Capítulo 1

Definitivamente, el coche estaba averiado. Samantha Reed se bajó de lo que la empresa de alquiler de coches había definido como su mejor coche de tamaño medio, sin molestarse en intentar arrancarlo una sola vez más. Su último estertor había dejado bien claras las cosas. Aunque no le gustaba la idea de abandonar el coche en el desierto, no tenía elección. La casa de alquiler tendría que enviar una grúa a recoger aquella joya. La pena era que no enviaran también una patrulla de rescate a buscar al conductor. Inspiró profundamente aire y polvo y echó un último vistazo a su espalda, consciente de que no podía hacer otra cosa. El sol de Arizona había empezado a ocultarse tras las montañas del horizonte y, si esperaba allí mucho más, tendría que hacer autostop en la oscuridad. Y no era que hacerlo a la luz del día le hiciera tampoco demasiada gracia, pero no iba vestida para andar de excursión por el desierto.

Recogió el bolso, dejó el equipaje en el coche y tiró del borde de la falda de seda que se había comprado para el viaje, pensando en el calor del desierto. Claro que no había contado con salir de excursión con ella puesta. Aquel atuendo había sido un error. Ojalá no tuviera que decir lo mismo al final de la semana.

Si el futuro que la aguardaba era un matrimonio tan seco como aquel desierto olvidado de Dios, estaba decidida a comprimir toda una vida de diversión, lujuria y pasión en el tiempo que le quedaba. La semana siguiente conocería al que iba a ser su prometido en un seminario de riesgos financieros que se celebraba en uno de los hoteles más lujosos de Arizona, pero antes quería correr unos cuantos riesgos por su cuenta. Se merecía por lo menos eso, teniendo en cuenta que iba a sacrificar su vida y su felicidad futura por su padre. Años de obediencia la habían llevado a aquella situación, a estar a punto de casarse con un hombre al que no quería. Un hombre quince años mayor que ella. Un hombre al que apenas conocía.

Bajó del coche, se tambaleó un poco sobre los zapatos de tacón y tuvo que volver a estirarse una vez más la minifalda. No se veía ni un solo coche transitando por aquella carretera, pero no estaba dispuesta a pasar la noche rodeada por la fauna salvaje de Arizona. Por encima del hombro ojeó la extensión de vacío que quedaba a su espalda, que no podía ser peor que el futuro que la esperaba a ella.

En un mes diría adiós a sus sueños de felicidad. Pero quería… no, necesitaba tener algunos recuerdos que la ayudasen a superar las noches frías que la aguardaban. No podría experimentar por sí misma lo que sus padres habían compartido: un amor profundo y que los ensimismaba tanto al uno en el otro que había llegado a excluir a su propia hija. Pero la pasión sí que podía experimentarla antes de llegar al altar, porque sólo en aquel momento, cuando ya era demasiado tarde, se había dado cuenta de que se había pasado sus veintinueve años de vida haciendo sólo una cosa: complacer a sus padres para intentar ganarse su amor. Un ejercicio inútil, porque ellos ya la querían, aunque a su manera. Pero no era suficiente para ella, y en su búsqueda de más, había dado todo lo que tenía.

Cuando le prometió a su madre a las puertas de la muerte que cuidaría de su padre, fue la primera vez que se sintió dentro del círculo familiar. Su madre le había pedido ayuda, y ella le había dado su palabra libre e incondicionalmente. Pero no se había parado a pensar de qué modo podía cambiar su vida una promesa. Su padre era agente de bolsa, y las cosas habían empezado a irle mal de pronto. Al quedarse viudo, había dejado de prestar atención a su negocio, y después, para compensar, había arriesgado el dinero de sus clientes en varias inversiones peligrosas con la esperanza de recuperar rápidamente el dinero y así no perder el negocio. Pero las cosas no le habían ido bien, y para colmo, había invertido sus ahorros personales, de modo que la espiral de deudas en la que se había metido dejaba su futuro pendiente de un hilo. Y como ella tenía en sus manos la posibilidad de arreglarlo todo, estaba dispuesta a hacerlo.

Tom, su nuevo jefe y amigo de su padre del club de campo, le había ofrecido la solución. Más que solución, era casi un chantaje. Casándose con Tom, su padre dispondría de dinero suficiente para pagar a sus acreedores, entre los que se encontraba la Hacienda Pública, sin tener que declararse en bancarrota. Que después de saldar sus deudas fuese capaz de volver a empezar, era harina de otro costal. Samantha le había ofrecido sus ahorros, pero ni siquiera un asesor financiero como ella que vivía desahogadamente podía mitigar el capital de sus deudas. Ese no era el caso de un hombre que trapicheaba comprando y vendiendo empresas a capricho, de modo que el ofrecimiento de Tom había sido difícil de rechazar.

A ella le importaba bastante poco que los Reed fuesen la comidilla del club de campo, pero a su padre sí. Le quedaba muy poco y el club era su única forma de contacto con el exterior. Sin esa vía, se quedaría en un rincón, sumido en la depresión, y Samantha no estaba dispuesta a permitirlo. No si podía evitarlo. Y eso era precisamente lo que le había dicho Tom.

Estaba dispuesto a proporcionarle a su padre el dinero que necesitase a cambio de una esposa, una anfitriona y un trofeo que lucir en el brazo. Cualquier mujer atractiva podría satisfacer esas necesidades, pero Samantha poseía una cualidad extra: entendía su negocio y sabía cómo tratar tanto a sus clientes como a la competencia. Le había ahorrado el tiempo y el esfuerzo de salir con mujeres de cabeza hueca que estaban dispuestas a ser la esposa de un rico empresario. Al menos, eso le había dicho él.

Con sus últimas horas de libertad en las manos, sus sueños habían dejado paso a un plan apresuradamente concebido por el que disfrutaría de un interludio erótico con un extraño de su elección. Había recurrido a sus ahorros para poner en marcha aquel plan, lo que incluía el coche de alquiler que quedaba como muerto a su espalda. Y si quería tener una aventura sin complicaciones ni lazos con el hombre más deseable que pudiera encontrar, tenía que llegar primero a su destino.

Haciéndose sombra con una mano sobre los ojos, escrutó la carretera que se extendía ante ella. ¿Qué dirección tomar? Si no recordaba mal, había pasado por delante de una especie de rancho hacía un rato. Tenía que quedar a unos dos kilómetros…

Una ligera brisa sopló cuando el sol terminó de ocultarse tras las montañas, y Samantha sintió un escalofrío. Apretó el paso e intentó no pensar en lo culpable que se sentía cada vez que cuestionaba su plan. Una vez se hubiera casado con Tom, sería la mujer fiel que él esperaba, pero aún no estaba casada y aquella semana sería el sustituto de la luna de miel que nunca tendría.

Menuda forma de empezar. Aquellos dichosos zapatos no le permitían avanzar todo lo rápido que ella deseaba, así que se los quitó, y el ritmo del paso creció, lo mismo que el dolor que le producían las pequeñas piedras de grava que había en el borde de la carretera.

La oscuridad era ya casi total cuando vio las luces en la distancia. Tenía los pies destrozados, estaba muerta de sed y las lágrimas debían haberle emborronado la cara. La palabra desesperada no bastaba para describir su estado de ánimo. En aquel estado, sería capaz de ofrecerle su cuerpo al primer hombre que le ofreciera un lugar donde sentarse, un hombro sobre el que llorar y algo fresco para beber. No necesariamente en ese orden.


– Eh, Mac, ¿de vuelta por los barrios bajos?

Ryan Mackenzie limpió el mostrador del bar con una bayeta húmeda.

– Ya sabes que no puedo estar lejos de aquí durante mucho tiempo -contestó a uno de los clientes habituales del Hungry Bear.

– No puedo creer que hayas preferido este tugurio a tu hotel.

Mac examinó las paredes desconchadas, los cuadros torcidos, la mesa de billar del rincón y el tablero de dardos en la otra pared. Inhaló el olor a nachos, tabaco y cerveza.

– Pues puedes creértelo.

– Déjale en paz -dijo el hombre más alto-. Puede que ahora tenga dinero, pero un hombre nunca olvida sus raíces.

– Y las mías están en la misma tierra que las tuyas, Zee.

Zee tenía una casa de una sola planta casi idéntica a aquélla en que su hermana Kate y él habían crecido, y los dos se habían sentido igualmente cómodos en cualquiera de las dos, gracias al buen humor y la amabilidad de aquel hombre.

Zee sonrió.

– La diferencia es que tu tierra es más rica ahora que la mía, Mackenzie.

Todos se echaron a reír.

– ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Problemas con las mujeres? -preguntó uno de los integrantes de aquel trío.

– Yo no. Bear es quien los tiene -dijo Mac, refiriéndose al hijo de Zee, que era su mejor amigo y el dueño de aquella taberna-. Ha salido a buscarse una mujer. Yo lo sustituyo.

– Espero que la encuentre pronto. Tus copas no son como las suyas.

Un nuevo coro de risas.

– Vas a tener que pagarme el doble por el whisky después de ese comentario -replicó Mac.

– A ti también te hace falta una mujer.

Mac no contestó. Haría falta una mujer muy especial para que él se dejase cazar. Recordó el matrimonio de Zee, que había sido tan feliz como el de sus propios padres, y se preguntó, no por primera vez, si haber tenido dos ejemplos tan buenos le habría hecho idealizar la vida de familia. Pocas relaciones podrían llegar a la altura en la que habían dejado el listón las parejas con las que había convivido mientras crecía, y muy pocas mujeres respetaban los valores por los que ambas familias se habían regido.

Aun así, no podía negar que la vida en un hotel resultaba muy solitaria y que estaba empezando a agotarle. Oyó risas en el rincón del bar y miró el reloj. La gente joven empezaría a llegar enseguida, algo que no pasaba desapercibido en el trío de octogenarios, ya que los jueves era el día de las chicas, y ellos disfrutaban de lo lindo contemplando a las bellezas locales.

– Si yo estuviera en tu lugar, me agenciaría una de esas monadas que van a tu hotel y me dedicaría a disfrutar de lo lindo en lugar de estar aquí, sirviendo copas a unos vejestorios.

– Menos mal que no lo estás, Earl.

Esas monadas sólo querían tomar el sol y un marido rico. Y las que ya lo tenían iban a The Resort para echar una canita al aire.

Mac no sólo estaba cansado de contemplar la rutina, sino de ser el objetivo, lo cual hacía que aquellas sustituciones fuesen la escapada perfecta.

– Otra ronda, Mac -pidió Zee.

– Todavía no estáis ni por la mitad de la primera.

Zee apartó la cortina de cuadros blancos y rojos para mirar por la ventana. A la decoración no le iría nada mal una renovación, pensó Mac. Quizás no fuese tan malo que Bear encontrase su media naranja. Al menos, uno de los chicos del vecindario sentaría la cabeza.

– Llega la primera de la noche -exclamó Zee, entusiasmado y frotándose las manos-. Está subiendo la escalera.

Mac conocía a Zee lo suficientemente bien para ver más allá de sus comentarios. Había sido la figura del padre para él y su hermana, ya que su padre verdadero había muerto hacía casi doce años. Mac comprendía bien que era la soledad lo que empujaba a Zee a decir tonterías con tal de divertirse un poco.

Pero eso no quería decir que fuese a permitirle que asustara a un cliente desprevenido.

– Dejadla tranquila, chicos.

– Eres un petardo, Mackenzie -protestaron justo cuando se abría la puerta y aparecía ante sus ojos la imagen más penosa que había visto en toda su vida.

Era una mujer joven… escondida tras capas y capas de polvo del desierto. Su melena morena estaba alborotada, llevaba los zapatos en la mano y entraba cojeando descalza en el bar.

Un rápido vistazo a la falda y sus años de experiencia le confirmaron que era una prenda de seda y de diseño, que dejaba al descubierto unas piernas preciosas. Parecía muy sola y perdida allí, en el umbral de la puerta, con uno de los trofeos más queridos de Bear, la cabeza de un alce disecada, colgando sobre la suya.

Antes de que pudiera ver nada más, los tres hombres la rodearon, y con un suspiro de exasperación, salió de detrás de la barra y se acercó.

– ¡Dejadla respirar, por amor de Dios! -gritó.

Los hombres retrocedieron y Mac pudo ver de cerca cómo la camiseta blanca que llevaba se ceñía a sus pechos con precisión. Gracias al aire frío de la noche, los pezones se le marcaban debajo del tejido y nada quedaba para la imaginación.

Un deseo inexplicable de poner las manos sobre sus pechos y calentarla… debía llevar demasiado tiempo sin practicar el sexo con nadie, si una mujer tan desaliñada como aquélla llegaba a excitarlo.

– No se asuste, que no pretenden hacerle daño -dijo, refiriéndose a los tres hombres que la miraban con descaro.

– Gracias de todas formas -contestó con voz ahogada que podría resultar engañosamente sexy; engañosamente, porque debía deberse a que había tragado una buena ración de polvo-. Se me ha averiado el coche -explicó.

– Siéntese. Voy a traerle algo fresco de beber -dijo-. Luego ya podrá usted contarle su vida al camarero.

Además de la bebida, podía tratar de encontrar alguna camiseta que la hiciera entrar en calor y que al mismo tiempo cubriera sus innegables encantos, antes de que pudiera dejarse llevar por el instinto en lugar de por el sentido común.

La mujer levantó la mirada y obviamente le pilló mirándole los pechos. Las mejillas se le tiñeron de rojo y se cruzó ostensiblemente de brazos. Una tímida sonrisa le desarmó, al mismo tiempo que le hizo reparar en sus ojos. El impacto le produjo una especie de escalofrío. Jamás había visto un color como aquél, una combinación única de violeta y azul índigo enmarcados por unas largas pestañas y una piel clara. Una piel cuya única marca eran los churretes de rimel y lo que tenían que ser lágrimas secas.

Aquella imagen le conmovió porque la mujer era real: sucia, despeinada y muy distinta de las mujeres que acudían con periodicidad a rejuvenecerse a su establecimiento. En su mundo, un lugar tan alejado del pueblo en el que creció, las mujeres consideraban la cosmética y la cirugía como los medios necesarios para retener a los hombres a su lado. Una belleza natural como aquélla era una singularidad.

Y también vio en ella a alguien necesitado de otra cosa que no fuera una cartera bien repleta.

– Tengo una espalda bastante ancha -comentó ante su silencio.

– Ya me he dado cuenta.

Y sonrió. Sin previo aviso, aquella sonrisa iluminó sus ojos y ella le miró desde su gorra de béisbol negro hasta las zapatillas deportivas.

Como Bear no había establecido código alguno ni para los empleados ni para los clientes de su pequeño bar, Mac siempre se vestía con comodidad. Quizás demasiado, porque sabía que su aspecto era desaliñado. Pero a ella parecía gustarle, y que le gustase le complació aun más.

– Llevo un buen rato andando, así que ese asiento me suena a música celestial.

Dio un paso hacia delante, gritó por lo que debía ser dolor y tuvo que apoyarse en él para no caer.

– Algunas mujeres se han tirado antes a mis brazos, pero no de esta manera.

– Será porque no han andado descalzas por el desierto durante un par de kilómetros.

Mac murmuró una maldición entre dientes y la levantó en brazos.

– ¿Se puede saber qué estás haciendo? -exclamó, sorprendida.

– Ayudarte, a menos que prefieras seguir caminando…

Y bajó los brazos como si pretendiera volver a dejarla en el suelo.

Pero ella se agarró a su cuello con más fuerza de la que le había parecido que tenía.

– ¿Dispuesta a admitir que necesitas ayuda?

Asintió, y se acomodó contra él, de modo que Mac no podía dejar de sentir la curva de su pecho y la firmeza de su trasero.

– Mi héroe -suspiró, apoyando la cabeza en su hombro.

– Dios, qué responsabilidad.

Seguía oliendo a melocotón a pesar de la caminata, y el esfuerzo de Mac por controlar la excitación resultó dolorosamente fallido.

La acomodó en la silla más cercana e inspeccionó la planta de sus pies.

– Tengo gasas y antiséptico arriba -sugirió. O se imaginaba tenerlo, ya que Bear había tenido que intervenir en más de una ocasión en alguna pelea de madrugada, y él había ido a ayudarle a limpiar el local, y a su amigo.

– ¿Arriba? -aulló, y carraspeó para repetir la pregunta-. ¿Dónde? ¿Es una habitación? ¿Un apartamento?

– Un apartamento -contestó, sorprendido.

– Con ducha, ¿verdad?

Mac arqueó las cejas.

– Ducha y bañera. ¿Por qué?

– Curiosidad. ¿Y vives ahí?

– Sí.

Al menos, durante una semana. Por razones que no quería analizar, decidió no decirle que sólo estaba echando una mano a un amigo. Hacía mucho tiempo que no le gustaba a nadie por ser Mac a secas, y no Ryan Mackenzie, propietario de The Resort.

Y en parte, no podía culpar a nadie más aparte de a sí mismo. El dinero le había llegado a Mackenzie cuando era demasiado joven y arrogante para comprender cómo la gente y, más en concreto las mujeres, reaccionarían. Un hombre soltero y adinerado era un primer premio, y estúpidamente se había convertido en el objetivo de cazafortunas.

Afortunadamente, tener que ocuparse de su madre y de su hermana pequeña le había obligado a darse cuenta de sus errores y a madurar rápidamente. Las mujeres de su familia confiaban en él tanto económica como emocionalmente, y no podía defraudarlas. Había aprendido a ser cauto, y ésa era la razón por la que decidió guardar silencio.

La vulnerabilidad de aquella mujer le llamaba la atención, y quería tener la oportunidad de ser un hombre corriente y moliente, sin que otras nociones se interpusieran en su camino.

Ella seguía allí sentada, manoseando el borde de su falda.

– ¿Vives solo? -preguntó, en esta ocasión sin mirarlo a los ojos.

– Completamente.

– Ah. Bien.

Y enrojeció.

De descarada a tímida, y de tímida a descarada, pensó.

– ¿Por qué bien?

– Por mis pies -se obligó a levantarse sin ayuda-. Y por mi dignidad. ¿Podrías dejarme usar tu cuarto de baño?

Él asintió.

– Y mientras, me ocuparé de enviar una grúa por el coche y le diré a uno de los chicos que se ocupe de tu equipaje.

– ¿Los chicos?

– Te rodearon al entrar. Ahora te están mirando desde el otro rincón del bar.

Ella sonrió.

– Ah, esos chicos. ¿Conducen?

– No legalmente.

Su risa llenó la habitación y otros rincones de sí mismo que creía congelados.

– Y en cuanto a lo del equipaje… ¿cómo sabes que lo llevo?

– Pues porque todo en ti grita que eres una turista -replicó, mirándola de arriba abajo.

Mac fue a ayudarla a caminar, pero ella se lo impidió.

– Puedo sola.

– De acuerdo, pero voy detrás de ti por si necesitas ayuda. Por esas escaleras -le indicó, señalando el tramo de escalera que salía de un rincón-. Ocupaos del bar un momento, chicos -le dijo al grupo de clientes habituales en los que Bear confiaba tanto como en él.

Empezaron a subir las escaleras. La falda de la mujer terminaba en la mitad de sus muslos, lo cual no era problema estando al mismo nivel, pero no se le había ocurrido pensar en la vista de que iba a disfrutar en cuanto estuvieran a mitad de las escaleras. Tampoco se había imaginado lo sexy y femenina que sería su ropa interior, un retazo de encaje que atormentó su ya de por si hiperactiva libido. El calor le llegó en oleadas y empezó a sudar.

Y pensar que había estado a punto de decirle a Bear que no podía ayudarlo porque durante aquella semana llegarían varias convenciones al hotel… Se alegraba de haberlas confiado a las manos de sus empleados. No habría querido perderse aquello por nada del mundo.

Y mientras la seguía escaleras arriba, se dio cuenta de que había visto más de aquella mujer de lo que había visto a cualquier otra desde hacía mucho. Y ni siquiera sabía su nombre.


Había encontrado al hombre que buscaba. La pena era que no supiera qué hacer con él. Samantha cerró la puerta del baño y se quitó la falda para sacudirla en la bañera. ¿Quién iba a imaginarse que el primer hombre con el que se encontrara, de menos de ochenta años, iba a ser el que buscaba?

No había sido demasiado sutil con las preguntas, pero teniéndole delante y mirándola con aquellos ojos oscuros y aquel bigote dibujando el perfil de su sonrisa, había sido incapaz de pensar con claridad.

Se le imaginó esperándola al otro lado de la puerta y el pulso se le aceleró con una mezcla de anticipación y temor. Que aquel extraño de pelo oscuro era el hombre perfecto no cabía duda. Camarero de un bar fuera de cualquier gran ciudad, era un hombre con el que disfrutar y al que nunca volvería a ver. Siempre y cuando hiciese acopio del valor suficiente, claro.

Localizó las toallas que él le había dicho que estaban en una estantería y colgó una en la percha de la pared. Miró a su alrededor. El baño era pequeño, pero disponía de todo lo necesario de una forma bastante masculina. Nada de adornos. Sólo un cepillo de dientes y un frasco de loción para después del afeitado esperaban sobre la encimera. Samantha se acercó el frasco a la nariz, lo olió y de pronto, dejó de estar sola. Su aroma la rodeó. Él la rodeaba.

Nunca había estado con un hombre que llevase bigote. ¿Provocaría eso sensaciones diferentes? Cerró los ojos y su imaginación tomó el mando. Unos labios firmes y suaves al mismo tiempo subían por sus piernas y podía sentir su bigote acariciándolas. Se cubrió los pechos con las manos e imaginó que eran las de él, que sus dedos eran los que insuflaban vida propia a sus pezones.

Abrió los ojos y se encontró sola en aquel baño extraño, tan avergonzada como excitada. Nunca había hecho una cosa así. Nunca se había sentido así. Sin mirarse a sí misma en el espejo, bajó las manos y abrió el agua de la ducha.

¿Cómo podía desear de aquel modo a un desconocido? No tenía respuesta para aquella preguntadlo mismo que no sabía cómo iba a llevar a cabo aquella seducción. Perfilar un plan en la seguridad de su apartamento le había resultado fácil, pero en aquel momento, cara a cara con aquel extraño tan sexy y masculino…

Se estremeció. Todo lo que le quedaba era aquella semana. Jamás se le habría ocurrido pensar que iba a tener que pasar por algo así en su vida, pero tampoco se habría imaginado que el bienestar de su padre podía estar en sus manos. Y si todo lo que le quedaba de vida propia era aquella semana, estaba dispuesta a aprovecharla. La oportunidad de hacerlo le esperaba al otro lado de la puerta.

Si quería encontrar el camino a sus brazos, tendría que empezar por lavarse, pero antes necesitaba un buen vaso de agua para aliviar la sequedad de tanto polvo. Llenó un vaso en el lavabo y por casualidad se vio reflejada en el espejo. Lo que vio hizo que el vaso se le cayera de las manos. Con la cara llena de tiznajos y lágrimas y el pelo hecho una fregona, ¿cómo podría haberle seducido? ¿Cómo iba a sentirse siquiera interesado?

Sin previo aviso, la puerta se abrió de par en par y tuvo compañía.

– ¿Qué demonios ha sido eso?

Inmediatamente se cubrió con la toalla, pero aun así era ya demasiado tarde porque su amor imaginario estaba en la puerta contemplándola casi desnuda, porque el pequeño triángulo de tela que la cubría dejaba al descubierto más de lo que quería que él viera en aquel momento.

– ¿Y bien?

Ella no contestó. No podía. Estaba mucho más preocupada por taparse. Intentó descolgar la toalla de la percha, pero el temblor de las manos se lo impedía.

– Esas cosas deberían estar prohibidas -le oyó decir.

Sus manos volaron a su trasero, apenas cubierto por otro triángulo de fino encaje, y descubrió en aquel momento que no era tan valiente como creía ser. Porque se estaba muriendo de vergüenza.

¿Cómo podía haber pensado tan siquiera en seducir a un hombre? Nada se nota más que la inexperiencia, y aunque había mantenido relaciones en otras ocasiones, nunca tan fugaces como pretendía que fuese aquélla. Y después de la impresión que debía estarle causando, había echado a perder las posibilidades que hubiera podido tener, además de su orgullo. Buen trabajo.

Él pasó a su lado y descolgó sin dificultad la toalla.

– Cúbrete -masculló.

Sorprendida por su tono, se volvió a mirarlo. Los ojos se le habían oscurecido, el gris transformado en negro.

– Ahora -añadió, agitando la toalla delante de ella-. O no seré responsable de mis actos.

– Ahora mismo -contestó, y bajó la mirada para descubrir un abultamiento inconfundible en sus vaqueros. Un placer intenso y únicamente femenino se despertó en su interior. Necesitaba mejorar su técnica, pero no lo había echado todo a perder. Aquel hombre la deseaba, y se negó a cuestionar su buena suerte.

Aceptó la toalla y se tomó su tiempo para envolverse con ella.

– Hecho -declaró con una sonrisa que esperaba resultase provocadora.

Un gemido ahogado se escapó de labios de su acompañante.

– Se te ha acabado el tiempo -murmuró.

Samantha tragó saliva con dificultad.

– ¿Ah, sí? -la voz le tembló-. ¿Ahora mismo?

Le había dado la situación del coche y las llaves, y esperaba tener ropa limpia que ponerse para seducirlo. Pero en sus planes no había tenido en cuenta su fuerte personalidad. Las diferencias entre fantasía y realidad volvieron a asediarla. No estaba preparada.

Le habría gustado poder charlar antes un poco. También le habría gustado darse una ducha. Obviamente él no necesitaba tanto requisito, y el nerviosismo volvió a reemplazar a su seguridad.

Aun así, cuando él le tendió una mano, ella puso la suya en su palma. Tocarle le proporcionó un placer que no habría podido imaginar. Si se dejaba llevar y empezaba a pensar en lo que iba a ocurrir, se desmayaría allí mismo.

– ¿Y bien? -preguntó él.

– ¿Bien qué?

No podía esperar que fuese ella la primera en actuar. Se humedeció los labios, incómoda con el espacio tan reducido de aquel cuarto de baño y de su sobrecogedora presencia.

– ¿Podemos terminar con esto antes de que el baño se convierta en una sauna?

Al parecer, a aquel hombre no le gustaban los preliminares. Esperaba que por lo menos sí que le gustara disfrutar un rato después, porque tal y como iban las cosas, no iba a ser la experiencia lenta y sensual que se había imaginado.

– Creo que no…

– Vamos, mujer. Si no quieres empezar tú, lo haré yo. Me llamo Mac -dijo, estrechando su mano con firmeza-. ¿Y tú, cómo te llamas?

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