Capítulo 6

El pequeño apartamento tenía un balcón también pequeño que daba a la carretera principal. Sam no había reparado en él al llegar porque tenía otras cosas en la cabeza, como por ejemplo dar gracias a Dios de no haberse quedado perdida en medio del desierto, y tampoco después, porque el hombre más sensual del mundo había nublado sus sentidos. Pero ahora que lo había descubierto, se refugió en él.

Había una tumbona en la que se acomodó con las piernas encogidas. La única luz era la que provenía de la luna y de algún que otro coche. Uno a uno, los últimos clientes del bar fueron marchándose, y poco después ni el motor de un coche rompía el silencio de la noche. El aire de la noche era fresco, y ni siquiera el incidente del bar había podido arrebatarle la paz que había encontrado.

Una paz que, por otro lado, no debería estar sintiendo. No, estando con un hombre al que respetaba y cuyas preguntas esquivaba por temor. No quería que supiera más de ella para no sentir la tentación de saber más de él, porque si no, ¿cómo iba a ser capaz de marcharse después?

El ruido de la puerta al cerrarse interrumpió sus pensamientos. Tenía compañía. Cuando Mac salió al balcón, lo llenó todo con su presencia. Grande, sólido, seguro… así era Mac. Si estaba en una habitación, le presentía aunque no lo hubiera visto.

Sin esperar a ser invitado, pasó una pierna por encima de la tumbona y se acomodó a espaldas de ella, rodeándola después con sus brazos.

Y ella le dejó hacer.

– No he sabido controlarme esta noche -murmuró.

– ¿Por qué lo dices? ¿Por qué le has tirado la cerveza encima? Se lo merecía.

– No me refiero a eso -si volvía a ocurrirle otra vez, le tiraría toda una jarra de cerveza, en lugar de un vaso-. Me refiero a que me he dejado llevar después.

– Si alguien te obliga a hacer algo después de haber dicho que no, yo diría que tienes derecho a dejarte llevar después.

– Supongo. Sabía que no tenía que preocuparme. Estábamos en un lugar público.

Y sabía que Mac estaba montando guardia, y confiaba en él.

– El ambiente de un bar es totalmente distinto al ambiente en que yo me muevo habitualmente. En mi lugar de trabajo, un episodio como ese habría sido considerado acoso sexual.

Mac apoyó las manos en su vientre y Sam se relajó.

– ¿Quieres decir que por haber ocurrido en un bar no es acoso sexual?

– No. Lo que digo es que debería haber estado preparada, y no lo estaba.

Se había quitado el sujetador al ponerse aquella enorme camiseta que llevaba puesta, y Mac le acariciaba el nacimiento de los pechos con un movimiento rítmico y sedante.

Sam suspiró e intentó concentrarse en la conversación, aunque le estaba resultando bastante difícil.

– Pero sentir que un desconocido te susurra cosas al oído que a él le parecen eróticas y que te ponga las manos en…

No pudo seguir, porque ¿qué iba a ser su matrimonio sino precisamente eso, una cama en la que un extraño la acariciaría y le haría el amor? Serían otras manos las que sentiría en el estómago, y no las de Mac. Dios, ¿cómo podía haber accedido a algo así? ¿Cómo iba a poder pasar por ello, habiendo conocido a Mac?

Sin previo aviso, el movimiento de sus dedos cesó.

– ¿Qué ocurre? -le preguntó, volviéndose para mirarlo, e inmediatamente comprendió lo que veía en sus ojos.

Sam se dio la vuelta y se sentó a horcajadas sobre él. Eso significaba que su sexo quedaba entre sus piernas, erecto, cálido, sugerente, pero en aquel momento no podía ocuparse de aquello porque sus sentimientos significaban más para ella que su propia necesidad sexual.

– Sea lo que sea lo que te ronde por la cabeza, haz el favor de olvidarlo.

– ¿Incluso si es cierto?

Sam le miró a los ojos.

– Es que no lo es.

Aquel hombre había dejado de ser un extraño nada más abrazarla. Había una conexión entre ellos, una comunicación que no comprendía y no podía explicar.

– Si dejases de pensar que voy a romperme en pedazos como si fuera una muñeca de porcelana, tú también lo sabrías -apoyó la mano en su pecho-. Escucha tus instintos. ¿Acaso te dicen ellos que somos dos extraños?

– Lo que me dicen es que te deseo.

Una forma un tanto suave de expresarse. Hubiera sido más exacto decir que la necesitaba.

– No, es tu cuerpo quien habla por ti.

Y se rió.

No sólo tenía razón en que su cuerpo hablaba por él, sino en algo más: no era un extraño para ella. Pero entonces, ¿qué era exactamente? Ni se lo había dicho, ni tenía intención de hacerlo.

Y como él también tenía sus propios secretos, no quiso presionarla. El tiempo conseguiría que confiase en él por voluntad propia, pero ese día le parecía muy lejano.

– Entonces, ¿hemos resuelto el dilema? -preguntó ella.

Mac exhaló un áspero gemido al sentirla moverse sobre él. ¿Eran imaginaciones suyas, o aquella sonrisa y aquella forma de mirar se iban haciendo cada vez más descaradas a medida que iba pasando el tiempo?

Colocó una mano en su nuca y tiró suavemente de ella hasta que quedaron a escasos centímetros.

– Un dilema menos para llegar al final -dijo, antes de besarla en los labios.

Pero ella no se limitó sólo a besarlo, sino que lo devoró con la boca, los dientes, las manos hundiéndose en su pelo al tiempo que movía las caderas, intentando acercarse más a él.

Aquello iba demasiado rápido. Un poco más y no habría tiempo para todo lo que quería hacer con ella, para ella.

– Sam…

Iba a impedir que se quitara la camiseta, pero reaccionó demasiado tarde, porque la prenda volaba ya por encima de la barandilla del balcón.

– Dios mío… -murmuró.

Teniendo delante su cuerpo desnudo, cubierto apenas por su ropa interior de encaje y viendo brillar el deseo en sus ojos, no le importó que la camiseta estuviera unos cuantos metros más abajo.

– No puedo contenerme más -le dijo, sujetándola por la caderas.

Sus ojos color violeta brillaron y se oscurecieron.

– ¿Y quién te ha pedido que lo hagas?

Mac aceptó la invitación y se deshizo de sus bragas. No podía creer haber tenido tan buena fortuna. Algún día tendría que darle las gracias a quienquiera que le hubiese alquilado aquella porquería de coche, pero en aquel momento, en lo único que podía pensar era en ella.

Se incorporó y la obligó a tumbarse de espaldas.

– Oye, Mac… -incluso la forma en que pronunciaba su nombre lo excitaba-. Creo que he sido demasiado… atrevida. Eso es: demasiado atrevida -hizo un gesto hacia donde había lanzado la camiseta-. No debería haber hecho eso.

– No sé si alguien te habrá dicho que balbuceas cuando estás nerviosa -comentó con una sonrisa, dándose cuenta de la intimidad de la posición.

Aquellas contradicciones no sólo lo intrigaban, sino que lo excitaban. Deseaba a aquella mujer y la alegría que aportaba a su vida, todo ello con una intensidad que nunca había conocido.

– No. Es que sólo estoy nerviosa cuando… bueno, cuando estoy contigo… así -intentó cubrirse con las manos-. Así que…

Mac bajó las manos de sus caderas a sus muslos y ella contuvo la respiración.

– No pienses, Sammy Jo. Y sobre todo, no te muevas.

Separó sus piernas, agachó la cabeza y saboreó su carne.

Si moría en aquel instante e iba de cabeza al infierno, no le importaría, se dijo Mac, porque acababa de estar tan cerca del cielo como le era posible a un mortal.


Las rodillas le flaqueaban y tenía temblores por todo el cuerpo. No era exactamente la reacción que había imaginado que iba a tener, pero… oh, Dios… habían cambiado la posición y ella estaba ahora tumbada debajo de él. Ni en sus más salvajes fantasías, y había tenido ya unas cuantas desde que conociera a Mac, Sam se había imaginado que pudiera ser así. La piel de los muslos le escocía en donde su barba le había rozado y los músculos le temblaron, esperando experimentar sensaciones más exquisitas.

– No te quites jamás el bigote -susurró-. Al menos mientras estemos juntos.

Una voz interior le recordó que eso no iba a ser mucho tiempo, pero no le hizo caso.

– Ni se me ocurriría -se rió.

Y poco a poco fue ascendiendo por la parte interior de sus muslos, rozándola deliberadamente con el bigote. Al menos eso creía ella, porque ese contacto la tenía totalmente trastocada, casi levantándola de la tumbona.

– Despacio, cariño -le pidió en voz baja, y con la lengua calmó la superficie irritada de su piel.

– Es imposible ir…

Pero no pudo continuar, porque Mac había llegado allí. Otra vez. Sam cerró los ojos y se recostó en la tumbona. No sabía que la sensación podía ser así, tan increíble, pero Mac la estaba enseñando y, al parecer, su cuerpo aprendía rápido.

Oleadas de placer la asaltaban cada vez que él movía la lengua, y la necesidad contrajo todos sus músculos y arqueó la espalda, buscando más, llegar más alto, tener más…

– Mac…

Él la miró a los ojos y el deseo que leyó en su mirada la llegó a lo más hondo. Entonces volvió a sorprenderla apoyando la palma de la mano entre sus piernas y moviéndola suavemente. Ella gimió ante el asalto y temblando se dio cuenta de que él no dejaba de mirarla, y aunque debería haber sentido vergüenza, saberse bajo su mirada la excitó aún más.

Con cada movimiento de su mano, con cada convulsión de sus caderas, sus ojos se oscurecían más y más. El placer la estaba arrollando cuando ella quería esperar, esperarlo a él, a sentirlo dentro para… para gritar… como hizo en aquel momento al alcanzar el orgasmo más espectacular que había sentido jamás. Las sacudidas que siguieron se prolongaron hasta bastante después de haber alcanzado el éxtasis.

En algún momento debió cerrar los ojos, y cuando volvió a abrirlos, él estaba junto a la tumbona y la tomaba en brazos.

– ¿Adónde vamos? -le preguntó.

– Dentro. Has despertado a la fauna de los alrededores y no quiero arriesgarme a que despiertes también a los vecinos.

Ella sonrió, y fue la sonrisa de una mujer satisfecha.

– ¿A qué distancia están?

– A casi dos kilómetros -contestó mientras la dejaba sobre la cama-. Pero confío en tus posibilidades -añadió, guiñándole un ojo.


Antes de que pudiese contestar, él se había quitado la ropa y Sam quedó muda, lo cual, teniendo en cuenta los nervios que se estaban apoderando de ella, era mucho decir. Lo que estaba a punto de ocurrir…

Aquella no era su primera vez, así que, ¿por qué tanto nerviosismo? Pero sí que lo era con Mac, le advirtió su voz interior. Y le había dado ya tanto de sí misma que no quedaba nada por dar. Pero dejó a un lado ese pensamiento en cuanto él se metió en la cama a su lado, porque él iba a darle todo lo que necesitaba de aquella semana.

Y más, insistió la voz.

Mac la hizo tumbarse boca arriba y le sujetó ambas manos por encima de la cabeza, y al mirarlo a los ojos, el deseo brotó de nuevo. Él tenía también la respiración alterada, como si hubiera sido suyo el éxtasis… ¿Sería rara tal pasión entre dos personas?

No si la química funcionaba. Y eso era lo que había entre ambos: química.

Rozó con sus labios la base de su cuello y no pudo seguir pensando. Luego deslizó una mano hasta la unión de sus piernas y la encontró húmeda y preparada. Levantó las caderas y él hundió un dedo dentro de ella. Un gemido se escapó de sus labios y un segundo dedo se unió al primero.

– Me gustaría tomarme mi tiempo -dijo él con voz ronca-. Esperar.

– ¿Por qué?

Él se echó a reír.

– Porque quiero que lo recuerdes bien.

Era como si se hubiera dado cuenta de que el final estaba cerca, y la risa cesó.

El corazón se le encogió ante las señales de alarma que se disparaban en su cabeza. Debía ignorarlas. Tenía que hacerlo. Pero, en aquella ocasión, no le resultó tan fácil, aunque sabía que ahondar en lo inevitable no serviría para nada.

Se soltó de él y cubrió su erección con la mano, moviéndola de arriba abajo despacio. Una pequeña gota de líquido humedeció su palma.

Entonces ya no pudo controlar sus pensamientos. Vida, amor, hijos… la vida de Mac, su amor, sus hijos. Todo posible, pero no para ella. Si aquel fuera otro momento, otro lugar, se olvidaría de las precauciones y de ser razonable y se dejaría llevar por los sentimientos. Pero no podía hacerlo. Si no los reconocía, no existirían.

¿No? No hubo voz interior que contestase. ¿No? Silencio.

Su gemido pareció reverberar en la habitación y la devolvió al presente.

– ¿Mac?

El sudor humedeció su frente.

– Lo siento, cariño, pero no voy a poder esperar.

– No recuerdo haberte pedido que esperases -con una sonrisa, le dejó volver a capturar su mano sobre la cabeza-. Pero vas a tener que confiar en mí y dejarme alcanzar esa caja que hay ahí.

Él sonrió.

– ¿Me prometes no tocar?

– A menos que sea necesario, lo prometo.

Soltó sus manos para poder alcanzar el preservativo, pero ella se lo arrebató.

– Me habías prometido no tocar -se quejó con una sonrisa.

– Sólo si era necesario. Y lo es.

Porque si no lo tocaba, podía morir sin haberlo sentido dentro.

Cubrió su erección con un movimiento lánguido y juguetón. Pero en cuanto él volvió a colocarse sobre ella, supo que el juego se había terminado.

Levantó la pelvis al mismo tiempo que él la sujetaba por las caderas y unía sus cuerpos con un movimiento suave y perfecto que provocó un gemido en él, profundo y masculino. Después se quedó inmóvil un momento, pensando en ella, en darle tiempo para acostumbrarse a él. Pero Sam no lo necesitó, porque su cuerpo le había aceptado como si fuese una parte perdida que hubiese vuelto a él. Todos sus músculos lo sintieron dentro, ahíto de vida, llenándola, completándola.

Oh, Dios… estaba metida en un buen lío. Los ojos se le humedecieron. ¿Era una lágrima lo que le rodaba por la mejilla? Ay, no. ¡No, no, no!

– ¿Sam?

Tuvo que abrir los ojos e intentar sonreír.

– ¿Sí?

Con el pulgar, recogió la lágrima y se la llevó a los labios.

– Salada -dijo-. Te he hecho daño.

– No, no… -eso, al menos, era sincero, y levantó las caderas, invitándolo, gimiendo ante la perfección que había encontrado-. ¿Cómo podrías hacerme daño?

¿Cómo podía hacerle daño nada de lo que hiciera aquel hombre?

Y entonces entró en ella completamente, perdiéndose en sus profundidades.

Y Sam decidió que, ya que había llegado hasta allí, lo mejor sería disfrutar de todo el viaje. Pero al empezar a moverse, a fundirse en su ritmo, se dio cuenta de que aquello era mucho más que unas vacaciones que salían bien. Aquello era más que diversión y juegos. Más que sexo.

Ya no podía retener nada para sí misma, y cuando él se quedó inmóvil y musitó su nombre, su último empujón la lanzó al éxtasis que tan desesperadamente había buscado.

Con la respiración alterada y temblando, abrió los ojos para encontrarse con que el mundo seguía esperándola. El mundo que no podía tener… con el hombre que seguía estando dentro de ella. El hombre con quien había hecho el amor.

– Eres tan… hermosa.

Sabía que no se estaba refiriendo sólo al exterior y guardó aquellas palabras en un rincón de su corazón. Pero tenía que parar antes de que las cosas se pusieran demasiado serias entre ellos. Antes de hacer una estupidez. Antes de enamorarse de él.

– Seguro que le dices lo mismo a todas las mujeres con las que haces el amor -se rió.

Él arqueó las cejas.

– Ya -murmuró-. Y todas las mujeres con las que he estado pensaban en las demás mientras yo seguía estando dentro de ellas.

Vaya por Dios… ella sólo pretendía protegerse y lo que había conseguido era herirle, e iba a retirarse de ella cuando se dio cuenta de que no podía dejarle marchar. Así, no.

– Mac, espera -le detuvo-. Lo siento. Por favor… olvida lo que acabo de decir. Sigamos donde… -y miró hacia abajo. Sus cuerpos aún estaban unidos y le sintió dentro de ella. Una ola de calor y deseo la sofocó, junto con unas cuantas emociones más que prefirió no analizar-. No sé ni lo que digo. Sólo quiero que no te vayas.

– Vuelves a atascarte -sonrió, y Sam se tranquilizó-. Es un buen síntoma -dijo él, trazando sus labios con un dedo. Sam sacó la lengua para saborear su piel y los ojos de él se oscurecieron aún más.

– ¿Y eso? -le preguntó.

– Porque, según tú, sólo te pones nerviosa cuando estás conmigo… así. De modo que te perdono lo que has dicho.

En parte se sintió aliviada porque estuviera dispuesto a olvidarse del tema, pero por otro le hubiera gustado que le asegurase que no había ninguna otra mujer… importante, por lo menos. Pero no tenía derecho a querer algo que no podía ofrecer.

– Relájate, cariño, que no voy a guardarte rencor.

Y como para demostrárselo la besó lenta y largamente.

– Enseguida vuelvo -dijo, cuando ya no podían respirar-, y podremos continuar donde lo dejamos.

Sam se hizo una bola para esperarlo y, cuando volvió, a pesar de los avisos de su corazón, se acurrucó junto a él.

– Gracias -murmuró.

– ¿Por qué?

– Por no estar enfadado, por seguir aquí… y por ser tú.

Mac volvió a besarla.

– Yo podría decir lo mismo. Eres muy especial, ¿lo sabías?

– No, yo…

– Sí que lo eres. Nunca había conocido a nadie como tú.

– No, Mac. No te das cuenta de que estás…

– Ya lo sé. Cada vez que me acerco a ti, das un respingo, y no me refiero a físicamente. Pero esta vez…

Sam le hizo callar apoyando un dedo sobre sus labios.

Su corazón estaba en lucha con su cabeza. Quería dejarle terminar, oír lo que tuviera que decirle y disfrutar de la unión que estaban empezando a encontrar. Pero eso sería egoísta, porque ¿cómo permitir que las cosas progresaran emocionalmente cuando tendría que marcharse al final? Si sólo dependiera de sí misma, se quedaría en aquella cama para siempre.

Pero su vida no era la única en juego. El bienestar de su padre y su recuperación dependían de ella. Necesitaba pagar sus facturas, ayudarlo a rehacerse, asegurarse de que tenía una forma de vida. Casarse con Tom era la única solución a todo aquello… a pesar de querer a Mac. Oh, Dios…

Dejarle entrar en su vida ahora sólo sería herirle más tarde. Mantenerlo apartado era la única forma honesta de comportarse con él, así que hundió la mano bajo las sábanas y lo encontró de nuevo excitado.

– Antes has dicho no se qué sobre esta vez, ¿no? -ronroneó.

El deseo llenó sus ojos, al igual que el desmayo, y le impidió contestar acariciando su pene hasta que Mac gimió y la colocó sobre él.

– Te deseo -le dijo ella, mirándolo a los ojos y sintiendo la necesidad de volver a tenerle dentro.

Él sonrió.

– No sé por qué te sorprende.

Había pretendido distraerle y lo había conseguido, pero en lugar de sentirse bien, un dolor sordo le había subido por la garganta al darse cuenta de todo lo que quería y nunca podría tener.

Sam se perdió en el hombre al que amaba, pero que nunca podría ser suyo.

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