Capitulo 6

La hermana Regina se sorprendió de lo tranquila que estaba ahora que había llegado el momento. Sus dudas se habían disipado con la abrupta decisión de intervenir y detener a la hermana Mary Charles para evitar que siguiera golpeando a Anne. Fue como si ese momento hubiera impulsado su decisión, porque supo con pasmosa certeza que marcharse era lo correcto y que, además, ése era el momento indicado para poner en movimiento el mecanismo para hacerlo.

Cuando ella y la madre Agnes se reunieron aquella noche en el salón comunitario vacío del convento, la madre superiora ya sabía lo que había ocurrido en el salón floral.

– Pase, hermana Regina -la invitó en tono amable -, y por favor cierre la puerta.

La hermana Regina obedeció en silencio. Se arrodilló para recibir la bendición de la madre superiora. Un susurro, un roce en la cabeza, y la hermana se levantó y se sentó en un sillón con asiento de tapicería dura y respaldo recto. La casa estaba en silencio; sobre una mesa, en un rincón, brillaba una lámpara de luz tenue.

La hermana Regina fue la primera en romper el silencio, en voz baja expresó:

– Gracias por recibirme, madre Agnes. La mujer mayor asintió sin decir palabra. -Sin duda piensa que vine a hablarle de lo que sucedió en el salón floral esta tarde, pero he venido a verla por un problema que ha ocupado mis oraciones -la hermana Regina continuó hablando en voz baja y con lentitud-. Temo que cada vez estoy más insatisfecha con mi vida aquí, dentro de la comunidad espiritual. Estos sentimientos han ido creciendo en mi interior desde hace mucho tiempo. He comprendido que ya no pertenezco aquí y deseo obtener una dispensa de mis votos.

Para sorpresa de la hermana Regina, la madre Agnes no se alarmó. Sólo le hizo un comentario con mucha tranquilidad:

– Supongo que habrá pedido la ayuda de Dios para tomar esta decisión, hermana.

– Muchas veces.

– Bien. Entonces, hermana, déjeme decirle que no es pecado dudar de sus votos.

– En mi mente, lo sé, pero mi corazón siente de un modo distinto, porque desde que tenía once años supe que esto era lo que quería hacer. Todos decían que yo debía ser monja, en especial mi abuela. Fue ella, sobre todo, la que me hizo creer que la vida como religiosa era el epítome del servicio a Dios.

– ¿Y qué la hizo cambiar de opinión, hermana?

La hermana Regina había meditado bien la respuesta a esa pregunta desde hacía mucho.

– Aunque he tratado muchas veces de encontrar la realización en mi relación con Dios, nunca puedo disociarme lo suficiente de las preocupaciones mundanas para ser completamente una con Él. Siempre he tenido problemas para cumplir con mi voto de obediencia. A últimas fechas he comenzado a poner muchas cosas en tela de juicio… sobre todo la Santa Regla. Hoy, cuando la hermana Mary Charles llevó a Anne Olczak al salón floral, todo quedó por fin muy claro para mí. Comprendí que era el momento de hacer este cambio en mi vida.

La madre Agnes asintió.

– Creo que las niñas Olczak tienen un sitio muy especial en su corazón. Y creo que cuando su madre murió, usted sintió un gran deseo de compensarles esa pérdida.

– La muerte de Krystyna Olczak tuvo un efecto muy profundo en mí. Era la madre, la esposa, la hija y la cristiana más perfecta que he conocido. Cuando falleció comencé a pensar en lo que ella le había dado al mundo y a compararlo con lo que yo misma, como monja, le he dado -el tono de voz de la hermana Regina se hizo todavía más bajo-. Krystyna Olczak sirvió a Dios de un modo más noble del que yo lo haya hecho jamás.

– ¿Siente amargura por los años que ha pasado como religiosa?

– No, madre, en lo absoluto. Cuando entré al noviciado sentí que era la voluntad de Dios que lo hiciera, que su voz estaba en mí. Y su voz sigue todavía en mi interior. Creo que Él me ha guiado en la decisión que tomé hoy.

– Ese es un argumento contundente, hermana Regina, y yo sería la última en tratar de convencerla de que se quede. Es su vida y debe vivirla como le parezca.

Aquélla no era en absoluto la respuesta que la hermana Regina había esperado.

– ¿Lo dice en serio, madre?

– Por supuesto que sí, pero permítame decirle que hay muy pocas monjas que yo conozca que no se hayan preguntado alguna vez si tomaron la decisión correcta, y eso me incluye.

– ¿Usted llegó a pensar en dejar la orden?

– Sí, lo hice, pero al igual que usted oí la voz de Dios en mi interior. Solamente que Él me dijo que me necesitaba aquí, y desde entonces nunca lo he lamentado.

Tras meditarlo un momento, la hermana Regina dijo:

– Me gustaría mucho ir a casa y darle a mi familia la noticia de la decisión que he tomado. Las vacaciones de Navidad comienzan esta semana. El momento parece providencial.

La hermana Agnes mostró por fin cierta consternación.

– ¿Tan pronto? Tal vez si se tomara más tiempo para orar y meditar… hacer un retiro.

– Madre Agnes, en agosto pasado hice un retiro con ese propósito, y desde esa fecha he rezado muchas plegarias, he meditado y hecho penitencia. Creo que Dios y yo nos hemos reconciliado con mi decisión. Ahora necesito reconciliarla con mi familia.

La hermana Agnes asintió con solemnidad.

– Bueno… pero es tan pronto.

– Según tengo entendido, el trámite del papeleo puede tardar hasta seis meses para que lo aprueben en Roma y lo devuelvan.

– Sí, pero… ¡Oh, vaya! Supongo que me resisto por motivos egoístas, porque no quiero perderla, hermana. Es una de nuestras mejores maestras y ha aportado mucho a esta comunidad religiosa.

– Gracias, madre.

– ¿Ya tiene planes? ¿Qué hará para ganarse la vida?

– Todavía no estoy segura, pero siempre puedo dar clases.

– Debo advertirle que la iglesia católica no ve con buenos ojos que las monjas que renuncian a sus votos enseñen en sus escuelas.

– ¿Ni siquiera en otro pueblo? -el plan de la hermana Regina era trabajar como maestra laica en otra escuela parroquial.

– Sería muy difícil -la voz de la madre superiora era cada vez más comprensiva-. Es mi deber informarle que la iglesia es muy firme a ese respecto.

"¿Me negarán el trabajo? ¿Aunque sea buena maestra?", pensó. La noticia la recorrió de arriba abajo como una corriente eléctrica. Lo que la madre superiora le estaba insinuando era que una vez que colgara los hábitos, la iglesia temía que influyera en otras monjas que quisieran renunciar.

– Creo que tendré que ir paso por paso -respondió la hermana Regina-. Pensé que lo primero era hablar con usted, luego con mi familia y después con quien se encargue de dar seguimiento formal al papeleo.

– Tendría que ser la priora, la hermana Vincent de Paul, en el convento de San Benito. Deberá de ir a verla, hablarle de lo que intenta hacer y llenar una solicitud para la dispensa de sus votos. Ella la enviará a la presidenta de la congregación, que a su vez la hará llegar al Santo Padre en Roma.

– Y entonces… mientras espero, ¿qué pasará?

– Volverá aquí y todo seguirá igual hasta que el Santo Padre firme la dispensa y ésta llegue aquí.

– Ya veo -"Queda la opción de las escuelas públicas", pensó Regina. "Siempre puedo dar clases ahí". Sin embargo, la idea le repugnaba: tener que enseñar en un sitio en el que no hubiera plegarias. Quería permanecer cerca de la estructura religiosa al igual que un niño que va a nadar por primera vez quiere tener cerca un salvavidas-. Así que después de ver a la hermana Vincent de Paul tendré tiempo suficiente para pensar en el futuro.

– Sí. Supongo que sí.

Parecían haber hablado de todo, pero a Regina todavía le faltaba una respuesta muy importante.

– ¿Podré ir a ver a mi familia?

La madre Agnes puso la cara larga y su rostro transmitió tristeza. Sin embargo, logró esbozar una débil sonrisa y respondió:

– Tiene mi permiso.

La hermana Regina extendió la mano y tocó la manga de la mujer mayor.

– Por favor, no se entristezca por mi, madre Agnes.

La madre Agnes puso la mano sobre la de Regina y le dio un ligero golpecito.

– Sí… bueno… -separaron las manos y volvieron a ocultarlas en el hábito-. Por favor, arrodíllese para recibir mi bendición.

De rodillas, la hermana Regina sintió el breve toque sobre la cabeza. La voz de la madre Agnes se redujo a un leve susurro y aunque en su plegaria rogaba a Dios que guiara a la hermana Regina en la elección que iba a hacer, ésta ya había tomado la decisión de que antes de volver de las vacaciones de Navidad iría al convento de San Benito y firmaría los papeles que la liberarían de sus votos.


La escuela cerró por las vacaciones de Navidad el viernes quince de diciembre y las clases se reanudarían el martes dos de enero. Eddie tenía que trabajar durante las vacaciones, así que hizo planes para que las niñas pasaran la primera semana en casa del abuelo y la abuela Pribil y la segunda con los abuelos Olczak. Le pidió a uno de sus sobrinos que tocara el ángelus vespertino y llevó a las niñas a la casa de la abuela Pribil el viernes por la noche.

La madre de Krystyna autorizó a las niñas a ayudarla a hornear galletas para Navidad, y les contó que afuera en el granero había una gata con cuatro gatitos y que podían escoger uno para llevarlo a la casa y hacerle una cama cerca de la estufa de leña; cuando volvieran a casa, le preguntarían a su padre si podían quedárselo.

El abuelo Pribil las llevó al granero y escogieron una gatita rayada de pelo suave y sedoso y la cola levantada como si fuera un brote de espárrago. La tía Irene comentó que era del color del azúcar quemada, así que las niñas decidieron llamarla Azúcar.

Todos tomaron una deliciosa comida casera y luego pasaron la tarde entera jugando cartas. Mary se puso un viejo suéter azul encima de su vestido para estar en casa y salió con Eddie al porche cuando él se marchaba. Se detuvieron antes de bajar los escalones y observaron la camioneta de Eddie. Sobre la pintura verde comenzaba a caer un poco de nieve.

Eddie tomó a su suegra por el hombro y le dio un fuerte apretón.

– Es mejor que me vaya. El ángelus es ahora más temprano.

Se dieron un beso en la mejilla y un abrazo de buenas noches.

– Cuídese.

Desde la ventana de la cocina Irene vio a Eddie caminar hacia su camioneta, acomodarse tras el volante, encender el motor y dar vuelta en el patio de la granja. Lo observó con un anhelo que le llenaba los ojos y la garganta. Todavía seguía en la ventana cuando él se alejó lentamente por el camino de grava, dejando tras de sí en la nieve un par de huellas idénticas.


Al día siguiente Eddie trabajó en la escuela desierta; quitó los árboles de Navidad de todos los salones de clase y los quemó en el incinerador. Con la ayuda de Joey, el hijo de Romaine, sacó las sillas plegables de madera del almacén del gimnasio y lavó y enceró el piso. Revisó el horno de la calefacción y llenó el tragante para toda la noche. Eso era justo lo que estaba haciendo cuando Romaine llegó cerca de las cuatro menos cuarto aquella tarde.

– Oye, hermanito, te he estado buscando. Es sábado por la tarde y tus hijas están en la granja. Pensé que tal vez querrías darte una vuelta por la taberna y tomar un par de tragos.

– Claro, ¿por qué no? Sólo échame una mano con este carbón.

Terminaron de llenar el tragante y se dirigieron a la taberna. Era uno de esos días grises, oscuros y ventosos. En el establecimiento había mucho humo de cigarrillos y se estaba llevando a cabo un insulso juego de dados.

Romaine ordenó un whisky y un vaso de agua para acompañarlo. Eddie ordenó una botella de cerveza Grain Belt.

Les llevaron sus bebidas. Hicieron un brindis intrascendente:

– ¡Chócala! Romaine dejó su vaso en el mostrador.

– ¿Cómo has estado?

– Ha sido difícil -respondió Eddie-. ¿Quién quiere jugar a ser Santa Claus solo?

En ese momento entró uno de los parroquianos, Louie Kulick. Se acomodó en un banco al lado de Eddie y le preguntó:

– ¿Adonde va la hermana Regina?

– ¿A qué te refieres?

– Está allá afuera, esperando al autobús. Lo raro es que está sola -todos sabían que las monjas siempre viajaban acompañadas.

Eddie dejó en el mostrador su botella de cerveza y comentó:

– Ahora vuelvo.

Al lado de la taberna, bajo el letrero de Greyhound, estaba la hermana Regina, de pie en la acera con una pequeña maleta de cartón a sus pies. Sujetaba una gruesa capa negra tejida a mano con la que se tapaba la garganta. Parecía congelada en aquel lugar, temblando de frío en la oscuridad de la tarde.

– ¿Hermana Regina? -la llamó desde atrás.

Ella giró al oír la voz y exclamó:

– ¡Oh, es usted, señor Olczak!

– ¿Está esperando el autobús?

– Sí, pero parece que viene retrasado.

– Hermana, perdóneme por preguntar, pero ¿dónde está su acompañante? ¿No viaja alguien más con usted?

– Hoy estoy sola, señor Olczak.

– ¡Ah!

Era obvio que él no entendía la razón, así que ella le explicó:

– Voy a casa de mis padres para pasar la Navidad. Tienen una granja cerca de Cilman.

– ¡Ah, Gilman! -hizo un cálculo rápido y supuso que sería un viaje de hora y media o dos horas, eso si el autobús no paraba en el camino. Si no era directo o si tenía que hacer un cambio de autobús, la hermana tendría suerte si llegaba a su destino a las diez de la noche.

– ¿Y el autobús es directo? Quiero decir, ¿llega hasta Gilman?

– Bueno, no.

– ¿Hasta dónde llega?

– No tiene que preocuparse por mí, señor Olczak.

– ¿Hasta dónde, hermana? ¿A Saint Cloud? ¿A Foley? -ella volvió el rostro hacia el otro lado y su velo se infló con el viento. El se acercó e insistió-: ¿Y cómo va a llegar a la granja? Permítame llevarla, hermana.

– ¡Oh, no, señor Olczak! -él percibió un leve resquicio de pánico en su voz.

– La llevo a la granja de sus padres. Por favor, déjeme hacerlo.

– ¿Dónde están sus hijas? -preguntó ella.

– En casa de su abuela Pribil. Por favor, déjeme llevarla.

Ella estaba ansiosa por aceptar, pero no podía. Todavía sin mirarlo, admitió:

– No se me permite hacerlo. No sin una acompañante.

– Usaré el auto de Romaine. Puede sentarse en la parte de atrás. La llevaré hasta la puerta misma de la casa de sus padres. ¿La están esperando?

Ella miró a lo lejos y se negó a responder.

– ¿Tienen teléfono? -preguntó él. Ella seguía en silencio, así que Eddie continuó-: No tienen, ¿verdad?

Eran pocos los granjeros que tenían.

– Tengo un tío en Foley -respondió ella por fin-. Estoy segura de que él me llevará a la granja.

A Eddie comenzaba a agotársele la paciencia.

– Perdóneme, hermana, pero es una tontería que esté usted aquí esperando un autobús retrasado, en un clima como éste, para luego tener que recorrer Foley en mitad de la noche, sin saber cuándo llegará a casa. ¿Cree que Krystyna la dejaría hacer algo así sin tratar de ayudarla? Bueno, pues yo tampoco. Espere aquí.

Regresó adonde estaba Romaine.

– Necesito que me prestes tu auto. La hermana Regina tiene que ir a Gilman y no quiero llevarla en la camioneta. ¿Tocarías el ángelus por mí a las seis?

– Claro.

– Gracias. Si acaso necesitaras mi camioneta, tómala. Tiene las llaves puestas.

El auto de Romaine estaba al otro lado de la calle. Eddie le dio vuelta para cambiar de sentido, se aproximó a la acera y se colocó al lado de la hermana. Metió la maleta en el asiento de atrás, esperó a que ella subiera y luego cerró la puerta.

Cuando estuvo de nuevo tras el volante, comentó:

– Vi que hay una manta allá atrás. Póngasela sobre las piernas, porque la calefacción es un poco lenta.

Regina se cubrió las piernas y miró caer los copos de nieve que volaban como cabellos al viento frente a los faros del auto.

– ¿A qué distancia está Gilman de Foley? -preguntó Eddie.

– A unos cuantos kilómetros, de este lado.

– Está bien. Cuando estemos más cerca me dirá por dónde ir.

Después de aquello él condujo en silencio.

La hermana podía distinguir la silueta de su cabeza contra el parabrisas, la línea de su gorra, la oreja derecha y el hombro del mismo lado. Ya era bastante malo que con cada kilómetro que recorría sin chaperón rompiera la Santa Regla, pero no conforme con eso, se permitía tener pensamientos sobre él que le estaban vedados. La atracción física que le provocaba, combinada con la consideración y la soledad de Eddie, el hecho mismo de su disponibilidad, le hicieron sentir una punzada debajo de las costillas. No dejaba de pensar que en sólo seis meses podría disfrutar del sencillo placer de pasear en auto con un hombre cuando se presentara la oportunidad.

¿Qué pasaría si él supiera que iba a pedir una dispensa de sus votos? ¿Qué opinaría? ¿Cómo tomaría la noticia? Quería decirle la razón por la que iba a su casa, pero todavía era monja y lo sería por lo menos medio año más, y durante ese tiempo se esperaba que se comportara de acuerdo con las reglas de la orden.

En Long Prairie llegaron a llanuras con muchas granjas… kilómetros de oscuridad apenas iluminados por los faros del automóvil, los copos de nieve y la luz ocasional de algún granero.

– Aquí es -indicó ella después de cuarenta y cinco minutos de silencio interrumpidos sólo por sus señalamientos-. Deténgase al lado de los manzanos.

Comenzó a ladrar un perro y una luz se encendió en el patio.

Eddie se detuvo donde ella le señaló, apagó las luces y el motor y se volvió a mirarla por encima del asiento.

– Hermana, sólo dígame cuándo y volveré para recogerla.

– No será necesario. De regreso tengo que pasar por el convento de San Benito y estoy segura de que mi padre me llevará.

– Bueno… entonces está bien. Feliz Navidad.

– Feliz Navidad. Y gracias por traerme. Espero que llegue usted con bien.

Eddie bajó del automóvil y le abrió la puerta de atrás. Cuando sacaba la maleta, una voz de mujer gritó:

– Jean ¿eres tú?

– Sí, soy yo, mamá.

– ¡Oh, Dios mío! ¡ eres tú!

Y una voz de hombre notoriamente embargada por una repentina emoción preguntó:

– ¿Regina?

Luego salieron a toda prisa del porche trasero cubierto y corrieron hacia el camino. Eddie los vio abrazarse y no dejaba de pensar: "Se llama Jean, se llama Jean". El padre de Regina trató de quitarle la maleta de las manos a Eddie.

– Yo la llevo.

– No, señor. Ya la tengo yo. Permítame llevarla a la casa.

– Él es el señor Olczak, papá, el conserje de San José -explicó Regina-. Tuvo la amabilidad de traerme hasta aquí esta noche y con este clima.

– Señor Olczak -Frank Potlocki le estrechó la mano-. Pase usted. Berta le preparará una taza de café antes de que se vaya.

La habitación era común y corriente, pero estaba inmaculada. Tenía una cocina de hierro colado que funcionaba con leña, una mesa tan grande como una carreta para heno y un gastado piso de linóleo azul. Berta Potlocki sacó agua de un tanque para llenar una olla mientras Frank ponía maderos para avivar el fuego.

Luego todos se sentaron a la mesa y Berta le preguntó a su hija:

– ¿Cuánto tiempo te vas a quedar?

– Hasta después de Navidad.

Con una mano Berta cubrió la de su hija sobre el hule de la mesa. Las lágrimas en sus ojos hablaban de cuánto tiempo había pasado sin que pudiera hacerlo.

– ¡Espera a que tu abuela sepa que estás aquí! ¡Oh, Jean! ¡Cómo te extraña!

– ¿Cómo está?

Mientras charlaban, Eddie se dio cuenta de que Regina (Jean) Potlocki había crecido en un ambiente muy parecido al suyo, en aquella enorme casa de granja llena de corrientes de aire, rodeada por gente que amaba. Una madre con el rostro rojizo de tanto guisar en una cocina de leña y un padre que incluso en pleno invierno tenía la frente blanca por encima de la línea de su sombrero y el rostro tostado por debajo. Sacaron de la alacena panecillos hechos en casa y trajeron del helado porche un tazón con mantequilla, medio kilo de mermelada de cereza silvestre y una jarra de crema espesa, directo de la centrífuga.

Desde el otro lado de la mesa, Eddie observó cómo la hermana Regina juntó las manos y musitó una rápida plegaria antes de untar el pan con una gruesa capa de recuerdos de su hogar. Cuando ella le dio una gran mordida al pan y levantó el rostro, tenía mantequilla en las comisuras de los labios y vio que Eddie la observaba con una sonrisa.

La hermana Regina se sonrojó. Sólo entonces recordó que no le estaba permitido comer con seglares, pero el pan casero y la mermelada de cereza que su madre preparaba eran demasiado deliciosos para resistirse.


En la puerta, cuando ya se marchaba, Eddie se volvió hacia la hermana Regina sin dejarle saber lo que sentía. Sus padres estaban a metro y medio de distancia.

– Si me dice qué día quiere regresar, yo puedo venir por usted y llevarla.

– ¡Oh! No gracias, señor Olczak. Mi padre me llevará.

– Puede apostar a que lo haremos, ¿no es cierto, mamá? -Frank le estrechó la mano a Eddie-. Conduzca con cuidado.

– Eso haré. Parece que ya va a dejar de nevar.

Eddie miró a la hermana Regina y lo invadió el loco deseo de abrazarla. Tuvo la clara impresión de que si lo hacía, ella le devolvería el abrazo.

– Feliz Navidad, señor Olczak -expresó ella en voz baja.

– Le deseo lo mismo, hermana -dio un paso atrás, hizo un gesto con la cabeza, abrió la puerta y se despidió-: Frank… Berta… fue un placer conocerlos.

– El placer fue nuestro -le respondieron y lo dejaron que se marchara en la nieve. Mientras volvía a casa iba preguntándose si acaso sería un pecado mortal enamorarse de una monja.

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