Terminó septiembre y las hojas comenzaron a cambiar. Como cada año, en octubre, los diferentes grupos de la parroquia unían sus esfuerzos para poner un bazar de otoño. Se llevaba a cabo un domingo, después de la segunda misa, en el Salón Paderewski. Las señoras preparaban una comida abundante con los alimentos de la cosecha de otoño: pollos, tartas, verduras y panes. La Sociedad de San José instalaba un puesto en el que vendía productos ornamentales: mantelitos para la mesa, carpetas tejidas para las cómodas y toallas bordadas para secar los platos. La Sociedad del Sagrado Corazón tenía una venta de pasteles y la Sociedad del Altar estaba a cargo del juego de lotería. Los Caballeros de Colón operaban una ruleta y en el extremo oeste de la escuela, al lado del baño de los chicos, los Caballeros de Colón tenían también un jardín de cerveza.
Eddie se hallaba ahí; iba ya en su segunda botella de Glueks cuando Romaine lo encontró.
– Y, ¿cómo va todo, Eddie? -le preguntó.
Eddie tomó otro trago de cerveza.
– Solitario, Romaine, solitario.
– Vamos a ir a un baile el próximo sábado. ¿Quieres ir?
– No… es demasiado pronto.
– De acuerdo, pero le prometí a Irene que te preguntaría.
– ¿A Irene?
– Sí. Me dijo que si tú ibas, ella nos acompañaría.
– Irene -murmuró Eddie para sí mientras movía la cabeza de un lado a otro.
– Es una buena mujer. Y siempre le has gustado, Eddie.
– Sí, lo sé -Eddie dio otro trago a su botella.
– Extraña a Krystyna casi tanto como tú, Eddie.
– Es sólo que ya no siento deseos de bailar -respondió.
Romaine lo sujetó del hombro y le dijo:
– De acuerdo, pero avísanos cuando te vuelvan las ganas.
– Sí, seguro.
Habían puesto varias mesas al centro del salón y la mirada de Eddie se paseaba de una a otra. La gente se turnaba para comer; al terminar dejaba las sillas plegables de madera fuera de su lugar. Eddie reaccionó como conserje: se dirigió al área del comedor y fue metiendo las sillas debajo de las mesas por donde pasaba. En el extremo noroeste, el más retirado, estaban todas las monjas. Ocupaban la misma mesa cada año.
Su atención se centró en la hermana Regina. Había estado actuando de modo extraño cuando se veían. Ya nunca la hallaba en el salón después de clases cuando él iba a limpiarlo; extrañaba su presencia y su charla. Siempre que se encontraban al pasar, ella se rehusaba a mirarlo a los ojos. Si no supiera que estaba equivocado, habría pensado que ella le tenía miedo.
Miró a las monjas que llevaban sus platos a la mesa. Cuando todas estuvieron sentadas, él se acercó y les preguntó:
– ¿Puedo traerles algo, hermanas?
La anciana monja Ignatius le respondió:
– Sí, señor Olczak, ¿podría traerme un café, por favor?
– De inmediato hermana. ¿Alguien más?
La hermana Gregory sonrió y dijo:
– Sí, por favor, señor Olczak.
La hermana Regina se negaba a mirarlo.
– ¿Café para usted, hermana Regina? -le preguntó, y por fin ella tuvo que verlo.
Y fue entonces cuando Eddie lo comprendió. Se dio cuenta perfectamente de que ella estaba sonrojada, de lo encendidas que tenía las mejillas contra el blanco puro y rígido de su velo, y de que no podía sostenerle la mirada.
– Sí, gracias, señor Olczak -respondió ella casi en un susurro mientras desviaba a toda prisa la mirada, con mucha timidez. Siempre había sido reservada, guardaba la distancia, su voz era suave y mantenía una actitud de retraimiento, pero ese día era distinto. Se mostró tímida, como había visto que Irene hacía algunas veces. Precisamente como una mujer que trata de sobreponerse a un enamoramiento.
"Pero eso no es posible", pensó. "¡Ella es monja!" La posibilidad lo dejó tan desconcertado que corrió a buscar el café con el corazón en la boca.
– ¡Tres cafés para las monjas! -ordenó al tiempo que se colaba en la fila sin pedir siquiera disculpas.
¿Y si las otras la veían sonrojarse y se ponían nerviosas y sospechaban lo mismo que él? No tenía ni la menor idea de lo que le hacían a una monja si descubrían que le gustaba un hombre.
Cuando llevó el café le entregó una taza a la hermana Regina antes que a nadie, con toda intención; luego rodeó la mesa, con las otras dos tazas, para poder verla.
– Bueno, si quieren algo más, sólo silben -comentó.
Todas le respondieron y le dieron las gracias, menos la hermana Regina. Ella mantenía la vista fija en el plato, como si no se atreviera a mirarlo a los ojos.
Algo dentro de Eddie estalló.
Y no fue su ego. Tampoco su virilidad. En pocas palabras, fue miedo simple y llano.
Después del bazar, Eddie comenzó a evitar el salón de la hermana Regina hasta que tenía la certeza de que ya se había ido. Pensaba a menudo en la hermana y decidió que sus sospechas eran falsas. Ella no podía estar enamorada de él. Sencillamente no estaba en su naturaleza. Era la monja más dedicada que hubiera conocido. De seguro él había hecho algo para alejarla y esa idea lo molestaba mucho; no dejaba de preguntarse qué podría haber sido.
Una noche, después de que Anne le había preguntado en la cena por qué las monjas no podían ser madres, Eddie tuvo el sueño más extraño. Soñó con Krystyna, de pie en la cripta de piedra frente a la escuela; no dijo una palabra. Le sonreía con una expresión de profunda paz, pero estaba vestida con un hábito negro de la Orden de las Benedictinas.
El primero de noviembre, el día de la fiesta de Todos los Santos, no había clases. Era el día perfecto para que Eddie encerara los pisos de las aulas. Cuando llegó al salón de tercero y cuarto con su enceradora eléctrica se sorprendió al encontrar ahí a la hermana Regina, que trabajaba en el escritorio; cortaba algo en un papel marrón. Levantó la mirada cuando él apareció, pero de inmediato volvió al trabajo.
– Buenas tardes, hermana -saludó al tiempo que empujaba la máquina al interior-. Un clima terrible, ¿verdad? -observó mientras conectaba el aparato.
– Sí -las ráfagas de nieve golpeaban contra las ventanas.
– Parece que nevará con fuerza antes de que el día termine.
Ella no le respondió. Siguió su labor con las tijeras.
– Es día de descanso obligatorio. ¿Qué hace trabajando?
– ¡Oh! Esto no es trabajo. Estoy recortando un cuerno de la abundancia para el friso. Esto es… creatividad.
Eddie se acercó y miró lo que hacía.
– ¡Ah, es cierto! Pronto será el día de Acción de Gracias. Va a ser difícil dar gracias este año sin Krystyna -cuando ella no le respondió y continuó mostrándose distante, Eddie decidió que algo había cambiado en ella y que iba a averiguar qué era-. ¿Le molesta si me siento un momento? -preguntó.
Ella lo miró finalmente y Eddie notó un leve rubor que la hermana no logró ocultar, pero habló con total compostura.
– No -respondió ella en voz baja.
Se sentó en el primer asiento de la fila, frente a ella.
– Hermana, ¿he hecho algo para ofenderla? -preguntó también en voz baja.
– No.
– Usted parece tomarse muchas molestias para evitarme.
– Yo no trato de evitarlo en lo absoluto -hablaba con la misma reserva de siempre.
– Sí, hermana Regina. Me había acostumbrado a venir a su salón después de la escuela y a que charláramos sobre Anne y Lucy, y de Krystyna y mis sentimientos después de perderla. Ahora usted se asegura de no estar aquí cuando yo vengo. Sólo me preguntaba si le dije o hice algo que no fuera correcto.
– Usted no ha hecho nada.
– Extraño nuestras charlas, ¿sabe? -continuó con suavidad-. Supongo que podría conversar con otras monjas, pero… no me siento tan cómodo hablando con ellas como con usted.
Ella no despegó los ojos de la calabaza anaranjada que estaba recortando.
– Puede hablar conmigo ahora, señor Olczak.
– Soñé con Krystyna la otra noche -le contó Eddie-. Se hallaba de píe en la cripta y usaba un hábito como el de usted. No sé por qué soñé eso -titubeó. Esperaba una respuesta que jamás llegó-. Supongo que fue porque Anne me preguntó ese día por qué las monjas no podían ser madres; yo le dije que era porque ustedes estaban casadas con Cristo.
– Sí, así es -respondió ella; con mucho cuidado puso las tijeras en el escritorio-. Y por eso mismo, conversaciones como ésta están prohibidas para mí. Sin duda sabe, señor Olczak, que en nuestra orden la conversación con los legos se limita estrictamente a lo necesario.
Eddie enderezó la espalda.
– No, no lo sabía.
Ella se levantó y se acercó a la ventana; miraba hacia afuera para no tener que verlo al rostro. Con las manos metidas en las mangas del hábito le explicó:
– La vida de una monja es de silencio y reflexión. Eso forma parte de la obediencia. Y uno de los votos que tomamos es el de obedecer. Tal vez tenga razón. Tal vez sí he estado evitándolo, porque me he dado cuenta de que cuando estoy con usted me olvido con facilidad de las reglas sobre el silencio ordinario y hablo demasiado.
Él miró su espalda, muy recta.
– Quiere decir, hermana, que cada vez que vengo aquí y charlo con usted, ¿la hago pecar?
Ella no le respondió.
– ¿Lo hago? -insistió Eddie.
– Sí. Nuestros votos son perpetuos y las obligaciones que nos imponen deben cumplirse so pena de pecado.
– ¿Por qué no dijo nada antes? -preguntó.
– Porque parte de las conversaciones eran una necesidad. Su necesidad. Pensé que usted necesitaba a alguien con quién hablar, así que decidí escucharlo. Y ya que a nosotras, como monjas, se nos exige que practiquemos "la más cordial caridad", y estoy citando la Santa Regla, pensé: ¿cuándo se necesita más la caridad que después de una pérdida como la que usted sufrió? Usted y sus hijas. Estos últimos dos meses, desde la muerte de Krystyna, han sido… -no pudo terminar. Tenía un nudo en la garganta.
– Hermana -susurró él, horrorizado-. La he hecho llorar.
– No, no fue usted -sacó un pañuelo de su manga e inclinó la cabeza para usarlo.
– Entonces, ¿qué pasa? -él atravesó la habitación y se colocó detrás de su hombro-. Por favor, hermana, vuélvase.
– No, no puedo -ella sorbió por la nariz una vez-. Yo misma me he hecho llorar, no ha sido usted. Estoy pasando por una crisis personal y es un momento difícil para mí. Por favor perdóneme, pero debo irme.
Se volvió y se apresuró a salir de la habitación a una velocidad que hizo flotar su velo.
– ¡Hermana, espere! ¡Lo lamento! Yo no quise… -pero Regina ya no estaba.
Solo en el salón, Eddie no sabía qué hacer, no sabía qué pensar o creer. ¿La habría hecho pecar? ¿Y llorar? "Jesús, María y José, ayúdenme a comprender lo que le he hecho, porque ella es la última mujer en el mundo a la que quisiera perturbar de este modo".
Aquella noche se quedó despierto en la cama durante horas; repasaba la escena una y otra vez en su mente. De pie detrás de ella, cuando la hermana perdió la compostura, tuvo una explosión de sentimientos que sólo había experimentado con Krystyna. Hubiera querido confortarla, abrazarla mientras lloraba, como lo haría con cualquier mujer que sufriera, pero la mera idea de hacerlo estaba fuera de lugar, dado que ella era una monja. ¿Abrazarla?
¿Tenerla entre sus brazos?
Las monjas eran representantes de Dios. Eran criaturas santas. Lo más cercano posible a ser ángeles aquí en la Tierra. Y no había en la Tierra ningún hombre que reverenciara más a las monjas que Eddie Olczak.
Entonces, ¿qué hacía él ahora, acostado en su cama con la idea de abrazar a una? Extrañaba a Krystyna, eso era todo. La extrañaba y la hermana Regina era la única mujer con la que se sentía bien. Pasaría mucho tiempo antes de que dejara de extrañar a Krystyna, mas si alguna vez se casaba de nuevo, sería con alguien como la hermana Regina, de eso estaba seguro. Anne la quería muchísimo y Lucy también.
"Hermana Regina… Hermana Regina… ¡Oh, hermana! ¿Será posible que todos la amemos de una manera que no está permitida?", pensó.
Al día siguiente se celebraba el Día de Muertos, en el que los católicos obtienen indulgencia plenaria si se confiesan y comulgan, además de rezar un cierto número de plegarias por las pobres ánimas del purgatorio y por el Papa.
La hermana Regina se prometió que cumpliría con todos esos requisitos, con la idea de que así lograría una remisión de sus castigos temporales por el grave pecado que había cometido el día anterior al hablar de nuevo con el señor Olczak en un terreno tan personal.
Aquella mañana después de los rezos detuvo al padre Kuzdek en el vestíbulo principal.
– Padre, ¿podría hablar con usted?
– Por supuesto, hermana.
– Quisiera confesarme, por favor.
– ¿Ahora?
– Sí, padre, si tiene tiempo.
– Muy bien. Abríguese. Iremos directo a la iglesia.
Afuera del convento el aire olía a ropa recién lavada y el cielo estaba aún oscuro; eran las seis y media de la mañana. La noche anterior habían caído casi doce centímetros de nieve y todavía se dejaban sentir algunas ráfagas. El señor Olczak ya estaba allí y había cavado un sendero temporal. No se podía escapar a la distracción que él representaba, porque aun en aquel momento oía su pala en alguna parte en el atrio de la iglesia, donde quitaba la nieve de los escalones altos y anchos antes de la primera misa.
¡El señor Olczak! Aquel nombre se hallaba casi siempre en su mente. ¿Cómo iba a quitárselo de la cabeza si lo tenía presente en su mundo a cada hora del día?
El padre entró en la iglesia. La guió por el presbiterio y los dos se arrodillaron camino del confesionario. En el interior siempre se percibía un vago olor a moho y a estiércol, por los zapatos de los granjeros. La hermana Regina entró en el pequeño espacio y se arrodilló, oculta por una pesada cortina de terciopelo marrón que dejaba pasar una corriente helada. Oyó al padre que se acomodaba en su asiento antes de que la división entre ellos se abriera y pudo ver la sombra de su mano hacer el signo de la cruz en el aire.
– In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amén.
Ella se persignó con él y comenzó con las palabras que le habían enseñado desde que era una niña:
– Perdóneme padre, porque he pecado. Mi última confesión fue hace dos semanas. He venido a confesar algo muy grave -emitió un suspiro entrecortado.
El la escuchó y dijo:
– Dígame, hermana.
– Sí -susurró ella-. Esto es muy difícil -aspiró hondo para darse ánimos antes de continuar-. Casi sin darme cuenta me he hecho amiga de un seglar. Sólo somos amigos, aunque en el curso de nuestra amistad me he permitido hablar con demasiada libertad y nuestras conversaciones han tratado a veces de asuntos personales. Sé que estoy infringiendo mi voto de obediencia al hablar así con esta persona, pero cuando lo hago no siento que esté mal. ¿Cómo puede ser, padre?
– Esta persona… ¿es un hombre?
– Sí, padre -sintió que su corazón se aceleraba por el temor.
– ¿Y se siente atraída por él?
Después de varios latidos interminables respondió:
– Sí.
– ¿Y esas conversaciones con él la hacen dudar de su vocación?
– No, padre. Comencé a dudar de mi vocación mucho antes de que se iniciaran.
El corazón le latía cada vez más de prisa y se dio cuenta de que tenía lágrimas en los ojos. Era la primera vez que admitía abiertamente, ante alguien, que tenía dudas sobre su vocación. Mientras no hubiera pronunciado esas palabras, todavía tenía oportunidad de retractarse, de decirse a sí misma que estaba equivocada y de que aquellas insatisfacciones eran sólo temporales.
El padre se tomó su tiempo para responder.
– ¿Ha hablado con la madre superiora sobre esto?
– Padre yo… tengo miedo de hacerlo.
– Pero la hermana Agnes es su consejera espiritual. Debe depositar su confianza en ella. Esto podría afectarla decisivamente durante el resto de su vida.
– Sí, padre. Voy a tratar. Y, padre, debe comprender que no sólo se trata de este hombre. Va mucho más allá de eso. He comenzado a encontrar defectos en gran parte de mi vida dentro de la comunidad religiosa… en la forma de ser de las hermanas: en cómo la hermana Samuel estornuda sobre nuestra comida en la mesa o cómo la hermana Mary Charles castiga a los niños con su cinta. Y luego la hermana Agnes me amonesta y me dice que guarde mi distancia con los niños, y eso me hace enfurecer, pero no se me permite discutirlo con nadie. La Santa Regla me dice que mi furia es en sí misma un pecado. Recientemente, he comenzado a dudar cada vez más de la Santa Regla y de las normas que gobiernan nuestra orden.
– La furia es un sentimiento humano. Cómo la manifestamos es lo que la convierte en un pecado o no. Hermana, tal vez, está usted siendo demasiado dura consigo misma.
– No lo creo. Una y otra vez he roto la Santa Regla y cada vez que ocurre hago penitencia, pero sigo pensando que yo tenía razón. Ha sido terrible, padre.
– ¿Cree usted, hermana, que ninguno de nosotros ha tenido dudas sobre nuestra vocación alguna vez? -ella no respondió, así que el padre continuó-. A veces, cuando luchamos con la duda y la tentación y triunfamos, salimos de la prueba más fuertes que antes y más seguros de que la vocación que seguimos era por completo adecuada para nosotros. Rece, hermana. Rece mucho para obtener respuestas; sé que las recibirá. Haga penitencia. Medite lo más que pueda. Y hable con la hermana Agnes. Tal vez se sorprenda de lo que escuche.
– Sí, padre. Lo haré, gracias.
Le impuso una penitencia sorprendentemente leve: sin duda sabía que la situación por la que atravesaba era bastante castigo.
Decidió no hablar con la hermana Agnes de inmediato, ya que pensó que tal vez no había orado, meditado o hecho penitencia lo suficiente. Primero insistiría en hacer más de esas tres actividades.
El clima siguió tan sombrío y triste como los pensamientos de la hermana; el tiempo seguía su curso y se acercaba el día de Acción de Gracias. Ella le pedía a Cristo que le permitiera saber cuál era su voluntad. Se enfrascó en un intenso período de búsqueda espiritual durante el cual rezaba muchas horas al día. Se impuso la rutina de ayunar hasta la cena y ofrecía su hambre a Dios como una penitencia más por sus dudas. La reflexión y la meditación se fueron convirtiendo así en la parte más profunda de cada día, sin embargo, casi nada pudieron hacer para despejar la confusión. Esperaba que la respuesta descendiera sobre ella como un halo luminoso, como una gran revelación que de pronto le arrojaría luz desde dentro.
Pero nada de eso ocurrió. Si Cristo sabía lo que quería que hiciera, no se lo estaba transmitiendo.
Durante la semana del día de Acción de Gracias le escribió a su abuela sobre las tribulaciones por las que estaba atravesando, pero nunca envió la carta porque las reglas de la orden dictaban que toda la correspondencia que las hermanas enviaran debía colocarse, abierta, en el escritorio de la madre superiora. La hermana Regina guardó la carta y resintió el hecho de que nunca podría enviarla, con lo que añadió otro tanto a su cuenta de represiones.
Poco después del primer domingo de Adviento, cuando se ponía el nacimiento en la iglesia, cayó una fuerte nevada, seguida por un período de frío intenso que resultó peligroso. En la escuela los niños se vieron obligados por el mal tiempo a jugar en el gimnasio y en los pasillos durante el recreo y por las tardes; esto los volvía cada vez más traviesos. Entre los niños más pequeños se propagó la mala costumbre de correr por todas partes. Entre los mayores las peleas y las discusiones se volvieron frecuentes.
Fue el lunes de la última semana anterior a las vacaciones de Navidad cuando Anne Olczak se puso a jugar con algunos de sus primos mayores a perseguir a otros niños en uno de los pasillos. Como ya habían estado corriendo alrededor de los parapetos, la hermana Mary Charles les había advertido varias veces que no lo hicieran.
Anne tuvo la mala suerte de ser la que corría alrededor del extremo del parapeto, cerca del baño de las niñas, cuando derribó la campanilla de cobre. Al caer, golpeó en la cabeza a una niña de primer grado, pegó en el suelo y rebotó con un ruido estrepitoso a unos cuantos centímetros de los zapatos negros de la hermana Mary Charles.
– ¡Olczak, ven acá! -gritó y se prendió del hombro de Anne como si fuera un ave de rapiña que transportaba su comida-. ¡Ve lo que has hecho! -Anne miró a la monja, inmovilizada por el terror-. ¡Levanta esa campana!
Anne se apresuró a recogerla y la puso en el parapeto. La niña de primero gritaba de dolor mientras le brotaba sangre de una herida en la frente.
El dedo huesudo de la hermana Mary Charles señaló al suelo.
– Me esperarás precisamente aquí, señorita, y no te muevas ni un milímetro.
– No, hermana -susurró Anne muerta de miedo.
La hermana se inclinó para atender a la pequeña y la llevó con su maestra para que la examinara y la curara. La pobre de Anne tuvo que esperar diez minutos en medio de una creciente angustia hasta que la hermana Mary Charles regresó con cara molesta y expresión sombría.
– Muy bien, jovencita, ¡camina!
Anne no tenía que preguntar adonde. Ya lo sabía.
Lloraba cuando la puerta del salón floral se cerró tras ellas. A través de las lágrimas alcanzó a distinguir la cinta de hule que esperaba entre los helechos.
– ¡Eres una desobediente! -exclamó la hermana mientras se arremangaba el brazo derecho-. Y la desobediencia debe castigarse. ¿Lo entiendes?
Anne intentó susurrar un "Sí, hermana", pero no le fue posible articular palabra. La hermana tomó la cinta de hule.
– Extiende las manos y mientras te castigo, pide perdón a Dios por tus pecados.
– Pero si fue un acci…
– ¡Silencio! -gritó la hermana Mary Charles con tanta fuerza que su voz hizo que incluso las hojas de los helechos se estremecieran-. ¡Pon las manos ahora mismo!
Las manos sudorosas de Anne se extendieron, temblando, con un movimiento lento.
La hermana levantó su arma y lanzó un golpe… Anne no pudo evitarlo: retiró los brazos por reflejo.
La hermana Mary Charles se enfureció todavía más.
– ¡Muy bien! Iban a ser cinco. ¡Ahora serán seis!
Lucy estaba sentada con la espalda contra la pared del pasillo y con un hilo grueso jugaba a formar diseños entre los dedos con unas chiquitinas cuando su prima Mary Jean entró a todo correr y se deslizó hasta detenerse de rodillas.
– ¡La hermana Mary Charles se llevó a Anne al salón floral!
– ¿A Annie? ¿Qué hizo?
– Derribó la campana del parapeto y le cayó en la cabeza a una niña pequeña -explicó Mary Jean. Lucy sabía que no se debía tocar esa campana.
– ¿Annie? -dirigió la mirada hacia el salón floral y sintió náuseas en la boca del estómago-, ¿Está ahí con la hermana Mary Charles? -Lucy se arrancó el hilo de los dedos y se levantó.
"¡No lastime a mi hermanita! ¡Es usted una malvada!"
– ¡Oye, Lucy, espera!
Pero Lucy ya iba corriendo por el pasillo, al rescate, y no se detuvo sino hasta que llegó a la puerta del salón floral. Oyó que adentro la monja gritaba:
– ¡No me repliques!
Lucy comenzó a llorar y corrió con la persona más cercana que pensó que podría ayudarla.
– ¡Hermana Regina, venga pronto! ¡La hermana Mary Charles tiene a Annie en el salón floral y la está golpeando!
La hermana Regina estaba sentada frente a su escritorio. Se puso en pie de un salto, tan de prisa que su silla cayó mientras se dirigía al vestidor.
– Ve a jugar, Lucy, yo me ocuparé de esto.
Pasó a toda velocidad por el vestidor, como un derviche con velos negros y abrió la puerta del salón floral al tiempo que gritaba:
– ¡Deténgase en este instante!
Anne había recibido cuatro azotes y estaba de pie, sollozando. La hermana Mary Charles giró sobre sus talones.
– ¡Esta niña ha desobedecido! ¡Debe ser castigada!
– Pero no con furia ni crueldad. No lo permitiré.
– ¿Que no lo permitirá? ¿Y desde cuando tiene el derecho de darme permiso cuando reprendo a un niño?
– Esto no es reprender. Es una extralimitación, además ella no es una niña mala. Bastaría hablarle con firmeza por lo que hizo.
– Les enseñamos que la desobediencia es un pecado y éste es el castigo. No es peor que otros cientos de palizas que he propinado durante años, y eso los hace mejores.
– El que castiga el pecado es Dios Nuestro Señor y no usted. Y no puedo creer que siquiera uno de esos niños sea mejor porque lo hayan golpeado. Anne, por favor, ve al baño, suénate la nariz y espérame ahí.
Anne salió corriendo y las dejó a solas. La hermana Regina comentó con un tono de voz más tranquilo:
– Desde que llegué a este lugar he estado en contra de que golpee a los niños, pero parecía ser una especie de tradición y todos lo aceptaban. Bueno, pues yo no. No veo por qué haya que sacrificar a los niños por alguna amarga necesidad que usted lleva en su interior.
La hermana Mary Charles había dejado caer la cinta.
– Se está usted sobrepasando, hermana, y al hacerlo infringe la Santa Regla.
– Por favor, no me salga con lo de la Santa Regla. Tal vez sería bueno que volviera a leer el capítulo seis sobre la caridad, donde dice que los maestros no deben infligir castigos corporales a los alumnos. ¿Qué me dice de esa santa regla?
La hermana Mary Charles salió y dio un portazo.
Regina ocultó el rostro en sus crispadas manos y durante unos instantes trató de recuperar la compostura. Cuando la campana llamó de nuevo a las clases vespertinas, recordó que Anne todavía estaba en el baño, esperándola.
El baño de las niñas tenía ventanas de vidrio con dibujos y relieves; los muebles de madera eran tan oscuros como la melaza. Anne estaba con la cara vuelta a un rincón, llorando a mares, y Lucy, a su lado; se sentía muy mal, pero era muy joven para saber qué hacer.
Cuando su salvadora llegó, Lucy comentó con tono grave:
– Le pegó en las manos, hermana, y Annie no deja de llorar.
La hermana hizo que Anne se volviera; la niña se lanzó hacia ella y la abrazó con fuerza. El corazón de la hermana se llenó de piedad y amor e hizo caso omiso de la Santa Regla y de sus propios votos en peligro y le devolvió el abrazo mientras acariciaba con una mano el cabello de la niña. ¿Qué podía hacer? ¿Llevarla de regreso al salón y exponerla a las miradas curiosas y a los comentarios de sus compañeros? ¿O suspenderla por un tiempo? Tomó una decisión.
– Vengan conmigo, niñas. Vamos a buscar a su padre.
Lo encontraron en el comedor cuando sacaba la basura. Se detuvo, sorprendido, cuando las vio a las tres.
– ¿Qué sucede, hermana?
Ella tenía una mano en el cuello de cada una de las niñas, y las mantenía cerca de ella en actitud protectora.
– Creo que lo mejor sería que Anne y Lucy se tomaran el resto del día libre. ¿Hay alguien que pueda cuidarlas?
– Claro, la tía Katy, pero ¿por qué?
– Anne derribó por accidente la campana del parapeto. La campana golpeó a una niña y la hermana Mary Charles la castigó en el salón floral. Yo la detuve.
Él se arrodilló con el entrecejo fruncido.
– ¿Annie? Ven aquí, cariño. Cuéntame lo que sucedió.
– Jugábamos a perseguirnos y yo derribé la campana del parapeto; le cayó en la cabeza a una niña y le salió sangre, pero fue un accidente, papi. La hermana dijo que yo había cometido un pecado, pero no es cierto, y me golpeó las manos con una cinta de hule.
La hermana Regina nunca había visto el rostro de Eddie tan desencajado como en ese momento.
– Vámonos. Tú también, Lucy -se levantó y tomó a las niñas de la mano con expresión adusta y decidida-. Vamos por sus abrigos; voy a llevarlas a casa de la tía Katy. Ahí me esperarán hasta la hora de cenar. Y no te preocupes de si pecaste o no, Annie. No lo hiciste.
Mientras la hermana regresaba con sus alumnos, Eddie entró en el vestidor para tomar los abrigos de las niñas. Antes de marcharse, asomó la cabeza al salón de clases y llamó a la hermana para que se acercara a la puerta.
– Gracias, hermana. ¿Tendrá problemas por haber intervenido?
– No, señor Olczak.
– Bueno. Estoy tan… -ella notó que Eddie intentaba calmar su furia-. Nada. Hablaré con usted más tarde.