie, tienes que comprenderlo. Nunca pensé que fuera a conocerte a ti.

Había mil maneras de interpretar esa frase. Julie tenía la sensación de que era un intento patético por decirle que ella era especial.

– ¿Así que, si no te hubiera gustado, te habría parecido bien acostarte conmigo? Eso dice mucho de tu carácter.

– No quería decir eso.

– Claro que sí. No sientes haber tratado de enseñarme una lección porque, incluso sin saber nada de mí, estabas seguro de que me merecía una. No, tú único problema viene del hecho de que te lo has pasado bien conmigo y ahora lo has fastidiado todo tanto, que no volvería a salir contigo ni aunque fueras el último hombre sobre la tierra. No hay nada que puedas hacer o decir para convencerme de que eres algo más que un mentiroso bastardo que se cree tan superior al resto de gente que lo rodea, que se permite el lujo de juzgar al mundo. Eres egocéntrico, egoísta, maleducado y retorcido hasta límites que no logro comprender. Ahora, sal de mi casa.


Él tomó aliento y asintió. Tras recoger su ropa, salió del dormitorio. Menos de un minuto después, la puerta principal se abrió y Ryan se marchó.

Julie se sentó en el suelo. Al menos se vestía rápido, pensó mientras el dolor la invadía.

Comenzó a temblar tratando de controlar las lágrimas, y odió el hecho de que, durante todo ese tiempo, había deseado intensamente que él suplicase. Sabía que no habría cambiado nada, pero deseaba que fuese lo mismo. Deseaba saber que lo de la otra noche había significado tanto para él como para ella.

Obviamente, no era así.


Julie se puso sus vaqueros más ajustados porque, siendo incapaz de respirar, podría olvidarse más fácilmente de los horrores de por la mañana. Había limpiado la ducha, lavado las sábanas, rehecho la cama y se había dado a sí misma una charla. Nada de eso había funcionado, así que se había marchado a ver a sus hermanas, deteniéndose en el camino para comprarse el café con leche más grande del mundo. Si el no respirar no ayudaba, tal vez pudiera ahogarse desde dentro.

Eran poco más de las once cuando aparcó frente a la pequeña casa donde habían crecido. Miró los dos coches aparcados frente a la casa y se fijó en el espacio vacío en el camino. Entonces salió y se acer¬có a la puerta.

– Hola, soy yo -dijo al entrar en el salón.

Willow estaba sentada en una silla en la esquina, mientras que Marina se encontraba en el sofá. Las dos le dirigieron una sonrisa.

– Hola -dijo Willow, poniéndose en pie para darle un abrazo a su hermana-. ¿Realmente vas a beberte todo ese café? Si tomas demasiado, te matará.

– Ese es el plan -dijo Julie.

– Hola -dijo Marina, abrazándola también-. ¿Qué tal todo?

– Bien. ¿Mamá está en la clínica?

– Sí -Marina volvió a sentarse en el sofá y señaló el cojín junto a ella-. Hoy es día de vacunas de bajo coste.

– Es cierto -dijo Julie, sentándose junto a ella.

Un sábado por la mañana al mes, el doctor Greenberg, el jefe de Naomi, abría su oficina al vecindario y ofrecía vacunas a bajo precio a quien las quisiera. Había sido idea de su madre, en su intento por salvar el mundo. Julie siempre había pensado que debía pasar un poco más de tiempo tratando de salvarse a sí misma.

– ¿Qué tal estáis? -preguntó. Willow y Marina intercambiaron una mirada y Julie se tensó inmediatamente-. ¿Qué?

– Estábamos hablando de papá -dijo Willow.

– Han pasado unos meses – dijo Marina -. Debería regresar en cualquier momento.

– Qué excitante -murmuró Julie, dando un sorbo al café.

– Julie, no -dijo Willow-. Eso no es justo. Nunca le das un respiro.

– Siento no tener mucho aprecio por un hombre que abandona a su familia una y otra vez y por la madre que se lo permite.

– Eso no es justo -dijo Marina-. Ella lo ama.

– No me digas que es su destino, por favor. Regresa a nuestras vidas, es encantador y adorable, y entonces se marcha. Se va y nosotras nos quedamos recogiendo las piezas.

La infancia de Julie se había caracterizado por las intermitentes visitas de su padre y los subsiguientes ataques de lágrimas de su madre. Mientras que sus hermanas recordaban siempre lo excitante de las visitas de su padre, ella siempre recordaba el después. Jack Nelson era como una enorme tormenta eléctrica. Mucho ruido y mucha luz, pero, cuando se acababa, alguien tenía que encargarse de limpiar. Ese alguien siempre solía ser ella.

– Todos los hombres son unos bastardos -murmuró.

– Julie, no -dijo Willow- No todos los hombres son como Garrett.

– Hablando de sabandijas -dijo Julie-. Anoche salí con Todd.

– ¿Qué? -preguntó Marina, tirándole un cojín a Julie- ¿Estás de broma? ¿Por qué no habías dicho nada hasta ahora?

– Llevo aquí cinco minutos.

– Oh, por favor -dijo Willow-. Eso hay que decirlo nada más entrar y lo sabes. Bueno, cuéntanoslo todo. Comienza por el principio y habla despacio. No te dejes nada. ¿Estuvo fabuloso? ¿Encantador? ¿Podrías decir que era rico?

– Era…

De camino hacia allí, Julie había intentado encontrar la manera de describir la situación de manera graciosa para no convertirlo en otra experiencia patética más con los hombres. Pero no recordaba una sola cosa de lo que había planeado decir, y se sorprendió a sí misma y, sobre todo, a sus hermanas cuando comenzó a llorar.

– ¿Julie?

Marina la abrazó desde su lado y Willow se arrodilló frente a ella. Alguien le quitó el café de la mano. Se secó las lágrimas y dijo:

– No era un jorobado de un solo brazo. Era agradable. Encantador y sexy, y bailamos, y me hizo reír.

Ya había decidido no mencionar que se había acostado con él. Lo confesaría más tarde, pero, de momento, no podía admitir que hubiese sido tan tonta.

También había sido tan cuidadosa. Desde Garrett, había evitado a los hombres, y el sexo y los compromisos. Viendo lo que Ryan había resultado ser, le habría ido mejor seguir estando sola.

– ¿Qué salió mal? -preguntó Willow-. ¿Era una mujer en el fondo?

Eso hizo que Julie se riera.

– No, pero eso habría sido interesante. Me mintió… en todo.

Les contó cómo él había fingido ser Todd para darle una lección.

– Dio por hecho que yo estaba allí por el dinero, así que su plan era hacer que me lo pasara bien, conseguir que me sintiera atraída por él y luego decirme la verdad.

– ¿Qué? -Marina se puso en pie y se colocó las manos en las caderas- Eso es horrible. No lo hiciste por el dinero. Lo hiciste por la abuela. Perdiste. ¿Le dijiste que perdiste porque siempre juegas con las tijeras?

– Lo mencioné.

– Supongo que esto te mantendrá alejada de los hombres durante mucho tiempo, ¿verdad? -dijo Marina, sentándose a su lado.

Julie asintió, y dijo:

– Creo que tendré una larga recuperación.

– ¿Quieres que me encargue de él? -preguntó Willow.

Julie volvió a reírse. Willow medía metro sesenta. Era peleona por dentro, pero por fuera se parecía más a una niña que a una culturista.

– No pasa nada -dijo Julie- Gracias por la oferta, pero él es grande y fuerte.

– Pero yo tengo velocidad y el elemento sorpresa de mi parte.

– Os quiero, chicas -dijo Julie.

– Nosotras también te queremos -dijo Marina-. Pero estoy tan enfadada. Tal vez Willow y yo podamos con él.

– No lo creo.

– También odio a Todd -dijo Willow-. El es parte de esto. ¿Cómo puede querer la abuela que nos casemos con alguien tan horrible?

– Tal vez ella no lo sepa -murmuró Marina.

– Tal vez sea la razón por la que nos ofreció el dinero -dijo Julie-, No importa. Se acabó. No voy a volver a ver a Ryan jamás.

Ni a pensar en él. Sólo que tenía la sensación de que olvidarse de él le iba a resultar más difícil de lo que pretendía.

– ¿Quieres que no se lo digamos a mamá? -pre¬guntó Willow-. Ya sabes cómo se preocupa.

– Eso sería genial -dijo Julie-. Probablemente tendré que mencionarlo en algún momento, pero, si pudiera esperar un poco, sería más fácil.

– Claro -dijo Marina-. Lo que tú quieras.

– Así que sentís tanta pena por mí, que podría conseguir que hicieseis cualquier cosa, ¿no? -preguntó Julie con una sonrisa.

Sus hermanas asintieron.

Si se hubiera sentido mejor, tal vez hubiera bromeado con ellas pidiéndoles que llevaran a cabo una tarea descabellada. En vez de eso, dejó que la reconfortaran y se dijo a sí misma que, con el tiempo, olvidaría que había conocido a Ryan Bennett.


Julie miró por la ventana de su despacho y trató por todos los medios de entusiasmarse con la vista. Podía ver principalmente el edificio de al lado, pero a su derecha también podía ver claramente Long Beach.

Había sido ascendida la semana anterior y trasladada a unas oficinas mayores. Ahora tenía una secretaria compartida y un aumento importante. También tenía grandes planes para celebrar ese fin de semana con una escapada de compras. Willow y Marina habían prometido ir con ella.

Todo eso era bueno. Ella era lista, tenía éxito, iba ascendiendo en la carrera deseada. ¿Entonces por qué no podía dejar de pensar en Ryan?

Habían pasado tres semanas desde aquella noche desastrosa en que él había aparecido en su vida haciéndole pensar que las cosas podrían ser diferentes. Tres semanas recordando, soñando con él, deseándolo.

Eso era lo que más le molestaba; que su propio cuerpo la traicionara. Podía mantenerse cuerda durante el día, pero, cuando finalmente se quedaba dormida, él aparecía en sus sueños. Se despertaba varias veces durante la noche, excitada, ansiosa por sentir su tacto. Esos no eran los síntomas de una mujer que estaba olvidando a un hombre.

– Quiero que desaparezca -susurró.

¿Pero cómo hacer que eso ocurriera? Hasta que no había descubierto la verdad, él había sido la mejor noche de su vida.

Y también había sido persistente. La había llamado tres veces y le había enviado una cesta con bombones, vino y la primera temporada de La isla de Gilligan en DVD.

Colocó una mano sobre el cristal. Las cosas tenían que mejorar. No podía recordar a Ryan para siempre. Era una cuestión de disciplina y, tal vez, de un poco menos de café.

Se dio la vuelta para regresar al escritorio, pero no lo consiguió exactamente. Al dar un paso, toda la habitación comenzó a dar vueltas.

Lo primero que pensó fue que se trataba de un terremoto, pero no hubo ningún ruido. Lo segundo que pensó fue que jamás se había sentido tan mareada en su vida. Agudizó la visión y se dio cuenta de que era probable que fuese a desmayarse.

Consiguió llegar hasta su silla y allí se derrumbó. Tras respirar profundamente, la cabeza se le despejó, pero entonces fue el estómago el que empezó a rebelarse.

Pensó en lo que había comido y se preguntó si habría tomado comida en mal estado. Al descartar esa posibilidad, consideró una posible gripe. Aún no era la época, pero podía pasar.

¿No habría algún medicamento que pudiera tomar para disminuir los síntomas? Miró la pila de trabajo que le esperaba, descolgó el teléfono y marcó un número muy familiar.

– Hola, mamá, soy yo. Estoy bien. Más o menos. ¿Hay alguna oleada de gripe por aquí?

– ¿Cómo te sientes? -le preguntó su madre dos horas después mientras Julie se sentaba en una de las consultas del doctor Greenberg. Una de las ventajas de que Naomi fuera la gerente de la oficina era que Julie y sus hermanas nunca tenían que esperar para conseguir una cita.

La habían pesado, le habían sacado sangre y hecho un análisis de orina.

– Me siento extraña -dijo Julie-. Mareada, pero bien. Sigo teniendo ganas de vomitar, pero no lo consigo.

– Pobrecita -dijo Naomi mientras le ponía la mano en la frente a su hija.

– Tengo veintiséis años, mamá. No soy una niña.

– Para mí siempre serás mi pequeña. Deja que te traiga algo con gas. Eso te asentará el estómago.

Julie vio cómo su madre desaparecía. Las tres hermanas habían heredado el pelo rubio y los ojos azules. Julie y Marina habían heredado la altura de su padre, mientras que Willow era pequeña.

En su clase de ciencias del instituto, Julie se había sentido fascinada por cómo dos personas podían haber engendrado a tres hijas tan parecidas en algunos aspectos y tan distintas en otros.

– Aquí tienes -dijo su madre al regresar, entregándole un vaso de cartón-. El doctor Greenberg estará aquí enseguida.

En ese momento, el hombre entró en la sala.

– Julie, ya no vienes a verme -dijo-. ¿Qué pasa? ¿Ahora que eres una importante abogada no tienes tiempo para un simple médico?

– Me muevo en círculos muy selectos -dijo ella con una sonrisa.

Su madre salió de la habitación y el doctor Greenberg le estrechó la mano a Julie y le dio un beso en la mejilla.

– ¿Así que río te sientes demasiado bien? -preguntó.

– No sé. Es extraño. No sé decir si es comida en mal estado o gripe. Pensé que usted podría decírmelo y recetarme algo.

– No todo se soluciona con una pastilla, jovencita.

Julie señaló la manga larga de su blusa de seda y dijo:

– ¿Esto me hace parecer joven? Primero mi madre y ahora usted. ¿Parece que tengo dieciséis años?

– Te estoy dando una charla -dijo él-. Podrías escuchar y fingir que te intimidas.

– Ah. Lo siento.

– Vosotras las chicas… -dijo el doctor, sentándose en una silla.

Julie sonrió.

El doctor Greenberg llevaba en sus vidas desde siempre. Era un viudo agradable y cariñoso. Cuando Julie había descubierto que su padre aparecía y desaparecía constantemente, había comenzado a desear que su madre se divorciara de él y se casara con el doctor Greenberg.

– De acuerdo -dijo él, ojeando sus papeles-. Básicamente estás bien. La presión sanguínea es buena. ¿Estás durmiendo lo suficiente?

Julie pensó en los sueños de Ryan.

– Demasiado.

– Como si me lo fuese a creer. Trabajas demasiado, pero puedes bajar el ritmo un poco. La empresa, sobrevivirá.

– ¿Bajar el ritmo? ¿Por qué? ¿Qué me pasa? ¿Es más serio que una gripe?

– Tienes que ser tú la que decida eso -dijo el doctor, dejando los papeles-. No estás enferma, Julie. Estás embarazada

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