Tal vez Eddie pensó que todas las monjas regresaron al convento luego de que los autobuses escolares se fueron, pero la hermana Regina no lo hizo; ella volvió a su salón. Sabía que Eddie haría doblar las campanas por su esposa muerta. El sonido de la primera campanada y la imagen de aquel hombre tirando de la cuerda la hizo ponerse de rodillas con profunda compasión.
Así fue como la madre Agnes la encontró, de espaldas a la puerta, con la frente sobre el brazo y con éste apoyado contra el borde del escritorio.
– ¿Hermana Regina?
Ella levantó la cabeza, limpió sus ojos con discreción y se volvió.
– ¿Sí, reverenda madre?
La madre Agnes se hallaba muy cerca de cumplir los sesenta años, tenía una barbilla prominente, el tono de piel rubicundo y ojos azul claro que se veían enormes y acuosos detrás de unos gruesos anteojos.
– ¿Se le olvidaron los maitines y laudes?
– No, madre, no los olvidé.
– ¡Ah! -exclamó la madre Agnes y se quedó pensativa por un momento-. La estuvimos esperando.
– Lo lamento, reverenda madre. Le pido su indulgencia. Quisiera quedarme un rato en la escuela. Siento que necesito un poco de tiempo a solas -era necesario pedir permiso para todo acto no relacionado con la comunidad religiosa. Los maitines y laudes son el máximo ejemplo de comunión: plegarias universales que cada religioso del mundo envía al cielo a la misma hora del día. Uno no podía pedir quedarse a solas para orar los maitines y laudes cuando su comunidad lo hacía en conjunto. Hacerlo era romper el voto de obediencia.
Una monja en realidad obediente hubiera seguido a su superiora sin decir palabra, y eso era lo que la madre Agnes esperaba. Había sido miembro de la Orden de San Benito mucho más tiempo que la hermana Regina y comprendía el valor de olvidarse de sí misma para servir a Dios. La hermana Regina aún no aprendía a hacerlo por completo.
– Es por las niñas, ¿no es cierto? -preguntó la madre Agnes.
– Sí, madre, así es -la hermana Regina se levantó y miró a su superiora.
– ¿No se estará olvidando de lo que dice la Santa Regla? -la madre Agnes se refería a la Regla de San Benito.
– No, madre, no -la Santa Regla establecía que se debía evitar establecer lazos de familiaridad con los legos.
– En momentos así, cuando una se siente impulsada a ofrecer compasión, su preocupación por las pequeñas Olczak estaría mejor dirigida hacia las plegarias que hacía las lamentaciones, y la sublimación de su propio dolor hacia la mayor gloria de Dios.
La hermana Regina sintió un destello de resentimiento. Ella había sido la maestra de tercer grado de Anne el año anterior y había hecho grandes esfuerzos para no favorecerla, pero debajo de su hábito negro latía un corazón muy humano que no podía evitar sentir afecto por la niña. Ese año no sólo tenía a Anne otra vez en su clase, sino que también enseñaba a la pequeña Lucy, que poseía el mismo encanto. Verlas perder a su madre era lo mal traumático que la hermana Regina había experimentado. El que le dijeran que debía sublimar sus sentimientos la hizo sentir un deseo tan punzante de rebelarse que consideró que lo mejor sería guardar silencio.
Las dos monjas sabían todo eso mientras se escuchaba el tañido fúnebre de nueva cuenta. Lo que es más, las dos sabían que la hermana Regina había hecho votos de pobreza, castidad y obediencia y que de los tres, el de obediencia siempre había sido para ella el más difícil de cumplir. No podía entender cómo el contener su pena aquel día podía hacerle algún bien a su alma o a la de las niñas Olczak. Lo que quería hacer era llorar por ellas y hacerlo a solas.
Sin embargo, la madre Agnes tenía otras ideas.
– De modo que regresará al convento a meditar, ¿no es así, hermana? -la meditación seguía siempre a los maitines y laudes.
– Sí, madre.
– Me parece bien -la hermana Regina se arrodilló para recibir la bendición de la madre superiora y luego las dos salieron juntas del salón de clase. Mientras recorrían el silencioso pasillo con sus zapatos negros de copete alto, la campana tocó una vez más y la hermana Agnes sentenció:
– Recuerde, hermana Regina, no debemos poner en tela de juicio la voluntad de Dios.
– Sí, madre.
Salieron del edificio de ladrillos amarillos de la escuela y caminaron una al lado de la otra hasta entrar en la casa cuadrada y blanca de tablas de chilla a diez metros de distancia.
Recorrieron el pasillo central y subieron por los escalones de madera hasta el segundo piso, más allá de la hilera de puertas cerradas de los dormitorios, hasta la diminuta capilla en el extremo noroeste.
Dentro de la capilla seis monjas estaban arrodilladas en sendos reclinatorios. Dos reclinatorios más esperaban, vacíos. La hermana Agnes se arrodilló en uno. La hermana Regina lo hizo en el otro. No dijeron una palabra. Ni un solo velo se movía en la absoluta quietud de la capilla. Al frente de la habitación, sobre un diminuto altar, un par de velas ardían al pie de un crucifijo de alabastro. La luz de dos ventanas que daban al norte se apagaba al pasar por una banda de encaje marrón que teñía la capilla del tono rojizo y oscuro del té.
Ni los descansos para los brazos ni los apoyos para las rodillas de los reclinatorios tenían cojines. La hermana Regina se hincó sobre el firme roble y sintió un dolor que subía desde las piernas hasta las articulaciones de la cadera. Lo ofreció al cielo por los fieles fallecidos, con la esperanza de que pudiera cumplir mejor con sus votos. Uno de ellos era el voto de pobreza. La austeridad y la falta de comodidades terrenales, representada en ese momento por la falta de cojines en los reclinatorios, eran parte de esa pobreza. Ella lo aceptaba sin chistar, del mismo modo que aceptaba que el cielo fuera azul. Como parte de su vida de monja benedictina, y después de once años de haber entrado en el noviciado, ya no pensaba en la suavidad de los muebles de su hogar ni en el lujo de beber toda la leche tibia que deseara directamente de vaca. Juntó las manos, cerró los ojos e inclinó la cabeza, como sus hermanas.
Había comenzado la meditación. Ése era el momento en el cual se podía estar más cerca de Dios, pero para hacerlo, uno tenía que vaciarse cada vez más y llenarse de su amor divino.
Y fue en el instante en que la hermana Regina intentaba vaciarse a sí misma, cuando las campanas comenzaron a repicar al unísono, lo que indicaba el inicio de la vida eterna para Krystyna Olczak. Ante aquellas notas de celebración, la cabeza de la hermana Regina se levantó y abrió los ojos. Él las estaba tocando, el señor Olczak, ¡oh! ¿Cómo podía soportarlo?
Se encontró haciendo justo lo que la reverenda madre le advirtió que no hiciera: poner en tela de juicio la muerte de Krystyna. Ansiaba discutir todo aquello con su abuela Rosella, la mujer más profundamente religiosa que la joven Regina Potlocki hubiera conocido. La abuela nunca cuestionaba la voluntad de Dios. Fue Rosella quien estuvo convencida por completo de que era la voluntad de Dios que la joven Regina se convirtiera en monja.
Hubo un momento, mientras veía a las niñas Olczak marcharse con sus tías, tíos, abuelos y primos, en que la hermana Regina deseó que ella también pudiera refugiarse en el seno de su familia, sólo por aquel día, pero cuando tomó los votos renunció a todos los lazos temporales con su familia. La Santa Regla sólo permitía visitar el hogar una vez cada cinco años. Su familia eran ahora aquellas siete monjas con las que vivía, trabajaba y oraba en el convento.
Abrió los ojos y las miró tan discretamente como le fue posible.
La hermana Dora, que daba clases al primero y segundo grados, era la más animada y feliz de todas. Era una excelente maestra. Aunque la Santa Regla prohibía las amistades especiales dentro de la comunidad, la hermana Dora era la favorita de Regina.
La hermana Mary Charles, que impartía el quinto y sexto grados, era una tirana que obtenía satisfacción al azotar a los niños traviesos con una tira de hule en el salón floral. La hermana Regina pensaba seriamente que la hermana Mary Charles necesitaba que alguien le diera a ella una zurra para ver si así cambiaba su forma de ser.
La hermana Gregory, la maestra de piano, tan gorda como un cerdo de Yorkshire de los que llevan a vender al mercado, siempre rechazaba el postre por las noches, con el pretexto de ofrecer su sacrificio al cielo, pero luego, cuando lo ponían frente a ella, lo mordisqueaba hasta terminarlo.
La hermana Samuel, la organista, era patéticamente bizca y con frecuencia sufría ataques inclementes de la fiebre del heno. Estornudaba por todo.
La hermana Ignatius, la cocinera, era muy vieja, artrítica y completamente adorable. Había estado en aquel convento más tiempo que cualquiera de ellas.
La hermana Cecilia, la encargada de la administración de la casa, era la que le decía a la madre Agnes todo lo que descubría o de lo que se enteraba dentro de la comunidad, para lo cual alegaba que el bienestar espiritual de una afectaba al bienestar espiritual de todas. Era una chismosa descarada y la hermana Regina comenzaba a cansarse de tener que perdonarla por ello.
La hermana Agnes, la superiora del convento y directora de la escuela, estaba confabulada con la hermana Cecilia para supervisar las conciencias de las demás monjas, en lugar de dejar que cada una de ellas se encargara de la propia. Enseñaba el séptimo y octavo grados y se apegaba estrictamente a la Santa Regla y a la constitución de la orden.
Todas meditaban en silencio; el señor Olczak había ayudado a cada una de ellas cientos de veces; todas conocían a las dos niñas y habían dependido de la caridad de su madre en innumerables ocasiones. ¿En realidad podían no preocuparse por los efectos que aquella tragedia tendría en esa familia? Bueno, pues la hermana Regina no podía. Su mente estaba llena de imágenes de Anne, Lucy y su padre. ¿Ya se habría marchado a casa con ellas? ¿Lloraría aquella noche en su cama, sin Krystyna? ¿Lo harían las niñas? ¿Qué se sentiría amar a alguien así y luego perderlo?
Cuando la meditación terminó, la madre Agnes se levanto y guió en silencio a las hermanas fuera de la capilla; la hilera de mujeres descendió los escalones para dirigirse calladamente al refectorio, a sus lugares acostumbrados. Comenzaron dando gracias, dirigidas por la hermana Gregory, quien encabezaba las plegarias esa semana. La hermana pidió una bendición especial para el alma de Krystyna Olczak y su familia. Luego empezaron con su sencilla cena, que esa noche consistía en estofado de vaca, servido sobre fideos hervidos, con un plato de betabeles en conserva que cultivaban en su propio jardín y que la hermana Ignatius había cocinado.
Después de los rezos vespertinos las monjas se retiraron a sus celdas, regidas por el voto de silencio nocturno hasta las seis y media de la mañana. La celda de la hermana Regina era un duplicado de las otras: un cuarto estrecho con un camastro, un escritorio, una silla, una lámpara, una ventana y un crucifijo. No tenía baño ni reloj y sólo contaba con un pequeño clóset en el que colgaban dos mudas extra de ropa y un espejo diminuto, apenas del tamaño de un platito, que ella usaba para acomodarse el velo en su sitio. No usaba el espejo para otra cosa, porque había dejado atrás la vanidad hacía muchos años, junto con otras sofisticaciones mundanas, cuando hizo sus votos.
Se quitó el hábito y se puso un camisón blanco que sacó del clóset. Cuando sonó la última campanada a las diez de la noche para que las luces se apagaran, la hermana Regina yacía tendida en la oscuridad, con los brazos apretados sobre las mantas, que estiraba con fuerza contra el pecho, con la esperanza de que eso aliviara la angustia que sentía en su interior. Sin embargo, todo el dolor y tristeza que con tanta obediencia había sublimado, estallaron en una oleada de llanto. Y aunque comenzó como dolor por los Olczak, fue cambiando hasta convertirse en algo muy distinto, porque en algún momento, mientras lloraba, se dio cuenta de que también lo hacía por su creciente insatisfacción con la vida que eligió. Había creído que la vida comunal de las benedictinas sería una fuente de fuerza, apoyo y que le proporcionaría una constante sensación de paz interior. Un valle de serenidad sin conflicto donde el sacrificio, la oración y el trabajo arduo le acarrearían la felicidad interna que no deja cabida para desear nada más. Pero en vez de ello, lo que obtenía era silencio cuando necesitaba comunicarse, alejamiento cuando necesitaba proximidad.
Con la mayor de las tristezas, la hermana Regina admitió que su comunidad religiosa la había defraudado aquel día.
Cuando Eddie Olczak llegó a su casa, la encontró invadida por la familia, tanto la propia como la de Krystyna. Nueve de sus hermanos y hermanas aún vivían cerca de ahí, lo mismo que cinco de los de Krystyna. La mayor parte se hallaba en la cocina o en la sala, junto con sus respectivos cónyuges, los sobrinos y por supuesto, los padres de los dos. Había tanta gente que, de hecho, su hogar de cuatro habitaciones no tenía cabida para todos, así que muchos estaban en el porche y en el jardín.
Todos se acercaron a Eddie cuando lo vieron llegar a la altura del par de viejos y descuidados bojes, plantados en el jardín del frente. Los brazos amorosos que se extendían para consolarlo abrieron de nuevo el caudal del llanto; todos lo compartieron mientras Eddie pasaba de un hermano a una hermana y de su padre a su madre.
Lo peor de todo fue el encuentro con sus padres. Los vio en su atestada sala y se dirigió primero a su madre. Era una mujer regordeta de baja estatura, con cabello gris de rizos apretados que siempre parecía oler a la comida que cocinaba. Cuando se abrazaron, él tuvo que inclinar la cabeza para besarle el cabello.
– Mommo -le murmuró en polaco, entre sollozos, cuando estaban abrazados.
– ¡Oh, Eddie! Mi niño… mi querido niño… -lloraron juntos y se abrazaron; luego se volvió hacia su padre.
– ¡Poppo! -exclamó cuando los poderosos brazos de su padre lo rodearon y las manos fuertes de granjero, tan curtidas como un arnés de cuero, lo atrajeron hacia él-. ¡Se ha ido, Poppo! ¡Mi Krystyna se ha ido!
– Lo sé, hijo, lo sé -Cass Olczak no era un hombre que hablara mucho, pero sí amaba a sus hijos. Lo único que podía hacer era abrazar a su muchacho y sufrir a su lado, con la esperanza de que entendiera que él habría dado cualquier cosa por evitar que sufriera, si eso fuera posible. Cass había ido ahí directo desde el campo, en su mono de trabajo a rayas, con olor a tierra y sudor, con un dejo de olor a granero. Era un hombre robusto, un poco más bajo que Eddie, con la constitución heredada de los cosacos de los que descendía.
Entonces apareció la hermana de Krystyna, Irene Pribil, y le preguntó con timidez y retraimiento:
– ¿Ya comiste algo, Eddie?
– No. No tengo hambre, Irene.
– Sin embargo, deberíamos hacer café -repuso su madre.
– Sí -añadió Irene-, y también hay pastel.
Eddie no tenía idea de dónele había llegado un pastel tan pronto, pero no se sorprendió. Aquellas mujeres pensaban que la comida era el mejor antídoto para cualquier crisis. Prepararon café húngaro y, antes de que pudieran cortar el primer pastel, ya había llegado otro enviado por un conocido, seguido por más alimentos que mandaban otros vecinos: huevos endiablados, lonjas de rosbif con salsa, chuletas de cerdo sobre rebanadas de papa y pastel dulce y ligero de semillas de amapola, para acompañar con café. Las mujeres pusieron la comida sobre la mesa de la cocina que Eddie hizo para Krystyna como regalo de bodas. La había pintado de blanco y ella adornó los respaldos de las cuatro sillas que le hacían juego con calcomanías de frutas. Tenían pensado que cuando tuvieran más hijos él haría más sillas, aunque ahora ya sólo serían las dos niñas que estaban sentadas con parsimonia en el porche delantero, junto con un montón de sus primos.
Lucy tomó sólo una rebanada de pastel. Anne no comió nada.
Los adultos se sentaron en las barandas del porche con los platos sobre las rodillas, así como también en los amplios escalones y en el interior de la diminuta sala, en el banco del piano y en el sofá rojo forrado con tela de crin de caballo y relleno en exceso.
Después, las mujeres lavaron los platos y los hombres se quedaron con Eddie, que le pidió a seis de ellos que actuaran como portadores del féretro, tres hermanos suyos y tres de Krystyna. El aire comenzó a enfriarse y salieron las estrellas. Los niños empezaron a jugar, pero sus madres se apresuraron a reprenderlos por ser tan insensibles. Los mayores se mostraron avergonzados y los más jóvenes hicieron pucheros sin comprender del todo qué habían hecho mal.
Con cierta vacilación comenzaron a marcharse.
Los últimos en partir fueron Romaine y su esposa Rose, los cuatro abuelos e Irene, que había llegado con sus padres. Irene tomó a Eddie del brazo mientras el grupo avanzaba hacia los dos autos estacionados en el bulevar. Eddie podía sentir cómo temblaba Irene, con el brazo enlazado con firmeza en torno al de él, como para no caer. Aquellos estremecimientos venían de lo más profundo de su ser y él comprendía por lo que Irene estaba pasando. Era dos años mayor que Krystyna. Las dos se querían mucho y como Irene nunca se había casado y aún vivía con sus padres, pasaba mucho tiempo en casa de su hermana. Krystyna e Irene siempre hacían todo juntas; se aplicaban permanentes la una a la otra, bailaban la polca en los bailes de los sábados, se hacían vestidos iguales y se confiaban sus secretos.
Cuando sus padres y los de Krystyna estuvieron acomodados en sus autos, Irene le dio a Eddie un último abrazo. Dejó escapar un sollozo y alcanzó a decir:
– ¡Oh, Dios, Eddie…! -lloró sobre su hombro y él la sostuvo con fuerza; sabía que de aquellas dos grandes familias nadie extrañaría a Krystyna más que ellos dos: el esposo y la hermana que era también su mejor amiga.
Irene se separó de él y se volvió hacia el auto.
– Si necesitas algo, sólo avísame -le indicó ella.
– Eso haré.
Subió al asiento trasero del Plymouth treinta y ocho de su padre y Romaine cerró la puerta.
Los autos se alejaron y dejaron atrás a Eddie, de pie con sus dos hijas, junto a Romaine y Rose.
– Las niñas necesitan un baño -observó Rose-. ¿Por qué no las llevo adentro y lleno la bañera?
Eddie dejó caer la pesada mano sobre el hombro de Rose.
– Gracias, Rose -se volvió a sus hijas y agregó-. Papá irá con ustedes en un momento. Vayan con la tía Rose y ella las traerá de vuelta cuando tengan puestos sus pijamas -las miró partir, agotadas y apáticas. Luego él y Romaine se sentaron en los escalones del porche, en la creciente oscuridad.
– ¿Qué voy a hacer, Romaine? -preguntó Eddie.
– Seguir trabajando en la iglesia, supongo. Cuidar de tus hijas lo mejor que puedas. Lo superarás día con día.
– No sé cocinar -respondió Eddie-. ¿Cómo voy a cumplir con mi trabajo y volver a casa para prepararles la cena a las niñas y lavar y planchar sus vestidos como lo hacía Krystyna? ¿Y cómo voy a peinarlas de rizos en forma de tirabuzón y todo eso? ¡Vaya! Tengo que estar en la iglesia para echarle carbón al horno de la calefacción antes de la misa en el invierno y tocar las campanas a las siete y media y a las ocho, que es precisamente cuando ellas tienen que levantarse y prepararse para ir a la escuela. ¿Cómo puedo estar en dos lugares al mismo tiempo?
– Ya lo resolveremos, Eddie. No te preocupes. Todos podemos ayudarte durante algún tiempo, hasta que sepas lo que harás.
Eddie suspiró.
– No sé, Romaine… no sé.
Luego de un rato Romaine y Rose se marcharon a casa; Eddie cerró las puertas para que no entrara el frío de la noche. Se volvió y encontró a las niñas que lo esperaban un paso atrás de él; lo miraban como si tuvieran miedo de que él también desapareciera de sus vidas.
– Niñas… -murmuró. Las tomó en sus brazos y empezó a subir las escaleras. Ya en el piso de arriba, pasó frente a la habitación de las pequeñas y les preguntó-: ¿Qué les parecería dormir esta noche en la cama de papá?
En cualquier otra ocasión habrían gritado: "¡Sí! ¡Sí!"
Esa noche Anne asintió sin decir palabra, pero Lucy preguntó:
– ¿Ahora vamos a dormir siempre contigo?
– No -le respondió-. Sólo en estos días.
Las puso de pie en la cama que los padres de Krystyna les habían dado como regalo de bodas. Encendió la lámpara de noche y tiró de las mantas que Krystyna había lavado el lunes pasado y que había tendido en la cama en cuanto se secaron, como le gustaba hacer.
– Acuéstense -ordenó-. Yo volveré en un minuto. Voy a lavarme, ¿está bien?
Las dejó sentadas en la cama; sus hijas lo siguieron con la mirada mientras se dirigía al baño y cerraba la puerta. El camisón de Krystyna estaba colgado detrás. Un poco de maquillaje en polvo que usaba su esposa en la cara había caído alrededor de las llaves del lavabo. Sobre el tanque del inodoro había una botella de su perfume de Avon. La tomó y leyó la etiqueta: ETERNA PRIMAVERA. La abrió y aspiró el aroma; se dejó caer sobre la tapa cerrada del inodoro. De pronto estalló en un torrente de lágrimas y acalló sus sollozos con una toalla para que las niñas no se preocuparan.
Después, cuando lo peor había pasado, se lavó la cara, colgó su mono de trabajo y se dirigió en calzoncillos y camiseta adonde se encontraban sus hijas.
Anne se hallaba sentada en medio de la cama, con los ojos muy abiertos y sin moverse, tal como había estado la mayor parte del tiempo desde que supo de la tragedia. Lucy estaba acurrucada en una almohada, despierta y con el pulgar en la boca. Se lo sacó al verlo entrar.
– Queremos pedirte que duermas en medio de nosotras dos, papá -le dijo Anne.
Así que se colocó entre ellas, con la cabeza en el espacio entre las dos almohadas, y las niñas se apretujaron en sus costados; tenían el cabello recién lavado tan cerca de él que podía besarlo. Se estiró para apagar la luz de la mesa de noche. La luz de la Luna se reflejó en el piso de linóleo.
– Papi, ¿es cierto que mamá ya no va a volver a casa? -le preguntó Lucy.
– No, bebé, no volverá -respondió él, mientras le alisaba el sedoso cabello-. Ya se fue al cielo.
Lucy se metió el pulgar en la boca y se quedó en silencio un largo minuto. Entonces comenzó a llorar. Mientras tanto, Anne permaneció acurrucada en un torbellino de dolor, de espaldas a su padre; con sus lágrimas humedecía la sábana del lado de su madre ausente.
El lunes, día del funeral de su querida hermana, Irene Pribil despertó en la misma habitación que habían compartido cuando eran pequeñas. El dormitorio era grande y daba al sur, con el techo alto y maderaje amplio y blanco, en una granja que fue construida en mil ochocientos ochenta. Al este de la casa había un huerto, en el que cada primavera sembraba junto con su madre para cosechar en el verano. En el gallinero, más allá del huerto, tenía varias gallinas de la raza Plymouth Rock que había criado en una incubadora y que planeaba engordar durante todo el verano para luego vendérselas a Louis Kulick, el de la tienda de productos agrícolas de Browerville, y ganar así dinero suficiente para comprar algunos regalos de Navidad para sus padres, hermanos, hermanas y sobrinos. Frente a ella, hasta donde alcanzaba su imaginación, le aguardaban años y años de hacer siempre lo mismo.
Irene asistió a la escuela del pueblo hasta el octavo grado, como todos sus hermanos y hermanas. Y después, igual que ellos, buscó un trabajo; lo encontró en Long Prairie, donde atendía los deberes domésticos de una familia de apellido Milka que tenía una tienda de mercancías generales.
También Krystyna encontró un empleo en Long Prairie como operaría de una planchadora mecánica de rodillo en una tintorería; los fines de semana las dos chicas conseguían que alguien las llevara a su casa en la granja y de ahí se iban con sus hermanos a uno de los salones de baile los sábados por la noche.
En el salón de baile Clarissa fue donde conocieron a los hermanos Olczak. Eran tantos que Irene confundía sus nombres. Sin embargo, logró recordar dos de ellos: Romaine, ya que por un tiempo la pretendió y le dio su primer beso, y Eddie, porque desde el primer momento en que lo vio se enamoró de él y deseaba más que nada en el mundo que él intentara besarla.
Sólo que eso nunca sucedió. Bastó una sola mirada de Eddie a Krystyna para que todas las demás muchachas desaparecieran. Ni una sola vez durante aquellos años le confesó Irene a Krystyna lo que sentía por Eddie. Ni a él tampoco.
En la primavera de mil novecientos cuarenta y cinco la madre de Irene cayó de una escalera mientras pintaba el granero y se rompió la clavícula. Irene volvió a la granja para ayudar mientras su madre se recuperaba y se quedó desde entonces.
Siempre tuvo la intención de marcharse, de preferencia tras haberse casado, pero con tanta carne de cerdo y de vacas criadas en casa y toda esa crema y mantequilla, había engordado mucho. Ya ningún joven la invitaba a bailar los sábados por la noche. En casa, con sus padres, Irene tenía comida, abrigo, compañía y amor y con eso se sintió satisfecha, aunque su vida era solitaria y monótona.
La vida social de Irene giraba en torno a Krystyna y Eddie: iba a jugar cartas a su casa, a menudo cenaba ahí y charlaba con ellos de jardinería y de costura, y pasaba parte del tiempo con las niñas.
En los años que vio a los dos jóvenes unidos llegó a amarlos con intensidad. Su amor por Krystyna era tan puro y gratificante que nunca se le habría ocurrido permitir que se enterara de que ella amaba a Eddie. Y su amor por él se había convertido en algo idealizado. A los ojos de Irene él era más que perfecto. Era un dios.
Irene vivía indirectamente a través de Krystyna y Eddie. La alegría de estar con ellos y sus hijas aminoraba el temor que sentía ante la perspectiva de pasar su vida como una solterona.
Sin embargo, ahora Krystyna estaba muerta y ya no intercambiarían zapatos ni se harían permanentes la una a la otra. Ya no podría ir al pueblo a charlar con ella en su cocina. ¿Con quién iba a reír? Irene se sentó en su cama de la infancia con la sensación de ser el infeliz blanco de alguna fuerza suprema que la había tomado en su contra y que pretendía demostrarle lo sencillo que era eliminar de su vida todo vestigio de felicidad.
Le costó trabajo levantarse y se llevó una mano a la cabeza; en ese preciso momento una rápida punzada le recordó lo mucho que había llorado en los últimos cuatro días. En la planta baja se hallaba su madre haciendo ruido en la cocina. Irene sabía que su padre estaba afuera, segando heno antes de vestirse para el funeral: la muerte no detenía las estaciones.
Irene bajó la escalera arrastrando los pies y observó a su madre que sacaba un pastel del horno: habría una comida después del funeral, en el Salón Paderewski, y todas las damas de la parroquia llevarían comida. Incluso en su dolor, Mary Pribil, al igual que su esposo, sentía la presión de las exigencias de la vida.
– ¿Mamá? -le dijo a su madre, que se encontraba de espaldas a ella-. Voy a tomar la camioneta vieja para llegar temprano a casa de Eddie y ayudarle a vestir a las niñas. Las voy a peinar tal y como a Krystyna le hubiera gustado. ¿De acuerdo?
Mary no se volvió. Tomó un extremo del mandil y lo usó para limpiarse los ojos.
– Haz lo que tengas que hacer. No será un día fácil de sobrellevar, eso es seguro.
Irene cruzó la cocina, le dio un beso a su madre y salió.
La ceremonia fúnebre tendría lugar a las once de la mañana. Irene Pribil llegó al porche delantero de la casa de Eddie y de su difunta hermana poco después de las nueve y media y llamó con decisión a la puerta.
Eddie le abrió con un poco de crema de afeitar en un lado de la cara, vestido con pantalones de gabardina negra y una camiseta acanalada sin mangas de cuello en U.
– Irene -la saludó, sin su acostumbrada sonrisa.
– Hola, Eddie -respondió ella mientras él le abría la malla de la puerta para que entrara-. Pensé en venir a arreglarle el cabello a Anne y a Lucy y ayudarlas a vestirse, como lo habría hecho Krystyna.
Eddie tardó un poco en comprender lo que su cuñada le estaba ofreciendo.
– Es muy amable de tu parte, Irene. Te lo agradezco.
– No pensé… quiero decir, no sabía cómo ibas a…
– Está bien, Irene. Te comprendo. Tampoco yo sé todavía lo que voy a hacer.
Eddie comenzó a subir las escaleras. A medio camino se volvió y le comentó:
– Me gustaría que se pusieran esos vestidos de color rosa y blanco, los últimos que Krystyna les hizo.
– Por supuesto, Eddie -lo siguió.
La habitación de las niñas estaba junto a la escalera. La de Krystyna y Eddie al final del pasillo. Se tenía que pasar por ésta última para llegar al baño. Las niñas salieron corriendo de la habitación de sus padres hacia el pasillo, vestidas con su ropa interior de algodón.
– ¡Papi, papi! ¡Míranos! -gritaba Lucy. Se habían embarrado el rostro con su crema de afeitar-. ¡Nos vamos a afeitar!
– La tía Irene está aquí -señaló él-. Ella las va a vestir y a peinarles muy lindo el cabello, pero primero vengan conmigo al baño y lávense ese jabón.
– ¡Hola, tía Irene! -la saludaron. Luego, él se las llevó.
Irene se quedó mirándolos, invadida por una sensación de pérdida, que empeoraba porque se daba cuenta de que Krystyna se había ido para siempre y de que Eddie ya no era un hombre casado.
Entró en la habitación de las niñas e hizo sus camas; podía oír cómo Eddie hablaba con ellas. Era el padre más amoroso, más gentil, que hubiera conocido e Irene sentía que ella tenía la capacidad de ser una madre semejante. ¡Qué maravilloso sería todo si pudiera casarse con Eddie y cuidar de él y de las niñas por el resto de su vida!
La culpa la invadió de repente e hizo pedazos aquella idea. Todavía no sepultaban a Krystyna y ahí estaba ella, deseosa de tomar su lugar. Se enjugó una lágrima, miró al cielo y susurró:
– Perdóname, Krystyna, lo siento.
Las niñas ya estaban listas y peinadas cuando Eddie bajó la escalera enfundado en su traje negro, con una camisa blanca muy bien planchada, una corbata a rayas y su alfiler de los Caballeros de Colón en la solapa. Llegó a la puerta precisamente en el instante en que uno de sus hermanos tocaba la primera campanada en la iglesia de San José, un recordatorio de que en treinta minutos comenzaría la misa funeraria de Krystyna.
– Bueno, supongo que ya es hora de irnos -comentó Eddie-. Las niñas se ven muy lindas, Irene.
Ella las tocó en la parte de atrás de la cabeza.
– Vayan con su papá -les susurró.
Atravesaron la cocina solemnemente y tomaron a su padre de la mano, él pensó que sin aquellas dos pequeñas manos en las suyas se habría echado al piso, se habría negado a salir de la casa, no habría tenido el ánimo para recorrer la acera, cruzar Main Street y contemplar aquel precioso rostro que yacía en el ataúd mientras la tapa de metal se cerraba para siempre sobre él.
Pero lo hizo, se sujetó de aquellas dos pequeñas manos y caminó mientras escuchaba el golpeteo de sus zapatos de charol en la acera; Irene los seguía a corta distancia. Al llegar a Main Street notó que mucha gente se dirigía a la capilla funeraria desde todas partes del pueblo.
La decisión de si debía dejar que Anne y Lucy vieran a Krystyna quedó resuelta cuando las niñas se mostraron reacias a acercarse y se soltaron de él. Comenzaban a llorar cuando Eddie las dejó con Irene en el fondo de la capilla funeraria para luego tomar su lugar al frente. El padre Kuzdek rezó las oraciones y cerró el ataúd, lo roció de agua bendita y lo sahumó con incienso. Los portadores del féretro lo sacaron hasta la carroza y la larga procesión de dolientes caminó la cuadra y media hasta la iglesia de San José. Eddie sujetaba de nuevo la mano de sus hijas.
Dentro de la iglesia, la hermana Regina esperaba con sus alumnos, que estaban sentados, pero no podían permanecer quietos. Aquella mañana no hubo misa de ocho. En vez de ello, todo el cuerpo estudiantil asistiría a la misa de réquiem.
Por fin, la procesión fúnebre pasó al lado de la banca de la hermana Regina; un monaguillo guiaba el camino con un crucifijo que sostenía en un largo poste de madera. Entonces, Lucy y Anne pasaron con su padre y la hermana Regina alcanzó a ver la expresión de desamparo en el rostro del señor Olczak, que las guiaba a una de las bancas del frente.
La misa comenzó.
– Concédeles el descanso eterno, ¡oh, Señor!…
Cuando el servicio terminó, la gente salió de la iglesia, acompañada por el tañido intermitente de la campana de duelo, que siguió sonando hasta que la carroza fúnebre se dirigió al cementerio.
La hermana Regina hubiera deseado ir hasta la tumba para decir algunas oraciones finales. Necesitaba estar con los demás, al igual que los otros amigos de Krystyna y su familia, pero la Santa Regla no se lo permitía.