Capítulo 11

Sam perdió la fuerza en las rodillas y tuvo que sentarse en la silla más próxima.

– Quería decírtelo -le explicó, retorciéndose las manos-. Había pensado hacerlo esta noche, después de…

– ¿Después de qué?

– Después de haber terminado con Tom. Y ya lo he hecho. Todo ha terminado, y no es que hubiese mucho entre nosotros, pero era… necesario.

– Y ahora, ya no lo es.

– No.

Mac avanzó hasta su silla y apoyó los brazos en el respaldo. Una vena se le marcaba en la sien y tenía los dientes apretados. Nunca le había visto así de enfadado, y Sam temió haber esperado demasiado, haber llegado a un punto sin retorno.

Pero él también le había ocultado unas cuantas cosas, así que debería comprender.

– Debería habértelo dicho, pero Tom… ya no tengo que seguir adelante con él porque…

– Porque yo también soy rico -espetó-. Y conmigo, no sólo te llevas el mismo dinero sino a alguien más de tu edad y con quien funcionas de maravilla en la cama. Lo has hecho muy bien, Sammy Jo. Casi lo consigues.

Y aplaudió lentamente.

Sam lo miró sin parpadear. Sus palabras eran como saetas que le atravesaban el corazón. Pero la furia no tardó en aparecer. ¿Cómo podía juzgarla así habiéndole dado todo de sí misma, y habiendo demostrado él una falta de honestidad similar a la suya?

Lo miró a los ojos, pero la ira había desaparecido. Sólo quedaba dolor, y Sam se aferró a él como una tabla de salvación, porque si le dolía quería decir que seguía sintiendo algo por ella.

Fue a tocarlo, pero él se apartó.

– ¿De verdad crees que yo sabía con antelación que eras dueño de este lugar?

Él asintió.

– Desde el principio, poco más o menos.

– ¿Quieres decir que me crees capaz de esa clase de engaño?

Él la miró fijamente y Sam tuvo que admitir que, en ese sentido, tenía razón: lo había engañado desde el primer día, y aunque él había hecho lo mismo, parecía haberse olvidado de ello.

– Estoy seguro de que Zee o cualquiera de los chicos no pretendían ningún mal con decírtelo.

– La palabra lealtad no tiene ningún significado para ti, ¿verdad? -espetó, cruzándose de brazos-. Zee te trata como a un hijo, pero tú lo crees capaz de traicionarte. Y después de lo que hemos compartido… crees que yo también soy capaz de hacerlo. Supongo que lo que hemos tenido no era tan bueno como yo creía. Claro que no podía serlo, teniendo en cuenta que los dos estábamos mintiendo.

Estaba empezando a sentir una especie de sudor frío en la nuca, y temiendo desmayarse delante de él, dio media vuelta y abrió el armario. Necesitaba cubrirse con algo.

Sus palabras la siguieron a la otra habitación.

– He subestimado tu capacidad para los negocios, Samantha. Pero nunca se debe rechazar una oferta hasta que no se tiene otra encima de la mesa.

Sin esperar a encontrar la bata, volvió a la otra habitación.

– ¿Cómo puedes ser tan arrogante, tan odioso, tan incapaz de ver más allá de tus narices…

– Buena elección de palabras, pero si yo estuviera en tu lugar, saldría corriendo a intentar recuperar tu primera elección antes de que encuentre a alguien con quien reemplazarte.

– Puede que… -el resto de sus palabras se perdió porque Sam le cerró la puerta en las narices-… lo haga.

Sam no esperó. Con el sonido de la puerta al cerrarse aún reverberando en sus oídos, abrió de par en par el armario, sacó la maleta y metió en ella de cualquier manera lo poco que había sacado. No podía quedarse allí. No cuando el hombre al que amaba la creía capaz de… de… de venderse al mejor postor.

Dios… y eso era precisamente lo que iba a hacer, antes de recuperar la cordura. Antes de conocer a Mac y que él la enseñase… ¿qué? ¿El verdadero amor?

Se echó a reír hasta que las lágrimas se lo impidieron. Ella se había enamorado de Mac, pero para él no había sido más que alguien que le proporcionaba un sexo fantástico.

La cremallera se atascó y tiró con todas sus fuerzas para cerrarla. Sin pausa, bajó la maleta al suelo, abrió la puerta de par en par… y volvió a cerrarla.

¿Dónde quería ir en ropa interior? Se sentó en el suelo, con el equipaje a los pies. «Piensa, Sammy Jo», se dijo.

– Y deja de usar ese ridículo nombre -murmuró en voz alta.

Tenía que alejarse de Mac y de su hotel.

Y mientras se vestía, tuvo que admitir lo evidente: todo había terminado. El dolor era casi insoportable. Vestida con unos vaqueros y una camiseta, miró a su alrededor por última vez. Jamás podría olvidar la sensación que había producido en ella aquella habitación al verla por primera vez, y quería recordarla llena de flores, con el carro de la comida en un rincón y la cubitera con champán a su lado.

De uno de los jarrones sacó una rosa roja con la intención de dejarla sobre la almohada, pero al acercarse a la cama, recordó el anillo. Era un símbolo que hablaba por sí solo, al igual que el esfuerzo de preparar todo aquel decorado.

– Dios…

Sam cerró los ojos, y lo único que acudió a su memoria fue la imagen de Mac y del dolor que había visto en sus ojos.

Mac no era un hombre vengativo, y seguro que no se había tomado todas aquellas molestias antes de saber lo de su compromiso, sino después. Le había comprado un anillo y lo había dispuesto todo para que el romanticismo rodease su petición. Después se había enterado de la verdad.

Le había hecho daño y él había intentado hacérselo a ella. Y lo había conseguido. Vaya si lo había conseguido.

Pero, a pesar de las cosas que le había dicho, lo comprendía, aunque nada podía cambiarse por comprenderlo. Una relación que desde el principio se basa en la mentira, tiene muy pocas posibilidades de sobrevivir.

Se secó una lágrima furtiva. Al menos iba a marcharse sabiendo que había significado algo para él.

En uno de los pequeños cuadernos de notas del hotel, escribió un mensaje para Mac, lo dobló y, junto con la rosa, lo dejó sobre la almohada.

Quizás algún día fuese capaz de mirar hacia atrás y contemplar aquella semana con agrado y no con amargura. Con amor, y no con dolor.

Quizás algún día ella lo lograse también.


Mac se sentó en uno de los muchos taburetes vacíos del Hungry Bear. Había un montón de botellas de todos los colores en las estanterías de la pared y se preguntó con cuál de ellas se emborracharía antes.

– Tequila es lo mejor para matar el dolor.

Mac miró hacia un lado para ver a Zee saliendo del almacén.

– ¿Dónde está Bear?

– ¿Dónde va a estar? Ocupándose de instalar a su nueva familia en mi casa. El apartamento del bar es demasiado pequeño para dos chicos y su futura mujer. Por cierto, no me habías dicho que fuese a tener nietos tan pronto -sonrió.

Mac se encogió de hombros.

– Había prometido no hacerlo.

– Vaya… menos mal que eres bueno en algo. Bear volverá esta noche para abrir -Zee se volvió de espaldas y sirvió dos copas-. Ten, te vendrá bien.

– De maravilla -murmuró Mac.

– Si le has hecho daño a Sammy Jo, te arrancaré el corazón.

Así que la conocía de una semana y ya la quería. Qué bien comprendía ese sentimiento…

– No pongas caras -le advirtió Zee-. Es una buena chica que no se merece que le mientas.

– Ya.

Mac se sonrió amargamente y apuró el licor.

– Así que cuando la broma es a tu costa, la cosa ya no tiene tanta gracia, ¿eh?

– ¿Lo sabías?

– Soy viejo, pero no idiota. Y no necesitas emborracharte, sino hablar, o no estarías aquí. ¿Para qué negarlo?

– ¿Qué dirías si te dijera que Sammy Jo tenía un novio rico esperándola en The Resort?

Zee no pestañeó.

– Pues que tiene que haber una explicación.

Mac gruñó.

– ¿Cuál era? -preguntó Zee.

– ¿El qué?

– No te hagas el tonto conmigo. La explicación.

Mac se sintió como un adolescente que hubiese roto una ventana y tuviera que enfrentarse a las consecuencias.

– No me quedé para escucharla.

Zee salió de detrás de la barra y le dio un golpe en la cabeza.

– Eso es porque tu padre no está aquí para haberte dado él -murmuró, mientras se sentaba en el taburete de al lado-. Normalmente la gente tiene buenas razones para mentir. ¿Ya le has dicho que eres el dueño de The Resort?

– Ella ya lo sabía.

No necesitaba preguntarle si había sido él quien se lo había dicho. A pesar de lo que dijera ella, Mac comprendía bien la lealtad, y sabía que Zee no lo había traicionado.

Igual que, nada más cerrarle la puerta a Samantha, supo que se había pasado de la raya. Pero es que uno no veía todos los días a la mujer con la que quería compartir su vida llevando el anillo de otro hombre. Además, después de tanto preparativo, saber la verdad le había resultado humillante en extremo.

– Y crees que lo había preparado todo para cazarte.

– No. Ya no.

Al conocer la noticia había reaccionado con el corazón y no con la cabeza, pero ahora que había tenido tiempo para pensar, lo veía de otro modo. ¿No le había mentido él también?

– Pero eso pensaste al principio, ¿no? -los dos sabían cuál era la respuesta-. No irás a decirme que se lo dijiste a ella, ¿verdad?

– Pues no te lo digo, así que ponme una copa. Pero una copa de verdad, si quieres que sigamos manteniendo esta conversación.

Porque sabía que había actuado como un imbécil. ¿Cómo demonios había sido capaz de llamar fulana a la mujer de la que estaba enamorado?

Mac vació el vaso de un trago. El whisky le quemó al bajar.

– Buena elección -murmuró-. Otra más.

Porque ésa era la única forma de olvidar el dolor que había visto en el rostro de Sam al acusarla.

– Tú tenías tus razones. ¿No crees que ella también debía tener las suyas?

Mac alcanzó la botella y se sirvió otra copa que apuró antes de contestar.

– Seguro que sí.

– Y seguro que has tenido pistas de ello delante de las narices.

– Sí, pero sólo de que no quería intimar demasiado, no de que perteneciese a otro hombre.

– Entonces, concéntrate en esas razones, y no vas a poder hacerlo si sigues bebiendo -Zee le arrebató la botella y la colocó en su sitio-. Considéralo como pago por las copas aguadas que Bear y tú me hacéis beber cada noche.

Y echó a andar.

– ¿Adónde vas?

– Si te dejo solo, puede que recuperes el seso y vayas a buscarla.

Y desapareció.

Mac supo, sin que nadie se lo dijera, que se había equivocado. Sabía que su Samantha no podía haber dispuesto deliberadamente una trampa para echarle el lazo y herirle. Simplemente era imposible.

– Busca las posibles razones -dijo Zee desde el almacén-. Y lárgate de aquí.

Razones. Samantha había llegado del desierto. ¿Qué más sabía de ella? Que venía del este y que tenía unos ojos en los que uno podía ahogarse. Que su madre había muerto hacía tres años y que tendía a hablar demasiado cuando estaba nerviosa. Que era analista financiero y que hacía el amor como si no pudiera saciarse jamás de él. Su única familia era su padre cuyo amor buscaba desesperadamente; un padre que estaba seriamente endeudado porque…

¡Eso era! El padre necesitaba dinero. ¿Qué era lo que Samantha le había dicho al hablar de su compromiso? «No es que hubiese mucho entre nosotros, pero era… necesario».

Y Zee tenía razón. Había habido signos. Le había prometido a su madre cuidar de su padre. «Además, yo siempre he hecho lo que se esperaba de mí». Y porque quería que la quisieran.

– Maldita sea…

Iba a casarse con aquel viejo rico para ayudar a su padre. Seguro. Y también estaba seguro de que no había pretendido engañarlo, sino que haciendo acopio de valor, le había dado la espalda a su palabra creyéndolo nada más que un camarero. No sabía quién podía habérselo dicho, pero sí sabía que se había enterado después de dejarle en casa de Bear.

Sabía todo aquello porque conocía a Samantha. La pena era que se hubiera dado cuenta demasiado tarde.

– Qué bien lo has hecho, Mackenzie -murmuró. Ella se había pasado la semana rompiendo viejas costumbres e inseguridades, y justo cuando más lo necesitaba, dejaba de tener confianza en ella. Había recompensado su valor con acusaciones horribles. Gracias a su comportamiento, podía haberla perdido para siempre.

Mac murmuró un juramento entre dientes, se subió al coche y llegó a The Resort en tiempo récord. Tenía que encontrar a Samantha.

No sabía qué podía pasar cuando la encontrase, pero tenía que intentarlo. Ahora que la rabia y la ceguera habían pasado, necesitaba por lo menos verla una última vez.

Al llegar a la suite no llamó, sino que insertó la tarjeta y entró directamente.

– ¿Sam?

Silencio.

Se había marchado.

Una llamada a recepción y tuvo la confirmación que necesitaba. En aquella misma habitación lo había tenido todo al alcance de la mano y lo había tirado por la ventana. Con el corazón en la garganta, entró en el dormitorio y se sentó en la cama. Qué estúpido había sido. Y si con sus acusaciones no hubiera sido suficiente, había concluido sugiriéndole a Samantha que volviera con su primera elección.

Quizás… quizás estuviera aún en el hotel con él. Volvió a llamar a recepción. Joe era la única persona que podía identificarla, pero su turno había concluido ya. Entonces algo le llamó la atención.

Había una nota y una flor.


Mac, me habría gustado que hubiera un «para siempre» entre nosotros, aunque hubiera sido en un pequeño apartamento sobre un bar.


No podía habérselo dejado más claro. Quería al hombre que ella creía que era, y no al propietario de The Resort, o al imbécil en que se había convertido.


– No tiene usted buen aspecto, señor Mackenzie. Tiene cara de cansado.

Mac miró a su empleado, siempre entusiasta, pero aquella mañana más apesadumbrado.

– No poder dormir te deja con esta cara, Joe.

– Ah.

– ¿Has visto al hombre aquél que acompañaba anoche a la señorita Reed?

– Esta mañana. Iba a desayunar al restaurante.

Esperó. Joe guardó silencio. Había elegido un momento estupendo para volverse discreto.

– ¿Iba solo?

– No, señor. Llevaba a una preciosa joven del brazo.

¿Rubia y preciosa? ¿Morena y preciosa? ¿Preciosa Samantha? ¿Qué? Mac hubiera querido retorcerle el pescuezo.

– Están todavía en el comedor si quiere usted… pasarse por allí.

Mac caminó hacia el restaurante con el corazón en la garganta, pero antes de que hubiera podido entrar, le llamaron por megafonía y se dirigió al teléfono más cercano.

– Mackenzie.

– Hola, Mac.

Su hermana sólo quería hablar un momento con él tras haber cancelado los planes que tenían para el fin de semana y Mac intentó tranquilizarla sin dejar de ojear el restaurante.

Poco después de colgar, encontró lo que andaba buscando. El tipo salía del restaurante con una preciosa… Mac estiró el cuello. Con una preciosa pelirroja del brazo. Suspiró. No era Samantha.

Pero de aquel modo, no tenía ni idea de dónde encontrarla. En su casa, seguramente.

Mac volvió a recepción en un instante. Ser el jefe acarreaba muchos dolores de cabeza, pero también alguna que otra compensación, que se cobró en aquel momento al abrir el registro de reservas y buscar los datos personales de una preciosa morena de ojos violeta.

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