Capítulo 10

Sam se incorporó de pronto en la cama cubierta de sudor, cortesía del sueño sensual que había estado teniendo. Aún parecía estar sintiendo las manos de Mac sobre su piel y el sabor de sus labios, y sintió la necesidad de apretarse la cintura para calmar el temblor, la necesidad de algo que no podía tener.

Porque, aunque Mac la había llamado, no había hablado de la posibilidad de volver a verse. Le dolía, pero tendría que intentar asimilarlo.

Lo primero que tenía que hacer era salir de aquella jaula dorada que no podía permitirse, así que se levantó de la cama y, cuando iba a recoger su bolso, vio el anillo que Mac le había regalado.

El anillo que tenía que quitarse y reemplazar por el de Tom, al menos hasta que las cosas hubiesen terminado oficialmente entre ellos. Desde que ella le dijera que sí, él se había comportado impecablemente, y se merecía el mismo respeto por su parte.

Y al quitarse el anillo de turquesas y plata del dedo, sintió una extraña premonición, una sensación similar a la que había experimentado en la tienda. Mientras lleves puesto este anillo, estaréis casados para la eternidad. ¿Significaba eso que si se lo quitaba, rompería el hechizo?

– ¿Qué hechizo? -se preguntó en voz alta. Nunca había creído en esas tonterías, y no iba a empezar ahora.

Tras guardar el anillo de Mac en el bolso, se colocó el brillante de Tom. El contacto con el oro le resultó frío, y con un escalofrío, salió al corredor y cerró la puerta.

Una vez en el vestíbulo, esperó a que Joe hubiese terminado con otra pareja antes de hacerle notar su presencia.

– Buenas tardes, señorita Reed.

Ella sonrió.

– Hola Joe.

– ¿Qué puedo hacer por usted?

– Bueno pues, como ya le he dicho antes por teléfono, hay un problema con la habitación… con la suite, quiero decir.

– ¿Es que no es de su gusto?

– Es perfecta. ¿Hay alguien a quien no le gustase? Pero es que yo no tengo que estar allí. No sé quién lo habrá autorizado, pero es un error. Y un error que yo no me puedo permitir, así que, por favor, búsqueme una habitación normal.

– Ya le he dicho antes que no tenemos ninguna disponible.

Sam hubiera querido gritar.

– Esta mañana me dijo que varias personas se han marchado antes de lo previsto.

– Y también han llegado varios huéspedes más de los que esperábamos. De todas formas, la habitación no le costará más de lo que le costaría una normal. ¿Satisfecha? -sonrió.

Ella dio una palmada en el mostrador.

– Pues no -replicó. Pero no era culpa de Joe-. Lo siento, pero, por favor, ponga mi nombre en la lista de espera o como quiera que lo hagan habitualmente, y si alguna habitación individual se queda libre, hágamelo saber.

– De acuerdo, señorita Reed.

– Bien.

Joe reparó en el anillo que llevaba en la mano izquierda.

– Lleva usted un anillo precioso.

– Gracias -murmuró.

– Siempre he sabido que el señor Mackenzie tenía buen gusto. Es mi ídolo, ¿sabe? Me gustaría aprender todo lo que pueda de él sobre la dirección de un hotel y después…

Sam se quedó bloqueada y no pudo oír más.

– Joe -le interrumpió-. ¿Ha dicho señor Mackenzie? -¿y qué? Seguramente habría un montón de Mackenzie en Arizona. Era un estado muy grande. No significaba nada-. No será Ryan Mackenzie, ¿verdad?

Joe sonrió.

– Ya me dijo él que tenía un gran sentido del humor. Claro que es Ryan Mackenzie. El jefe me dijo que me ocupara de usted hasta que él volviera, pero lo que no me dijo fue que iba a pedirla en ese tiempo. Ya veo que ha sido así -añadió, señalando el anillo.

– ¿El jefe?

Joe parpadeó y no contestó. No sabía muy bien qué estaba pasando, pero ella necesitaba saber la verdad.

– Tranquilo, Joe. Era una broma. Conozco tan bien como usted el estatus del señor Mackenzie en este hotel.

– Sí, ya lo sabía -suspiró-. Puede que no sea tan listo como él y que nunca pueda permitirme comprar un lugar como éste, pero pienso trabajar duro para ir subiendo y…

Sam le dio unas palmadas en la mano.

– Estoy segura de que será así -en cuanto aprendiese el valor de la discreción y el silencio. Una sensación de vacío se apoderó de su estómago-. En cuanto a la habitación, ya hablaré de ello directamente con el señor Mackenzie -dijo, y se alejó.

Atravesó el vestíbulo como sonámbula y se sentó en el primer sillón que encontró.

Le había mentido. No era camarero. Aunque ella también le había ocultado unas cuantas cosas, se sentía furiosa y traicionada. Era más, no podía culparlo por ello, teniendo en cuenta que él estaba dispuesto a perdonarla, pero ella le quería para siempre, mientras que él no.

Sus verdades a medias habían tenido un fin, que ahora se le presentaba nítidamente: aquella semana había sido una fantasía, nada más. Mientras que ella se le había entregado en cuerpo y alma, él le ocultaba su verdadera naturaleza.

Mientras ella esperaba poder tener un futuro juntos, él disfrutaba de su libertad sexual recién descubierta. Qué ironía. Mac había obtenido de aquella semana lo que ella creía querer al llegar.

¿Y ahora? Pues para Mac, tenerla en su hotel era una forma estupenda de seguir disfrutando de un sexo sin complicaciones hasta que se volviera a casa. No quería creerlo, pero ¿qué otra cosa había sido aquella semana, sino un festival de sexo?

¿Y qué pasaba con los sentimientos? ¿De verdad habían sido sólo por una parte? ¿Y el anillo, Sammy Jo? Menuda carcajada debía haberse echado a sus expensas, ante su temor a que le costase demasiado. ¿Y sus sueños? ¿Y la fantasía de tener un hogar y unos hijos? Pues no había sido más que eso, fantasías con un final.

Así que no sólo iba a poner fin a su compromiso de matrimonio, sino que iba a tener que seguir adelante sola.

Ocultó la cara entre las manos. Había conseguido lo que había ido a buscar. Y ni un ápice más.


Mac avanzó por el vestíbulo. No quería correr el riesgo de tropezarse con Sam, así que se había afeitado y cambiado de ropa antes de salir del bar pero ahora, que eran poco más de las cuatro de la tarde, no había tenido más remedio que presentarse allí para asegurarse de que todo iba como estaba previsto.

– ¿Todo preparado, Joe? -preguntó, colocándose de modo que pudiera ver los ascensores del fondo, en caso de que Samantha pudiese aparecer en uno de ellos.

– Tal y como usted me dijo por teléfono, señor Mackenzie.

Tras una semana de ser sólo Mac, oír que le llamaban señor Mackenzie le resultaba extraño. Y no era lo único. Su ropa, un pantalón negro, camisa blanca de lino y americana, le resultaba casi incómoda.

Mac envidiaba la comodidad de la vida de Bear por primera vez. ¿Sería porque su mejor amigo había encontrado un alma gemela, una mujer dispuesta a renunciar a muchas prioridades para encajar en la vida de él? ¿O sería porque le había llegado el momento de dejar de vivir en un hotel y tener una casa de verdad? Seguramente un poco de ambas cosas. El problema era que no podía estar seguro de conseguir ninguna de las dos.

Pero su amigo sí había tenido esa suerte. Como en el caso de Samantha, la mujer que había elegido Bear pasaba por su vida fruto de la casualidad.

Ella había decidido ser la que se sacrificase por su pareja, pero él, con un hotel de aquel tamaño, su hermana a dos horas de distancia y su madre ya envejeciendo e incapaz de hacerse cargo de una responsabilidad como aquélla, no podía ser el que renunciase. De modo que tenía que ser Samantha, una mujer con un padre también mayor y sus propias responsabilidades.

Se volvió a mirar a Joe. El pobre había doblado su turno y parecía agotado.

– ¿Las flores? -le preguntó.

– Dispuestas. La habitación se llenará en cuanto salga para asistir al cóctel.

– ¿La cena?

– Todo listo.

– ¿Champán?

– Listo.

Mac nunca había sido un hombre romántico, y seguía sin serlo, y conociendo a Samantha no tenía más que explicarle por qué había tenido que ocultarle la verdad. No necesitaba impresionarla, pero quería hacerlo. Más que nada, quería ocuparse de ella, saber que estaba bien instalada en su habitación y que era suya para poder volver a su lado cada noche. Quería demostrarle que la quería.

Precisamente porque no esperaba nada de él, quería darle todo lo que tenía, y además, siguiendo el consejo de Zee, había decidido que un poco de romanticismo allanaría el camino a la verdad.

Y al futuro.

– El anillo. ¿Lo han traído? Le había pedido el favor a un joyero amigo.

– Es precioso, y le sienta de maravilla. Si me permite decírselo, tiene usted un gusto exquisito, señor Mackenzie.

Joe era un chico entusiasta y muy trabajador, pero si se había imaginado que dándole coba por un anillo de plata y turquesas podría subir más rápido, se equivocaba.

– Hablaré con Jim yo mismo.

Si Jim le había asegurado que el paquete estaría allí a tiempo, lo estaría, pero no pasaba nada por asegurarse porque, ¿qué era una proposición de matrimonio sin un anillo?

– Eh… señor Mackenzie.

– ¿Sí?

– La señorita Reed a la una -dijo Joe, haciendo un gesto con la cabeza. Debía haber visto demasiadas películas de James Bond, pero afortunadamente había estado alerta.

Rápidamente se ocultó tras un pilar de mármol. No podía echar a perder la sorpresa de aquella noche. Desde allí, podía ver perfectamente a Samantha cuando se acercó al mostrador.

Debería haber estado preparado para lo que se iba a encontrar, pero aun así, no dejó de sorprenderse. La mujer que se aproximaba a recepción no se parecía a su Samantha. Tras una semana de verla con minifaldas, vestidos informales y sobre todo, totalmente desnuda, verla de aquel modo le dejó perplejo.

El vestido que llevaba realzaba sus pechos y la curva de sus caderas, pero cubría mucho más de lo que revelaba con su cuello alto y mangas largas, y se había recogido el pelo en lo alto de la cabeza dejándose algunos mechones sueltos. Parecía fría y distante, como muchas de las mujeres que frecuentaban el hotel.

– Disculpe.

Un hombre de más edad se había acercado al mostrador al mismo tiempo que Samantha.

– ¿Sí, señor? -preguntó Joe.

– Mi prometida está esperando una llamada de su padre. Por favor, localícela en el cóctel del salón Oeste si le llegara esa llamada.

– Será un placer, señor.

Mac contuvo la risa. Al menos Joe trataba a todos los huéspedes con la misma obsequiosidad que a él.

– ¿Y el nombre de su prometida es?

El hombre se echó a reír.

– Pues esta joven que está a mi lado -dijo con orgullo.

Mac esperaba que presentase a una mujer que él no había visto desde su posición, pero lo que vio fue que tomaba la mano de Samantha y la apoyaba en el mostrador.

Mac sintió un terrible dolor en el estómago. Había estado en alguna que otra pelea de bar en su juventud, pero aquel dolor fue mucho más brutal y más severo que el producido por un puñetazo.

– Pero…

Joe miró a su jefe, confuso, pero Mac se llevó un dedo a los labios para pedirle que guardara silencio. Entonces reparó en un detalle: su Samantha llevaba un enorme diamante en la mano izquierda, en el mismo dedo que antes llevara el anillo de turquesas.

Ahora comprendía por qué había evitado las preguntas personales y sus intentos de acercamiento. Mac estudió a su acompañante deseando poder criticarlo, pero el tipo iba bien vestido y no tenía la pinta de gigoló que solían tener otros que veía por el hotel. Lo único que podía objetar era la edad, lo cual abría dos posibilidades: que Samantha se hubiese estado divirtiendo con Mac, el camarero, disfrutando de una semana de sexo antes de darle el sí a aquel hombre, o que supiera que él era Ryan Mackenzie desde el principio y que le hubiera estado engañando. ¿Cuál de ambas posibilidades era peor?

Iban a alejarse del mostrador cuando Samantha se volvió.

– Joe, ¿ha venido ya el señor Mackenzie?

El joven tardó un instante en responder durante el cual, Mac contuvo la respiración.

– No, todavía no -dijo al fin.

«Este chico acaba de ganarse un aumento».

– Gracias.

Al verlos alejarse, apretó los puños. Ya tenía la respuesta.

La semana anterior se le apareció ante los ojos a fogonazos. Había acudido a él aquella primera noche en el almacén y había jugado con él hasta que había conseguido que le pidiera que se quedase. No se había metido en su cama directamente, pero lo había provocado hasta que él había perdido el control. El sexo entre ellos había sido increíble, más allá de lo imaginable, pero cada intento de intimidad había sido contestado con una distracción, con una vuelta a su relación física. Incluso el día en que habían compartido sus sueños, ella había intentado distanciarse, aunque al final le había desnudado su alma. O eso creía él.

Pero una mujer que está comprometida con otro hombre no es capaz de compartir nada. Y mucho menos el corazón. Simplemente le había considerado un mejor partido y había decidido ir por él. Además, ¿por qué casarse con un tipo conservador y aburrido, pudiendo elegir todo lo contrario? Así que le había dicho lo que él quería oír. Te quiero.

Si sólo buscase sexo, no le habría susurrado esas palabras antes de marcharse, pero por otro lado, siendo una mujer que sabía desde el principio quién era, que despertaba su apetito y su curiosidad día tras día, se habría dado cuenta de que estaba despierto y le había susurrado aquellas palabras al oído para que reaccionase como ella esperaba.

Y así había sido.

Ignoró las palpitaciones de su corazón. Ignoró una voz que le decía que algo no iba bien. Que su Samantha no era capaz de hacerle daño deliberadamente. Tras tantos años huyendo, había caído precisamente en lo que intentaba evitar.

Samantha era el epítome de las mujeres que iban a aquel hotel; la única diferencia era su capacidad para engañarle. No quería creerlo, pero tampoco podía negar lo que había visto y oído.

– ¿Joe?

– ¿Sí, señor?

El pobre parecía debatirse entre el deseo de desaparecer y de consolarlo, y esa idea le revolvió el estómago, además de ponerse absolutamente furioso. No necesitaba la compasión de nadie.

– Mientras hablabas con Sam… con la señorita Reed, ¿habéis hablado en algún momento del hotel?

El recepcionista se quedó pensando.

– Sí, señor.

La esperanza floreció.

– ¿Y le has dicho que yo era el dueño?

Joe frunció el ceño.

– Déjeme pensar… no. Ella bromeó un poco y yo no sabía muy bien si hablaba en serio o no, pero creo que sus palabras exactas fueron conozco tan bien como usted el estatus del señor Mackenzie en este hotel.

– Ya.

– Eh… ¿quiere que cancele sus planes?

– No -Mac dio una palmada en el mostrador-. Déjalo todo como estaba previsto.

Y pensar que había estado toda la semana sintiéndose culpable cuando su omisión palidecía frente a la de ella. No, no iba a cambiar sus planes. Quería darse la satisfacción de verle la cara cuando entrase en una habitación llena de flores y pensara que había conseguido todo lo que tan bien había calculado y planeado.

Y sobre todo quería ver su expresión cuando le arrebatase el suelo de debajo de los pies. Y es que en el fondo, una pequeña parte de sí mismo quería oír su explicación. Aunque ya diera lo mismo.


Los pies le dolían de estar de pie con aquellos tacones tan altos. En cuento llegase a la habitación, iba a tirarlos a la basura. Y lo mismo haría con aquel vestido, que parecía sacado del guardarropa de su madre.

Y en parte, así era. Tom prefería que vistiese con clase y recato. Quería que los demás hombres lo envidiasen no porque hubiera elegido a alguien que se vistiera para llamar la atención, sino por haber elegido lo mejor. La belleza habla por sí sola, solía decir, y la mitad de su vestuario había sido adquirido durante los últimos seis meses para acomodarse a su papel en el trato.

Un trato al que había puesto fin.

Salió del ascensor se quitó los zapatos y avanzó por el corredor descalza. Qué bien se sentía, casi tanto como se había sentido al dejar a Tom en el bar del hotel.

Se había tomado la noticia con serenidad. Ya sabía que iba a ser así. Tom era un hombre muy civilizado y jamás habría montado una escena, pero le había recordado que la reputación de su padre estaba en juego. Ella le había preguntado por qué estaba dispuesto a pagar por tener una esposa cuando muchas otras mujeres estarían encantadas de hacerle los honores. Aquella pregunta le había mantenido en silencio durante un rato, y al final no la había contestado.

En cuanto a su padre, ya lo sabía también puesto que le había devuelto la llamada, y lo curioso era que había parecido incluso aliviado. Quizás le había subestimado. Le había prometido encontrar otra solución y que ya hablarían cuando volviera a casa, pero su padre no había colgado el teléfono sin decirle que la quería. La emoción le cerró la garganta. No tenía que sacrificar su vida para ganar su amor.

Estaba deseando quitarse aquel vestido tan horrible, y con los zapatos en una mano, abrió la puerta de la habitación. Estaba a oscuras, a excepción de una pequeña luz que brillaba en el dormitorio. No recordaba haber apagado la luz del salón, pero quizás hubiese entrado alguien del servicio.

Tiró al suelo los zapatos y mientras caminaba hacia el dormitorio, se fue quitando el vestido, que quedó hecho un montón de seda a sus pies y ella lo apartó de una patada. Aquella libertad era maravillosa. Al entrar en el dormitorio, encendió la luz.

Alguien contuvo la respiración y el sonido la sobresaltó. No tenía nada con qué defenderse de un intruso.

– Que me aspen si vuelvo a subestimarte.

– Mac -suspiró. Verlo le hizo olvidar todo excepto el latido acelerado de su corazón y la más absoluta alegría de estar en la misma habitación con él. Fue a echarse en sus brazos, pero su mirada la detuvo.

De pronto se sintió vulnerable y sola, dos sentimientos que no había experimentado nunca en su presencia.

– ¿Esperabas a otra persona? -le preguntó.

Ella lo miró fijamente, sorprendida por su tono áspero, y dijo lo primero que se le ocurrió:

– Te has afeitado.

Él se llevó la mano al lugar que antes ocupaba su bigote.

– Tenía mis razones.

– Comprendo.

Pero no comprendía nada en absoluto. No reconocía al extraño que estaba de pie frente a ella. Su olor era el mismo, al igual que el efecto que provocaba en su cuerpo. Al parecer, el sexo era lo único que habían compartido.

El latido de su corazón lo desmintió.

– Es que esta lencería de encaje que apenas cubre nada, el pelo suelto y revuelto… estaba preparado -dijo, rozando la piel al lado de la hombrera de su sujetador.

– ¿Preparado para qué?

– Para una seducción. Eres buena en eso.

– ¿Seducir a quién?

– Eso es lo que me gustaría saber.

Y caminó hasta la ventana que daba a un hermoso jardín.

Entonces miró a su alrededor por primera vez. Ramos de flores exóticas de todos los colores decoraban la habitación, junto con globos rojos, rosas, blancos y de muchos otros colores. La esperanza floreció como aquellas flores.

Se sentía al borde de un precipicio. Quizás. ¿Estaría enfadado porque no se había dado cuenta de su esfuerzo por agradarla? ¿Se avergonzaría de parecer un romántico? Quizás aquella fuese su forma de pedirle perdón por el engaño, y si era así, lo perdonaría inmediatamente. Una vez le hubiese contado ella toda la historia, quizás podrían volver a empezar.

– Mac -dijo, acerándose a él y rozando la rígida línea de su espalda. El se quedó inmóvil.

– Siento no haberme dado cuenta antes. Traía muchas cosas en la cabeza, pero… es tan bonito. ¿Lo has hecho por mí?

– Sí.

– Gracias -susurró, y le rodeó por la cintura. Pero él se apartó inmediatamente.

– No.

– No comprendo.

El miedo se fue apoderando de ella.

– Supongo que no. También te he comprado esto.

Y abrió una caja de joyería.

Un diamante brillaba sobre su cama de terciopelo negro.

– Mac, es precioso…

– Y aun más grande que éste -añadió, tirando con brusquedad de su mano. Su anillo de turquesas y plata quedó entre ellos.

La confusión se adueñó de su mirada. La confusión y la ira.

No entendía su reacción. Había vuelto a ponerse el anillo nada más salir del bar.

– Me encanta este anillo -dijo-. Creía que a ti también.

– Eres buena, Sammy Jo. Mejor de lo que yo creía -cerró la caja y se la guardó en el bolsillo-. Contéstame: ¿habrías dicho que sí?

– Por supuesto, pero…

– Por supuesto. Una pregunta más: ¿qué habrías hecho con tu prometido número uno?

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