Dos días habían pasado desde que la tuvo en sus brazos con tanta ternura. Otros hombres no habrían dejado pasar la oportunidad de tener sexo sin complicaciones, pero él no. El hombre al que ella amaba, no. ¿Por qué demonios tenía que ser tan caballeroso, tan irresistible, tan difícil de dejar?
Las últimas cuarenta y ocho horas habían transcurrido entre diálogos y abrazos. Nada de sexo. Después de que él rechazara sus avances, Sam supo que no tenía que volver a intentarlo. Y él tampoco lo había hecho. El príncipe azul que había conocido la primera noche se confirmaba en sí mismo, y lo mismo ocurría con su amor por él.
Sam se movía entre las mesas atendiendo a los clientes, pero ni siquiera el ruido general del bar podía apartar su mente de la batalla que se estaba librando en su interior. ¿Qué le debía a su padre? Y lo que era más importante: ¿qué se debía a sí misma?
Aunque Mac no había hablado de futuro, sí la había obligado a analizarse a sí misma, a Samantha Josephine Reed. Y lo que había descubierto resultó ser una sorpresa. No sabía que era una mujer capaz de sentir una pasión intensa, tanto que le permitiese olvidarse de sus inhibiciones y disfrutar. Con Mac podía ser atrevida, ardiente y no sentir vergüenza por ello.
También le había enseñado el significado del amor. De un amor profundo, tierno y abrasador. La clase de amor que sólo existía en los cuentos. La clase de amor que sólo una mujer muy afortunada podía experimentar una vez en la vida.
Y ella lo había encontrado, aunque no supiera si los sentimientos de Mac se parecían a los suyos. Desde luego actuaba como un hombre enamorado, pero no podía estar segura de hasta dónde era realidad, y hasta dónde fantasía.
Aunque la había animado a abrirse a él, cada vez que había podido atisbar un rincón de su corazón, Mac había dado marcha atrás. Quizás porque ella le había obligado a hacerlo, o porque quería dejar atrás la realidad durante un tiempo… Un tiempo que estaba a punto de concluir. Tendría que marcharse de aquel bar al día siguiente, y a ser posible con más dignidad de la que había mostrado al llegar.
Sirvió unas cervezas a la mesa más próxima a la puerta y salió a respirar una bocanada de aire fresco. Inspiró profundamente. El frescor de la noche en aquel lugar era algo que había llegado a apreciar de verdad.
– Eh, Sammy Jo.
La voz de Mac interrumpió la quietud de la noche y sus pensamientos, lo cual no era del todo malo, teniendo en cuenta la dirección que estaban tomando.
Dios del cielo, ¿sería capaz de romper su compromiso? ¿Quién podría creer que la buena y razonable Samantha Reed hiciese algo así? Claro que tampoco se había creído capaz de seducir a un extraño, y eso era lo que había hecho.
Además de enamorarse de él. De enamorarse de pies a cabeza, locamente. ¿Tendría el valor necesario para dejarse guiar por los sentimientos cuando lo que la obligaban a hacer era romper su compromiso con Tom, faltar a la promesa que le había hecho a su madre en el lecho de muerte y, lo más importante, traicionar a su padre, que contaba con ella? ¿Sería capaz de darle la espalda a la ética que le habían inculcado desde la niñez?
Pero, ¿dónde estaba la ética de su padre si estaba dispuesto a admitir que su hija se casara por una razón que no fuese el amor?
– ¿Qué haces aquí fuera tan sola? -preguntó Mac.
– Tomarme un respiro. Las camareras pueden tomarse dos descansos cada noche, ¿no?
– Al menos las mías lo hacen -replicó él, apoyándose en la barandilla.
– ¿Quién está a cargo del bar?
– ¿Quién crees tú?
Sam sonrió.
– ¿Y qué más estás haciendo aquí fuera?
– Pensar -su mirada recorrió el cuerpo que había conseguido memorizar-. ¿Hay alguna razón por la que siempre lleves la misma clase de ropa para trabajar? -le preguntó.
Mac se miró y se encogió de hombros.
– Es que así no tengo que ir de compras -contestó.
Sam se echó a reír.
– ¿Y? -preguntó él.
– ¿Y qué?
– ¿Qué más te ronda por esa preciosa cabeza tuya? Uno sólo sale afuera a respirar cuando necesita tiempo para pensar.
Condenada percepción… El problema era que todavía no había llegado a ninguna conclusión y no podía compartir nada con él.
– Me estaba preguntando cómo decírselo a Zee.
– ¿Decirme qué, preciosa?
La puerta se abrió de par en par y Zee en persona salió al porche.
– Esto parece una convención -murmuró Mac.
Sam los miró a ambos, dos hombres a los que había llegado a querer.
– Cómo… -carraspeó-. Cómo decirte adiós.
Mac frunció el ceño y volviéndose a Zee, le preguntó:
– ¿Quién se está ocupando del bar?
Zee no contestó, quizá porque él también estaba pensando en su marcha. Una brisa algo más intensa le alborotó el pelo y Sam se lo apartó de los ojos.
– ¿Alguna vez has pensado en que la gente necesita tener intimidad, Zee? -se quejó Mac.
– Si Sammy Jo quiere que me vaya, me lo dirá.
Mac elevó la mirada.
Seguramente nunca volvería a conocer a alguien como Zee. A pesar de sus manías, era un hombre muy inteligente y de genio vivo. Y además, tenía la sensación de que Mac confiaba en su juicio más de lo que dejaba trascender. Al menos así, cuando se marchara, tendría la tranquilidad de que alguien se ocupaba de su Mac.
Un nudo se le hizo en la garganta y tomó la mano de Zee en las suyas.
Él se volvió a Mac.
– ¿Y a ti nunca se te ha ocurrido pensar que quisiera despedirme personalmente de Sammy Jo? Además, dentro hay gente que se muere de sed, así que, entra.
La mirada de Mac se tornó muy seria y Sam sintió el corazón en un puño. Ambos sabían lo que los esperaba, pero no querían pensar en ello.
– Ya le has oído -intervino, intentando sonreír-. Adentro.
– Hacéis conmigo lo que queréis -protestó y la puerta se cerró a su espalda.
– Es un buen chico, Sammy Jo.
– Lo sé.
– Y tú eres una mujer de los pies a la cabeza. Lo supe nada más verte entrar en el bar. No me preguntes cómo pero, si a mi edad no puedo confiar en mis instintos, no me quedaría nada más en qué confiar.
– Eres muy perceptivo.
– Sí, y vosotros dos muy estúpidos. Pensáis que por ser jóvenes tenéis todo el tiempo del mundo -miró el cielo cuajado de estrellas y se encogió de hombros-. Puede que sí y puede que no, pero si quieres mi opinión, es una pena malgastar ni un solo segundo.
– La vida es muy complicada, Zee.
Él apoyó su mano en las de ella.
– Sólo si nosotros lo permitimos, cielo. Tenemos todas las posibilidades ante nosotros, pero sólo cada cual puede hacer su elección.
Sam suspiró. Ojalá la decisión que ella tenía que tomar no le trajese tanto dolor, a ella y a otros.
– Pase lo que pase, me alegro de haberte conocido.
Zee sonrió.
– Yo también. Bear ha llamado y me ha dicho que vuelve mañana. ¿Crees que seré abuelo antes de hacerme demasiado viejo para disfrutar de ello?
Sam sonrió.
– Eso espero.
– ¿Te quedarás a conocer a mi hijo?
– Tú lo que quieres saber es lo que voy a hacer.
Su risa viajó alegremente por la tranquilidad de la noche.
– A ti tampoco se te escapa una. Al menos ahora sé que Mac ha encontrado a una mujer que no va a dejarle escapar con alguna de sus tonterías.
Y así era, pensó Sam, e inmediatamente se preguntó cuándo habría tomado esa decisión.
Mac se sentó en el borde de la cama y estiró los brazos por encima de la cabeza. Debía estar agotado.
– Una noche muy larga, ¿eh? -preguntó Sam desde la puerta del baño. Le había visto dejarse caer de espaldas sobre el colchón.
Bien. Eso quería decir que no pensaba entrar en el baño. Menos mal, porque si lo hacía, perdería el valor.
– ¿Y precisamente tú necesitas preguntarlo?
– Pues no, la verdad.
Y era cierto. La semana pasada con Mac había sido agotadora, tanto mental como físicamente, pero no estaba dispuesta a que aquellos días llenos de pasión terminasen con una nota triste.
Aquella noche era la última que iban a pasar juntos, y por muy caballeroso que él pretendiera ser, estaba decidida a meterse bajo su piel una vez más. Se lo merecían, y ella necesitaba sentirlo dentro una vez más. Con un poco de suerte, ella también podría darle algo que recordar.
– El bar ha estado muy lleno esta noche -comentó-. ¿Más de lo normal?
– No, más o menos como siempre. Bear no podrá quejarse de que han bajado los beneficios de su negocio mientras ha estado fuera.
– Estupendo. ¿Hace mucho que tienes alquilado este apartamento?
Creyó oír una especie de gruñido a modo de respuesta, pero con el grifo abierto en el lavabo no podía estar segura.
– No te oigo -le gritó-, pero enseguida salgo.
– Tómate tu tiempo.
Se lavó la cara con agua fría y se lavó los dientes antes de desnudarse y volver a vestirse, asegurándose de que todos los corchetes estaban en su sitio.
– Este chisme debería venir con instrucciones -murmuró. No estaba segura de ser capaz de salir del baño así, y miró una vez más su camiseta de todas las noches, pero con un suspiro, abrochó el último de los corchetes. Se había comprado aquel atuendo dejándose llevar por un impulso, pero jamás se había planteado tener que mostrarse ante otro ser humano con aquello.
Pero eso era antes de conocer a Mac. El le había hecho cambiar de planes. Incluso temía que le hiciese cambiar de vida. En aquel momento, lo que necesitaba era asegurarse de que estuviera ocupado y no se le ocurriera echar un vistazo al cuarto de baño.
– ¿Qué te parece, hablando de cómo nos ha ido el día? -dijo-. Parecemos un matrimonio.
El silencio contestó a su comentario.
– Vaya… no debería gastar bromas sobre lo de casarse a un hombre al que conozco hace apenas una semana -más silencio-. Esa palabra debe hacerte pensar en cuerdas de nudo corredizo. O en una bola de hierro y cadena.
Se echó a reír con nerviosismo, y no sólo porque no la hubiera contestado, sino porque acababa de describir a la perfección su próximo matrimonio, cuya perspectiva la asustaba cada vez más.
– Bueno, Mac, allá voy -susurró.
Inspiró profundamente. Quizás se había quedado dormido. Mejor.
– Sé que lo del matrimonio no ha sido una de mis mejores ocurrencias, teniendo en cuenta que eres mi…
Pero no pudo seguir hablando. Mac estaba tumbado sobre la cama, totalmente desnudo a excepción de un calzoncillo muy pequeño y su sonrisa de siempre. Se había cruzado los brazos detrás de la cabeza.
– ¿Que eres mi…?
Mac se atragantó al verla. Iba vestida con una especie de corpiño de una sola pieza, formado por un sujetador de encaje que dejaba casi totalmente expuestos sus pechos, un tejido semitransparente que mostraba su abdomen y unas bragas de encaje unidas por finas cintas a un liguero también de encaje.
– Dios mío… ese chisme no puede ser de verdad.
Menuda metedura de pata, porque ella volvió a meterse a toda prisa al cuarto de baño y Mac tuvo que correr para alcanzarla antes de que le diese con la puerta en las narices.
– Si has tenido el valor de ponértelo, no huyas ahora -le dijo, sujetándola por la muñeca.
– No sé en qué estaría pensando -murmuró-. Debo parecerte ridícula.
El gesto de Mac fue de absoluta incredulidad. Era consciente del valor que debía haber necesitado para ponérselo, pero aun así no comprendía que pudiese haberse mirado al espejo y no saber.
– Hay un montón de palabras entre las que escoger para describirte, Sam, pero ridícula no es precisamente la adecuada.
– ¿De verdad?
Mac soltó su muñeca y se sentó en el borde de la cama.
– Estás… sexy, para empezar.
Sam dio dos pasos hacia él con los pies descalzos. Llevaba las uñas pintadas de rojo. Qué curioso, pero no se había dado cuenta hasta aquel momento.
– ¿Qué más? -le preguntó.
– Picante -susurró.
Dos pasos más.
– Salvaje -añadió-. Caliente… -sus ojos violeta brillaban con luz propia-. Seductora, deseable… -le tendió una mano-. Erótica, sensual… -enlazaron los dedos y Mac tiró de ella. Sam acabó sobre él en la cama-. Y mía.
Su perfume y sus largas piernas lo envolvieron, y Mac tiró de su pelo para poder sellar sus palabras con un beso.
Sam entreabrió sus labios y Mac la abrazó con fuerza. Con ella, la respuesta no se hacía esperar. Sus ritmos eran iguales, lentos y rezongones un momento, ardientes y devoradores al siguiente.
Cuando se separaron, ella jadeaba igual que él.
– No has contestado a mi pregunta -le dijo.
– No recuerdo qué me has preguntado.
– ¿Qué es lo que soy?
Sam enrojeció.
– Creía que estabas dormido.
– No has tenido esa suerte -replicó con una sonrisa, y deslizó sus manos sobre su espalda hasta llegar a sus nalgas-. ¿Qué es lo que soy? Tu…
– Amante -murmuró sin mirarlo a los ojos.
Mac sintió un nudo en el estómago. Sabía desde el principio lo que iba a decir, pero no por eso la definición le sentó mejor. Tenía intención de hacerla cambiar de opinión, una vez se hubieran deshecho de sus temores y le recordase la pareja tan perfecta que eran. Había estado los dos últimos días cimentando la unión entre ellos, tanto como le había sido posible, teniendo en cuenta su reticencia, pero ahora no estaba dispuesto a dejar pasar la última oportunidad de estar con ella.
– Sí, lo soy -contestó, pero pretendía ser mucho más, y deslizó un dedo bajo el encaje-. ¿Siempre viajas con esto en la maleta?
– Lo vi en una tienda y… -volvió a enrojecer-. Y sentí curiosidad.
– ¿De qué?
– De cómo me sentiría llevándolo. De si me sentiría sexy, y todo eso que has dicho antes. La verdad es que no había pensado ponérmelo para un hombre.
Aquella explicación le complació enormemente, especialmente porque hubiera sido capaz de ponérselo para él.
– ¿Me estás diciendo que nunca antes te habías sentido así? -preguntó mientras la acariciaba íntimamente. Estaba húmeda y caliente, y gimió en su oído-. Porque sabiendo cómo respondes, me resulta difícil de creer.
– Mac… -¿eran lágrimas eso que le brillaba en los ojos?-. ¿Me creerías si te digo que sólo me he sentido así contigo?
– ¿Y eso es malo?
– No, pero es así -murmuró.
– Y ahora que ya has tenido la experiencia, ¿qué te parece si te sacamos de este chisme?
Sam sonrió.
– Me gustaría ver cómo lo intentas -le desafió, y se tumbó sobre la cama boca abajo. Una pequeña etiqueta blanca que colgaba de la parte trasera le llamó la atención.
– Mmm… Un capricho caro.
– ¿Qué?
Él se echó a reír.
– Es que te has dejado la etiqueta con el precio.
Ella ocultó la cara entre las manos.
– Qué vergüenza -protestó-. Ni siquiera soy capaz de hacer eso de la seducción en condiciones.
– Lo has hecho de maravilla, créeme. Sólo hay un problema.
Sam le miró.
– Pues que te has gastado un montón de dinero en algo que te voy a arrancar en cuestión de segundos.
– Ah, ya… -Sam se incorporó y, sin rodeos, acarició su pene ya erecto y lleno-. Pues en mi opinión, ha merecido la pena.
Él detuvo el movimiento de su mano.
– No la va a merecer si sigues así.
Ella se echó a reír, lo que sólo sirvió para inflamar aún más su deseo.
– Bruja -le dijo, y ella sonrió-. Eres increíble, Sammy Jo.
Aquella mujer le alteraba de arriba abajo y de dentro afuera. Era una combinación mortal de inocencia y seducción, sin tapujos, sin adulteraciones. Sólo Samantha.
– ¿Ah, sí? Demuéstramelo.
– Error fatal -masculló y bajó la tira del sujetador.
Bajo las connotaciones sexuales latía una emoción profunda. Ella lo sabía y él seguramente también, pero saberlo no la asustó tanto como debiera sabiendo lo que les quedaba por delante.
– Nunca desafíes a un hombre al borde de un precipicio -le dijo, abrasándola con la mirada.
Sam sonrió.
– ¿Es eso lo que eres?
Con un dedo, trazó el borde del encaje que cubría su pecho.
– No lo sé. Tú debes decírmelo.
Ella bajó la mirada. Su erección parecía crecer por segundos.
– Yo diría que sí -contestó, y se humedeció los labios que se le habían quedado secos de pronto.
Mac gimió.
– Vuelve a hacer eso.
Ella obedeció y Mac pasó un dedo por la humedad que había dejado.
– Y mantener el control de esta manera me está costando un triunfo, ¿no crees?
– Bueno… sí.
Y colocó el dedo humedecido sobre su pezón. Ella gimió y él lo acarició hasta conseguir un pico endurecido. Como si algo uniera sus pechos al calor que sentía entre los muslos, tuvo que apretar las piernas para relajar la tensión.
– No es que me importe, pero al menos uno de nosotros debería aprovecharse, ¿no crees?
En aquel momento, Sam estaría de acuerdo con cualquier cosa que él dijera. Debía saber hasta qué punto estaba excitada, porque tiró de la copa de encaje para desnudar sus pechos ante sus ojos y para su boca.
Y en aquel instante, viendo su cabeza de cabello oscuro sobre su piel blanca, supo que estaba haciendo lo correcto. Que le pertenecía. Reconocerlo la liberó de tal forma como nada había conseguido hacerlo durante toda la semana. La mordía con los dientes para después calmarla con la lengua hasta que ella ya no pudo soportarlo más. Necesitaba sentirlo dentro, llenándola, completándola, y sin pensárselo dos veces, tiró de su mano para colocársela entre las piernas.
Mac no necesitó más que mover la mano una sola vez hacia arriba para que Sam alcanzara el clímax como una ola gigantesca que la sepultara y la hiciese temblar y sacudirse de necesidad. Aunque había alcanzado el orgasmo, seguía sintiéndose vacía y necesitada, porque lo había alcanzado sin tenerlo dentro a él.
– ¿Te acuerdas del control del que te hablaba antes? -preguntó con voz ahogada.
Ella se obligó a abrir los ojos.
– Sí.
– Pues ha desaparecido.
Mac hizo desaparecer su lencería en un abrir y cerrar de ojos, seguida de sus calzoncillos, y se colocó la protección más rápido de lo que ella creía posible. Por fin sintió su peso sobre su cuerpo. Piel sobre piel, él era todo lo que siempre había deseado y no se había atrevido a soñar.
– Mírame.
Sam se concentró en sus ojos, tan oscuros, tan intensos, aquellos pómulos marcados y labios firmes que había llegado a querer.
– Y recuerda -murmuró, y sin avisar, la penetró de un solo movimiento.
La sorpresa la dejó sin respiración y tembló de pies a cabeza. No la había llenado, sino que había pasado a formar parte de ella. No sabía cuándo había ocurrido, y no le importaba, y levantando las caderas lo aceptó completamente, sin dejar de mirarlo a los ojos.
Así que así era el amor. Algo que no se podía comprender, algo que se experimentaba y se sentía a un tiempo.
– Cariño -gimió él-, me estás matando. Ojalá pudiera esperar, pero… no puedo.
– Pues no lo hagas -murmuró ella junto a sus labios.
Y se movió dentro de ella hasta que perdió el control. Sam sintió cada uno de sus movimientos en el corazón, como si además de unir sus cuerpos, sus almas también se hubieran unido. Le necesitaba tanto… Mac alcanzó el clímax un instante después, y ella al momento de hacerlo él, y ambos sucumbieron ante las olas de placer.
Quedaron en silencio. Sólo el sonido sobre el tejado interrumpía la paz que se había instalado entre ellos.
– No pensaba que fuera a llover -murmuró ella.
– Llevaban días anunciándolo -contestó. Esa clase de tonterías le parecían apropiadas para aquel momento. Después de lo que habían compartido, las palabras se quedaban cortas.
– ¿Cuál es tu nombre de pila? -le preguntó.
La pregunta le pilló desprevenido. Se había imaginado que optaría por replegarse sobre sí misma.
Mac tomó uno de sus mechones de pelo entre los dedos.
– Ryan. Ryan Mackenzie.
– Quién lo diría. ¿Y quién te empezó a llamar Mac?
– A mi madre le gustaba el nombre de Ryan, pero mi padre siempre me llamaba Mac.
– A mí me gustan los dos -sonrió. Tenía que aprovechar aquella oportunidad, así que le dijo:
– Ahora te toca a ti, Sammy Jo. Ella suspiró.
– Samantha Josephine Reed.
– Dos nombres muy sonoros.
– Sí, pero en opinión de mis padres, con clase y refinados. La imagen es importante en mi familia, y ésa es precisamente la razón de que los problemas que está padeciendo mi padre le parezcan tan difíciles de superar -carraspeó-. De todas formas, siempre me han llamado Samantha; ellos y todo el mundo.
– Excepto yo.
Sam se echó a reír.
– Excepto tú.
Si la imagen era tan importante en su familia, su supuesta ocupación de camarero podía ser lo que la estaba molestando. No es que ella no lo aceptase como quien era, o como quien ella creía que era. Pero seguramente le costaría trabajo explicar una relación como la suya a sus padres y amigos.
No tenía que demostrarle nada. La quería tal y como era, y estaba convencido de que ella a él, también, y ya era hora de levantar el telón.
– Mira, Sam…
Pero ella se colocó sobre él.
– Falta una hora más o menos hasta que amanezca. ¿De verdad quieres pasarla hablando? -le preguntó.
El deseo volvió a surgir en su interior.
– Aunque me cueste trabajo decirlo, sí.
– Pero yo no. Necesito pasar este tiempo contigo -le apartó el pelo de la frente-. Sin presiones, sin nada más que nosotros dos -rozó su mejilla con los labios y después su boca-. Te necesito, Ryan.
Podría haberlo resistido todo menos su nombre en aquellos labios, y estiró un brazo para alcanzar otro preservativo de la mesilla. Si las cuentas no le fallaban, era el cuarto.
Si ella quería esperar, él también esperaría. Sabía dónde encontrarla.